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Homeopatía: mitos y realidades
Se hace un recuento histórico del origen, desarrollo y estado actual de la práctica médica de la homeopatía. Se expone la biografía de Samuel Hahnemann, creador de la homeopatía, y se ubican sus propuestas en su contexto histórico y social. Se discuten los debates modernos en torno a la efectividad de los tratamientos homeopáticos y de sus posibles mecanismos causales.
Pedro Miramontes
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El colapso del bloque soviético en 1990 permitió la aparición de un poder mundial unipolar sin contrapesos. La supremacía que impusieron los Es­tados Unidos de América sobre el resto del mundo es incontestable des­de el punto de vista militar e ideológi­co y ha conducido a la humanidad, por las buenas o por las malas, hacia una globalización homogeneizante —lo cual no quiere decir que los pueblos de la Tierra tomen lo mejor los unos de los otros para enriquecer su acervo cultural—, más bien significa la forzo­sa aceptación de los estándares y valores estadounidenses. Esto se puede constatar todos los días en los medios electrónicos; la música, los deportes y el entretenimiento son importados del Norte. Un ejemplo claro es la exagerada exaltación de la vida sana. Esta pasión no tendría nada de malo si no fuera porque es promovida —casi impuesta— por compañías que logran pingües ganancias con la venta de bie­nes de consumo que la mayor parte de las veces representan un engaño to­tal: maquinitas o remedios para lograr una figura perfecta, un desempe­ño sexual extraordinario o bien curas para todos los males, incluida la mala suerte o el mal de amores. Como el li­beralismo económico y sus agentes po­líticos no entienden de ética o de mo­ral y su única finalidad es la ganancia inmediata, no es de extrañar que sea el mismo sistema el que, hipócritamente, provoca los transtornos que después pretende remediar. Por ejem­plo, la comida chatarra es el origen de muchos de los males, como la hiper­ten­sión, hipercolesterolemia y la obesidad, que después las medicinas chata­rra pretenden curar.

En la actual comercialización de la salud se encuentran métodos y téc­nicas tanto emergentes como tradicionales. El torbellino con el que nos atosigan los medios incluye la medicina biomagnética, la iridología, la ci­rugía psíquica, la alfabiótica, la aromaterapia y muchas otras. Valdría la pena discutir cada caso y ponerlos, de uno por uno, en su lugar, pero este en­sayo está dedicado a otros fines; aquí hablaremos de una teoría médica que tuvo una legítima razón de ser en sus orígenes pero que hoy es cues­tio­nada. Sin embargo, su génesis, histo­ria y filosofía, así como su importancia económica y la amplia aceptación que tiene en algunos estratos de la po­blación hace que valga la pena poner­la en la lente de una discusión desapa­sionada. Me refiero a la homeopatía.

La medicina en el siglo XIX

Pese al esfuerzo racionalista del enciclopedismo francés de finales del siglo XVIII, hasta bien entrado el XIX la medicina se manejó como un oficio más cercano a la brujería que a una ac­tividad científica. En la segunda mitad de ese siglo, científicos de la talla de Louis Pasteur, Claude Bernard y otros, sentaron las bases para su estudio sis­temático y contribuyeron para que la disciplina de Hipócrates y Galeno em­pezara a liberarse del lastre, que cargó durante siglos, de prácticas empíricas sin sustento en otra cosa que no fueran mitos y fábulas.
 
