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César Carrillo Trueba
     
               
               

para Nina,
amorosa ondina

 

Mítica o científica, la representación del mundo que construye

el hombre se debe siempre en gran medida a su imaginación.

François Jacob

 
articulos
 
Quizás uno de los más grandes enigmas no resuelto por
la ciencia ni por la mitología, es el de la evolución de las sirenas. Evidencias de este hecho no faltan, pero, como ocurre con frecuencia en estos casos, la explicación y la relación de los hechos no es tarea sencilla. Afortunadamente las hipótesis son numerosas. Parece ser un misterio que no ha sucumbido al abandono a pesar del decreciente interés por los problemas teóricos. La imaginación escasea en estos tiempos.
 
Aunque… ¿cómo dar cuenta de la génesis de las sirenas?, ¿de qué manera explicar el paso de estos híbridos del reino de los plumíferos al de las especies marinas?, ¿y qué decir de su posterior transformación en mamíferos?
 
Según los estudiosos del tema, aun cuando, en su célebre Odisea, Homero no proporciona una descripción de estos seres mitológicos, existía cierto consenso entre los antiguos en cuanto a su aspecto y cualidades. “Para Ovidio, son aves de plumaje rojizo y cara de mujer; para Apolonio de Rodas, de medio cuerpo arriba son mujeres y, abajo, aves marinas”, escribe en su Manual de Zoología Fantástica, Jorge Luis Borges, uno de los más renombrados especialistas en seres imaginarios.
 
Otro conocedor en la materia, Alfonso Reyes, nos dice que “la tradición greco-oriental, según los monumentos y textos conocidos de Grecia y Roma, presenta a las sirenas como seres híbridos, la cabeza de mujer, el cuerpo revestido de plumas y patas de pájaro”.
 
Aparentemente el debate más fuerte giraba en torno al aspecto cuantitativo. ¿Qué tanto mujeres, qué tanto aves? Para algunos sólo la cara, para otros, medio cuerpo era mujer. Hubo quienes, buscando acompañamiento a su afamado canto, las dotaron de manos que servían para tocar la cítara. Las representaciones varían, aunque en su mayoría se inclinan por la equidad.
 
Si tomamos en consideración sus cualidades, la discusión se vuelve delicada. “Suerte de aves infernales”, decía Higinio. La naturaleza femenina se presentaba bajo una faceta distinta para infundir miedo y respeto a los hombres. Una ilustración de ello la proporciona el mismo Homero en el conocido pasaje de la Odisea, en el que Ulises, para no ceder al canto de las sirenas, tapa con cera los oídos de la tripulación del barco y se hace atar al mástil. Seguro más mujeres que aves.
 
El Physiologus, texto del siglo II, originalmente escrito en griego, las presenta con “forma humana hasta el ombligo y, más abajo, forma volátil. Su canto adormece a los navegantes, a quienes luego las sirenas destrozan”. La Biblia menciona únicamente su canto y, como veremos más adelante, el cristianismo se va a apoderar del episodio homérico para hacer de él un ejemplo de resistencia a la tentación. Mas, como dijera Kafka, es probable que las sirenas nunca cantaran y Odiseo, “quien sólo pensaba en ceras y cadenas”, creyó haberlas vencido.
 
De cómo se generaron al azar, a partir del caos originario
 
Seres casi eternos, las sirenas estuvieron ahí desde la génesis de todas las cosas, al lado de faunos, cíclopes, nereidas y amazonas. Al igual que el de todos estos seres, su origen se encuentra, según Anaximandro, en aquellos embriones que se formaron sobre la tierra al separarse ésta del mar, después del caos que reinaba en los inicios del universo. Debido al calor tan intenso, la tierra se fermentó y sobre ella aparecieron multitud de “tumores cubiertos por una membrana”. La “neblina que caía del aire” los alimentaba durante la noche y el sol se encargaba de solidificar estos avances. Una vez que se completó el desarrollo, las membranas se abrieron y “se produjeron todas las formas de vida animal”. Dice Anaximandro que aquellos que surgieron de lo más caliente se dirigieron a las zonas altas y adquirieron alas, mientras que “los que retuvieron una consistencia terrestre” ahí se quedaron. Es casi seguro que las sirenas de la antigüedad se generaron en una región de transición, de ahí su naturaleza híbrida.
 
Más explícita es la teoría de Empédocles, ferviente seguidor de los cuatro elementos, quien divide en tres etapas la génesis de estos organismos. En un principio, directamente del suelo, brotaron sin ton ni son, ojos sin cabeza, cabezas sin cuernos, brazos sin tronco, troncos sin piernas, caudas sin cuerpo, alas implumes. Una inmensidad de partes de los actuales cuerpos de los seres vivos, deambulaban por la tierra en busca de otras para unirse. El azar va a acercarlas durante la segunda etapa, en la cual se van a formar todo tipo de animales: hombres con cabeza de toro, seres bicéfalos, algunos con numerosas extremidades, otros con un solo ojo, sin olvidar aquél con cuerpo de ave, cabeza de león y cola de serpiente. Con seguridad se trata de la época en que, en toda su historia, la tierra ha conocido la mayor diversidad animal. Lamentablemente a la tercera era, solamente sobrevivirán aquellos que por un afortunado azar alcanzaron una constitución viable. Las sirenas y el minotauro se encuentran entre éstos.
 
La explicación de Demócrito sólo difiere por los elementos constitutivos: los átomos. Según este autor, sería la unión fortuita de los átomos en el vacío lo que habría dado origen a los seres vivos, que también se generaron en el limo.
 
De cómo ya existían en la idea y luego fueron creadas en el mundo
 
No todos los pensadores de la antigüedad estaban de acuerdo con estos principios. Anaxágoras, quien no creía que la naturaleza jugara a los dados, discrepa de las teorías anteriores. Este filósofo jónico pensaba que detrás de tanta armonía, de tanta diversidad en la naturaleza, debe existir una especie de inteligencia, algún espíritu que haya ordenado la materia con tanta destreza. Los seres híbridos no son producto del azar, sino de una voluntad. Las sirenas fueron creadas bajo este designio.
 
En esta misma corriente se encuentra Platón, quien, elaborando un sistema más completo, cree que el Gran Demiurgo, personificación de la Idea del Bien, creó todos los seres posibles, perfectos e imperfectos. El principio de plenitud entra en escena, con lo cual, sirenas, centauros, pigmeos y lamias, ocupan un lugar dentro de la creación original, cumpliendo con una finalidad preexistente en la mente del Creador.
 
