revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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Víctor Aguirre Hidalgo, Ricardo Clark Tapia,
Raquel Hernández y José Luis López
     
               
               
Aunque heterogénea en principio, en la diversidad social
y cultural se ha tendido a homologar ciertos esquemas que logran facilitar la comunicación entre sociedades, tema importante en la actualidad, dada la facilidad que tenemos para desplazarnos grandes distancias en tiempos cortos. Esta simplicidad de movimiento moderno implica que sea menos común que una sociedad se desarrolle de manera aislada y que por lo tanto sea necesario estandarizar conceptos. Un ejemplo de esto fue la creación del Sistema Internacional de Unidades, generado por iniciativa de la Conferencia General de Pesas y Medidas, la cual encargó al Comité Internacional de Pesas y Medidas el establecimiento de un sistema práctico de unidades que pudiera ser adoptado por todos los países integrantes de la Convención del Metro (integrada, al 1 de enero de 2015, por cincuenta y un países, incluido México). A la fecha las unidades básicas del Sistema Internacional de Unidades son siete: el metro, para cuantificar longitud; el kilogramo para la masa; el segundo, para tiempo; el amperio, para intensidad de corriente; el kelvin para la temperatura termodinámica; el mol para la cantidad de sustancia; y la candela para cuantificar la intensidad luminosa.
 
La convicción general de que homologando las unidades básicas se evitan problemas de comunicación, se ejemplifica en la manera en que medimos el tiempo.
 
El tiempo
 
¿Será cierto que el tiempo es una cosa más bien extraña? Para Platón el tiempo “era una imagen móvil de la eternidad”; mientras que para Aristóteles el tiempo fluye de manera suave y continua. En la actualidad “el tiempo vale oro”. Es tan escurridizo que aún a los poetas les llevó su tiempo encontrar una rima a esta palabra. Basta recordar al mexicano Renato Leduc, quien tuvo que pagar un peso a Adán Santana por no poder tener una cuarteta con la palabra “tiempo” antes de que transcurrieran tres minutos, esto ocasionó que Leduc lo tomara como un reto personal. El desafío no era minúsculo y menos cuando Santana le informó, en son de burla, que la palabra tiempo no tiene consonante, que no hay palabra que rime con tiempo, que adolece de inconsonancia. El resultado del encuentro entre ambos poetas trajo como consecuencia el nacimiento del soneto Tiempo: “sabía virtud de conocer el tiempo; a tiempo amar y desatarse a tiempo [...]”. Renato no cuenta si Adán le regresó el peso, pero es fácil imaginar que eso no ocurrió pues deuda de juego es deuda de honor. Como resultado final tenemos a un Renato un peso más pobre y la palabra tiempo con un verso al fin. Otras personalidades han tenido éxito al meter la palabra tiempo es sus composiciones, por ejemplo Mi querido viejo de Piero “...yo soy tu sangre, mi viejo, soy tu silencio y tu tiempo […] el dolor lo lleva adentro y tiene historia sin tiempo”. El tiempo representa cada instante vivido y el por vivir.
 
Si nosotros hubiéramos estado en los zapatos de Renato Leduc seguramente sólo nos hubiéramos quedado en la parte de buscar la definición de tiempo. Esta palabra proviene del latín tempus, que se utiliza para nombrar la duración de algo que está sucediendo (o algo que está cambiando), como si esta duración se estuviera extendiendo desde el momento que existe un estado inicial al momento que ocurre un estado final. Esta palabra es muy útil para saber cuánto dura algo que es susceptible de cambio, ya que tiene asociada una magnitud y por lo tanto es posible medir, por ejemplo, con un cronómetro, o se puede explicar como la secuencia de un acontecimiento que se repite constantemente.
 
En la misma etimología de la palabra se observa su característica dinámica, implicando que algo está cambiando o algo está sucediendo; y así lo sentimos cotidianamente, pues al encontrar a un viejo amigo podemos decir: “pero si estas igualito, parece que los años no pasan por ti” o al regresar a un lugar querido: “no ha cambiado nada, es como si el tiempo se hubiera detenido”. Es interesante notar que siempre hay algo que está ocurriendo y eso es, como indicamos al principio, nuestra propia concepción. Así que siempre podemos percibir el paso del tiempo; sin embargo, sobre la duración del mismo, no podemos confiar sólo en cómo lo percibimos, pues una visita al dentista puede sentirse eterna y una tarde de fiesta ser muy breve. A esto se le denomina tiempo psicológico y su percepción depende de eventos internos y externos. Entre los internos se encuentran los ciclos temporales en los procesos químicos y hormonales que ocurren en el cerebro y cerebelo, los cuales se expresan en las sensaciones de hambre, sueño, cansancio o ansiedad y sus opuestos. Entre los externos se encuentran, principalmente, los ciclos de luz y oscuridad, así como otras variaciones en el ambiente. Estos dos tipos de sucesos psicológicos pueden también estar sincronizados entre sí, como el sueño y la oscuridad. La definición que mostramos previamente ayuda a entender el concepto de tiempo, pero algo muy diferente es como lo han estimado las sociedades humanas.
 