Al inicio del siglo XIX todavía se en­contraba vigente y muy en boga la teo­ría médica del equilibrio de los hu­mo­res fundamentales. Originada en al­gún sitio del Peloponeso alrededor del siglo vi antes de nuestra era, se ba­sa­ba en el supuesto de que los humores eran cuatro líquidos fundamentales del cuerpo humano: sangre, bilis negra, fle­ma y bilis amarilla. El dese­qui­librio de su balance era la causa de las enfer­medades, de los rasgos de la personalidad y del comportamiento social. La cosmovisión de la época incluso iba más lejos: los cuatro humores tenían su contraparte en otros aspectos de la naturaleza y todo formaba un cuadro coherente y completo. Por ejemplo, la sangre se asociaba con la primavera, el aire, el hígado, el comportamiento va­liente y amoroso, y tenía la sala­man­dra como tótem. Análogamente, los do­minados por la bilis negra son insomnes y abatidos —la palabra atrabiliario proviene del latín atra bilis que significa bilis negra, melancolía también quiere decir lo mismo pero por la ruta del griego melas, negro, y jolé, bilis. Los individuos con exceso de bilis amarilla serían coléricos e intole­rantes y, por último, los flemáticos se caracterizan por la desidia y la falta de emociones. Curiosamente, lo que hoy llamamos humor —el sentido hu­mano de percepción de la diversión y la propensión a la risa— proviene de la clasificación hipocrática; eran los individuos sanguíneos los que tenían mejor humor.
 
En estricta consecuencia con estas ideas, la práctica médica de la época intentaba mantener el equilibrio de los humores mediante métodos que en nuestro tiempo bondadosamente podríamos calificar como ligeramente brutales. Las sangrías —fueran median­te lanceta o con sanguijuelas— eran prescritas con frecuencia cuando se pensaba que el desequilibrio era cau­sa­do por el exceso de sangre, también eran prescritos según fuera el caso el uso de potentes eméticos —sustancias que provocan el vómito—, lavativas, enemas o emplastos altamente tóxicos de compuestos de mercurio o cro­mo. Si bien estos métodos se han aban­donado casi totalmente, en su épo­ca po­dían constituir buenas soluciones por malas razones. Por ejemplo, en casos de hipertensión o de po­liceturia, los pacientes sometidos a sangrías podían tener una notable me­jora sintomática que no se debía al equi­librio de los humores sino al efec­to mecánico del sangrado o a la consecuente disminución de eritrocitos en la sangre.

Para terminar de iluminar la escena de la medicina de finales del siglo XVIII y principios del XIX, hay que tomar en cuenta que la mayoría de la población ni siquiera tenía acceso a estos horrores. Las grandes masas, con suerte, tenían que recurrir a barberos que ejercían su oficio y, simultáneamente, el papel de cirujanos o dentis­tas. Allí, entra en la historia el joven Samuel Hahnemann cuando ingresa en la universidad de Leipzig con el no­ble ánimo de estudiar medicina para aliviar el dolor de la gente.

Similia similibus curentur


Hahnemann nació en 1755, en el ­seno de una familia modesta de artesanos de la porcelana, en la ciudad sa­jona de Meissen. Trevor Cook, uno de sus más reputados biógrafos, afirma que “de niño, mostraba una notable aptitud pa­ra el estudio, destacando tanto en cien­cia como en lenguas extranjeras. Ha­bla­ba fluidamente inglés, francés, griego y latín”. En 1775 se matriculó en la es­cuela de medicina de la Universidad de Leipzig, misma que abandonó rápidamente pues sus instalaciones no le parecieron satisfactorias. De ahí pa­só a la Universidad de Viena, donde su estancia también fue breve —nueve me­ses— pues no pudo sostenerse eco­nómicamente. Gracias a la recomenda­ción de un profesor que le tomó apre­cio en la capital austriaca, consiguió un trabajo como médico y bibliotecario de un poderoso e influyente funciona­rio público en Hermannstadt —lo que ahora es Sibiu, Rumania. En este lapso tuvo tiempo y tranquilidad para de­­dicarse al estudio autodidacta en la bien provista biblioteca del funcionario, lo cual rindió frutos dos años des­pués cuando luego de cursar un se­mes­tre en la Universidad de Erlangen, en 1779 solicitó directamente el examen para obtener el título de médico presentando la tesis Conspectus adfectuum spasmodicorum aetiologicus et therapeuticus —algo así como “Observación acerca de las causas y tratamiento de los calambres”.
 
A partir de ese momento, no se ­sabe mucho de su vida —salvo que en 1782 contrajo matrimonio— hasta 1784 cuan­do se muda a la ciudad de Dresden. En este periodo —en el contexto de una medicina que normalmente agregaba a los males del paciente los deriva­dos de sus métodos y técnicas— Hahnemann se siente horrorizado de la prác­tica médica, abandona la medici­na y se labra una buena reputación co­mo traductor de textos científicos.

