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Miroslava Mosso Rojas
     
               
Zenón de Elea fue un filósofo griego, que perteneció
a la escuela de Elea y, según Aristóteles, fundó la dialéctica, lo que él llamaba “el arte de refutar”. Nacido en 490 a. C., fue discípulo de Parménides, se hizo famoso por sus aporías, como la de Aquiles y la tortuga, la paradoja de la flecha y la del estadio, cuya solución es básicamente la misma. Con ellas, Zenón pretendía demostrar la unidad del ser, entendido como su indivisibilidad en el espacio, ya que las fracciones del ser que ha sido dividido a su vez son divisibles, y estas nuevas fracciones también lo serán, así en una serie que se sigue de manera infinita; es por esto que el ser puede ser infinitamente grande e infinitamente pequeño a la vez, lo cual va en contra de lo que ya se conoce, en contra de la intuición del ser humano. Sin embargo, la intuición poco demuestra en cuanto a rigor, mientras que las matemáticas han demostrado un orden usando el rigor de la lógica de las formas y principios del pensamiento humano, por ello no es de extrañarnos que la solución a dichas paradojas resida en el dominio de las matemáticas.

Aquiles y la tortuga

Consideramos una paradoja aquél evento extraordinario que se opone a la razón común y a la intuición, que parece ser inverosímil, una aserción absurda, pretenciosa por el acto mismo de presentarse bajo la apariencia de ser verídica, de una formulación aparentemente lógica y substancial; pero la cual, con el uso de la razón y de un lenguaje ordenado puede ser refutada con argumentos sólidos.

En la paradoja de la famosa carrera entre Aquiles, el corredor más rápido, y una tortuga, un animal extremadamente lento, Aquiles decide competir contra la tortuga en una carrera, e incluso, fehacientemente convencido de que ganará la carrera, al momento de la salida le da una ventaja inicial. Unos cuantos segundos después de que la tortuga sale, Aquiles corre detrás de ella hacia la meta, entonces se da cuenta de que al llegar al punto en el que el reptil estuvo hace unos instantes, éste ya se ha adelantado hasta otro punto delante del anterior y por lo tanto aventajándolo; Aquiles, avanza hasta el segundo punto en el que estuvo la tortuga y nuevamente se percata de que ésta ya se encuentra en un punto posterior. Si seguimos este razonamiento, Aquiles jamás alcanzará la tortuga puesto que ella siempre estará delante de él. He aquí la cuestión a resolver; lo que nos dice la intuición y la experiencia cotidiana es que Aquiles ganará la carrera, pero al seguir las especulaciones anteriores, parece que ocurre justamente lo contrario.

Las paradojas de Zenón referidas al movimiento sostienen que este acto consiste en viajar de un punto a otro en el espacio. El planteamiento base de Zenón es el siguiente: el movimiento es imposible porque para que un objeto en movimiento avance una determinada distancia, antes debe avanzar la mitad de ésta y antes la mitad de ésta, así hasta el infinito, de modo que en realidad Aquiles no avanza en lo absoluto.
Cabe destacar que estos célebres argumentos se encuentran basados en la concepción del espacio como un espacio que no es continuo, que es entendido como una sucesión discontinua de puntos. La paradoja de la flecha, también propuesta por Zenón, está basada en el mismo argumento, pero en este caso, la discontinuidad no es espacial sino referida al tiempo.

La concepción del tiempo

Antes de abordar un problema hay que identificar sus elementos. El tiempo es uno de los componentes esenciales de éste. Irónicamente, los conceptos substanciales son siempre los más confusos, los menos diáfanos, son cuestiones que llegan a ser incluso concepciones mal definidas o en vías de ser precisadas.

Hans Reichenbach, físico y filósofo alemán de la primera mitad del siglo XX, examina con detenimiento la concepción del tiempo contenida en los antiguos sistemas filosóficos ya que, según él, nuestra experiencia con el tiempo influye notablemente en la formulación de las paradojas, las cuales parecen ser lógicas con base en nuestras vivencias y en nuestras reacciones emotivas ante el tiempo y su transcurso.