Sobre la medición
 
Seguramente las primeras formas de medir el tiempo fueron a partir de las variaciones externas como, por ejemplo, el tiempo transcurrido entre el día y la noche, el tiempo que sigue el ciclo de las fases de la Luna, la periodicidad de las estaciones en la naturaleza y el movimiento de las estrellas, incluyendo el Sol. Esta presencia cíclica fue la base para la generación de los calendarios. Un calendario es una teoría astronómica simplificada que nos permite realizar una medida cronológica del tiempo, o sea, ubicar en una escala temporal un evento. No es extraño, por lo tanto, que los primeros calendarios hayan estado organizados a partir de las fases de la Luna. Cabe mencionar que el ciclo lunar completo dura alrededor de 29.53 días, muy cercano al promedio de otro ciclo: el menstrual, cuya duración oscila ampliamente alrededor de 28.9 días. La facilidad de observación, aunada a esta coincidencia, al parecer favoreció la predilección religiosa y cultural por dichos calendarios. Hay indicios de este tipo de registros en restos de hace 35 000 años, como el hueso de Lebombo y sus veintinueve marcas. Aun en nuestros días, una porción significativa de la población humana rige su vida por calendarios basados en cierta medida en las fases de la Luna; de esta manera los agricultores saben, por la experiencia adquirida, cuándo es mejor iniciar el cultivo de las hortalizas y en qué momento las frutas están lo suficientemente maduras para ser cortadas; también conocen en qué periodo los árboles pierden sus hojas y cuándo los días son más cortos. Sin embargo, conforme las sociedades más se han interrelacionado, ha sido necesario tener una forma más precisa de estimar el tiempo.
 
El tiempo y los ciclos naturales poco a poco fueron incorporados a las actividades humanas y gradualmente fue factible cuantificarlos. En el antiguo Egipto, la forma que adoptaron para estimar el tiempo fue a partir de la utilización de la sombra que genera un cuerpo (gnomon) en diferentes momentos del día, es decir los constructores de los relojes de sol necesitaban tener un amplio conocimiento sobre el movimiento cíclico del astro rey. La idea es particularmente sencilla de entender ahora, pero en ese periodo hubo que relacionar dos conceptos importantes: tiempo y distancia. Es decir, tenían que medir la distancia de la sombra generada por el gnomon en cada momento del día. Para mantener el conteo del tiempo durante la noche observaban el movimiento de grupos de estrellas.
 
Otro concepto importante que tuvieron que resolver fue especificar cuáles unidades usar para definir a qué momento se está haciendo referencia en un periodo de tiempo específico. Con el conocimiento del movimiento solar a lo largo del año, los antiguos egipcios decidieron que un año tendría 365 días divididos en 12 meses cada uno de ellos con una duración de 30 días, más 5 días al final del año. En la actualidad, la convención es que la unidad principal de tiempo sea el segundo, la agrupación de 60 segundos genera 1 minuto, 60 minutos son igual a 1 hora y el día se divide en 24 horas.
 
El tiempo ha sido un concepto que se ha convertido en parte integral de nuestra vida cotidiana, por lo que contar actualmente con una manera homogénea para determinar el tiempo nos permite concertar momentos de reunión sin tener que determinar las unidades de medida a las que nos estamos refiriendo en cualquier parte de este mundo moderno. Esta idea es tan importante que define muchas de las actividades diarias que hacemos. Por ejemplo, nuestra entrada a laborar en la universidad es a las nueve horas, la hora que los estudiantes tienen clases con nosotros es a las diez; si por alguna causa no llegamos a trabajar a tiempo, se genera un descuento en nuestro pago (proporcional a las horas no trabajadas). Para que este sistema funcione todos manejamos el mismo patrón temporal y usamos la misma herramienta que nos permite saber la hora: el reloj; si funciona bien este aparato todos podemos llegar a tiempo, si llegamos tarde pues... ¡siempre se le puede echar la culpa al reloj! Este instrumento nos permite conocer y compartir un patrón temporal sin depender de las observaciones astronómicas o ambientales.
 
