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Luis Felipe Rodríguez | |||||||||||||||
En el año de 1600, el filósofo italiano Giordano Bruno
fue enviado a la hoguera por sostener varias herejías, entre ellas la de que existían infinitos mundos como el nuestro. Las cosas han mejorado considerablemente desde aquellos oscuros años y en la actualidad el preguntarse si existen otros mundos, no sólo está bien aceptado, sino que constituye una de las preguntas científicas más válidas e importantes. Más aún, quien logre encontrar la respuesta o al menos una aproximación interesante seguramente recibirá los mayores reconocimientos en su respectivo sistema científico.
Por supuesto que la manera de enfocar esta pregunta ha cambiado considerablemente desde que la planteó Giordano Bruno. Ahora poseemos mucho más información y sabemos, por ejemplo, que la diferencia básica entre una estrella y un planeta radica en su masa. Los cuerpos cuya masa excede 0.08 veces la masa del Sol tendrán suficientes presiones y temperaturas en su centro para que se den los procesos de fusión termonuclear y el cuerpo genere luz propia de acuerdo a la definición de una estrella. Los cuerpos por debajo de esta masa no llegarán a tener procesos termonucleares de manera sostenida en su interior y no serían por lo tanto estrellas. A los cuerpos con una masa de entre 0.01 y 0.08 veces la masa del Sol, se les llama enanas pardas y es a los cuerpos con masa por debajo de 0.01 veces la masa del Sol a los que se les definiría como planetas. Por ejemplo, Júpiter, el más masivo de los planetas de nuestro Sistema Solar tiene una masa de aproximadamente 0.001 veces la del Sol, mientras que la Tierra apenas llega a unas tres millonésimas de la masa solar.
Sabemos además que existen en nuestra galaxia una cantidad del orden de 1011 estrellas potencialmente poseedoras de planetas. Sin embargo, sólo en el caso de una estrella, nuestro Sol, sabemos sin lugar a dudas que existen planetas a su alrededor. La explicación de esta situación radica en que es extremadamente difícil detectar a un planeta en otra estrella. De hecho, hasta ahora ha resultado imposible y este campo de investigación está plagado de resultados tentativos que no han sido posteriormente confirmados.
La búsqueda de planetas en otras estrellas
Para ilustrar por qué es tan difícil detectar un planeta, consideremos un Sistema Solar simplificado, formado por una estrella como el Sol y con sólo un planeta como Júpiter a su alrededor. Escogimos colocarle un planeta como Júpiter porque en nuestro Sistema Solar es este planeta el más importante gravitacionalmente hablando, con una masa más de tres veces mayor a la de Saturno (que es el siguiente planeta en masa) y más de trescientas veces más grande que la de la Tierra.
Lo primero que se nos ocurre es tratar de tomar fotografías de las estrellas, o mejor aún, imágenes con un moderno detector bidimensional y el mejor de los telescopios, más cercanas para ver si están acompañadas de un planeta. Este experimento, aparentemente sencillo, está prácticamente limitado por una serie de factores astronómicos e instrumentales. La separación entre el Sol y Júpiter es de 5.2 unidades astronómicas. Una unidad astronómica es la distancia promedio entre el Sol y la Tierra, unos 150 millones de kilómetros. Supongamos que colocamos nuestro hipotético Sistema Solar Sol-Júpiter a 4.2 años-luz, la distancia a la estrella más cercana a nosotros, Proxima Centauri. ¿Qué es lo que veríamos desde la Tierra? Supuestamente veríamos un punto de luz que sería la estrella y separado de este punto de luz por unos 5 segundos de arco (un segundo de arco es el tamaño angular que tendría una regla de un metro de largo colocada a una distancia de unos 200 kilómetros), un segundo punto de luz, el planeta. La luz proveniente del planeta no sería más que luz de la estrella reflejada por el planeta (recordemos que los planetas no generan luz propia), como la luz que vemos venir de la Luna o de los planetas en nuestro Sistema Solar.