Para nosotros, el control del flujo del tiempo se encuentra fuera de nuestro alcance y muy lejos de nuestras capacidades, de tal modo que nuestra respuesta emotiva a él está determinada por su irresistible transcurso. En el intento por aprehender su volátil estadía, descansan conceptos como el de eternidad que, como lo escribió Borges: “¿cómo pude no sentir que la eternidad, anhelada con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido que nos libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo?”.

Sin embargo, podemos conocer el pasado, mas no el futuro, y podemos regular nuestras acciones hacia un porvenir mas no cambiar nuestras acciones pasadas. No podemos detener ni abrupta ni paulatinamente el tiempo, no podemos adelantarlo, acelerarlo o invertirlo. Ante nuestra identificación emocional con el flujo del tiempo, Reichenbach sostiene que las paradojas intentan desacreditar a las leyes físicas que han despertado un antagonismo emotivo profundamente arraigado.
A manera de ejemplo de la invención de una realidad atemporal como conducto de escape al tránsito del tiempo aparece Parménides, quien creyó arraigadamente que la vía del conocimiento se compone de atributos tales como la inmutabilidad y, por ende, la eternidad, la indivisibilidad, la homogeneidad y la inmovilidad. Todo ello le hizo concebir al ser como una esfera compacta y rígida. Para él, la realidad superior del ente no llega a ser y no deja de ser, i.e. “es ingénito y es imperecedero, de la raza de los ‘todo y sólo’, imperturbable e infinito; ni fue ni será que de vez es ahora todo, uno y continuo”. Los acontecimientos en el tiempo representan una forma inferior de realidad, y para Parménides no son reales sino únicamente ilusiones, “todo fluye, el ser es devenir”. Aquí llega Zenón, el sucesor de la escuela eleática, estableciendo sus paradojas, insistiendo en demostrar la imposibilidad del movimiento para concluir en la verdad de la concepción de Parménides del ser atemporal.

No es de extrañarnos que tales postulados conduzcan a las famosas paradojas, ya que no cuentan con una formulación lógica consistente. Reichenbach cree que semejantes filosofías son testimonios de un descontento emotivo que, haciendo uso de metáforas, tiene como propósito el de aquietar el deseo de escapar al flujo del tiempo y mitigar, de alguna manera, el temor a la muerte.
 

La solución de Borges

Aficionado siempre a las cuestiones irresolubles, a los infinitos, al tiempo y a la filosofía, Borges cuenta que de niño su padre le enseñó las paradojas de Zenón con un tablero de ajedrez, lo que quizá le inspiró el poema Ajedrez (ver recuadro) y los ensayos Los avatares de la tortuga y La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga, los cuales son muestra de su interés por dichas paradojas.
 
Ajedrez
Jorge Luis Borges
I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
 
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones  agresores.
 
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente  no habrá cesado  el rito.
 
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
 
II
 
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
 
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
 
También el jugador es prisionero
(la sentencia  es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
 
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?

“Si el movimiento es la ocupación de sitios distintos en instantes distintos, es inconcebible sin tiempo”, dice el escritor; asimismo lo es la inmovilidad, la ocupación de un mismo lugar en distintos puntos del tiempo no tiene sentido sin la existencia del tiempo. También hay que recalcar la importancia en conjunto de estos conceptos con el movimiento; es decir, que no se puede concebir la significación de tiempo sin tener algo con qué compararlo, algo a qué apelar para tomarlo como referencia. De esta biunívoca relación, de un si y sólo si, surge la comprensión del movimiento como la posición de un cuerpo en el espacio cambiando con respecto del tiempo; nace entonces el concepto físico de velocidad, lo que va a dar lugar a una letanía de leyes y teorías físicas que descansan sobre una sola palabra: movimiento —pero eso es otra historia.