A diferencia de la homogeneidad para medir el tiempo, hay una amplia heterogeneidad en relación a cómo funcionan estos instrumentos y ni siquiera es posible proponer con certeza la fecha en que se creó el primer reloj. Se sabe que ya había relojes mecánicos en Europa a finales del siglo xiii. El nombre de estos instrumentos era orologio, consistía de muelles en espiral que se iban desenrollando, los intervalos más comunes eran 24, 6 o 12 horas, siendo este último el que ha perdurado en nuestros días. En un principio el orologio no tenía ningún tipo de patrón de numeración (se le añadieron posteriormente) y por su sistema mecánico tenía grandes desventajas, ya que tendía a atrasarse o adelantarse en un orden de 15 minutos por día (para nuestro actual estilo de vida sería un problema enorme).
 
Con el paso del tiempo se ha logrado tener relojes (con un precio accesible para la mayoría de la gente) con muy buena exactitud y precisión, es decir, avanzan de manera uniforme y dan la misma hora en el mismo momento. Hay relojes que tienen un error de 1 segundo cada 138 millones de años. Para lograr este tipo de exactitud ya no se usa la rotación de la Tierra para estimar la duración de un segundo, ahora se usa la frecuencia de las oscilaciones emitidas por el átomo de cesio al pasar de un nivel energético a otro. Mejor aún, es posible poseer un reloj que se ajusta automáticamente a cada una de las zonas horarias del planeta y ni siquiera nos tenemos que preocupar cuando se tiene que adelantar o atrasar una hora por la entrada del horario de verano u horario de invierno.
 
Diremos que la medida cronológica del tiempo es útil para definir la ocurrencia de un evento en un instante específico. Por ejemplo el momento en que decidimos comenzar a escribir este artículo, el segundo en que naciste o el instante en que te levantaste de la cama el día de hoy.
 
Por otro lado, la medida cronométrica se utiliza para cuantificar el intervalo entre dos eventos como, por ejemplo, el lapso (segundos) transcurrido para que las alas de una abeja batan una vez es de 0.005 segundos, el lapso que requirió el Apolo VIII para cubrir una milla en su viaje a la Luna fue de 0.15 segundos. Un ejemplo de un lapso más amplio es el partido de tenis en el que se enfrentaron el francés Nicolas Mahut y el estadounidense John Isner, duró 11 horas y 0.5 minutos. Si tomamos en cuenta lapsos anuales les mencionaremos que Plutón requiere 248.5 años para completar una órbita alrededor del Sol. En todos los ejemplos de medidas cronométricas se necesita usar una medida de tiempo uniforme, bien definido y que se mantenga constante durante el lapso registrado. El concepto cronométrico es también el que se usa para estimar el intervalo que ha transcurrido desde que la Tierra se formó hasta nuestros días, es decir, es el usado para estimar su edad.
 
La antigüedad de la Tierra
 
Si nos preguntan por nuestra edad es fácil responder, sólo hay que recordar la fecha en que nuestros padres nos dijeron que nacimos o bien ver nuestra acta de nacimiento en la cual está plasmada incluso la hora en que llegamos al mundo. Otra cosa diferente es responder ¿cuál es la edad de la Tierra? A diferencia del acta que nos da el registro civil, no hay ningún departamento de registro terrestre, así que el ser humano ha tenido que hacer gala del ingenio para poder determinar la edad del planeta en el que vivimos. La forma como se ha abordado esta pregunta es toda una odisea, pues se ha intentado resolver en diferentes épocas desde diferentes perspectivas y ha estado también muy ligada al desarrollo de la ciencia.
 
Las primeras estimaciones de la edad de la Tierra fueron realizadas a partir de los lapsos de tiempo marcados en la Biblia. Basándose en estas escrituras, Zoroaster (o Zarathustra), en el siglo vi, estimó que la Tierra tenía 12 000 años. Zoroaster no fue el único en utilizar las escrituras bíblicas con este fin; en el siglo xvii, James Ussher determinó que la Tierra se formó en el año 4004 a. C., estimación aceptada tanto en círculos religiosos como científicos de la época, dando así a la Tierra un tiempo muy corto de vida. Si uno desecha las escrituras bíblicas como referente para datar la Tierra, ¿qué se puede usar?
 