El gran problema es que el punto de luz producido por el planeta sería muchísimo más débil, como mil millones de veces, que el punto de luz producido por la estrella. Como saben todos los que han trabajado con la radiación electromagnética, no va a ser posible lograr que toda la luz de la estrella caiga en un solo punto del detector sino que ésta se desparramará en una región extendida de modo que, aun en las mejores condiciones, la luz que dispersa la estrella será mucho más brillante en la posición del planeta que el mismo planeta. La débil luz proveniente del planeta quedará ahogada por la luz que dispersa la estrella.
Las cosas mejoran bastante si tratamos de repetir estas observaciones ya no en la región visible del espectro electromagnético, sino en la región infrarroja. Las ondas infrarrojas tienen longitudes de onda más grandes que la luz y son invisibles al ojo humano o a la placa fotográfica, pero se les puede detectar con la instrumentación adecuada. En el infrarrojo la radiación emitida por un planeta como Júpiter podría llegar a ser hasta una diezmilésima de la emitida por la estrella. La razón de esto es que el planeta absorbe una parte de la luz de la estrella y la rerradia como ondas infrarrojas. Además, las estrellas tipo solar emiten la mayor parte de la radiación en el visible y no son fuentes particularmente poderosas de emisión infrarroja. En estas circunstancias el planeta se convierte en una fuente infrarroja que, si bien es más débil que la estrella, su contraste no es tan marcado como el visible. Sin embargo, los sistemas de detección infrarrojos son menos finos que los visibles y lo que pudiéramos ganar en contraste lo perderíamos por limitaciones técnicas.
Esta forma de detectar directamente al planeta no ha dado resultados y algunos astrónomos han tratado de detectar su presencia indirectamente, mediante los pequeños efectos gravitacionales que produciría en su estrella madre. Sabemos que así como la estrella atrae a un planeta, el planeta también atrae a la estrella. En una primera aproximación se considera que la estrella está inmóvil y que el planeta se mueve en una órbita alrededor de ella. Pero, de hecho, esto no es correcto y tanto la estrella como el planeta se desplazan en sus respectivas órbitas alrededor del centro de masa del sistema, un punto que se halla entre ambos cuerpos. Como la estrella es mucho más masiva (en el caso del Sol y Júpiter, el Sol es aproximadamente mil veces más masivo que Júpiter), este centro de masa queda muy cerca de la estrella. Así, mientras el planeta recorre una larga órbita, también la estrella lo hace, sólo que la órbita de la estrella es muy pequeña (ver la figura 1). En el caso de un sistema Sol-Júpiter, la órbita de la estrella tendría un radio parecido al de la misma estrella. Tanto la estrella como el planeta completarían una órbita en el mismo tiempo (unos doce años para un sistema Sol-Júpiter). Pero mientras el planeta tiene que recorrer una gran trayectoria y se mueve a unos 10 kilómetros por segundo, la estrella tiene que recorrer una órbita más pequeña y se mueve a “sólo” unos diez metros por segundo, la velocidad de un buen corredor de cien metros planos.
La radiación de la estrella recibida en la Tierra estaría, debido al efecto Doppler, corrida al rojo cuando la estrella se “alejase” de nosotros mientras que se encontraría corrida hacia el azul cuando se “acercase” a nosotros. Estos movimientos serían cíclicos, repitiéndose completos cada doce años.
Pero de nuevo, el efecto es muy pequeño y por lo tanto difícil de detectar. Los desplazamientos relativos de frecuencia que sufrirían las rayas espectrales en el espectro de la estrella, serían del orden de la velocidad de la estrella (diez metros por segundo) sobre la velocidad de la luz (300,000 kilómetros por segundo), o sea de una parte en treinta millones. La instrumentación actual permite detectar desplazamientos relativos como de una parte en tres millones y esto ha permitido estudiar alrededor de un centenar de estrellas cercanas con el fin de indagar si están acompañadas de superplanetas, que son objetos unas diez veces más masivos que Júpiter (o sea, con una centésima de la masa del Sol) pero que aún caerían en la categoría de planetas. Es interesante destacar que no se detectó ninguno. Sin embargo, esto no quiere decir gran cosa, ya que tal vez no se forman planetas tan masivos y habrá que esperar a que la sensitividad de estas técnicas mejore, lo cual sería posible en una escala de tiempo de algunas décadas.