Ocupado en esta labor, en 1790 cae en sus manos el libro Materia Medica de William Cullen y mientras lo tra­du­ce, Hahnemann aprende que el au­tor recomienda la quinina como un re­medio contra la malaria. Poco convencido de las razones que expone Cu­llen, decide experimentar en su persona y someterse a pequeñas dosis de quinina durante periodos largos, lo que le produce fiebres intermitentes, que son síntoma de la malaria, y le sugiere el principio médico de simi­lia similibus curentur —los semejantes curan a los semejantes.

Después de años de intensa acti­vidad de recopilación y experimentación, en 1796 publica el Ensayo sobre un nuevo principio y regresa a la práctica de la medicina. En esta obra consolida su estudio sobre la quinina y lo extiende a muchas otras plantas y com­puestos minerales.

En 1804 se establece en la ciudad de Torgau sobre el río Elba —la cual ga­nó fama en la segunda guerra mundial pues ahí se encontraron por vez prime­ra los ejércitos soviético y estadouni­den­se cuando cerraban la pinza sobre lo que quedaba del Tercer Reich. En esta población reside siete años, lo que es todo un récord personal toman­do en cuenta que los doce anteriores se mu­dó de ciudad catorce veces. Se puede de­cir que Torgau es la cuna de la homeo­patía. Allí publica Fragmenta de viribus, seguido de la Medicina de la experiencia y posteriormente, lo que se considera su opera magna, El Or­ganon.

En 1812 regresa a Leipzig y consigue un puesto de profesor en la univer­sidad local. Desde esa posición inicia la propagación de su teoría de que lo se­mejante cura lo semejante. Esto es, si uno padece de fiebre, entonces el re­medio es tomar en dosis pequeñas la misma sustancia que la produce o si se presenta una alergia, pues entonces ha­brá que tomar una sustancia que la produzca —siempre en dosis pequeñas. Al principio, sus cursos tuvieron un gran éxito, pero Hahnemann acom­pañaba la exposición de su sistema mé­dico con ataques cada vez más virulentos contra el establishment médico, lo que le restó la confianza de sus cole­gas y después, la popularidad entre los estudiantes. Con el tiempo llegó al extremo de tener un grupo de sólo cin­co estudiantes y quedó en una posición muy frágil ante los ataques de sus colegas que, a la larga, lo obligaron a abandonar Lepzig. Entonces, tuvo la suerte de encontrar el mecenazgo del duque Ferdinando de Anhalt-Cöt­hen —la misma corte ducal que cien años atrás acogió a Johann Sebastián Bach—, quien esencialmente le permitió hacer en la ciudad de Cöthen lo que le viniera en gana, que en su caso consistía en preparar sus propias medicinas y realizar sus experimentos con tranquilidad.

En 1830 fallece su esposa y cuatro años más tarde se casa con Melanie d’Hervilly, una joven francesa cuarenta años menor que él. Por este ma­tri­monio se cambia una vez más de ciudad, la última. Se establece en París donde continúa su trabajo hasta que la muerte lo alcanza en 1843.

Una lágrima en el mar

¿En qué consiste exactamente el método homeopático de Hahnemann? La homeopatía es una doctrina producto de una intensa y prolongada re­flexión y sus postulados son claros: 1) ley de la similitud; 2) experimentación pura; 3) reglas de curación; y 4) dosis infinitesimal y medicamento único.

El primer punto afirma que en la naturaleza no existe nada que pueda dañar y que, a la vez, no pueda curar, pero exclusivamente aquello que la misma sustancia causó. La experimentación pura señala la imposibi­lidad de determinar con certeza, a prio­ri, el efecto de un medicamento so­bre una persona enferma. Puesto que se administran los semejantes, es imposible saber cuáles son los efec­tos o síntomas de la enfermedad y cuáles los del medicamento. En consecuencia, el método de experimentación homeopática tiene que realizarse exclusivamente en individuos sanos.

