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El cerebro y sus drogas endógenas
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María Luisa Fanjul | ||||||||||||||
Deben ser pocos los seres humanos que en el transcurso
de su vida no hayan deseado alguna vez poseer una fórmula mágica para poder escapar de una realidad que en algunas ocasiones parece insoportable. Quizás por lo anterior, nuestro cerebro en su evolución ha desarrollado no sólo los mecanismos que nos producen dicha “sensación” de intolerancia ante la realidad, sino también aquellos que nos la hacen soportable y en ocasiones muy placentera. En el cerebro del hombre existen sustratos anatomofisiológicos capaces de provocar tanto sensaciones intensamente placenteras como sensaciones tan penosas que resultan intolerables.
La evidencia de este hecho proviene de uno de los experimentos clásicos de la neurofisiología diseñado por James Olds y Peter Milner en la década de los cincuenta, que consiste en implantar un electrodo de estimulación en el cerebro de una rata, específicamente en un grupo de neuronas del hipotálamo lateral, y poner a disposición del animal un pedal que pueda ser accionado por él mismo. Toda presión ejercida en el pedal determina que a través del electrodo se genere una corriente eléctrica de frecuencia e intensidad variable. La ratita aprende sola el uso del pedal sin que el investigador tenga que utilizar la recompensa o el castigo, el cual empuja regularmente a un ritmo y una duración óptima según las características de la corriente. Aún más, después de que ha descubierto cómo hacerlo, la ratita presionará el pedal continuamente hasta quedar exhausta y rechazará los estímulos gratificantes clásicos como son el alimento y la bebida. Aparentemente la rata ha descubierto el placer, y una vez que ha aprendido que apretar el pedal se lo produce, hará lo necesario para obtenerlo: nadará a través de fosos profundos, saltará obstáculos o cruzará vallas electrificadas para alcanzar el ansiado estímulo. A pesar de los resultados obtenidos por los experimentos de Olds y Milner y de la gran cantidad de literatura científica que se ha producido sobre este fenómeno y sobre la posibilidad de la existencia de centros de recompensa y de castigo dentro del cerebro, aún existe un cierto desacuerdo acerca de su significado exacto. Sin embargo, lo que es innegable es que aun conceptos tan abstractos como son el placer y la angustia pueden estar relacionados con la actividad de un pequeño grupo de neuronas que interactúan sinápticamente con otros grupos de neuronas del cerebro, además de interactuar entre sí.
Es más, en el hipotálamo lateral se encuentran un grupo de fibras nerviosas que utilizan catecolaminas como neurotransmisores, en particular noradrenalina y dopamina, sustancias que se deben liberar durante la estimulación eléctrica. De hecho, si en el hipotálamo de la rata en lugar de colocar un electrodo de estimulación colocamos una microcánula conectada a una jeringa que contenga anfetaminas, el animal se inyectará anfetaminas continuamente. Actualmente está comprobado que numerosas drogas, entre ellas las anfetaminas y la cocaína, tienen un efecto en la liberación de la noradrenalina a nivel sináptico. La síntesis de moléculas suficientemente precisas, y capaces de producir cambios perfectamente controlados pone al alcance del hombre la vieja utopía de Aldous Huxley, pues nos da la posibilidad de manipular a discreción los grupos neuronales capaces de evocar diferentes estados de ánimo. En esta sociedad posmoderna, golpeada por el narcotráfico, ¿no es esta búsqueda de la evasión por medio del placer lo que se explota?
Afortunadamente, la utopía de Huxley todavía no es una realidad pues el funcionamiento del sistema nervioso es mucho más complejo de lo que se pensó durante el reduccionismo de los años cincuenta. Por una parte, el mecanismo de acción de las catecolaminas es múltiple y complejo, de tal forma que estas bioaminas no pueden ser consideradas como simples moléculas de placer. Por otra parte, los mecanismos de acción de las innumerables sustancias químicas sintéticas o naturales susceptibles de influir en nuestro estado mental pueden ejercerse debido a causas muy diversas.
Sin embargo, existe un punto que es común a todas estas sustancias: modifican el funcionamiento neuronal actuando sobre los neurotransmisores, moléculas aminadas o peptídicas por medio de las cuales se lleva a cabo la comunicación neuronal. Estos neurotransmisores son sintetizados por las células nerviosas, y en la mayoría de las ocasiones se guardan en vesículas especializadas, y son liberadas según los mensajes que el organismo transmite para realizar una función precisa. Una vez liberados en el espacio intersináptico, los neurotransmisores se unirán a receptores específicos, adaptados a ellos. Es decir, para hacer una analogía muy común, el neurotransmisor es la llave y el receptor es la cerradura; la cerradura se abrirá sólo si se usa la llave correcta. Una vez abierta la cerradura, se pasará el mensaje y deberá salir, es decir, debe actuar muy precisa y brevemente. Para hacerlos salir se requieren sistemas enzimáticos que los destruyan o inactiven, de no ser así los neurotransmisores actuarían indefinidamente sobre sus receptores, prolongando su acción en forma inadecuada. Algunos mensajeros son destruidos, pero otros son recapturados por las neuronas de origen y se reciclan nuevamente, en un ahorro energético al que se ha llegado por medio de la evolución.