¿Planetas alrededor de pulsares?
Durante el último año, el mundillo astronómico se sacudió ante el anuncio hecho por un grupo de radioastrónomos de la Universidad de Manchester, en Inglaterra, de que habían descubierto un planeta en un improbable lugar: alrededor de un pulsar. La aparente detección se logró utilizando una técnica equivalente a la que mencionamos anteriormente, y que se usa para buscar desplazamientos en las frecuencias de las rayas espectrales de las estrellas, causadas por el efecto Doppler. Se sabe que los pulsares emiten pulsos de ondas de radio con una gran regularidad, como si fuesen relojes. Si un pulsar estuviese acompañado de un planeta, describiría una órbita alrededor del centro de masa del sistema y desde la Tierra detectaríamos que la separación temporal entre los pulsos se acortaría o alargaría, según el pulsar se acercase o alejase.
De acuerdo con el análisis de los datos hechos por el grupo de Manchester, el pulsar PSR 1829-10 estaba acompañado de un planeta con una masa de alrededor de 10 veces la de la Tierra, y con un periodo de casi exactamente medio año. El “planeta” tenía dos cosas extrañas que hicieron que algunos astrónomos sospecharan de su existencia (por otra parte, varios grupos teóricos publicaron artículos explicando cómo pudo haberse formado un planeta alrededor de un pulsar). El primer motivo de sospecha era la ubicación del planeta alrededor de un pulsar, el cual es un objeto formado a partir de la explosión de una estrella masiva, lo que hace suponer que provocaría una tan fuerte disminución de la masa de la estrella, como para que ésta perdiera a los planetas de su alrededor o, cuando menos, que éstos quedarían en órbitas muy excéntricas (o sea, muy ovaladas). Sin embargo, el planeta supuestamente estaba ahí y con una órbita casi perfectamente circular (como la de la Tierra). El segundo aspecto sospechoso era el periodo de rotación del planeta, de casi exactamente medio año terrestre. Pero pronto se resolvió el misterio y se supo qué pasaba en realidad: los radioastrónomos ingleses habían cometido un error al reducir sus datos y no habían sustraído completamente el efecto de los movimientos de la Tierra alrededor del Sol. Los cambios que detectaban en la separación entre los pulsos del pulsar, no se debían a movimientos mismos del pulsar, sino a movimientos de la Tierra. Al mismo tiempo que estos investigadores se retractaban de sus resultados, un grupo, ahora del Observatorio de Arecibo, proponía que otro pulsar estaba acompañado ya no de uno, sino de dos planetas. Este grupo asegura haber tomado en cuenta todos los efectos posibles, pero hay cínicos que afirman que lo que ocurre es que cometieron no uno sino dos errores en su reducción de datos. La situación se aclarará en unos cuantos años, a lo sumo, porque se supone que los supuestos planetas sufrirán, por la fuerza gravitatoria entre ellos mismos, cambios predecibles en los parámetros de sus órbitas.
En busca de discos protoplanetarios
Desde hace unos diez años un grupo de astrónomos hemos trabajado en el Instituto de Astronomía de la UNAM en el problema de la formación de nuevas estrellas. Este interés nos llevó a planteamos una nueva manera de investigar si las estrellas forman o no planetas a su alrededor.