También Aristóteles se ocupó de asunto tan complejo, y su opinión al respecto es tajante: el azar es estéril y una causa eficiente subyace a la génesis de todas las cosas. La naturaleza no es discontinua como lo piensan los atomistas, sino que en todas sus manifestaciones constituye un continuo. Los mismos seres vivos fueron creados siguiendo una cadena continua que va de lo más simple a lo más complejo, sin que haya vacío alguno. Los seres híbridos son una prueba de tal continuidad, que se manifiesta en múltiples y diversos niveles, como puede ser el hábitat. Así, existen seres mitad acuáticos mitad terrestres, como las focas. A pesar de sus observaciones directas sobre el desarrollo embrionario de numerosos animales, las cuales le hacen dudar de la existencia de algunos híbridos —un ser mitad hombre y mitad toro no es posible, decía, ya que los periodos de gestación son diferentes, y el fruto de dicha unión tendría la parte humana aún inmadura—, Aristóteles piensa que la continuidad tiene que cumplirse en todos los ámbitos, y que si no fueron creados así los seres, el medio es capaz de influir —“la diversidad de lugares genera diferencia de caracteres”—, lo cual lleva al Estagirita a ser eco de los relatos de viajeros que cuentan de la existencia de numerosos monstruos en tierras lejanas. Las ideas cambian, las sirenas permanecen.
 
Clasificación actual de los sirénidos.
(Tomado de Reynolds y Odell, 1991)
Phylum Chordata
  Subphylum Vertebrata
     Orden Sirenia (manatíes y dugongos)
        Familia Trichechidae (manatíes)
           Género y especies Trichechus manatus (manatí del Caribe)*
                            Trichechus ininguis (manatí amazónico)
                            Trichechus senegalensis (manatí de África occidental)
        Familia Dugongudae (dugongos y vaca marina)
           Género y especies Dugong dugon (dugongo)
                            Hydrodamalis gigas (vaca marina de Steller, ya extinta)
* Con dos subespecies: T. manatus latirostris (manatí de Florida) y T. manatus manatus (manatí de las Antillas).

 
De cómo dejaron los aires para resurgir del agua
 
Si sobre su generación encontramos algunas luces, no ocurre lo mismo con la etapa de transición, lo cual es muy frecuente en la literatura filogenética. ¿En qué momento abandonaron los aires para habitar los mares? ¿Cómo mutaron sus plumas en escamas? ¿Cuándo se les dejó de temer… tanto? En realidad nadie sabe a ciencia cierta cuándo y cómo ocurrió esta metamorfosis. Hay quienes incluso creen que las antiguas sirenas se extinguieron y que las ondinas son otra especie que llegó a ocupar su nicho mitológico.
 
Esta última hipótesis se basa en el hecho, muy conocido en la antigüedad, de que si algún mortal no cedía a sus encantos, las sirenas morirían. Se dice que fue Orfeo el único que, no solamente pudo resistir a su melodiosa voz, sino que, desde la nave de los Argonautas, elevó un canto de tal belleza y dulzura, que las sirenas enloquecidas se precipitaron al mar, quedando transformadas en rocas. Su completa extinción es dudosa, ya que resulta demasiada coincidencia que hayan sucumbido en el mismo lugar de donde van a resurgir posteriormente. Es más probable que las ninfas acuáticas, hijas de Nereo, hayan acogido a algunas en su seno y que, por algún desconocido proceso de adaptación, éstas hayan mutado gradualmente. Una evidencia de dicha transición se encuentra en un tratado de alquimia de siglos posteriores (figura 1). Se sabe además que las nereidas también atraían con sus encantos a los humanos para llevarlos a su reino, lo cual denota una afinidad más entre sirenas y ninfas acuáticas.
 
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Figura 1. “Las sirenas atraen a los marinos al fondo del mar, como el mercurio ahoga su parte sólida”. Solidonius, siglo XVIII.
 
El mismo Alfonso Reyes, quien ubica entre los siglos VII y VIII la aparición del nuevo tipo de sirena con “cabeza y busto de mujer y, del ombligo abajo, cola de pez que desaparece en las aguas”, incluye esta última entre sus hipótesis. Don Alfonso se basa en el Liber monstrorum, obra escrita entre estos dos siglos y que se le atribuye a Audelinus, quizás abate de Malmesbury y luego obispo de Sherbone. A partir de sus investigaciones, nos propone cuatro hipótesis. “La nueva figura de la sirena puede provenir:
 
a) De una contaminación hecha por Audelinus entre la sirena clásica y la monstruosa Escila, que Virgilio describe como una mujer que hunde su cola de delfín en el agua;
 
b) De la confusión en que incurrió Audelinus tomando por sirena a alguna ninfa marítima o hembra de tritón, vista en algún viejo mosaico o cuadro como el que dice haber admirado ¿en Italia?, y relativo a las tradiciones de Escila y Circe;
 
c) O bien puede esta sirena-pez ser una invención de su propia Minerva, más o menos provocada por algunas figuraciones encontradas en lecturas o documentos artísticos;
 
d) Posible es también que de algún modo hayan llegado hasta el Liber especies folklóricas de mitologías bárbaras y septentrionales, en las que abundan las mujeres-peces y que es muy extraño que no lo haya pensado Faral”.
 
Erwin Panofsky, el más grande especialista en este tipo de transmutaciones evolutivas, a las que el llama “pseudomorfosis”, se inclina por la última hipótesis. Para este autor, la cuna de la renovación mitológica de la Europa medieval se encuentra en el mar del Norte, en Irlanda. En esas latitudes, como bien lo dice Don Alfonso Reyes, ríos y océanos estaban poblados por mujeres marinas de dorados cabellos, delicada piel y poco más dóciles que las sirenas de Homero. El proceso subyacente a esta transformación es la recuperación del imaginario de la antigüedad, perpetrada de manera meticulosa por el cristianismo. En esta conquista espiritual, las antiguas divinidades se tornan demonios, como lo expone Margaret Murray, y toda la mitología griega y romana se convierte en lecciones moralizantes dirigidas a los paganos, que, por cierto, no fueron pocos a lo largo de toda la Edad Media.
 
Los cambios ocurridos en las diferentes versiones del Physiologus, constituyen la mejor evidencia de este proceso. Las primeras versiones latinas, dice Jacques Le Goff, dan cuenta de “las maravillas sin conferir significados ni explicaciones simbólicas”. Posteriormente, “las explicaciones simbólicas y moralizantes comen, por así decirlo, la sustancia del Physiologus, quitándole la vida”.
 
Poco a poco los motivos de la antigüedad son vaciados de su sustancia, o bien, a esta última se le adjudica otra representación. Este proceso que Panofsky describe magistralmente al analizar la evolución de Cupido: abrió la puerta a figuras procedentes de las mitologías nórdicas.
 
El autor del Manual de Zoología Fantástica, siguiendo la distinción existente en su amada lengua inglesa entre sirens —las sirenas clásicas— y mermaids con cola de pez—, apoya la teoría de Panofsky. En la misma dirección, José Durand, quien ha escrito uno de los libros más poéticos sobre la cuestión, hace remontar a la tradición escandinava sus orígenes, vía por la que habrían llegado al imaginario británico. Y es él mismo quien, de un tajo y siguiendo el principio de parsimonia, aporta la explicación más sencilla y contundente a esta transición: “sin que sepamos por qué, inquieta ver o sentir mujeres por los aires. Otra cosa son ángeles. Aquel revoloteo excedió la paciencia. En cambio, al surgir la ondina hecha sirena, su gracia resultó natural. Más su belleza: por algo salió Venus de las aguas. La sirena quedó en los mares y jamás volvió a remontar el vuelo”.
 
