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Víctimas olvidadas
de la Guerra Fría
R047B02  
 
 
 
Alan Burdick  
                     
Saint George, Utah, se encuentra en el corazón del
país mormón. Allí, como en muchas otras ciudades tranquilas del desierto esparcidas por la región, la vida y la muerte son vistas como regalos del cielo. Por ello, cuando el 27 de enero de 1951 una explosión atómica cimbró el sitio de ensayos de Nevada, desde donde llegan los vientos —la primera de más de cien pruebas atmosféricas que se llevaron a cabo en ese lugar con gran orgullo a lo largo de los siguientes doce años—, los ciudadanos de Saint George aceptaron el hecho como un signo más de la divina inspiración del gobierno.
 
El programa de pruebas de armas nucleares de Estados Unidos nunca fue benigno. Sin embargo, este hecho apenas pudo ser demostrado hace algunos años gracias a la apertura de documentos confidenciales. Nubes de radiación tan tóxicas como la que produjo la explosión del reactor nuclear soviético en Chernobyl, derramaron una lluvia rosa en sitios muy lejanos hacia el este, como Nueva Inglaterra, envenenando leche, matando ganado y perjudicando a los habitantes de paso. Miles de soldados recibieron órdenes de realizar ejercicios de combate cerca de la zona cero (el lugar donde se produce la explosión nuclear), expuestos a dosis de radiación supuestamente disminuidas, al igual que cientos de electricistas y obreros de mantenimiento del sitio de ensayos. Durante los años que siguieron, veteranos, trabajadores del sitio de ensayos y residentes de los poblados que se encuentran en la dirección que los vientos transportan las nubes han muerto de cáncer en una tasa alarmantemente alta.
 
A diferencia de los demás infortunios de la guerra vividos por la población civil, estas víctimas de la Guerra Fría nunca fueron alertadas acerca de los peligros para su salud. De hecho, fueron sometidos a una cruel campaña de desinformación. “El Sol, no la bomba, es tu peor enemigo”. Las mujeres que sufrían los efectos de las radiaciones —pérdida de cabello, severas quemaduras en la piel—, fueron rechazadas en los hospitales con un diagnóstico de “neurosis” o “síndrome de ama de casa”. Cuando un habitante de estas ciudades escribió reportando que su hijo y otros vecinos más habían muerto de un cáncer que parecía ser provocado por la lluvia radiactiva, el director de la agencia respondió: “no hay que exagerar en cuanto a los efectos de la lluvia radiactiva”. Cualquier peligro al que ella y sus vecinos “podrían” ser expuestos, añadía, “significaría un pequeño sacrificio” en beneficio de la paz mundial.
 
Los ensayos nucleares subterráneos también constituyen un riesgo para los habitantes de estas ciudades. De las más de 760 pruebas subterráneas conocidas, al menos 126 han arrojado radiactividad a la atmósfera. Y aunque desde 1971 las emisiones han sido en dosis pequeñas comparadas con las anteriores, muchas de ellas no fueron anunciadas. Así, en mayo de 1986 los directores del sitio de ensayos nucleares intentaron disfrazar la radiación que produjo la explosión de la prueba Mighty Oak al realizarla justo cuando la nube procedente de Chernobyl se encontraba a la deriva. De hecho, no es una coincidencia que las pruebas subterráneas se lleven a cabo únicamente cuando el viento sopla hacia el este, lejos de Los Ángeles y Las Vegas. Cuando Callagher interrogó a un portavoz del Departamento de Energía, éste respondió sin más: “a esa gente de Utah le vale madres la radiación”.
 
Este comentario ilustra la idea que la industria federal de armas nucleares sigue teniendo acerca de la seguridad de sus trabajadores, de la sociedad y el ambiente. El año pasado en una corte federal se mostró que durante años el Departamento de Energía había ayudado a la planta de armas nucleares de Rocky Flat, cerca de Golden, Colorado, a ocultar crímenes contra el ambiente para engañar a la Agencia de Protección del Ambiente. Asimismo, un enorme tiradero de residuos nucleares será construido en Nuevo México sin haber pasado por ninguna de las regulaciones ambientales federales.
 
Lo que Carole Callagher captó con su cámara no es una triste anomalía del pasado, sino parte de lo que ha sido una traición a la confianza de la sociedad. Al darles un rostro y una voz, las personas manifiestan una gran dignidad y exigen la verdad de una manera tan tranquila y fiera como la radiación que acecha nuestras vidas.
 
Ken Case 
Conocido entre los trabajadores del sitio de ensayos nucleares como el “cowboy atómico”, Case fue contratado por la Comisión de Energía Atómica en la década de los cincuenta para arrear rebaños de animales a “territorio cero” (el corazón del sitio de las pruebas) inmediatamente después de las detonaciones atómicas, para que los científicos pudieran medir los efectos de las radiaciones. Case sufrió once cirugías, incluyendo la extirpación del bazo y varios metros de intestino, antes de morir en 1985. “Ellos desarrollaron cáncer y nosotros también, decía Case acerca del ‘material vivo’ que arreaba. Sólo que los animales murieron más rápido”.   Della Truman  Al igual que muchos otros residentes de la ciudad de Enterprise, Utah, que recibe los vientos procedentes del sitio de ensayos nucleares, Truman desarrolló nódulos en la tiroides por beber leche contaminada con iodo radiactivo. A pesar de que fue examinada muchas veces por médicos militares de la Comisión Nacional de Energía Nuclear, nunca fue informada de los resultados de los análisis. Truman murió en 1987 de un ataque al corazón provocado por una “tormenta tiroidea”, una fuerte aceleración del metabolismo. “En la escuela una vez nos mostraron una película titulada A es de átomo y B de bomba”, recuerda ella, mas “la mayoría de quienes vivimos la época de los ensayos nucleares hemos añadido en nuestra mente ‘C de cáncer y M de muerte’ (D is for death)”.   Walter y Marvel Adkins  Chofer de autobús en el sitio de ensayos nucleares, Walter Adkins quedó atrapado durante seis horas en medio de una lluvia de polvo radiactivo procedente de Braneberry, ocasionada por una prueba subterránea realizada en 1970 que arrojó a la atmósfera dosis masivas de radiación. Adkins desarrolló tumores malignos en la piel, el esófago y los pulmones. Murió de cáncer de pulmón en 1988. “Venía y caía una cosa como color rosa. Lo podía ver sobre mis manos. Ellos me dijeron que la radiación nunca podría hacerte daño”.        Fotos y textos Carole Gallagher         Tomado del libro American Ground Zero, The Secret Nuclear War, MIT Press, 1993.
 
Fragmentos tomados de The Sciences, marzo-abril de 1993        
 
  articulos
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Alan Burdick
 
Traducción de César Carrillo Trueba
     
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cómo citar este artículo 
 
Burdick, Alan. (Traducción Carrillo Trueba, César). 1997. Víctimas olvidadas de la Guerra Fría. Ciencias, núm. 47, julio-septiembre, pp. 24-26. [En línea]. 
     

 

 

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