En la actualidad los astrónomos manejamos un esquema, un paradigma como dirían algunos, de la manera en que se forman las estrellas. Este paradigma es el aceptado internacionalmente y a su creación han contribuido de manera importante varios astrónomos mexicanos. En pocas palabras, se propone que las estrellas se forman de la contracción gravitacional de fragmentos de las llamadas nubes moleculares, enormes estructuras que existen en el espacio y que contienen muchos millones de masas solares en gas y polvo cósmico. Esta contracción lleva a la formación de un núcleo, el que dará lugar a la estrella, y a su alrededor un disco en rotación del cual se condensarán los planetas. Como estos discos darían origen a los planetas, se les conoce como discos protoplanetarios.
Estos discos no son, por supuesto, sólidos, sino que están formados de gas (principalmente moléculas de hidrógeno) y polvo cósmico y, de hecho, no rotan alrededor de su estrella como lo haría un cuerpo rígido, sino diferencialmente, siguiendo aproximadamente las leyes de Kepler, en donde el gas más cercano a la estrella se movería más rápidamente.
El gas y el polvo presentes en el disco, van perdiendo momento angular y son lentamente acretados por la estrella, con lo cual ésta va ganando paulatinamente masa. Al mismo tiempo, del disco se van condensando los planetas. Finalmente, estos procesos van acompañados simultáneamente de una pérdida de masa por los polos de la estructura, en forma de chorros de gas, que se mueven a velocidades supersónicas. Estos chorros de gas viajan por el espacio y dan lugar a fenómenos como los objetos Herbig-Haro y sus flujos bipolares.
Para una estrella de tipo solar, el tiempo que tardará todo el proceso de contracción y formación de planetas es de sólo unos diez millones de años, un periodo breve si lo comparamos con el tiempo que vivirá la estrella, que es de unos diez mil millones de años. Pasados esos primeros diez millones de años, la estrella se parecerá cada vez más al Sol en sus características. Esta etapa, en la que llamamos “joven” a la estrella, equivale al primer mes de vida de un bebé.
Cuando saca uno las cuentas, resulta que es más fácil intentar la detección de un disco protoplanetario que la de un planeta. Hay varias razones para ello. Mientras un planeta intercepta una cantidad ínfima de luz de la estrella, un disco ofrece una mayor sección recta y puede interceptar hasta una cuarta parte de la luz emitida por la estrella (es un bonito problema geométrico demostrar que un disco delgado de extensión mucho mayor que la estrella intercepta exactamente un cuarto de luz estelar). Esta radiación interceptada puede ser reflejada por el polvo en un disco o bien ser absorbida por él y rerradiada como ondas infrarrojas. A los discos que sólo son calentados por la luz de la estrella se les conoce como discos “pasivos”. Además, como habíamos mencionado, el disco rota diferencialmente, esto es, más rápido conforme nos acercamos a la estrella.
Esto ocasiona que exista una especie de fricción entre dos “círculos” cualesquiera adyacentes del disco, lo cual lo calienta y le hace emitir aún más radiación infrarroja. A los discos donde este proceso produce más calentamiento aún que la propia radiación estelar, se les conoce como discos “activos” (véase la figura 2). De hecho, parece que algunas estrellas jóvenes tienen discos tan “activos”, que éstos emiten más energía por segundo que la misma estrella.
Se cree por analogía con nuestro Sistema Solar, que estos discos protoplanetarios tienen diámetros del orden de 100 unidades astronómicas. Entonces, uno de estos discos, colocado a una distancia de unos 500 años luz (la distancia a la nube molecular de Tauro, que es la más cercana a nosotros de las nubes que están formando estrellas en la actualidad) e inclinado, digamos unos 45 grados, con respecto a la línea de visión, se vería en el cielo como una fuente alargada de un segundo de arco de largo por medio segundo de arco de ancho (recordemos que un segundo de arco es como una millonésima de la circunferencia).