De cómo ya en el mar, resultaron ser malignas criaturas del Señor
 
La expansión del cristianismo no solo expulsó a las sirenas de los aires, sino que modificó su lugar en el cosmos, trastocando algunas de sus características. Su naturaleza tendrá que encajar en la maniqueísta división entre el bien y el mal, terminando del lado de Satanás. Así, estas hermosas mujeres, mitad del cuerpo para arriba, y pez abajo, habitan ríos, manantiales, mares y litorales oceánicos que con dificultad surcaban los mortales. Y aunque su naturaleza demoniaca es indiscutible, su origen es atribuido al Creador. Esto resultaba de difícil comprensión para muchos, ya que no se entendía cómo un Dios bueno puede crear también el mal. Santo Tomás de Aquino argumenta ante tales incredulidades que “no corresponde a la providencia excluir [el mal] por completo de las cosas que gobierna”, razonamiento que encierra la idea de que vivimos lo mejor que se puede en el mejor de los mundos posibles.
 
Así, sirenas, elfos, gnomos, dragones, unicornios y demás seres de este eón, son concebidos como parte de la creación divina, resultando tan necesarios como ángeles y querubines. “La perfección del universo requiere, por tanto, no solo una multitud de individuos, sino también la diversidad de clases y, por tanto, los distintos grados de las cosas”, pensaba el mismo Aquino, quien estaba convencido de tal necesidad, ya que si no existieran buenos ni malos, decía, “no estarían completos todos los posibles grados del bien ni ninguna criatura se parecería a Dios en cuanto a tener preeminencia sobre otra”. En pocas palabras, la Gran Cadena del Ser peligraría, y con ella la dominación del hombre sobre todas las cosas.
 
Al margen de cualquier discusión docta, al hombre medieval le costaba trabajo vivir bajo el constante acecho del mal. Sobre todo porque, como lo señala Le Goff, para estos hombres “la realidad no es que el mundo celeste sea tan real como el terrestre, sino que ambos forman uno solo, una indisoluble mezcla que hunde a los hombres en las redes de una sobrenaturalidad viviente”. La naturaleza se encuentra dominada por el demonio, el cual se aparece a los humanos en bosques, mares, montañas y desiertos, bajo la forma de diferentes seres. “El mundo animal —dice este gran conocedor de lo maravilloso—, es sobre todo el universo del mal”. Animales como el chivo, símbolo de la lujuria, o el escorpión, símbolo de la falsedad, son francamente diabólicos. Otros, como el perro, que oscila entre la impureza y la fidelidad, poseen una naturaleza ambigua. Sin embargo, los animales fantásticos son todos demoniacos, verdaderas imágenes del Diablo. La aparición de un basilisco, de un dragón o de un grifón, hace caer en el más profundo de los terrores a cualquier mortal.
 
Y si el Diablo al perseguir a los humanos adopta apariencias horripilantes, más peligroso es cuando, con el fin de seducirlos, se presenta ante ellos en forma semihumana o humana. Una hermosa mujer de rizados cabellos que aparece súbitamente en el bosque ante un inocente viajero, puede significarle la muerte, si cede a sus encantos. Las sirenas son consideradas seres satánicos que, bajo una forma distinta a la antigua, conservan su esencia seductora que lleva a la perdición a quien es débil de voluntad y cae en el pecado. Sólo aquellos que, como San Antonio, logran resistir la tentación de tan deliciosas criaturas, pueden alcanzar el cielo. Las historias de íncubos y súcubos que atraen con sus hechizos a mujeres y hombres pecadores, se vuelven lugar común durante esta época, y a fuerza de ser repetidas una y otra vez, se convierten en historias verdaderas, en perfectas lecciones de moral.
 
Así, la naturaleza se va cargando de innumerables simbolismos que a su vez encierran una moral. Todos los seres son percibidos a través de la Creación Divina y de lo que dicen las Sagradas Escrituras. Cada cosa y cada ser vivo ocupa un lugar en esta gran trama. “El conjunto de todos los animales de la Tierra, ‘todos los peces del mar, todas las aves del aire’, etcétera, constituye el libro de la Naturaleza que, si se sabe leer correctamente, confirma y complementa las Escrituras”, escribió Giarda ya empezado el siglo XVII, dando una idea muy clara de lo que puede llamarse, de acuerdo con Gombrich, la doctrina de la revelación múltiple: “Dios se nos revela en todas las cosas si aprendemos a leer sus signos”.
 
De cómo se confundieron ninfas, melusinas y sirenas
 
Tanto simbolismo terminó por crear una fuerte confusión en torno a la morfología de las sirenas. Frecuentemente se confunde este género con el de las ninfas, bellas mujeres de forma completamente humana que habitan ríos, y mares también, y que, al igual que a las sirenas, son llamadas ondinas. Asimismo, a Melusina se le designa en ocasiones con el nombre de sirena, o se dice que cada sábado retomaba su forma de sirena, cuando casi todos los relatos concuerdan en su apariencia: una mujer con cola de serpiente marina. Es probable que la confusión provenga del hecho de que todos estos seres pertenecen a la antigua familia Ondinae, orden Sucuba, comparten los mismos hábitats, tienen la capacidad de poder vivir tanto fuera como dentro del agua, y carecen de alma.
 
Es necesario remitirse a las historias del sabio Merlín para encontrar la descripción exacta de una sirena. Cuenta Álvaro Cunqueiro, hombre versado en la vida de este gran mago, cómo Merlín tiñó de negro la cola de la sirena Teodora, que siendo griega, viajó desde Portugal hasta la selva de Esmelle, para solicitar los servicios de tan prestigiado maestro. Felipe, su criado, la describe “de dorado y largo cabello, dos gotas de verde rocío por ojos, pechos blancos y tan felices, con un alegre botoncito rosa y venillas azules que los surcaban; una voz que ni las alondras, y una cola brillante, cuya punta era una media luna rosa”. Su marido muerto, esta espléndida sirena quería enlutar sus escamas para poder recluirse en un convento. Y a pesar de que Merlín sabe “que no es fácil que éstas pierdan el puteo, aunque figuren de conversas”, de buena gana accedió a la petición de tan noble dama.
 
