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Botánica política.
Algunas reflexiones
   
 
   
   
Armando Bartra    
                     
Hay plantas buenas y plantas malas. Unas amistosas
y entrañables, mientras que otras son hostiles, agresivas…
 
El maíz es una planta luminosa y fraterna. Como lo son el frijol y la calabaza, que conviven en la milpa campesina. También son favorables los múltiples frutales que se entrelazan en la huerta tradicional, así como los chiles, tomates, rábanos y chayotes que crecen junto a la vivienda.
 
Pero así como las hay benévolas, también hay plantas oscuras, ominosas…
 
El henequén, por ejemplo, es malvado. Y no por su talante erizado y espinoso, sino porque a su vera el pueblo maya perdió la libertad. En aras de sus vertiginosas plantaciones, la “casta divina” de Yucatán arrasó con las comunidades reduciéndolas a la esclavitud. Por eso los campesinos peninsulares —pese a que lo conocían y usaban antes de la conquista— hoy no quieren al henequén, testigo y cómplice de su desgracia, verde grillete de su sumisión. La dulce y jugosa caña de azúcar es también una planta enemiga; un cultivo avasallante que a su paso barre con las milpas campesinas, agota las aguas, tala los bosques, consume a los hombres. En Morelos el cerco verde de las cañas asfixió a las comunidades nahuas hasta que el zapatismo dijo basta. La revolución del sur fue una guerra de pueblos contra haciendas, pero también un combate de milpas contra cañaverales.
 
Hostil es el tabaco, y no por efisémico y cancerígeno, sino por que en Valle Nacional y otras zonas de cultivo consumió a ejércitos de “enganchados”.
 
Como son odiosos los grandes plantíos de algodón, que año tras año derrengaban a miles de piscadores en los interminables latifundios de La Laguna.
 
El café también es una planta funesta. Tras del amable arbolito, de fresco follaje y rojos frutos, se oculta una historia de ignominia y explotación.
 
La llegada del café a las laderas de Soconusco propició la moderna esclavitud de los pueblos indios de Los Altos de Chiapas. Varias generaciones de tzeltales y tzotziles de la zona de San Cristóbal, así como de mames y mochos de Motozintla, se derrengaron como galeotes estacionales en las inhóspitas plantaciones. Para pizcar el café, destinado a San Francisco, Bremen o Hamburgo, los finqueros alemanes hicieron esclavos de entrada por salida a los genéricos “chamulitas” pobladores de las zonas ariscas del estado.
 
En Oaxaca, los cafetales de Pluma Hidalgo, Juquila y Miahuatlán saquearon las energías de legiones de mixtécos. En Córdoba, en Jalapa y en las huertas privilegiadas de Coatepec la cafeticultura veracruzana, de rancio abolengo, dejó exhaustos a miles y miles de pizcadores en aras de producir un aromático de excelencia.
 
Durante todo el Porfiriato, y hasta bien entrado el siglo veinte, las plantaciones fueron lugares de penuria y explotación. Para más de tres generaciones de pizcadores forzados, el del cafeto fue un cultivo esclavizante y ajeno, una labor impuesta e ignominiosa. Y los campesinos odiaban el café.
 
Con la Revolución no cambiaron las cosas. El alzamiento popular fue justiciero, y en los años veinte algunos latifundios pasaron a manos campesinas. Pero las plantaciones quedaron igual.
 
La presidencia de Obregón y el gobierno y maximato de Calles ratificaron la percepción campesina de que ciertos cultivos —como el del henequén y la caña, el algodón y el café— eran definitivamente enemigos, asunto exclusivo de hacendados y finqueros. En el nuevo México de la posrevolución las plantaciones siguieron siendo inhóspitas; campos de exterminio que la epidérmica sindicalización no emancipó. Y los campesinos, reducidos a la condición de pizcadores de huerta ajena, seguían odiando el café.
 
Las cosas comenzaron a cambiar a fines de los años treinta, cuando el gobierno de Cárdenas opta por una vía agraria campesina, decide que los ejidatarios son capaces de manejar cultivos agroindustriales y calcula que la economía doméstica puede vérselas con cultivos de plantación.
 
Y Cárdenas expropia y reparte algodonales, henequenales, cañaverales... Al final de su sexenio expropia y reparte también algunas plantaciones de café.
 
Pero la hostilidad entre los campesinos y las plantaciones viene de antiguo y no desaparece con el cambio de propiedad. Las pencas de henequén que obtienen los flamantes ejidatarios de Yucatán no son el orgulloso producto del trabajo campesino, sino el alimento que demandan las desfibradoras y cordelerías privadas, la materia prima que exige la paraestatal Cordemex. Las cosechas de los ejidatarios cañeros no son dulces frutos de la parcela doméstica, sino ofrendas a la insaciable voracidad del ingenio privado o paraestatal.
 
Al principio, también los inéditos ejidatarios cafetaleros se enfrentan a las huertas de mala manera. Al comienzo las cultivan desidiosamente, como quién no quiere la cosa. Y apenas pueden las administran al modo finquero mediante trabajadores contratados.
 
No es fácil reconciliarse con el enemigo. Cuesta trabajo aquerenciarse con el cultivo que expolió a padres y abuelos. Y menos cuando el flamante dueño de la pequeña huerta tiene que trabajar para el acaparador, para el coyote, para el propietario de la planta de beneficio. O cuando trabaja para Inmecafé, que no es lo mismo pero es igual.
 
Pero, con el tiempo, los campesinos mexicanos han ido aprendiendo a confraternizar con el cafetal. Si al principio lo cultivaban como de soslayo, hoy algunos —muchos— están desarrollando una cultura agrícola propia; están domesticando al enemigo ancestral; están campesinizando un cultivo finquero, que por décadas les resulto hostil.
 
Es más, algunos campesinos están empezando a tomar café.
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Armando Bartra
     
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cómo citar este artículo
 
Bartra, Armando. 1996. Botánica política. Algunas reflexiones. Ciencias, núm. 43, julio-septiembre, pp. 52-54. [En línea].
     

 

 

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