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Parsifal Fidelio Islas Morales
     
               
L’art c’est moi, la science c’est nous.
CLAUDE BERNARD
 
     
Decía Luis Villoro en su célebre obra Creer, saber, conocer:
“la ciencia es la disciplina que da explicaciones a los hechos del conocimiento”. Sin restarle importancia a su legado, se desprende de la cita el estereotipo que la sociedad posee acerca de la ciencia y los científicos. Se le considera la profesión entregada al descubrimiento de los grandes enigmas de naturaleza y a la creación de inventos con aplicaciones inimaginables. Es la profesión de grandes genios y descubridores que enclaustrados en laboratorios moldean conceptos complejos y ajenos al entendimiento popular. Tan ajena es la ciencia para la sociedad en general como lejana es la definición de Villoro para un lector novato. Desde hace siglos la vox populi ha etiquetado a científicos y sabios como individuos ajenos a la realidad cotidiana. Es precisamente la percepción de la ciencia la que debe cambiar para integrarse e impactar positivamente en la sociedad.

Hasta mediados del siglo XIX la situación no era muy diferente. En las naciones que ahora consideramos líderes en ciencia y tecnología el desarrollo era nimio. Si bien grandes descubrimientos habían coronado los nombres de personajes como Galileo, Harvey, Humboldt, Newton, Helmholtz, Lavoiser y Virchow, las naciones veían sólo con curiosidad y pretensión tan magníficas obras. Muchas eran presumidas y exhibidas por reyes y príncipes como muestra de su interés en las artes y las ciencias para el deleite, muy acorde con los ideales del clasicismo.

El colapso de dogmas clásicos como el vitalismo y el me canicismo encausó cambios ideológicos. La razón lógica de la Ilustración y el desarrollo del método científico cimentaron un camino más ancho para la ciencia: la revolución científica. El resultado fue asombroso y todas las ramas de la ciencia se beneficiaron. En física surgieron los postulados sobre electromagnetismo y óptica; en química el desarrollo de la química orgánica, analítica, la termodinámica y la sintética; la medicina atestiguó el nacimiento de la fisiología y con la microbiología revolucionó la práctica de la salud pública. En virtud de esto, en 1840, William Whewell acuñó el término científico para designar al cultivador de la ciencia en general.

Independientemente de una visión romántica de la historia de la ciencia, la pregunta obligada es: ¿cómo cambió la noción social de la ciencia? Evidentemente hubo una transformación del imaginario colectivo respecto de los científicos y una mayor atención a su actividad por parte de poderes políticos y económicos. Sorprendentemente, la ciencia básica fue de las más beneficiadas, tomando en cuenta que en la actualidad uno de los principales argumentos de desinterés político es la carencia de justificación práctica en las investigaciones básicas.

José Manuel Sánchez Ron, reconocido historiador científico, señala que los científicos europeos adquirieron una conciencia de clase: el reconocimiento del valor social de la investigación. Ellos transitaron del trabajo aislado a la constitución de sociedades científicas dedicadas, no sólo al intercambio de ideas, sino al financiamiento de proyectos, la asignación de salarios y desde luego al cabildeo político y empresarial en sus respectivos países.

Nacieron: la Deutsche Physikalische Gesellschaft (Sociedad Alemana de Física), la Deutsche Chemische Gesellschaft (Sociedad Alemana de Química) entre otras. Estos ejemplos retratan el desarrollo astronómico que tuvo la investigación en los estados alemanes. Un factor importante fue la pujante in dustrialización y el imperialismo que acuñaron, en el marco del positivismo filosófico, una política del progreso, de la cual la ciencia ciertamente pasó a formar parte.

Me propongo deslindar estas últimas líneas de una posición determinista de la historia. No considero el avance de la ciencia en Europa como un evento inevitable, por la misma razón que no considero el atraso y desinterés por la ciencia en nuestros países como una tendencia fatal. La ciencia, más allá de ser una consecuencia o un accesorio del progreso, es una actividad cognitiva y humana que realizamos los científicos. Su éxito depende tanto de la capacidad intelectual y los recursos económicos, como de habilidades sociales y políticas. Recordando la obra de León Olivé y Ruy Pérez Tamayo, a la ciencia la componen prácticas cognitivas que comprenden desde el intercambio de ideas y la investigación misma, hasta las relaciones de poder entre científicos y otros actores.
 