Este mecanismo de acción ha hecho que los científicos que trabajan en el campo de la neurofarmacología se hayan percatado de que es posible alterar el sistema nervioso usando sustancias exógenas y modificar así nuestros estados de ánimo, lo que se puede lograr por medio de: 1) el uso de mecanismos farmacológicos que desencadenen la liberación del neurotransmisor, o bien que impidan la liberación del mismo; 2) la inhibición de la enzima inactivadora del neurotransmisor con el fin de prolongar la acción del neurotransmisor natural; 3) provocar una activación excesiva de esta enzima con el fin de bloquear al neurotransmisor, antes de que pueda alcanzar al receptor; 4) introducir “falsas llaves”, mediante sustancias análogas a los neurotransmisores, capaces de actuar sobre los receptores; 5) bloquear los sitios de los receptores para impedir la actuación de los neurotransmisores, y 6) impedir el regreso o recaptura del neurotransmisor al prolongar su acción en la zona intersináptica.
En realidad, los diferentes psicotrópicos, tanto sintéticos como naturales, parecen actuar en alguna de estas formas. Muchos de ellos utilizan la estrategia de la “falsa llave”, ya bien sea modificando los efectos del mediador (fármacos agonistas), o impidiendo la degradación enzimática del neurotransmisor, como es el caso de los antidepresivos IMAO (inhibidores de la monoaminooxidasa), o bien inhibiendo la proteína transportadora encargada de recuperar los neurotransmisores, como los antidepresivos tricíclicos. Algunos fármacos, como los ansiolíticos, favorecen la interacción de un neurotransmisor natural (en este caso el GABA) con sus receptores.
Parece que al fin el hombre ha logrado entender el mecanismo de los psicotrópicos, a pesar de que durante siglos —y aun sin entenderlo— los ha utilizado. El opio comenzó a usarse varios milenios antes de que la neurobiología naciera como disciplina. Lo mismo sucede con la mariguana y el hashish, ambas provenientes de la Cannabis sativa, y con los hongos alucinógenos que se han utilizado con motivos sagrados y religiosos en civilizaciones antiguas. Curiosamente, estas sustancias parecen encontrarse en forma natural en el cerebro de los animales. Hace alrededor de 30 años se descubrieron los “opiáceos” naturales: las endorfinas y encefalinas. Estas “morfinas” endógenas, neuromediadores y moduladores del sistema nervioso, actúan de numerosas maneras en el cerebro, entre las cuales está poseer una eficacia contra el dolor veinte veces superior a la de la morfina, droga con la cual comparten un escaso parecido químico, aunque el suficiente para poder actuar como una falsa llave en la cerradura correspondiente y mimetizar su efecto en forma artificial. Este esquema no se circunscribe a la morfina. El LSD reconoce los receptores de la serotonina, un neurotransmisor que regula los mecanismos del sueño, entre otros, y que interviene en alteraciones como la depresión nerviosa. El hongo Amanita muscaria, que se ha usado como alucinógeno durante varios siglos, contiene un alcaloide llamado muscarina, sustancia que es capaz de unirse a los receptores de un neurotransmisor fundamental en los procesos de aprendizaje y memoria, la acetilcolina.
Apenas el año pasado un grupo europeo de investigación descubrió en neuronas de mamífero cultivadas in vitro un probable nuevo neurotransmisor, mismo que fue bautizado con el nombre de anandamida, del sánscrito ananda (felicidad). Esta sustancia natural parece ser el equivalente del principio activo contenido en la Cannabis, el delta 9 tetrahydrocannabinol (THC), principio al cual se le habían descubierto receptores específicos en el cerebro que hacían preguntarse a muchos neurobiólogos por qué los mamíferos a través de su historia evolutiva conservaron un receptor destinado a reconocer el principio activo de la Cannabis. El descubrimiento de la anandamida responde a esta pregunta: el receptor está destinado a la anandamida, se une al delta-9-THC por su analogía, lo que hace actuar a esta droga como una falsa llave.
Estos descubrimientos neurobiológicos han puesto en jaque los fundamentos de la legislación sobre la droga en diversos países. En el último reporte del Comité Francés de Ética para legislar la toxicomanía, se puede leer: “Los avances de los últimos años en los campos de la neurobiología y la farmacología nos impiden justificar la distinción real entre drogas lícitas e ilícitas”. Sin embargo, es su toxicidad lo que hace la diferencia fundamental entre una droga consumida voluntariamente de sus correlatos biológicos. Un neurotransmisor es una sustancia creada por el propio organismo para regular el medio interno, mientras que una sustancia como la heroína, análoga a la endorfina, no respeta el sutil equilibrio del cerebro, y los estragos que puede ocasionar al organismo que la recibe son mucho más graves, pues el cerebro la acoge como un huésped deseado en demasía.
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Referencias Bibliográficas
Di Marzo, V., A. Fontana, H. Cadas, S. Schinelli, G. Cimio G., J. C. Schwart y D. Pomielli. 1994. Nature 327: 686-691.
Le Vay s, 1994. The Sexual Brain, Boston, MIT Press. Mc. Geer y Eccles. 1987. Molecular Neurobiology of the Mammalian Brain, Plenum Press. |
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Ma. Luisa Fanjul
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Fanjul de Moles, María Luisa. 1997. El cerebro y sus drogas endógenas. Ciencias, núm. 47, julio-septiembre, pp. 12-15. [En línea].
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