Fue después de las propuestas de James Hutton y Charles Lyell, hasta el siglo xix, cuando se comenzó a trazar la edad de la Tierra a partir de leyes físicas, vislumbrando nuestro planeta como un ente en constante cambio, en donde el tiempo presente es la llave para el entendimiento del tiempo pasado. Con el trabajo de 1859 de Darwin, la estimación de la edad absoluta de la Tierra tuvo mayor interés. En 1867, utilizando registros fósiles, Lyell supuso que se requerían veinte millones de años para un recambio de las especies de moluscos, estimando doce recambios para el comienzo del período Ordovícico, cuya duración calculó en 240 millones de años. Esta medición tuvo un problema similar a las que tienen las propuestas generadas a partir de las escrituras: para ese momento era inverificable.
 
De ese momento hasta ahora ha habido varias estimaciones de la edad de la Tierra, pero todas pueden englobarse en cuatro tipos: 1) a partir de la velocidad de erosión de las rocas y su correspondiente relación con el aumento en la salinidad de los océanos al paso del tiempo; 2) la velocidad con que se van acumulando los sedimentos producto de la erosión de las rocas; 3) a partir de la edad del Sol y la tasa de enfriamiento de la Tierra; y 4) la desintegración radiactiva de elementos químicos.
 
Como mencionamos previamente, para la estimación de la edad de la Tierra se requiere cuantificar el lapso que ha trascurrido entre el momento en que nuestro planeta comenzó a existir hasta el momento en que nos encontramos actualmente. El mejor método será aquel que genere el resultado con mayor exactitud y precisión; de los cuatro métodos antes dichos, el que mayor precisión tiene es el de la desintegración radiactiva. La ventaja de estandarizar el método de estimación a nivel de moléculas atómicas es su incambiable constancia en los patrones universales que siguen, sin que se vean afectados por eventos naturales o por “el paso del tiempo”. Para cada elemento, el periodo de tiempo necesario del decaimiento radiactivo es característico.
 
Estudios de radiactividad
 
Para poder estimar la edad de la Tierra fueron necesarios los hallazgos hechos por Wilhelm Conrad Röntgen, quien descubrió los rayos X y fue galardonado con el Premio Nobel en 1901; los esposos Curie (Marie y Pierre), junto con Henry Becquerel, también ganaron el Premio Nobel en 1903 por el descubrimiento de la radiación espontánea; y Ernest Rutherford, quien halló que la radiactividad iba acompañada por una desintegración de los elementos y que la tasa a la que ocurre esta transformación parece no estar afectada por condiciones de presión o temperatura, ni por otros procesos químicos.
 
Todos estos trabajos en conjunto condujeron a muchos físicos a realizar investigaciones sobre radiactividad, que es el proceso de la transmutación de un isotopo radiactivo de alta energía a un isotopo inerte de baja energía (que puede ser el mismo elemento químico o uno diferente). Por ejemplo, el uranio tiende a transformarse en torio y radio en varias etapas e isotopos y, finalmente, en plomo, que es el producto estable final de la descomposición del uranio.
 
Después de los trabajos de Becquerel, los elementos radiactivos descubiertos fueron torio, rubidio, bismuto, polonio y uranio, entre otros. La cereza del pastel llegó al determinar que la velocidad de esta transformación es constante en cualquier circunstancia e independiente de las condiciones físicas y químicas presentes durante el proceso, lo cual llevó a proponer el uso de estos elementos para estimar lapsos de tiempo (edad radiométrica). Para que la estimación funcione, se deben cumplir dos supuestos: 1) que no se agreguen o eliminen átomos padre o hijo por otro medio diferente al proceso de desintegración radiactiva y 2) que ningún átomo hijo esté presente en el sistema cuando éste se formó o que se conozca la proporción existente. Generalmente se estudian diferentes elementos radiactivos que presentan cadenas de transformación diferente, las cuales convergen a una datación promedio, dependiendo de en qué medida se cumplan los supuestos 1) y 2).
 
El área de estudio dedicada a estimar periodos específicos a partir de muestras geológicas se llama geocronometría y existe más de un isótopo a elegir para medir el decaimiento. ¿Cuál es el más utilizado para estimar la edad de la Tierra? El que se usa corrientemente es el isótopo de uranio-plomo (involucrando las proporciones de tres isotopos diferentes: Pb 204, 206 y 207, y se llama datación Pb-Pb a la comparación entre las proporciones de los tres isotopos) y argón 40-argón 39. Utilizando ambos métodos se logra tener estimaciones con una incertidumbre de aproximadamente 2%. Estos análisis permitieron determinar que la Tierra sólo es tan antigua como 4 566 ± 2 millones de años.
 