El caso alemán y la ciencia decimonónica
 
En la Alemania del siglo XIX —nación que fuera líder industrial y científico del mundo durante la Belle Époque—, las características de la ciencia reafirman la tesis de Olivé y Tamayo. Un claro ejemplo es el de Justus von Liebig, considerado como el padre de la química orgánica por sus aportaciones al desarrollo de técnicas que permitieron el nacimiento de la química analítica. Poco conocida fue su habilidad política que le permitió concretar grandes aportaciones.

Fue en la ciudad de Giessen donde, en 1825, con modesto presupuesto fundó el Instituto Químico Farmacéutico, cuya anexión a la Universidad de Giessen, donde era catedrático, propondría más tarde, misma que fue rechazada bajo el argumento de que la función de la Universidad era formar farmacéuticos, cerveceros y jaboneros (opinión generalizada en todos los estados alemanes a principios del siglo XIX). Resalta el parecido de esta postura con el impulso que hoy se brinda a la educación técnica en menosprecio de la educación universitaria en muchos países de nuestra economía globalizada.

Liebig criticó severamente en el Jahrbuch der Chemie und Physik (Anuario de la Química y la Física) a las universidades; señalaba el inminente atraso de los profesionistas al conformarse con conocimientos “de botica” frente al creciente desarrollo de las ciencias naturales y destacaba la necesidad de aumentar la matrícula de estudiantes en ciencias. La demanda de lugares y nuevas disciplinas entre la juventud había aumentado. Nótese que los jóvenes alemanes identificaban a las ciencias con un gran universo de oportunidades laborales y mejoramiento social. No sería exagerado relacionar este joven espíritu reformador con el advenimiento de las ideas liberales en el norte del continente europeo durante aquellos años, situación que cambió la estructura casi medieval de las universidades, las cuales terminaron abriendo sus puertas a la formación de profesionistas como nueva fuerza laboral en la conformación de una nueva clase social instruida: la burguesía.
 
Frente al desarrollo de la Revolución Industrial, el valor social de la ciencia y de los profesionales de la ciencia quedó en evidencia. En 1831, Liebig desarrolla sus famosas técnicas de análisis químico, con las que el avance de la química orgánica adquirió un carácter exponencial. Sus aplicaciones industriales fueron inteligentemente negociadas, de tal forma que el interés de empresarios y gobiernos por la ciencia fue inmediato. Grandes firmas internacionales de tecnología e innovación, persistentes hasta nuestros días, como Siemens y Merck, datan de una riqueza basada en las aportaciones de Liebig, quien consiguió grandes apoyos para su instituto. La química orgánica se institucionalizó y con ella aumentó el número de investigaciones.

La investigación básica se desarrolló extraordinariamente sobre la reciprocidad establecida en la eficiente administración y negociación de los conocimientos aplicados. Sobre la obra de Liebig trabajaron, entre otros: Kekhulé, Gerhardt y Wurtz. Las aportaciones de sus postulados a otras ciencias como lacbioquímica, la fisiología, la medicina y la agricultura son notables, un ejemplo es Die organische Chemie und ihrer Anwendung auf Agrikultur und Physiologie (La química orgánica y su aplicación en la agricultura y la fisiología), publicado en 1840, que trascendió los círculos académicos a la práctica cotidiana, convirtiéndose en texto de consulta de químicos y agrónomos por antonomasia durante muchas décadas.

La institucionalización de la ciencia fue punto de inflexión en el desarrollo científico. Destacan en el proceso dos características elementales: la conciencia de clase que adquirieron los científicos y el valor socioeconómico que la sociedad y la política confirieron a la ciencia.
 
El caso de México

Contrario a lo que popularmente se piensa, nuestro país no ha sido completamente ajeno a la dinámica de las revoluciones científicas. Ya Elías Trabulse reconoce antecedentes científicos en la tradición del Real Colegio de Minas y la obra de personajes como Antonio Rivas Cubas, Enrico Martínez y Manuel Tolsá. Ellos son el equivalente en México de la ciencia antes de su institucionalización.

Tras el triunfo de los liberales, durante la república restaurada y a lo largo de la Belle Époque porfiriana, la filosofía positivista permeó para bien en la política científica. Personajes de la talla intelectual y política de Justo Sierra, Maximiliano Ruiz Castañeda y Alfonso L. Herrera fundaron las instituciones educativas y de investigación que antecederían a la ciencia moderna en mexicana. Parafraseando a Ana Barahona: la ciencia en México comienza su institucionalización en el porfiriato con la creación del Instituto Médico Nacional, el Observatorio Astronómico Nacional y la Comisión Geográfico Exploradora.