De cómo se transformaron en monstruos y prodigios
 
La falta de descripciones precisas en esta era no es fortuita. El hombre medieval estaba más preocupado por el simbolismo que por las representaciones. Sin embargo, no todos los clérigos seguían las enseñanzas de Santo Tomás. Había quienes, como Abelardo de Bath y Bernardo de Chartres, ya en el siglo XII piensan que la Creación Divina no es mero capricho de Dios, y que la existencia del bien y del mal, de tal diversidad de cosas, obedece a una razón. Para ellos sólo Dios es perfecto y su creación no puede igualarse a Él; el mundo encierra un orden y éste es comprensible para la razón humana, por lo que el deber de todo buen cristiano es el entendimiento del mundo, es decir, de la naturaleza. Esta concepción constituye lo que Le Goff llama “la recuperación científica de lo maravilloso”.
 
Dentro de esta perspectiva, los seres fantásticos, como el grifón, el unicornio y las sirenas, son “casos límite, excepcionales, mas no fuera del orden natural, y son admitidos como verdaderos aun cuando no tengan la sanción de La Biblia”. Las Sagradas Escrituras dejan de ser el prisma a través del cual todo debe pasar y adquirir significado. Los textos de los antiguos son rescatados y se estudian como obras científicas el Timeo y la Eneida.
 
Erwin Panofsky es quizá más explícito para dar cuenta de este cambio que va a culminar en el Renacimiento. “El artista medieval, que trabajaba inspirándose en el exemplum más que en la propia vida, debía conciliarse en primer lugar con la tradición, y sólo secundariamente con la realidad. Entre la realidad y el mismo se interponía un velo, sobre el cual las generaciones precedentes habían trazado las formas de los hombres y de los animales, las de los edificios y las plantas: un velo que podía levantarse de vez en cuando, pero que nunca podía abolirse. Resultaba que en la Edad Media la observación directa de la realidad se limitaba generalmente a los pormenores, complementando, más bien que sustituyendo, el empleo de los esquemas tradicionales. El Renacimiento, en cambio, proclamó que la ‘experiencia’, la bona sperienza, constituía el fundamento del arte: cada artista debía afrontar la realidad ‘sin prejuicios’ y debía domeñarla (de modo nuevo en cada obra) según sus propios patrones”.
 
El Libro de las Ninfas, los Silfos, los Pigmeos, las Salamandras y los demás espíritus, de Paracelso, es una de las obras que mejor sintetiza esta nueva aproximación a la naturaleza. Elaborado a manera de un tratado, este texto intenta desentrañar las razones por las cuales Dios creó tales criaturas, y explica cómo el hombre, al comprender estas razones, entiende a Dios y se acerca a Él a través del conocimiento.
 
En cierta forma, el objetivo de esta obra es, apegándose al principio de plenitud, ubicar a estas maravillosas criaturas dentro del orden y la Creación Divina. Sin embargo, Paracelso tiene que aceptar que hay casos límite, que la regularidad de este orden no siempre se mantiene. Los seres más normales pueden engendrar monstruos, entes prodigiosos, colosales y grandiosos, alteraciones del orden natural. Y así como los humanos al unirse pueden procrear monstruos, dice Paracelso, de igual manera los habitantes del agua se pueden cruzar entre sí, o con algún hombre, y tener engendros: las sirenas. “Doncellas, algo deformes, en contra de la naturaleza humana” (figura 2). Aunque también pueden engendrar otro tipo de monstruos, como los llamados monjes. En el naciente orden renacentista, la categoría de lo monstruoso va a ser el saco en donde entrara cuanto ser imaginario, y no tanto, existe en el orbe; todas aquellas criaturas que los ojos de la época ven como anormalidades y que la incipiente ciencia de la embriología intentará explicar, más preocupada en dar cuenta de su generación, que de su realidad. Esta perspectiva originará una división entre los monstruos creados por el Señor y aquellos que son resultado de alteraciones del Orden Divino. Las sirenas pueden tener, entonces, dos orígenes distintos.
 
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Figura 2. Sirenomalía, Cruveilhier.
 
 
De cómo en una época el mundo entero estuvo poblado de sirenas y muchos otros seres prodigiosos
 
Este nuevo orden del mundo será consignado en leyes, lo cual transformará a Dios, de un ser omnipotente y omnipresente, en el Gran Legislador, el Gran Arquitecto, el Gran Relojero. La ciencia contemporánea emerge bajo esta concepción, por lo que el primer empujón, la Causa Primera, la cuerda que remontó el mecanismo, no ha dejado de ser, hasta la fecha, obsesión de una infinidad de mentes. El principio de plenitud y la Gran Cadena del Ser, como lo explica Lovejoy, no abandonará el pensamiento renacentista, alcanzando su clímax en el siglo de las Luces. La tan buscada regularidad de los fenómenos naturales se acomodará a estas premisas, al igual que sus alteraciones: los monstruos. Giordano Bruno da una muestra de este tour de force, al afirmar que no es “permisible censurar el inmenso edificio del poderoso Arquitecto en nombre de que en la naturaleza hay cosas que no son las mejores ni porque se encuentren monstruos en más de una especie”. No puede haber ningún “grado del ser que, dentro de su lugar en la serie, no sea bueno en relación con todo el conjunto”. “Todo está bien en el mejor de los mundos posibles”, dirá unos siglos después el Dr. Pangloss, a coro con Jacques le Fataliste, quien bien sabía que “todo está escrito allá arriba”.
 
Esta idea subyace al tratado más completo que sobre monstruos haya sido escrito, y cuyo autor es Ambroise Paré, consejero y primer cirujano del rey de Francia. Para este célebre médico, existen trece causas distintas para explicar la megadiversidad de seres prodigiosos, las cuales van de la gracia y la ira de Dios, a la acción del Demonio, pasando por la mezcla de semen, su abundancia o carencia, los golpes durante el embarazo, la estrechez de la matriz, la imaginación de la madre y su indecencia, sin dejar de lado las enfermedades hereditarias ni la corrupción del semen. En esta heteróclita gama de posibilidades, se puede apreciar la distinción entre los monstruos creados desde el principio de todas las cosas por Dios, como la ballena, el avestruz, el unicornio marino, el tucán, la hoga, el huspalín, el ave del paraíso, sirenas y tritones, y aquellos que constituyen una alteración del orden divino, como los gemelos que nacen pegados, los borregos de tres cabezas, y el famoso huevo que contenía una pequeñísima cabeza humana, cuya barba y cabello eran numerosas serpientes.
 
El origen de las sirenas, mujeres de la cintura para arriba y el resto del cuerpo cubierto de escamas, no puede ser explicado por la mezcla de semen, dice Ambroise Paré, y al no haber razón alguna para dar cuenta de éste, “hay que decir que la Naturaleza se regocija en todas sus obras”. Los testimonios de su existencia en diversas regiones del mundo no faltan, aunque poco se habla de sus cualidades —la nueva mentalidad se interesa más en lo visible. Llama la atención que en esta era el mundo marino se encuentre tan poblado, y que se tenga un buen conocimiento de su fauna. Las descripciones de estos seres incluyen una especie de obispo marino, originario, curiosamente, de Polonia, así como un animal con cara de oso, brazos de simio y cuerpo de pez, del Mediterráneo, un león con escamas, un diablo con cola de pez visto en Amberes, una especie de buey marino, el orobón, el cocodrilo, en fin, una fauna muy diversa, insospechada para el hombre medieval que no frecuentaba el mare tenebrosum.
 