Así, dice Borges: “por una parte, atribuimos al movimiento la divisibilidad misma del espacio que recorre, olvidando que puede dividirse bien un objeto, pero no un acto; por otra, nos habituamos a proyectar este acto mismo en el espacio, a aplicarlo a la línea que recorre el móvil, a solidificarlo, en una palabra”. Y continúa explicando que tales paradojas se basan en propiedades imposibles de adjudicar al espacio, por lo que cree que la escuela de Elea nace de la confusión de los conceptos referentes al movimiento y al espacio recorrido, ya que si el movimiento se compusiera de partes infinitamente divisibles, como lo es nuestro intervalo en el espacio, dicho intervalo nunca podría ser recorrido, que es lo que nos consterna en esta célebre paradoja.
 
Borges sostiene que cada paso de Aquiles es un acto indivisible, la perplejidad de los eleatas deriva de la equiparación de esta serie de actos indivisibles en el espacio homogéneo que los subtiende, pues, como nos dice Henri Bergson, Zenón ha especializado el tiempo y ha aplicado tanto al tiempo como al movimiento los conceptos de objeto y ser. Como, según los eleatas, este espacio puede ser dividido varias veces y a su vez reconstruido tantas veces como haya sido dividido, creyeron falsamente que no pasaría nada al reconstruir cada uno de los movimientos de Aquiles, pues cada uno de los pasos que dio ya no eran los suyos, fueron reconstruidos con los pasos de la tortuga. Es decir, como si en la historia tuviésemos dos tortugas en lugar de un Aquiles y una tortuga, y ambas tortugas puestas de acuerdo en dar la misma clase de pasos o de actos sincrónicos para no alcanzarse jamás.

La solución de Russell

Contemporáneo de Reichenbach, Bertrand Russell nos dice, en primer lugar, que una colección infinita es una colección cuyos miembros pueden desdoblarse a su vez en series infinitas. En cuanto al argumento de los puntos infinitos, dice lo siguiente: “la cantidad precisa de puntos que hay en el Universo es la que hay en un metro de Universo o en una unidad arbitraria, o en el más profundo y largo viaje espacial” (recordemos las clases de cálculo, la cardinalidad de un intervalo sobre la recta real es igual a la cardinalidad de toda la recta real).

Russell mostró que los argumentos de Zenón, de alguna manera, sentaron las bases de casi todas las teorías del espacio, del tiempo y del infinito, construidas desde su tiempo hasta ahora. Demostró que la serie de puntos de una línea es un continuo matemático, por ello es que son inexistentes los momentos consecutivos o el número de momentos que interfieran ad infinitum en los momentos dados, y que la paradoja de Zenón tiene solución si se incluye el tiempo como una variable que Zenón no tomó en cuenta para su resolución.

El problema de Aquiles cabe dentro de los argumentos dados por Russell. Cada sitio ocupado por la tortuga guarda proporción con otro ocupado por Aquiles, y la diligente correspondencia de ambas series simétricas y conformes, punto por punto, es suficiente para promulgarlas como iguales.

No queda ningún indicio o remanente periódico de la ventaja inicial dada a la tortuga, el punto final en su trayecto, así como el último en el trayecto de Aquiles y el último en el tiempo de la carrera, son términos que coinciden matemáticamente.
 
Infinitos y continuidad

La respuesta más aceptada descansa sobre una teoría del infinito y de los procesos en el tiempo, la cual fue elaborada en el siglo XIX. Hay diferentes tipos de infinitos, unos más grandes que otros, pero al final siguen siendo infinitos. ¿Cómo puede concebirse esta idea? La clave está en el tratamiento lógicamente consistente de que la infinitud de puntos en una recta real es diferente a la infinitud de números enteros.