El siglo XX posrevolucionario destaca por un acelerado desarrollo institucional de la ciencia en centros de investigación, sociedades y universidades. Loables son los esfuerzos y logros de Isaac Ochoterena, Fernando Ocaranza y Marcos Moschinsky, por mencionar algunos. Ha sido principalmente desde la Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto Politécnico Nacional que México desarrolló su estructura de sociedades científicas, centros de investigación e instituciones como la Academia Mexicana de Ciencias, Academia Mexicana Multidiciplinaria, el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (CINVESTAV), etcétera. En ellas se han cultivado importantes grupos de investigación de alta calidad.

El punto clave de este recuento es la magnitud que la ciencia mexicana tiene en el mundo globalizado. Actualmente, ésta es una actividad internacional, por lo que, además de la calidad y cantidad de las investigaciones, las comunidades científicas nacionales demandan una presencia institucional importante a nivel global. Por otro lado, existe en nuestro país un creciente número de jóvenes investigadores. Éste es el efecto del tan mencionado bono demográfico en la ciencia, cuyo potencial frecuentemente se desperdicia ante la falta de oportunidades laborales. La famosa diáspora científica.

Similar a la Alemania decimonónica, nos encontramos en un punto en que la comunidad científica debe ser un actor político para cambiar la realidad social de nuestra disciplina. Es necesario el diálogo, la acción comunicativa con el poder político y la sociedad civil en pos de hacer de la ciencia una política de Estado. Ciertamente, los recursos del Estado deben corresponder al interés nacional. Es nuestro menester evidenciar el interés público por el conocimiento, sin caer en el delirio de utopías intelectuales. Sólo resaltando su valor social la ciencia logrará insertarse e impactar ampliamente en la sociedad.

La integración de la ciencia y las sociedades científicas en la toma de decisiones debe partir de la toma de conciencia de los gobernantes en cuanto al valor político, práctico, social y económico de la ciencia; pero también de los científicos en lo que se refiere a la política, la economía y la sociedad. Si el investigador aventura su profesión al mundo de la cotidianedad y enfrenta sus aptitudes con los problemas de la sociedad, la ciencia y la nación progresan.

Esto no quiere decir que la ciencia aplicada sea la única que deba practicarse, pero sí que puede ser el vehículo para establecer un proceso constructivo de acercamiento con el político y el ciudadano, pues el beneficio es inmediato. La reciprocidad y la confianza depositadas en el científico como actor social le permiten establecer las bases de una estructura de cooperación donde la investigación básica encuentre apoyo y sustento.

España y México, realidades encontradas

Un ejemplo más familiar de este proceso es la historia de Santiago Ramón y Cajal, quien desarrolló su carrera en la Universidad de Valencia, donde comenzó sus investigaciones con austeros apoyos institucionales. La estructura del sistema nervioso y la fisiología básica de las neuronas fueron sus aportaciones. Rudolf Virchow llegó a nombrarlo como el mayor fisiólogo de todos los tiempos.

¿Cómo logró Cajal ejercer la ciencia básica en un entorno tan adverso? Él mismo relata en sus memorias: la frustración y el tedio que le causaba el entorno provinciano de Valencia. Él decide participar activamente en la resolución de los problemas locales. En agradecimiento por un informe sobre la epidemia de cólera y la vacunación de Ferrán, la municipalidad de Zaragoza le compra un microscopio de la marca Zeiss con el cual descubre la estructura de la neurona.

Así, mientras más grande sea el interés y beneficio que representa la aplicación del conocimiento científico a los problemas de actualidad, mayor será la sensibilización y la deuda de la sociedad con la empresa del investigador. Cuando la ciencia contribuye de forma constante a través de su aplicación técnica al mejoramiento de la realidad social, convierte a sus representantes en figuras políticas importantes con relevancia en la toma de decisiones.

Es interesante la comparación de la España de Cajal con la realidad que hoy enfrentan los países en vías de desarrollo. Regularmente, los grandes descubrimientos de la ciencia suceden en las naciones líderes; empero, la atención que demandan los problemas sociales en los países subdesarrollados los obligan en cierta medida a buscar soluciones. En términos de política científica esto presenta ciertas ventajas. La formación de Cajal en España no hubiera sido posible sin el apoyo de sus excelentes maestros, reflejo de la preocupación del gobierno español por la salud pública. Las ciencias teóricas pueden muchas veces estar al margen de la realidad, pero las biomédicas siempre serán centrales en tanto el ser humano necesite de la medicina.