El auge de los viajes marinos, en particular los trasatlánticos, aumenta considerablemente el conocimiento de la fauna marina. La conquista de la recién “descubierta” América, así como los viajes por las costas africanas y el Índico, proporcionará una infinidad de material a Ambroise Paré, Aldovani, Liceti, y demás “monstruólogos”, aunque ciertamente, en aquel entonces Europa no se encontraba a la zaga en seres fantásticos y prodigiosos. De hecho, uno de los casos más importantes para el tema que aquí nos interesa, es la aparición en las costas de Italia, de un ser idéntico a las sirenas de la antigüedad (figura 3), reportada por Pare, atavismo que confirma la tesis de que las sirenas marinas proceden de las sirenas aladas.
 
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Figura 3. Atavismo. Des monstres et prodiges, 1573.
 
Y así como las ciencias naturales van enriqueciéndose con los ejemplares llevados a Europa, el imaginario del Viejo Mundo se va acrecentando con cada relato acerca de los increíbles y maravillosos seres que pueblan el ya redondo planeta. Sin embargo, el espíritu mercantil, la obsesión por lo cuantificable, por lo medible, ira minando poco a poco, lentamente, este mundo fantástico, reduciéndolo a “resabio medieval”, sometiéndolo al único Dios que reconocía el nuevo poder: el oro.
 
De cómo fueron perdiendo su encanto transformándose en seres extraños
 
El Nuevo Mundo parecía deparar varias sorpresas a los europeos. Un proceso perturbador, de causas desconocidas, estaba teniendo lugar ante los ojos de viajeros y conquistadores que llegaban a América. Noticias de este fenómeno son consignadas ya por quien se ha dicho fue el primer hombre en pisar tierra americana: Cristóbal Colón. En el diario de su primer viaje, el Almirante relata su encuentro con “tres sirenas que salieron bien alto del mar”, las cuales “no eran tan hermosas como las pintan”. Colón no se asombra tanto, ya las ha visto en el Golfo de Guinea, lo que llama su atención es que “más parezca su cara de hombre”. Y no es que el Almirante fuera incrédulo, pues se extiende hablando de amazonas, sátiros, y tantas otras maravillas que encuentra a su paso.
 
¿Qué está sucediendo en el Nuevo Mundo? El tan buscado reino de las amazonas, famoso por sus riquezas, no aparece por ningún lado. El Dorado se escurre entre las ambiciones de los conquistadores. Cipango, Cathay y Cíbola, se evaporan en medio de tanta expedición. ¿Será que al darse cuenta los europeos de que no están en las Indias, perdían toda referencia fantástica?, ¿o que la búsqueda del tan preciado metal los tornaba insensibles a antiguos temores?, ¿o habrá sido la obsesión por lo cuantificable, la que hizo que al final ya no repararan en las cualidades sino tan solo en la cantidad? Tres sirenas, escribió Colón… Odiseo jamás las contó.
 
Lo que ocurrió nunca lo sabremos con certeza, pero lo que sí es innegable, es la transformación que en unas cuantas décadas sufrieron las sirenas marinas —que no las dulceacuícolas, refugiadas tierra adentro. Su rostro se va haciendo tosco y dejan de cantar. Su atracción será meramente corporal, “tienen dos pechos que en posición, tamaño, peso, figura y sustancia no difieren en nada de los de la mujer negra”, dirá Alexander Olivier Exquemelin, haciendo gala de sus observaciones y de sus prejuicios raciales. Al mismo tiempo, algo ocurre con sus brazos gráciles, que López de Gómara describe “redondos y con cada cuatro uñas, como elefante”, aunque hay quien las dibuja sin brazos, otorgándoles el nombre de pez mujer (figura 4), acarreando consigo la pérdida del plural con el que siempre habían sido designadas, quedando sumergidas en el singular, condenadas a ser un número más.
 
 
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Figura 4. Pez mulier, Miguel del Barco, siglo XVIII.
   
Este ser en transición, también conocido como pexemuller, debido a su gran abundancia en el Brasil, parece mantener aún trazos humanos, así como una fuerte feminidad. Y a pesar de que su canto y demás encantos parecen haberse esfumado para siempre, es muy probable que, después de una larga travesía por el Atlántico, a la vista desde un barco, se le deseara más como mujer que como pez.
 
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Figura 5. Vaca marina, Voyage de Siam, Gui Tachard, 1686.
El proceso de deshumanización de este ser, mitad pez mitad mujer, parece avanzar a la par de la sociedad, inmersa en sus revoluciones industriales, la proletarización forzada de artesanos y campesinos, y el sojuzgamiento de los pueblos conquistados. Montada en este maremágnum, la ciencia avanza permitiendo que la mirada del zoólogo se imponga sobre la naturaleza. Así, el tamaño de este maravilloso ser híbrido va aumentando hasta el de un buey, como lo describe la mayoría de la gente, su cabeza es comparada con la de un buey, y sus tentadores labios se convierten en hocico de buey —analogía que muestra la gran diversidad animal de Europa y el empobrecimiento de la imaginación de los conquistadores. Incluso hay quienes, en otras longitudes en donde ocurría el mismo fenómeno, llevando esta analogía a sus extremos, le van a atribuir cuatro patas (figura 5) aunque casi todos los escritos, entre los que figuran los de Francisco Hernández, le conceden sólo dos (figura 6).
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Figura 6. Historia de los animales de la Nueva España, Francisco Hernández, 1576.
  
Su naturaleza femenina también se ve afectada, reduciéndose cada vez más a lo maternal. “Los grandes pechos sirven para amamantar a sus hijuelos”, dirán a coro los zoólogos, desexualizando su figura, y poniendo en lugar de cítaras, hijos en sus brazos. En este proceso de desfemenización, el golpe mortal será asestado por la lengua, con la desaparición de su género y de los innumerables apelativos que habían recibido estos seres durante su esplendor. Desde entonces se le conoce con el nombre de manatí.
 
Para el siglo XVII, el aspecto que presentan es ya completamente animal y su parte humana se habrá esfumado para siempre, quedando solamente un pequeño resabio: “su inteligencia es asombrosa”, dirá Pedro Mártir de Anglería.
 