Las reglas de curación se refieren al tratamiento de las enfermedades siguiendo órdenes temporales y espaciales perfectamente bien especificados. La primera regla dice que la curación se produce de adentro hacia afuera, donde adentro quiere decir el plano mental y afuera las mucosas y la piel. Por ejemplo, si a un paciente se le somete a tratamiento por depresión y mejora, pero como consecuencia le surge una dermatitis, entonces esto es una clara indicación de que la curación va por buen camino, pues el nue­vo mal es más externo que el primero y esta dolencia se debe respetar si no se desea una regresión al cuadro ante­rior. Las demás reglas, son cua­tro en total, son semejantes y hablan de curar de arriba hacia abajo y del or­den temporal en el que van apareciendo las enfermedades.

El cuarto rubro —dosis infinitesimal y medicamento único— es el núcleo de la medicina homeopática y quizá el más difundido y el peor entendido. Se parte del supuesto, como lo dice la ley de la similitud, de que no hay sustancias inertes en la natura­leza. Pero para que alcancen el grado nece­sario para actuar sobre el organis­mo, tienen que ser sometidas a una pre­pa­ración física especial. En la prác­tica homeopática se emplean únicamente sustancias después de ser dinamiza­das, sistema de diluciones sucesivas que es el fundamento de la preparación de los remedios homeopáticos. Se toma una parte del compuesto esencial, que puede ser mineral, vegetal o animal, y se diluye en agua o en alcohol —cuando la sustancia es insoluble, se muele finamente y se mezcla con lactosa para su dilución—, se emplea la letra x, el número diez en romano, para representar la dilución a la que se llega después de mezclar una parte del original en nueve de agua. Este proceso puede repetirse va­rias veces. Una dilución 6x quiere de­cir que se realizó el proceso seis veces y que consecuentemente queda una parte del material original entre un mi­llón de partes de la dilución final, una dilución 30x quiere decir que la parte original es una entre uno seguido de treinta ceros. Análogamente, se emplean los numerales romanos c y m para representar las diluciones 1:100 y 1:1 000.

La segunda parte del proceso de dinamización de los remedios homeo­páticos es la sucusión o la manera co­mo se agita la mezcla después de cada paso de dilución. Tiene que agitarse vi­gorosamente golpeando el recipiente con la mano o con una pieza de cuero, y con un mínimo de cien enérgicas agi­taciones por minuto —hoy, este paso se hace mecánicamente. Una vez com­pletado el proceso puede hablarse de, por ejemplo, la primera dinamización centesimal (1c) o de la sexta dinamiza­ción decimal (6x) y así sucesivamente. Con el líquido resultante se impregnan unos glóbulos de azúcar y es ésta la presentación que recibe el paciente.

Hahnemann recomendaba y empleaba diluciones de 6x o de 24x y eso fue la norma durante mucho tiempo, hasta comienzos del siglo xx cuando James Tyler Kent, un médico estadou­ni­dense que pasó de la medicina aca­dé­mica a la homeopática y que tuvo gran influencia en el crecimiento de la homeopatía en su país y en Inglate­rra, emprendió una cruzada en favor de diluciones más altas y, dependiendo de la enfermedad, recomendaba con pasión, y en ocasiones con enojo y desdén hacia los médicos homeópatas que no seguían sus pasos, las diluciones 30c, 200c, 1m, 50m, cm, dm y mm.