Es muy probable que ya se imaginen que las rocas son el sistema que se usa para estimar los lapsos de tiempo. Ahora bien, si se to-ma la proporción de isótopos padre-hijo de las rocas se tendrá solamente la edad en que se separaron de la capa madre de la Tierra. El truco que ha permitido mayor exactitud es medir esta proporción de isótopos en los meteoritos que caen en la Tierra y comparar la proporción isotópica entre las rocas terrestres y la de la materia del espacio que entra a la atmósfera. En los meteoritos el supuesto 1) se cumple de manera más rigurosa, lo que permite conocer mejor el supuesto 2). Siguiendo este método se está estimando la edad en que se formaron los materiales que conforman el Sistema solar.
 
A estas alturas de la lectura es también muy probable que se pregunten si cualquier tipo de roca o mineral sirve para este tipo de estimación, la respuesta es: ¡no! La roca o mineral tiene que ser lo más resistente posible a la erosión. Los cristales de circón del oeste de Australia han sido un buen material, con ellos se estimó una edad de 4 408 ± 8 millones de años. ¿Será ésta la forma más precisa de estimar la edad de la Tierra?, es decir, ¿podremos lograr tener una precisión menor a los millones de años? Por el momento, no; pero esta respuesta sólo se aplica al momento cronológico en que escribimos este párrafo, esto puede cambiar en cualquier otro momento; eso es lo bello de vivir y saber que todo es cambiante.
 
     
Referencias Bibliográficas

Cohen, Martin. 2013. Filosofía para Dummies. Grupo Planeta, Barcelona.
Gratzer, Walter. 2002. Eurekas and Euphorias: the Oxford Book of Scientific Anecdotes. Oxford University Press, Reino Unido.
Knell, Simon J. y Cherry L. Lewis. 2001. “Celebrating the age of the Earth”, en Geological Society, Special Publications, vol. 190, pp.1-14.
Montes de Oca, María del Pilar (ed.). 2008. El libro de los datos inútiles. Libros, lectores y servicios, México.
Vargas Hernández, Karina. 2008. Diversidad cultural: Revisión de conceptos y estrategias. Departament de cultura i Mitjans de Comunicació, Cataluña.

     
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Victor Aguirre Hidalgo
Instituto de Estudios Ambientales,
Universidad de la Sierra Juárez, Oaxaca.
 
Es profesor-investigador en la Universidad de la Sierra Juárez (UNSIJ) en Oaxaca, México. Obtuvo su doctorado en la Universidad de Plymouth, en Reino Unido. Se ha enfocado en estudiar la distribución y abundancia de especies nativas y el efecto que tienen las especies invasoras en los ecosistemas. En la UNSIJ ha dado diversos cursos de licenciatura y posgrado.
 
Ricardo Clark Tapia
Instituto de Estudios Ambientales,
Universidad de la Sierra Juárez, Oaxaca.
 
Es profesor-investigador en la Universidad de la Sierra Juárez (UNSIJ) en Oaxaca, México. Obtuvo su doctorado en la UNAM. Ha impartido cursos de ecología, climatología, restauración ecológica, ecología del paisaje, manejo de cuencas hidrográficas. Su principal investigación es la dinámica poblacional. Está interesado en aspectos de conservación y manejo de los recursos forestales.
 
Raquel Hernández Meneses
Escuela Nacional Preparatoria-Plantel 8,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es matemática por la Facultad de Ciencias de la UNAM, realizó estudios de maestría en matemática educativa en el CINVESTAV del IPN. Desde hace más de quince años ha impartido cursos en la Escuela Nacional Preparatoria de la UNAM y ha participado en eventos sobre la divulgación de las matemáticas.
 
José Luis López López
Departamento de Matemática Educativa,
CINVESTAV, Instituto Politécnico Nacional.
 
Estudió una maestría en física, especializándose en física del estado sólido en la Escuela Superior de Física y Matemáticas del IPN y colaboró varios años con el grupo de investigación en superconductores de dicha escuela. Actualmente trabaja como auxiliar de investigación en el Departamento de Matemática Educativa del CINVESTAV. Es un apasionado del tango.
     
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cómo citar este artículo
 
Aguirre Hidalgo, Víctor; Clark Tapia, Ricardo; Hernández, Raquel y López, José Luis. 2015. Un breve momento al tiempo, explorando la edad de la Tierra. Ciencias, núm. 117, julio-septiembre, pp. 30-36. [En línea].
     

 

 

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