El valor social de la ciencia hoy día

El desarrollo de la humanidad en tiempos de la revolución científica y tecnológica abre nuevos horizontes para nuevas necesidades. El espectro de ciencias relevantes en el futuro comprende: biomedicina, sustentabilidad, ingeniería, genómica, ecología, toxicología y energías renovables por mencionar algunas. Recordando a Villoro, el entendimiento de los hechos de esta nueva realidad es tarea de la ciencia. El reto es su integración como prioridad en la política y la sociedad.

En México, la creación de una Agenda Ciudadana en Ciencia y Tecnología emula la dinámica esbozada en la historia de Cajal, con la particularidad de que actúa institucionalmente. Éste es un buen ejemplo del tipo de gestión que los científicos pueden realizar directamente con la sociedad civil y los tomadores de decisiones políticas. Dicho proyecto surgió de la organización académica y el diálogo directo de activos investiga dores con instancias tales como la Comisión de Ciencia y Tecnología del Senado de la República y el Instituto de Ciencia y Tecnología del Distrito Federal, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) y la Academia Mexicana de las Ciencias, entre otras. Se hicieron presentes las voces de académicos de las más diversas áreas de la ciencia (física, astronomía, ingeniería, medicina, ecología, genómica, agronomía y otras más) en torno a la solución de problemas nacionales, los cuales fungirán como los ejes de la propuesta. El solo ejercicio de cabildeo hizo patente el potencial de la comunidad científica y el valor de la investigación aplicada y básica a corto y largo plazo. Fue la nutrida dialéctica entablada entre políticos y científicos lo que dio forma al plan de acciones representativo de la agenda propuesta.

Particularmente loable es la participación ciudadana por medio de la consulta pública que, sin duda, aporta respaldo y legitimidad popular a los ejes de la propuesta. La consulta es la forma de involucrar y concientizar al ciudadano sobre una temática que antes ignoraba: la de la ciencia en México. A medida que la iniciativa prospera, es acogida por instituciones educativas, universidades y sociedades científicas, cuyos esfuerzos serán decisivos en el éxito que tenga para su aprobación gubernamental y posterior consolidación.

El sano desarrollo de la gestión pública de la ciencia radica por tanto en el diálogo donde, partiendo de la idea original de los académicos, se establece la acción comunicativa de los autores intelectuales con los representantes políticos e institucionales a fin de ejecutar entre ambos las acciones propuestas desde el marco de tal política pública. En esto subyace la importancia de la organización de científicos en redes académicas y sociedades, con actividad política inherente a la empresa científica. Actualmente, la ciencia no es más la actividad individual del genio. La producción de conocimiento es la acción colectiva de investigadores organizados en grupos e instituciones. El quehacer político necesario para sensibilizar a gobiernos, empresas y ciudadanos debe beneficiar a toda la comunidad científica. Es prioritario que las sociedades académicas adquieran importancia política. Algunas sociedades independientes de las universidades, como la Academia Mexicana de las Ciencias, representativa de todo el sector, poseen un gran potencial en virtud de su autonomía y marco legal, ciertamente más libre de los cánones que establecen los planes de gobierno, estatales y nacionales. En estas sociedades recae ahora una gran responsabilidad significativa sobre la magnitud del trabajo de representación y cabildeo en la gestión pública de la ciencia.

En el caso de la ciencia básica, la consolidación de un fuerte marco institucional que integre estas nuevas propuestas permitirá la formación de una estructura de solidaridad científica. La ciencia básica será beneficiada a cambio de la constante participación de la ciencia aplicada en la vida nacional. Reinterpretando a Claude Bernard en su célebre frase: L’art c’est moi, la science c’est nous, en la nueva estructura social el conocimiento científico es un bien público. Es en el momento en que aparece un beneficio directo y colectivo cuando los ciudadanos hacemos nuestra la ciencia, porque comprendemos su valor social. La ciencia deja de ser la disciplina inaccesible del científico aislado y ajeno a la realidad cotidiana, y es entonces cuando las sociedades de científicos de todas las áreas pasan a figurar positivamente en el imaginario popular.

En el mejor de los casos, los esfuerzos de divulgación científica se convierten en vector por medio del cual, existiendo una disposición por parte de la sociedad, los hombres de ciencia generan una cultura científica en los ciudadanos. La cultura científica se refiere a la disposición de adquirir un pensamiento abierto, crítico, lógico, objetivo e innovador. En todo caso, su práctica en el diario acontecer constituye uno de los mejores avances para la sociedad y la oportunidad de generar un ambiente extraordinario de crecimiento para futuros científicos.
 