Vamos a tratar brevemente el concepto matemático de infinitud. Supongamos el conjunto de los números enteros positivos: 1, 2, 3, 4 …; si vemos lo anterior como una sucesión, ésta no tiene fin, puesto que siempre podemos formar un siguiente número (n+1) con respecto de n, donde n es un número entero positivo. Veamos ahora la teoría de conjuntos de Georg Cantor, la cual ha llegado a ser de notable importancia en el campo de las matemáticas e incluso es fundamental en las bases de la lógica y la filosofía de la matemática, ya que a partir de Cantor se admite en la teoría de conjuntos, como un axioma, que existen conjuntos que pueden ponerse en correspondencia biunívoca con uno de sus subconjuntos estrictos. En tales conjuntos infinitos ya no es cierto que el todo es mayor que sus partes. Así, dados más de un conjunto, podemos comparar la magnitud de dos conjuntos diferentes, por ejemplo, si A y B son apareados de tal manera que a todo elemento de A le corresponda un único elemento de B y viceversa, se dice que entre ellos existe una correspondencia biunívoca y dichos conjuntos se dice son equivalentes.

Cantor extendió la equivalencia de conjuntos finitos a conjuntos infinitos, lo cual resulta en primera instancia difícil de comprender, ya que se requiere una aritmética no ya de números finitos, sino de los infinitos. Cantor definió un conjunto infinito como aquel que se puede poner en correspondencia uno a uno con alguna de sus partes, lo cual no se aplica para un conjunto finito por razones evidentes. Esta idea no pudo haber sido concebida tiempo atrás, ya que los más importantes e influyentes axiomas matemáticos se encuentran en los Elementos de Euclides, como aquél que postula que “el todo es mayor que sus partes”, el cual no permite establecer una correspondencia entre un conjunto más grande y un subconjunto de éste, ya que las bases de este razonamiento se encuentran en el territorio de los finitos, lejos de las regiones del infinito. Lo anterior nos recuerda, grosso modo y de una manera poética y enternecedora, las palabras del escritor Aldous Huxley: “sin embargo, no importa que esté totalmente en pedazos. Todo está desorganizado. Pero cada fragmento individual está en orden, es un representante de un orden superior. El orden superior prevalece hasta en la desintegración. La totalidad está presente hasta en los pedazos rotos”.

Podríamos pensar que de acuerdo con la forma como se ordenen los elementos del conjunto de los números enteros y el de los racionales, los resultados se pueden entónces extrapolar a todo conjunto infinito; no obstante, se encontró que el conjunto de los números reales y los irracionales es no numerable. Podemos decir que el conjunto de los números reales presenta un tipo de infinitud que es superior al de los números enteros o los racionales.

Si volvemos al razonamiento de conjuntos finitos, es fácil visualizar que el número de elementos de un conjunto (finito) A no puede ser igual al número de elementos de un conjunto (finito) B, si A contiene más elementos que B. No obstante si ahora pasamos al ámbito de los conjuntos infinitos diríamos que un conjunto (infinito) C no puede ser equivalente a un conjunto (infinito) D que contenga menos elementos que C. Mas, si bien lo anterior es válido para conjuntos finitos no lo es para los infinitos, ya que el conjunto de los números enteros contiene más elementos que el conjunto de los números pares y el conjunto de los números racionales contiene más elementos que el conjunto de los números enteros y, a pesar de ello, los tres conjuntos son equivalentes. Esto, a primera instancia nos podría hacer pensar o al menos sospechar que todos los conjuntos infinitos son equivalentes. Pero hemos visto en los resultados de Cantor que el conjunto de los números reales no puede ser numerable, es decir, que existe al menos un conjunto que no es equivalente a ningún conjunto numerable; este conjunto es un continuo numérico real.

Un resultado realmente hermoso y elegante es el que haya dos tipos diferentes de infinitud: por una parte el infinito numerable de los enteros y, por otra, el infinito no numerable del continuo real. Entonces, dado que el conjunto de los números enteros es un subconjunto de los números reales, se cumple que el continuo de los números reales tiene un número cardinal mayor que el conjunto de los números enteros.
Así nace también la representación para un cardinal transfinito, por medio de la primera letra del alfabeto hebreo: aleph. Un número transfinito es aquel que se refiere a un representante de un conjunto bien ordenado infinito. Tras definir la cardinalidad de las cantidades infinitas, Cantor enunció (y nosotros ya podemos concluir) que: 1) el número cardinal de todos los enteros positivos es el cardinal transfinito más pequeño que existe; y 2) para todo cardinal transfinito existe otro cardinal transfinito próximo mayor.

