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Morir con dignidad,
un derecho en cuestión
R046B07   
 
 
 
Asunción Álvarez  
                     
POUR UNE MORT PLUS DOUCE
(por una muerte más suave)
Panoramiques número 21,
tercer trimestre, 1995.
 
 
Recientemente, llegó a mis manos un número de
la revista francesa Panoramiques dedicado al tema del fin de la vida. Esta publicación se suma a las múltiples que han surgido en los últimos años como la reacción al silencio impuesto sobre la muerte. “Por una muerte más suave” reúne escritos de médicos, psicólogos, antropólogos, sacerdotes, abogados y periodistas. Fue realizado en colaboración con la Asociación para el derecho a morir con dignidad.
 
Que sea necesario dignificar la muerte como derecho es en sí mismo revelador de que algo grave sucede: un hecho tan intrínsecamente humano no tendría que requerir defenderse. Pero lo cierto es que existen alrededor de 30 asociaciones de este tipo —distribuidas en 18 países (ninguna en México), pertenecientes a los 5 continentes. Esto obliga a preguntarnos ante quién hay que defender tal derecho y a comprender cómo se ha llegado a esta necesidad.
 
Para respondernos, es preciso reconocer que la forma en que el hombre se ha adaptado a la muerte ha cambiado a lo largo de la historia en función del contexto cultural en que vive. Pensar que nuestras actitudes en relación con el morir son las naturales no es más que una ilusión que ignora el papel fundamental que las costumbres sociales desempeñan en su moldeamiento. Las concepciones y representaciones que determinan el comportamiento actual ante la muerte sustituyen a otras previas y, al mismo tiempo, anteceden a las que habrán de imponerse en el futuro. Comprendiendo lo que hacemos ahora podremos influir en lo que haremos mañana, extrayendo lo que en otras épocas demostraba su utilidad y sentido. Lo cierto es que nunca antes como en este siglo se habían modificado tan bruscamente las actitudes ante la muerte. Los que han vivido con él, han podido advertir cambios que en épocas pasadas no podían percibirse porque se daban lentamente, a lo largo de muchos años. Leonardo Sciascia es uno de estos testigos y nos relata su visión en un breve escrito intitulado La medicalización de la vida: “Tengo, pues, no sólo el recuerdo —de asombro, de estupor— del pasaje de la lámpara de petróleo a la luz eléctrica; del coche al automóvil; del gramófono a la radio; […] también tengo el recuerdo del pasaje de una idea de la muerte a la interdicción sobre la muerte”.
 
Sciascia recuerda lo que hacían en su pueblo, cuando él era niño, ante la muerte de un ser querido. Esto debería llamar nuestra atención para preguntarnos qué recordarán nuestros niños cuando crezcan. Ellos, a quienes creemos poder excluir de la realidad de la muerte, decidiendo que no deben acercarse a sus viejos familiares enfermos para aportarles las últimas alegrías y despedirse de ellos; o que deben aceptar que sus personas más queridas son capaces de abandonarlos sin decirles nada para irse de viaje. Suprimimos lo que en otros tiempos aprendían desde pequeños: que el morir, y el dolor que produce, son partes inevitables de la vida. La muerte que conocen nuestros hijos tiene carácter de ficción: es la que invade el cine y la televisión, la que aparentemente puede evitarse. Así se entiende la respuesta de un niño al que informaron que una tía suya había muerto: “¿quién la mató?”.
 
Volvamos ahora al pueblo de los años veinte del escritor italiano. Nos cuenta él que entonces, para atender a los que estaban por morir, había que llamar al cura y al médico. El primero era indispensable porque ayudaba al moribundo a prepararse espiritualmente y esto era determinante para asegurar que el destino de su alma no fuera el infierno. Por el contrario, la presencia del médico era un acto puramente formal con el que los familiares se apegaban a lo que socialmente se esperaba de ellos: aparentar que hacían el último intento por prolongar la vida del enfermo. Por lo mismo, se consideraba sumamente imprudente al médico que prescribía medicamentos que había que ir a buscar con sacrificio, en lugar de simplemente recomendar cuidados que los mismos familiares podían aplicar.
 
En este escenario, había lugar para las despedidas y las recomendaciones mutuas entre el moribundo y los familiares. Nadie dudaba que el enfermo debía prepararse para morir y si era necesario informarle que su fin estaba próximo, se hacía con la convicción de que era lo correcto; lo que entonces se consideraba terrible era la muerte inadvertida, esa que hoy —paradójicamente— se tiene como ideal.
 
Sciascia presencia el desarrollo de la interdicción de la muerte en la etapa que va del final de la década de los veinte a los años de la Segunda Guerra Mundial, si bien reconoce su anticipación medio siglo antes por Tolstoi en La muerte de Iván Illich, relato ubicado en un ambiente urbano y burgués. Desde entonces se cree que es mejor para el enfermo permanecer en la ignorancia de la proximidad de su muerte y éste, aunque sospeche que está por morir, prefiere guardar las apariencias y no ser tratado como moribundo.
 
Así, van desapareciendo las palabras para nombrar a la muerte y con ellas el instrumento que en otros tiempos servía precisamente para contener emocional y socialmente la devastadora realidad que evocaban. Que ahora no podamos hablar de la muerte no es más que un desesperado recurso para alejarla, con el que hemos creado nuestra propia trampa: la del silencio que mantiene la angustia difusa y agobiante.
 