Los discos protoplanetarios emiten fuertemente en el infrarrojo y parecería entonces que lo que tendríamos que hacer es, de alguna manera, obtener imágenes en el infrarrojo de las estrellas jóvenes en la nube de Tauro, para ver si alguna está, efectivamente, rodeada de un disco protoplanetario. Desafortunadamente, estas observaciones requerirían de una resolución angular (o sea de la capacidad de distinguir detalles), mejor que un segundo de arco, la cual no está aún disponible en el infrarrojo. En estas longitudes de onda es posible realizar observaciones de resolución angular pobre que nos indican que, en verdad, las estrellas jóvenes emiten fuertemente ondas infrarrojas, supuestamente provenientes de sus discos. Pero no es posible resolver angularmente esta radiación, o sea, decir qué forma tiene el objeto que la emite. De nuevo llegamos a un callejón sin salida.
Los discos son detectables en radio
Si bien los discos protoplanetarios emiten la mayor parte de su energía en el infrarrojo, en los últimos años quedó claro que también emitían, aunque con mucha menor potencia, ondas de radio. Las ondas de radio tienen longitudes aún más largas que las infrarrojas y se les detecta y estudia con diversos tipos de radiotelescopios. Curiosamente, si bien la emisión de radio de un disco protoplanetario es mucho más débil (como por un factor de diez mil) que la emisión infrarroja, resulta que en el radio sí existe la capacidad de resolución angular para distinguir estructuras más pequeñas que un segundo de arco.
Nuestra experiencia previa con el radiotelescopio conocido como el Very Large Array (VLA), nos sugirió que sería posible detectar y obtener una imagen del supuesto disco protoplanetario que se encuentra alrededor de la estrella joven, conocida como HL Tauri. Aun cuando esta estrella era el mejor caso, la emisión esperada era todavía muy débil, pero sería posible realizar una imagen del cuerpo emisor utilizando tiempos de integración largos, de decenas de horas.
El VLA es un instrumento de tipo interferométrico, o sea que utiliza varios telescopios a la vez, combinando sus señales. De hecho, está constituido por 27 antenas, cada una de 25 metros de diámetro, que simultáneamente apuntan al mismo objeto en el cielo (véase la figura 3). Está ubicado en los llanos de San Agustín, en Nuevo México y es propiedad del Observatorio Nacional de Radio Estadounidense, el cual, afortunadamente, mantiene una política tal, que permite que astrónomos de cualquier parte del mundo soliciten tiempo en sus radiotelescopios.
Las ondas de radio captadas por cada una de las antenas del VLA son correlacionadas digitalmente con las señales captadas por todas las demás y, mediante una serie de procesos matemáticos realizados en computadora, es posible obtener una imagen del cielo en ondas de radio.
A fines de 1991 pudimos al fin realizar las observaciones de la estrella HL Tauri. Las observaciones se realizaron a la longitud de onda de 1.3 centímetros, la más corta a la que puede trabajar el VLA. En la región de radio, mientras más corta es la longitud de onda, más intensa es la radiación de los discos protoplanetarios. Después de unos días de analizar los datos obtuvimos la imagen que se muestra en la Figura 4. El flujo (la cantidad de energía por segundo que nos llega del objeto), así como el diámetro del mismo (alrededor de 100 unidades astronómicas), están de acuerdo con lo que esperábamos para un disco protoplanetario.
Pero también nuestras observaciones presentan complicaciones. La orientación del eje mayor del disco (aproximadamente norte-sur) no es perpendicular a un chorro de gas que aparentemente sale de la estrella y que se puede ver en las imágenes ópticas. Se supone que el disco sería responsable de la colimación de este chorro y que por lo tanto debería aparecer perpendicular al plano del disco; sin embargo, aparece en otro ángulo. Estamos en la actualidad planeando nuevos experimentos y realizando modelaje teórico, para saber si realmente hemos realizado el primer mapa de un disco protoplanetario o si nuestro resultado pasará, como le ha ocurrido a tantos en este campo, a engrosar el cementerio de las pistas falsas.
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Luis Felipe Rodríguez
Instituto de Astronomía,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Rodríguez, Luis Felipe. 1992. En busca de otros mundos. Ciencias, núm. 27, julio-septiembre, pp. 23-27. [En línea].
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