Otro elemento notable es la totalidad ordenada de puntos en un continuo; así como el concepto intuitivo significa que no haya huecos ni interrupciones, los continuos son divisibles sin límite, infinitamente divisibles, de aquí que la unidad de un continuo lleve inherentemente la pluralidad y complejidad infinita. El continuo numérico, o el sistema continuo de números reales, es la totalidad de los infinitos (considerando los decimales finitos como un caso particular de los infinitos).

Desde tiempos remotos, el concepto de infinito se ha extendido al igual que su significado. Esta palabra causó muchas confusiones, como sucedió entre los griegos con aquella acerca de lo que es infinito y lo indefinido, ya que incluso se entendía el infinito como dos partes: un infinito positivo y otro negativo. Platón habla de dos géneros de infinitos, el de la materia y el de lo inteligible.

En física, esta idea llegó a aplicarse marcadamente al Universo, pues desde que Copérnico coloca el Sol dentro del cosmos, el Universo se entiende como infinito. Antes de ello, la teoría geocéntrica concebía un Universo finito y centrado en el hombre, no sólo adjudicando una finitud al espacio, sino al tiempo también, pensando que el Universo debía de tener un fin. Actualmente, de acuerdo con Einstein, comprendemos un Universo en expansión. La infinitud sigue siendo una idea clara y distinta en la mente humana que no hemos terminado de definir ni de conocer; la razón tal vez esté en su mismo nombre, en la extensión de un presente inasible, de un ser finito en un tiempo y espacio continuos, infinitos expandiéndose indefinidamente, tal vez infinitamente, no se sabe aún. Irónicamente, aceptar el infinito es como aceptar una serie de paradojas ulteriores.

Convergencia de esta serie

Según Zenón, si consideramos que la carrera ocurre en un movimiento finito y hay un número infinito de puntos para las posiciones, esto lleva al absurdo de que pueden tocarse un número infinito de puntos en un tiempo finito. Es como decir que el conjunto (infinito) de los números reales es equivalente a un conjunto finito, lo cual no es posible, puesto que Aquiles necesitaría entonces de un tiempo infinito para cubrir una distancia infinita. La solución está en que Aquiles sí puede alcanzar a la tortuga porque un número infinito de distancias no se desvanece; éstas convergen en un número finito, en una suma finita, y pueden ser recorridas en un tiempo finito.

Borges definió esta paradoja como una joya: “no sé de mejor calificación para la paradoja de Aquiles, tan indiferente a las decisivas refutaciones que desde más de veintitrés siglos la derogan, que ya podemos saludarla inmortal”. Como lo dice él mismo, vale por tanto recordarla, visitarla nuevamente, y preguntarse junto con el célebre escritor: “¿Tocar a nuestro concepto del universo, por ese pedacito de tiniebla griega?”.
Referencias Bibliográficas
 
Borges, Jorge Luis. 1932. “La carrera perpetua de Aquiles y la tortuga”, en Discusión. M. Gleizaer, Buenos Aires. Pp. 47-49.
______________. 1936. Historia de la eternidad. Viau y Zona, Buenos Aires.
______________. 1960. “Ajedrez”, en El hacedor. Alianza Editorial, Barcelona. 1998.
Heidegger, Martin. 2001. Introducción a la metafísica. Gedisa, Barcelona.
Reichenbach, Hans. 1988. El sentido del tiempo. UNAMPlaza y Janés, México.
 
 
 
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Miroslava Mosso Rojas
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Miroslava Mosso es estudiante de la carrera de Física en la Facultad de Ciencias, UNAM.
     
 
cómo citar este artículo
Mosso Rojas, Miroslava. 2014. Las paradojas de Zenón, Parménides, Reichenbach, Borges, Russell y los conjuntos infinitos. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 83-91. [En línea].
     

 

 

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