La estructura molecular de la materia

Los filósofos materialistas griegos Leu­cipo de Mileto y su discípulo Demó­cri­to de Abdera, así como el romano Tito Lucrecio Caro, sugirieron que la materia estaba compuesta por átomos: pequeñísimas partículas cuyas carac­te­rísticas físicas determinarían las pro­piedades macroscópicas de los ob­jetos de nuestro mundo. El cristianismo temprano reprimió estas concepciones pues complicaba terriblemente las explicaciones sobre la composición del alma y el espíritu, conceptos centrales para la cosmogonía cristiana. Después de siglos, en el xviii Rud­jer Josip Bosco­vich, un jesuita croata estudioso de la astronomía y la física, enunció una teoría atómica coherente. Boscovich falleció en 1787, diez años después del nacimiento del inglés John Dalton, quien reunió evidencias incontestables en favor de que la materia se encuentra conformada por átomos, de manera que un tipo de áto­mo corresponde a un elemento y sus combinaciones dan lugar a los compuestos que forman las sustancias que encontramos alrededor nuestro. Aun así, durante algún tiempo hubo con­fusión entre lo que son los átomos y lo que son las moléculas. El último concepto lo propuso por primera vez Amedeo Avogadro, quien alrededor de 1811 mostró que cada litro de gas a 20 grados centígrados y una atmósfera de presión contiene una cantidad enor­me de moléculas —un diez seguido de 22 ceros.

Aunque nos parezca natural pensar en átomos y moléculas pues así fui­mos educados desde pequeños, la idea de que la materia está formada por los átomos y sus combinaciones que son las moléculas fue confrontada hasta inicios del siglo XX. Uno de los representantes más conspicuos de esa resistencia fue Ernst Mach, físico y filósofo austriaco asociado con la es­cuela del positivismo. La cuestión de la estructura de la materia quedó resuelta con los trabajos de Albert Eins­tein en 1905 y de Jean Perrin en 1911. Así, la materia se forma de molé­culas que son entes discretos muy pequeños pero que tienen una individualidad espacial única y se caracterizan por tener dimensiones físicas determinadas. Por ejemplo, una molécula de azúcar (glucosa) mide aproximada­mente un nanómetro, que es la milmillonésima parte de un metro.

Hagamos un ejercicio aritmético: veinte gotas de líquido hacen un mi­li­li­tro —un centímetro cúbico—, por lo tanto, tenemos 20 millones de gotas por metro cúbico. Por otra parte, si la mo­lécula de glucosa mide un nanó­me­tro, entonces —como los volúmenes van como el cubo de las dimen­sio­nes li­neales— hay un número igual a un diez seguido de veinte ceros de mo­léculas en una gota. Si esta gota la sometemos a una dilución homeopática de 30x, entonces hace falta un vo­lumen igual que un diez con treinta y nueve ceros de gotas para encontrar una molécula. Prosiguiendo el ejerci­cio, llegamos al resultado de que tal cantidad de go­tas ocupan un volumen igual al de una esfera de diez millones de kilómetros de radio. Resumien­do, después de una dilución 30x —muy baja para los gustos de Tyler Kent— existe una molécu­la del compuesto original en una esfera que tiene un radio semejante a la distancia del Sol a Venus, si de ahí sa­camos una gota pa­ra mojar nuestros chochitos de azúcar, es absolutamente seguro que no habrá ninguna molécula del compuesto original.

Entonces, si no queda una sola mo­lécula de la sustancia original en mis chochitos de azúcar, ¿qué es lo que cura de la homeopatía, si es que cura?

La memoria del agua

Una vez aceptada la naturaleza molecular de la materia —lo cual Hahne­mann nunca conoció— esta pregunta queda abierta y es polémica. Tenemos a teóricos de la homeopatía clásica, como el contemporáneo inglés Peter Morrell, que afirman que la homeopatía se basa en un agente llamado dynamis o fuerza vital. Según Mo­rrell, esta fuerza es la hipótesis de trabajo con la cual se explica cómo una sustan­cia potenciada —que no es del mundo físico— entra en contacto con la estructura física de un organismo y altera su estado. En sus palabras: “Pode­mos definir la fuerza vital como una nada. Una entidad invisible e intangible que manipula la sustancia del cuerpo y produce el fenómeno que llamamos vida. La fuerza vital es la fuer­za motriz y la organizadora de las moléculas. Es aquel agente que se encuentra en un organismo vivo y cla­ramente ausente en un cadáver. En la muerte, las moléculas pierden su organización y velocidad de movimiento. Ya se encuentra ausente la fuerza que las obliga a moverse en patrones con significado o que las une en una matriz armónica y bien coordinada. El cadáver carece de percepción o vo­luntad aunque todavía posee una bio­química estacionaria bastante sofis­ticada”.