Ahora la muerte llega una vez que han fracasado todos los intentos por prolongar la vida. Esto en sí mismo suena deseable; el problema surge cuando comprobamos que esa misma descripción —de hecho lógica— puede referirse a prácticas completamente opuestas entre sí, que sólo se comprueban tales si nos hacemos algunas preguntas. Por ejemplo, ¿qué se entiende por los intentos posibles?, porque no es lo mismo aplicar un tratamiento probado que uno experimental, o uno que resulta en un 50% de los casos, a otro que ha tenido éxito en un 5% (las estadísticas, después de todo, algo indican). O bien, ¿qué se entiende por prolongar la vida? ¿Debe prolongarse en tiempo a cualquier costo, es preferible mantener su calidad, aun si esto implica acortarla? ¿Quién debe decidirlo? Finalmente, ¿qué entendemos por vida?, ¿qué entiende, entendía o entendería el paciente del que se trata?
 
En la actualidad el enfermo ya no participa de su muerte porque se considera cruel tratar abiertamente con él la proximidad de su fin. Los médicos, los familiares y el mismo paciente hacen un gran esfuerzo por representar una situación en la que la muerte parece no tener lugar. Sin embargo, es ella la que determina las acciones médicas que responden al deseo, muchas veces irracional, de vencerla. De la misma manera que es la necesidad de ocultarla la que organiza las relaciones entre la persona que va a morir y los que la rodean.
 
A lo largo de la historia las representaciones de la muerte han ido variando; las que infunden miedo en una época se remplazan por otras en la siguiente. Así, según el historiador Philippe Aries, la imagen del esqueleto y del transido han cedido su lugar a otra mucho más terrorífica: la del moribundo, solo y rodeado de tubos en el hospital. La sociedad, que ve su rostro proyectado en esa representación, se ha movilizado para exigir que se revisen los mecanismos que inadvertidamente siguen los médicos y la comunidad y recuperar así su voz como futuros enfermos que un día tendrán que morir.
 
El número de Panoramiques dedicado al derecho a morir con dignidad reúne reflexiones muy valiosas, tanto personales como profesionales que expresan diversos cuestionamientos sobre el tema. De todas ellas, selecciono una que ilustra ejemplarmente la necesidad de revisar la relación con el paciente que ve próxima su muerte.
 
El autor es el doctor Gérard Payen, un neumólogo con treinta años de práctica, en contacto cotidiano con hombres y mujeres que sufren y se encuentran en el final de su vida. Relata el caso de una mujer de edad a la que describe como muy dinámica y entusiasta por la vida. Inscrita en la Asociación por el Derecho a Morir con Dignidad, lo escogió a él como representante y le indicó con toda claridad que no quería sufrir ni sentirse disminuida en caso de padecer una enfermedad incurable. Cuando se le diagnosticó cáncer de tiroides inoperable, pues comprometía tráquea y esófago, la mujer aceptó alimentación líquida y más tarde, al aparecer las dificultades respiratorias, ella misma solicitó su hospitalización para “intentar algo” y no sentir esa espantosa sensación de ahogarse lentamente. El doctor Payen se dirigió a un servicio del que conocía al responsable y a los jefes clínicos a quienes informó la manera de pensar de esta paciente. Su sorpresa fue enorme cuando la mujer internada le telefoneó para decirle que nadie acudía a sus llamados. Uno de los médicos le confirmó esta información, explicándole que no hacía nada teniendo en cuenta lo que él les había comentado sobre la forma de pensar de la paciente. Así pues, la repuesta al deseo de esta mujer que rechazaba el encarnizamiento terapéutico había sido el abandono.
 
Ese mismo día la paciente aceptó que se le realizara una traqueotomía pues decía que podía tolerar todo menos sentir que moría ahogada. Sabía que nunca volvería a hablar. El doctor Payen estaba presente cuando ella despertó, muda, con aquel tubo en la garganta, depositándole todo el peso de su mirada durante un momento que a él le pareció larguísimo. Cuando la mujer empezó a escribir algo, esperó angustiado la lectura de esas líneas. Quería prepararse mentalmente para responder a un pedido que tanto temía aun cuando lo comprendiera perfectamente. Al fin pudo leer lo que le entregó la mujer: “Tengo frío en mis pies, quiero mis calcetines”.
 
La enferma murió unos días más tarde, aparentemente tranquila, sin necesidad de solicitar ninguna medida para abreviar su vida. Pero, si algo ilustra esta historia es lo difícil que resulta escuchar, comprender y respetar el deseo de los pacientes que se aproximan al final de su vida. ¡Cuántas necesidades y preocupaciones se ignoran o se interpretan superficialmente porque no corresponden a las que los médicos o los familiares esperan! ¡Cuántas personas son sometidas al silencio porque no queda una presencia real que las escuche sin condiciones!
 
Dice Víctor Serge que la técnica moderna —que comprende no sólo la invención de las máquinas, sino la organización social— ha aprisionado sociedades enteras y destruido en segundos lo que lleva años, generaciones o siglos de amor y de trabajo formar: al hombre, a sus ciudades. Esta denuncia, inspirada por todos los horrores de la guerra y el despotismo, puede servir para reflexionar qué representa cada persona y evitar que el avance de la técnica moderna disminuya una vida que, con toda su historia y su misterio, se acerca a su fin”.
  articulos
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Asunción Álvarez
Departamento de Psicología Médica, Psiquiatría y Salud Mental,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo    →
 
Álvarez, Asunción. 1997. Morir con dignidad, un derecho en cuestión. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 68-70. [En línea].
     

 

 

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