De cómo, según otros, las sirenas dieron origen a seres aún más extraños
 
No todos los autores concuerdan con el proceso arriba descrito. Por razones ignoradas, hay quienes creen que las sirenas no merecen semejante final o quizá, reconociendo ciertas cualidades en seres actuales, buscan una filiación con otros ancestros similares. Misteriosamente, la filogenia siempre se liga al subconsciente. De cualquier manera, varios autores del siglo de las luces proponen una teoría distinta, tal vez influidos por los profundos cambios políticos y sociales que estaban teniendo lugar, y que van a repercutir en las ciencias naturales. La idea de una creación fija y definitiva sufre un revés y, como lo señala Francis Jacob, el tiempo surge como un concepto básico, fundamental, convirtiéndose en un elemento que, a su paso, hace cambiar planetas, océanos y montañas. Las transformaciones en el medio repercuten en los organismos, y para prueba están los fósiles. La supuesta existencia de una especie de “prototipo” o “molde interno” que une a todos los seres vivos, permite apreciar estas transmutaciones sin cuestionar la Creación. Dios hizo todas las cosas e instituyó las leyes que las rigen y toca a los hombres descubrirlas. Así, al igual que Newton lo hizo en el campo de la Física, los naturalistas tienen que acceder a las leyes que rigen los fenómenos del mundo vivo, por supuesto, respetando las universales leyes del gran maestro. Y de la misma manera que cuerpos, partículas y ondas se encuentran determinados por fuerzas externas, los organismos sufren cambios por la acción del medio. Estas transformaciones van generando una cadena continua de seres, en la cual es difícil definir entidades bien delimitadas, ya que siempre hay seres intermedios entre una y otra forma, entre un hábitat y otro.
 
Bajo esta perspectiva, Buffon escribe una historia de la Tierra, Des Époques de la Nature, Maupertuis se interesa por las variaciones de los seres humanos, Charles Bonnet vive obsesionado por la continuidad de los organismos, J. B. Robinet recensa los ensayos de la naturaleza, mientras que Benoît de Maillet busca el origen de los habitantes terrestres en los mares. Este último autor, cónsul de Francia en Egipto, discrepa completamente de la teoría que plantea que las sirenas se convirtieron en manatíes. Para él, existe un continuo entre los seres que pueblan los océanos y aquellos que viven en hábitat seco. Cada organismo de la tierra tiene su correspondiente en el mar, de donde proviene toda vida.
 
En su obra más conocida, Telliamed, de Maillet expone cómo, al igual que en la tierra, en el agua hay “viñas de uvas blancas y negras, ciruelos, duraznos, perales, manzanos y todo tipo de flores”, como se puede apreciar en el contenido de las redes que día a día sacan del mar los pescadores de Marsella. Asimismo, existen simios de mar, como Simia danica, elefantes, leones, caballos, lobos y camellos marinos. El caso de un oso que atraparon unos pescadores en Copenhague y que enviaron al rey de Dinamarca, es uno de tantos ejemplos.
 
La presencia de todos estos seres y de muchos otros intermedios entre cada transición, las evidencias anatómicas que muestran la capacidad de todos los seres para adaptarse a uno u otro medio, así como el hecho de que el sexo sea más placentero y fructífero en el agua que en la tierra, sirven de confirmación a las tesis de Telliamed. Es cierto que hay lugares y épocas en que es más fácil la salida del mar. Los polos parecen ser más adecuados debido a la gran humedad que hay en el aire.
 
Dentro de su sistema, De Maillet deparó otro destino a las sirenas: el de ancestros de las actuales mujeres. Y no por perversas, ya que la misma suerte corrieron los llamados tritones, que en esta historia, resultan insignificantes —lo que tal vez explica por qué, una vez en la tierra, no han dejado de vengarse un solo momento del esplendor de las ondinas. Pruebas de que los humanos provienen de los mares son las innumerables sirenas que han abandonado el agua, como la famosísima sirena de Edam, que “aprendió a vestirse sola, a coser y a persignarse, aunque nunca pudo pronunciar palabra alguna”, los náufragos que se han adaptado a la vida del mar y que muchos marinos han visto en sus travesías, así como la existencia de seres intermedios, eslabones que dan cuenta de este tipo de transiciones, como los hombres salvajes, que el mismo autor de Telliamed ha visto en los bosques de Francia. Finalmente, si se observa la piel de un ser humano con la ayuda de una lente de gran aumento, afirma De Maillet, es posible apreciar sus minúsculas escamas, reminiscencias de la antigua vida marina.
 
Para este naturalista, es claro que las sirenas son los ancestros de la mitad de la humanidad, y que el paso de éstas a la tierra es aún posible, ya que las sirenas no se han extinguido por completo, como lo demuestran las numerosas evidencias que presenta y los múltiples relatos que cita, muchos de ellos contemporáneos a la escritura de su obra.
 
Sin embargo, no todos los llamados transformistas están de acuerdo con De Maillet. J. B. Robinet piensa que las sirenas son resultado de los tantos intentos de la naturaleza para crear a la especie humana (figura 7). Para este naturalista, el conjunto de los seres vivos constituye un continuo que va de lo más simple a lo más complejo, que asciende del “prototipo original”, hasta llegar al hombre, una cadena de seres en la cual el Creador no dejó un solo hueco, por lo que en el universo no falta ningún ser posible. En esta idea coincide con Locke, quien, casi un siglo antes, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, incluye lo que “confidencialmente se cuenta de las doncellas y hombres marinos”, para ilustrar la infinita variedad y continuidad de los seres vivos.
 
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Figura 7. “Ensayos de la naturaleza que aprende a hacer el hombre”, J. B. Robinet, 1758.
 
Por su parte, Buffon, el más reconocido de los transformistas, no concede en su sistema lugar alguno a las sirenas, ocupado, como lo describe Durand, en encontrar la posición exacta del manatí, al cual coloca junto “con focas y morsas, entre los cuadrúpedos, pero ya muy cerca de los cetáceos”, donde será clasificado posteriormente. La forma de este animal no deja de preocupar al Conde, quien termina por atribuirle un sitio más cercano a lo que el mismo Durand llama “la misteriosa condición del manatí en el universo mundo”: “En el reino animal —escribe Buffon— con los lamantins acaban los pueblos de la tierra y empiezan las poblaciones del mar”.
 
De cómo se convirtieron en personajes frágiles y enamoradizos de cuentos y leyendas
 
La ciencia del siglo XIX, llena de soberbia, “vanguardia del progreso” con sus propuestas de “organizar científicamente la sociedad”, como lo expresaban Augusto Comte y Ernest Renan, entre muchos otros, va a desterrar a las sirenas de la naciente biología, confinándolas, hasta nuestros días, a novelas, cuentos, poemas, leyendas, y realidades de los llamados pueblos salvajes. La objetividad, montada en el caballo de la técnica y la industria, no tolera resabios de ningún tipo. El mundo cambia sin cesar y no puede cargar con lastres. Sociedades, instituciones, conocimientos, ideas, todo es susceptible de cambio, es decir, de progreso, el cual avanza constantemente, pero de manera gradual, sin alteraciones bruscas, ni saltos repentinos.
 