Yo supongo que todo lector de la revista Ciencias levantará las cejas y emitirá alguna interjección más o menos altisonante ante esta perla de estulticia.

Desafortunadamente, más para mal que para bien, esta es la esencia de la homeopatía clásica. Los escritos de Hahnemann y de sus principa­les seguidores no difieren esencial­men­te del discuro de Morrell. No obstante, hay que intentar ser justos y analizar la obra de Samuel Hahnemann en su tiempo y su entorno, no podemos cul­parlo de pensar que la diferencia entre la materia viva y la inerte es una fuerza vital “sin peso, sin sustancia, invisible e imponderable” si todavía en pleno siglo xx el filósofo francés Henri Bergson —premio Nobel de lite­ratura en 1927— y su seguidor Gilles Deleuze argumentan en favor de la exis­tencia de este élan vital —de lo que Bertrand Russell hacía mofa diciendo que el élan vital explica tanto del fenómeno de la vida como el élan locomotrice lo hace del funcionamiento de una locomotora. Actualmente, las personas educadas no aceptan como explicación de algún fenómeno natural la existencia de sustancias que no se puedan ver, medir, oler, sentir ni de­tectar. Por lo que cualquier explicación que se busque del fenómeno de la homeopatía no puede ir por este camino.
La homeopatía en diskette

En 1988 aparece en la prestigiada re­vis­ta británica Nature un artículo cuyo título no presagiaba la tormenta que iba a desatar. Efectivamente, “Human basophil degranulation triggered by very dilute antiserum against IgE” po­dría pasar por ser uno de tantos artícu­los de inmunología accesibles úni­camente para los especialistas en el tema. Este reporte fue firmado por trece científicos, de los cuales, según los usos y costumbres de las publica­cio­nes en biología, el último es el investigador principal, quien se vio envuelto en apasionadas discusiones, descalificaciones y debates sin fin.

Nacido en París, Jacques Benve­nis­te fue un inmunólogo descendiente de una famosa y antigua familia ju­día de académicos e intelectuales con asiento en la histórica ciudad meridio­nal de Narbona, cuyos orígenes pueden rastrearse hasta la edad media. El punto medular del artículo es que este grupo de investigadores afirmaban que habían logrado activar la des­gra­nu­la­ción —la liberación de sustan­cias— de los leucocitos basófilos cuando los ex­ponían a dosis extremadamente dilui­das —homeopáticas— de anticuerpos. Los basófilos son células que responden a la presencia de agentes externos al organismo liberando una sustancia llamada histamina que, a su vez, produce cambios locales en el metabolis­mo de todas aquellas células que con­tienen los receptores adecuados; entre otras reacciones, la histamina puede producir dilatación de los vasos sanguíneos y reacciones alérgicas.

Benveniste y su equipo interpreta­ron su resultado como la transmisión de información biológica pese a la au­sencia de moléculas activas. En pocas palabras, el medio usado para la dilución homeopática podía provocar una reacción alérgica. No es difícil imaginar el revuelo que provocó este artícu­lo. Benveniste y su equipo tuvieron una enorme cobertura mediática: “Un descubrimiento francés que podría trastornar los fundamentos de la física: la memoria del agua”, tituló su nota, con buena dosis de nacionalismo galo, el periódico Le Monde en su edición del 30 de junio de 1988. Aquellos homeópatas honestos y no satisfechos con la hipótesis del élan vital creyeron encontrar la explicación científica de su disciplina. Aquellos escépticos, pero de buena fe, estuvieron dispuestos a conceder el beneficio de la duda. Sin embargo, el grueso del establishment científico se escandalizó ante algunas afirmaciones un poquito exageradas del propio Benveniste, como: “es como si usted metiera las llaves de su carro en el río Sena en París y luego descubre que si toma agua de la desembocadura —unos 400 kilómetros— ¡ésta tiene la información suficiente para echar a andar su carro!”.