Es necesario tomar conciencia de tales ideas como parte de un proyecto de nación, en las políticas educativas, sociales y científicas a largo plazo. En momentos recientes de la vida nacional hemos atestiguado el ímpetu de movimientos que pugnan por la participación ciudadana, por la erradicación del monopolio político. Esto representa un gran paso en la democratización de la sociedad, y en este proceso debe implicarse la democratización del conocimiento y las disciplinas que lo generan. Ciencia, cultura y democracia pueden ser las bases sobre las que se genere el nuevo paradigma de la educación y la ciudadanía en México. En este sentido, la perspectiva de la ciencia mexicana debe estar en la generación de una cultura científica para su consolidación como política de Estado.

Son urgentes las reformas a los artículos III y XXVI constitucionales a fin de que se transfiera la política de investigación científica de la Secretaría de Educación Pública a un órgano federal autónomo. Las obligaciones del Estado respecto del carácter científico de la educación permanecerían plasmadas en el artículo tercero. La inclusión de la investigación científica en el XXVI constitucional le otorgaría automáticamente prioridad como parte inalienable del Programa Nacional de Desarrollo.

Sobre esta base jurídica, la operación de una Secretaría de Ciencia y Tecnología, idea enarbolada recientemente por la izquierda, puede impulsar, con autonomía de gestión, las propuestas académicas, ciudadanas, privadas y gubernamentales en una política nacional de desarrollo científico. Mas allá de los programas actuales de becas y proyectos del CONACYT, su participación sería clave en la creación de centros nacionales de investigación, las cooperaciones públicas y privadas en innovación, el desarrollo de industrias científicas asociadas a universidades, en la generación de empleo en el sector y el apoyo decidido a la investigación básica.

En la relación entre ciencia y gobierno es vital la generación de nuevas estructuras institucionales que permitan la participación abierta de los científicos. Don K. Price efectua una interesante comparación del desarrollo de esta relación en Estados Unidos y la Unión Soviética. Independientemente del contexto de la Guerra Fría, destaca las estructuras institucionales desarrolladas y persistentes en la actualidad: en Estados Unidos, un marco de cooperación pública y privada en la in novación tecnológica y un régimen de becas de postgrado en la investigación básica; en el caso soviético, la independencia entre los programas estatales de investigación determinados por la Academia de Ciencias y los de la educación superior encaminados al estudio de temas sociales. En México, la perspectiva habría de tender a un sistema mixto que trascienda el otorgamiento de becas e integre la creación de centros nacionales de investigación y, paralelamente, el fomento a la cooperación entre el sector público y privado, entre el Estado y las universidades.

De los procesos históricos en la relación ciencia-sociedad y las convergencias actuales de la vida nacional se concluye la urgencia de generar una plataforma institucional en donde los científicos participen en la toma de decisiones nacionales, nutriendo la política y a la sociedad con una verdadera cultura científica.
       
Referencias bibliográficas
 
Gratzer, Walter. 2004. Eurekas y euforias: cómo entender la ciencia a través de sus anécdotas. Crítica, Barcelona.
Herrera, Teófilo, et al. 1998. Breve historia de la botánica en México. FCE, México.
Olivé, León y Ruy Pérez Tamayo. 2011. Temas de ética y epistemología de la ciencia. Diálogos entre un filósofo y un científico FCE, México.
Pérez Tamayo, R. 2009. La estructura de la Ciencia. FCE, México.
Sánchez Ron, José Manuel. 2001. El jardín de Newton: La ciencia a través de su historia. Crítica, Barcelona.

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Parsifal Fidelio Islas Morales
Instituto de Biología,
Universidad Nacional Autónoma de México.

Parsifal Islas es estudiante asociado del laboratorio de micotoxinas del Instituto de Biología y del Laboratorio de nanobiología celular de la Facultad de Ciencias. Fue Premio Nacional de la Juventud en Ciencia y Tecnología en 2009. Actualmente es presidente del Ateneo Universitario de Ciencias y Artes A. C. y conduce el programa de radio “Pa’ciencia la de México” en el IMER.

     


cómo citar este artículo

Islas Morales, Parsifal Fidelio. 2014. Perspectivas de la ciencia como política de Estado: paralelismos entre México, España y Alemania . Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, 136-147. [En línea].
     

 

 

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