La idea de evolución se populariza. Herbert Spencer hace de ella una filosofía, Morgan la aplica a la historia de las sociedades, y Darwin la extiende al reino de la naturaleza, Homo sapiens incluido. El resultado objetivo de estas investigaciones es que los seres más evolucionados de la naturaleza son los hombres blancos anglosajones, sus instituciones sociales, las mejores y sus ideas y conocimientos, los verdaderos.
 
Ante esta nueva mentalidad, sirenas, elfos, dragones, unicornios y demás seres maravillosos, se concentrarán en zonas de refugio, en donde podrán vivir tranquilamente, mientras la modernidad no los alcance. Los trolls huyen a lo más espeso de los bosques escandinavos, los elfos se esconden en Irlanda y en la Selva Negra, un dragón aprovecha las tinieblas de Loch Ness, el hombre salvaje se encumbra en los Himalaya, algunas sirenas pueblan con discreción las costas occidentales del África y el Índico, participando secretamente en ciertos ritos de los habitantes de Yemén (figura 8), mientras otras se adueñan de ríos y manantiales de diversas latitudes (figura 9). El mundo civilizado se enterará de su existencia por boca de etnólogos, antropólogos, y demás estudiosos de los llamados pueblos atrasados, o bien, visitando los circos tipo Barnum, en donde por una módica suma se podían observar sirenas traídas de lejanas tierras, humilladas al ser exhibidas junto a gemelos pegados, mujeres barbudas, niños bicéfalos y otros freaks, ya considerados del dominio de la teratología o ciencia de los monstruos.
 
 
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Figura 8. Dugongo disfrazado, Aden, Yemén.
  
Y no sólo eso, la literatura va a modificar completamente la imagen de estos legendarios seres, despojándolos de su encanto. Obras como Ondina, del Barón de la Motte Fouqué, o La Sirenita, de Hans Christian Andersen, presentan ninfas y sirenas incapaces de seducir a los hombres, carentes de sensualidad. Ya no son malévolas, sino románticas y enamoradizas, y su máxima aspiración en la vida es la obtención de un alma, lo cual sólo pueden lograr casándose con un mortal. Estas cualidades harán de ellas seres frágiles y fácilmente engañables, por lo que generalmente estas historias terminan mal para sus protagonistas. En suma, como lo señala Vic de Donder, las sirenas se convierten en un modelo de virtud.
 
De cómo progresivamente los manatíes llegaron a su forma actual sin pasar por el estado de sirenas
 
En medio de este incesante progreso del saber, algunos científicos seguirán atribuyendo a manatíes y dugongos una cierta relación con las sirenas marinas. Así, en las primeras décadas de este siglo, finalmente se logra clasificar a estos mamíferos marinos en un grupo aparte, lejos de focas y ballenas, el cual es elevado al rango de orden y bautizado con el nombre de Sirenia. ¿Significa esto que los científicos son partidarios de la primera hipótesis? ¿Piensan realmente que los actuales sirénidos provienen de las sirenas marinas?
 
La respuesta es no. La aparición de El origen de las especies va a modificar por completo las ideas acerca de la transformación de los seres vivos. En esta obra, Darwin expone cómo los organismos actuales provienen de otros anteriores que sufrieron modificaciones transmitidas de una generación a otra, conservadas por mecanismos diversos. El principal de ellos es el de la selección natural, el cual opera sobre las variaciones que se producen en los individuos de manera azarosa, confiriéndoles ventajas o desventajas en la lucha por la existencia, la cual tiene lugar entre individuos de la misma especie debido a lo limitado de los recursos ante el crecimiento de la población. Dichas variaciones se irán acumulando de manera lenta y gradual en las poblaciones de organismos —Darwin estaba convencido de que la naturaleza no da brincos—, provocando cambios en ellas en la medida en que las variaciones favorables iban predominantes, hasta conformar un grupo distinto al que pertenecían, esto es, una nueva especie. El registro fósil es imperfecto, ya que en él no aparece toda la secuencia de cambios. A pesar de que Darwin contemplaba otros mecanismos para dar cuenta del origen de nuevas especies, el neodarwinismo del siglo XX va a retomar únicamente el de la selección natural, haciendo de la adaptación una especie de panacea universal para explicar cualquier proceso evolutivo.
 
Así, desde esta perspectiva, Jacques Cousteau explica la evolución de los sirénidos sin pasar por las sirenas. “Hace unos 50 o 60 millones de años, por razones aún oscuras, un cierto número de mamíferos marinos primitivos, muy diferentes a las especies actuales, avanzaron hasta los límites de las aguas oceánicas. Con el paso de las generaciones se produjeron algunos cambios genéticos que modificaron su apariencia física. Estas adaptaciones se hicieron progresivamente más funcionales. Ellas les permitieron, con el tiempo, multiplicar y prolongar sus incursiones al mar, antes de lograr llevar una existencia anfibia, y después completamente acuática.” Así, “unos herbívoros, primos de los ancestros del elefante actual, emigraron hacia las aguas poco profundas de los litorales o a los esteros. Eran los lejanos abuelos de los sirénidos —manatíes y dugongos”.
 
¿Quiénes eran estos ancestros de los sirénidos y de dónde vienen? Sirenas no, pero sí parecen provenir del Mediterráneo. Se dice que estuvieron emparentados con los elefantes, pero hace ya casi 50 millones de años, durante el Eoceno. Se piensa que a mediados de esa época, existían varios géneros de estos animales, todos acuáticos, aunque de diversas apariencias, distribuidos en gran parte del planeta, incluyendo el hemisferio sur del Nuevo Mundo. El fósil más antiguo que se conoce data de esta época y fue hallado en Jamaica. Se trata de Prorastomus sirenoides, cuyo aspecto es ya distinto al de los dugongos del Viejo Mundo, de los que desciende, y más parecido al del manatí, aunque carece todavía del sistema de reemplazo de dientes que caracteriza a este último.
 
Se piensa que, así como lo explica Cousteau, las presiones que ejerce el ambiente van generando cambios que van a llevar a la aparición de Potamosiren, considerado como el ancestro más cercano a los manatíes actuales (Trichechus), pasando por Protosiren. A Potamosiren lo incluye Domning en la familia Trichechidae, a pesar de que no se diferencia mucho de sus ancestros, pues carece de dientes extras o supernumerarios. Su argumento es que el registro fósil está aún incompleto y que hay que ampliarlo.
 
La aparición del sistema de reemplazo de dientes en la familia Trichechidae la explica Domning como una consecuencia de los cambios ocurridos en el Mio-Plioceno, los cuales provocaron una fuerte abundancia de gramíneas en los deltas de los ríos. “Los triquéquidos se adaptaron a este nuevo y abundante recurso alimenticio, primero por la evolución del sistema de reemplazo horizontal de molares extras (en Ribodon), y posteriormente por la reducción del tamaño de los molares” y otras modificaciones más, en Trichechus. El resto de las transformaciones que van a provocar la aparición de T. inunguis, especie amazónica, y T. manatus, especie del Caribe y Florida (modificación de dientes y otros caracteres más), las explica Domning igualmente como adaptaciones a cambios en la dieta.
 
Sin embargo, también dentro del mundo de las ciencias hay discrepancias. No todos los que se dedican a la evolución comparten este tipo de explicaciones adaptacionistas que tanto pululan en la literatura científica y que constituyen la visión predominante. Existe una corriente que ha elaborado críticas profundas a lo que ha denominado como “programa adaptacionista” o “panglossiano”, conformada por figuras como Richard Lewontin, Stephen Jay Gould, Elizabeth Vrba, Steven Stanley y Niles Eldredge, entre otros. Ellos piensan que la selección natural no puede dar origen a nuevas especies, que son otros los mecanismos responsables de la especiación, que no todo carácter es producto de la adaptación, que este programa ha tenido éxito porque es muy fácil armar historias adaptativas debido a la vaguedad de sus bases y, además, si una de ellas falla, es igual de sencillo inventar otra historia similar. Un ejemplo de esto son las explicaciones de los sociobiólogos, quienes con su reduccionismo a ultranza, han llevado a sus extremos este programa, por lo que Gould se refiere a la sociobiología como “el arte de contar historias”.
 
Ello no significa que las sirenas retomen su lugar perdido en la Scala Naturae, pues para estos investigadores no existe una cadena de seres continua. Su idea de la evolución es puntualista o discontinua, esto es, que el ritmo de la evolución presenta largos periodos de “estasis”, durante los cuales sólo hay cambios menores —como los adaptativos—, seguidos de breves momentos, en el tiempo geológico, en los que ocurren los eventos de especiación. Y a pesar de que en sus explicaciones incorporan “monstruos esperanzados”, no incluyen a las sirenas entre ellos. Antes de completar su ocaso, las sirenas tuvieron una última incursión en la ciencia. Cuenta Durand que a mediados de este siglo, en un congreso de Paleontología, científicos japoneses presentaron unas momias que aseguraban eran de sirenas. No hubo quorum, y todos los asistentes determinaron los ejemplares como dugongos. Lamentando la preeminencia de dugongos y manatíes sobre las sirenas, el mismo Durand concluye: “los mudables humanos prefirieron el saber a la grata fantasía”.
 
Epílogo: de ciencia y mito
 
Cada sociedad genera, a lo largo de su historia, su propia visión del mundo, su marco referencial al interior del cual todas las cosas cobran sentido. Prejuicios, relaciones de poder, fantasías, la vida social y mental, en su totalidad, influye en la conformación y cambio de su cosmovisión. Por supuesto que no de manera mecánica. La forma en que los hombres han explicado la presencia a su alrededor de otros seres vivos, así como la propia, es una muestra de ello. De lo mitos griegos a la ciencia contemporánea, en el caso de la llamada cultura occidental, las ideas acerca del origen de los organismos se encuentran enmarcadas socialmente. Y sin embargo, la ciencia moderna niega este hecho al pensarse neutra y completamente objetiva, adjudicándose desde esta altura el derecho de calificar como mito todas las explicaciones anteriores, así como las procedentes de otras culturas contemporáneas. Mas, ¿qué tan lejos se encuentra la ciencia de lo que se llama mito?  
   

Difícil responder a semejante pregunta, y no es el propósito de este texto. Baste con mostrar lo complejo que es, en ocasiones, delimitar esta frontera. La idea de la Gran Cadena del Ser se mantiene a lo largo de la historia occidental, hasta convertirse en un elemento cultural, como lo muestra Lovejoy, y esta idea va a influir en el pensamiento de Darwin, favorecida por el contexto social, como lo señalan Gould y Eldredge. “La preferencia que generalmente tenemos muchos de nosotros por el gradualismo, es una instancia metafísica inserta en la historia moderna de las culturas occidentales: no es una observación empírica de orden superior, inducida por el estudio objetivo de la naturaleza. La famosa frase atribuida a Linneo: natura non facit saltum (la naturaleza no da saltos), refleja tal vez algún conocimiento biológico, pero también representa la transposición dentro de la biología, del orden, la armonía y la continuidad que los gobernantes europeos esperaban mantener en una sociedad ya asediada por demandas de cambio social.”

 
Es posible que la teoría de la evolución posea ciertas características que la diferencien de otras y la acerquen más al mito. François Jacob piensa que “entre las teorías científicas, la teoría de la evolución tiene un estatus particular. No solamente porque, en ciertos aspectos, sigue siendo difícil de estudiar experimentalmente y que, además, dé lugar a diversas interpretaciones, sino también porque ella explica el origen del mundo vivo, su historia y su estado actual. En ese sentido, la teoría de la evolución es frecuentemente tratada como un mito, es decir, como una historia que cuenta los orígenes y, a partir de ahí, explica el mundo vivo y el lugar que ocupa el hombre en éste”.
 
Aparte de estas especificidades, existen muchos elementos que acercan mito y ciencia, y que bien valdría la pena profundizar. El mismo Jacob proporciona un ejemplo: “En su esfuerzo por cumplir su función y encontrar un orden en el caos del mundo, mitos y teorías científicas operan según el mismo principio. Se trata siempre de explicar el mundo visible por medio de fuerzas invisibles, de articular lo que se observa con lo que se imagina”.
 
Es por eso que, como lo dice el mismo Jacob, la imaginación juega un papel fundamental en toda explicación o representación del mundo, sea mítica o científica. Así, muchos seres imaginarios han sido parte integral de una visión del mundo en diversas épocas y culturas, ocupando un lugar en la explicación del origen de los seres vivos, constituyendo un eslabón indispensable de la Gran Cadena del Ser, al igual que los seres intermedios en las actuales historias evolutivas, cuyos restos se supone algún día serán desenterrados por un paleontólogo.
 
Las sirenas fueron exiladas por la ciencia para, en su lugar, poner una serie de seres tan hipotéticos como ellas, aunque menos atractivos, así como las leyendas y los mitos fueron desechados para introducir historias adaptativas igual de fantasiosas y tal vez menos fascinantes por repetitivas. La imaginación desborda en ambos casos.
 
“Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes”, decía José Durand. Mas, paradójicamente, el fin de siglo se acerca y el manatí se encuentra en peligro de extinción mientras que las sirenas gozan de buena salud y hasta estrellas de cine son hoy día. Todo indica que estos deliciosos seres seguirán viviendo aún muchos años cambiando de aspecto y cualidades, como todo ser vivo, en un mundo en el que quedará como leyenda la existencia de un simpático animal marino, conocido en su época como manatí y alguna vez emparentado con las esplendorosas sirenas.
 
     
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_______________________________________
     
César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo
Carrillo Trueba, César. 1993. Algunas consideraciones sobre la evolución de las sirenas. Ciencias, núm. 32, octubre-diciembre, pp. 35-47. [En línea].
     

 

 

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