Después de que varios laboratorios independientes no pudieron reproducir los resultados, la agitación llegó a tal grado que sir John Ryden Maddox, el editor en jefe de Nature, con entrenamiento formal en química, tuvo que pedir que el equipo de Benveniste repitiera el experimento en su presencia y de un equipo convocado y en­cabezado por él, que constaba de expertos en desenmascarar fraudes científicos. Los resultados fueron negativos. Intentos subsecuentes de reproducir el experimento en laboratorios independientes también fallaron. La revista Nature retiró el artículo de sus archivos y aunque Benveniste nun­ca se retractó, su prestigio sufrió un daño irreparable. Fue un buen investi­gador médico que alcanzó notoriedad por el descubrimiento de un factor de activación de las plaquetas en la sangre y llegó hasta la dirección de una unidad de investigación del Instituto Nacional de la Salud y de la Investiga­ción Médica de Francia, institución que se vio forzado a abandonar como consecuencia del escándalo. Falleció en 2004, de una afección cardíaca.

Uno de los integrantes del comité fue Jame Randi, un excéntrico millo­na­rio canadiense que en su juventud trabajó como escapista e ilusionista y en su edad madura se dedica a desen­mascarar casos de fenómenos paranormales o de pseudociencia. Es uno de los editores de la revista The Skeptical Inquirer. Después del affaire Ben­veniste, Randi ofreció un premio de un millón de dólares a quién pudiese demostrar la acción fisiológica de diluciones ultramoleculares. El reto fue recogido por Madeleine Ennis, profeso­ra de la Queen’s University de Belfast en 2001 y se montó cuidadosamen­te un experimento que fue supervisado por la Royal Society de la Gran Bretaña, por medio de su vicepresidente sir John Enderby, físico de profesión, y fil­mado paso a paso por la bbc. El expe­riento fue asistido por un equipo de médicos, expertos en estadística y el mismo Benveniste. Los resultados, de nuevo fueron negativos.

La puntilla al esfuerzo de Benvenis­te y sus seguidores por demostrar que el agua posee memoria, lo que a la lar­ga sería la explicación racional de la homeopatía, la dio un estudio patroci­nado por la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de los Estados Unidos de América. El reporte final: “Can specific biological signals be digi­tized?” fue publicado recientemente en la muy prestigiada revista The faseb Journal. El estudio contó con la partici­pación de un impresionante equipo multidiciplinario que incluyó a Jacques Benveniste, quien no vivió lo su­ficiente para llegar a la conclusión negativa de la investigación.

Hasta donde llega la ciencia moder­na, la cuestión de la memoria del agua está completamente desechada. Así pues, la situación en octubre del 2006 es contundente: no existe mecanismo físico conocido que pueda explicar la acción de la homeopatía.

Sin embargo, bien pudiera suceder que ese mecanismo exista y que simplemente la ciencia contemporánea no haya sido capaz de detectarlo. Si se concede el beneficio de la duda a la homeopatía y aceptamos la premisa de que ese mecanismo existe y asimis­mo reconocemos nuestra actual incapacidad para explicarlo, se puede todavía recurrir a un método muy em­pleado por los médicos para los casos en los que se requiere probar la acción o falta de acción de algún medicamen­to; me refiero a los estudios clínicos. Son técnicas diseñadas para establecer una relación de causalidad entre la administración de un fármaco y sus consecuentes efectos cuando se desco­noce con precisión la acción fisiológi­ca de ellos o bien su actividad quí­mica o molecular. Uno de los protocolos más aceptados es el estudio aleatorio controlado, doble ciego y con control de placebo —del latín complacer. De manera muy sucinta, en estos estudios se elige una muestra de pacientes, a cada uno de ellos se le administra de manera aleatoria sea el medicamen­to que se prueba o un placebo. Ni los pacientes ni los investigadores saben cómo se hace la asignación —por eso se llama doble ciego.

Es necesario aclarar que este tipo de estudios normalmente se realizan para que algún fármaco nuevo consiga aprobación para ser comercializado. Esto quiere decir que la nueva droga ya pasó por toda una serie de experimentos previos, posiblemente incluyendo su prueba en animales de labo­ratorio, y que desde su diseño se sabe o se tiene fundada sospecha de para qué sirve. El estudio clínico proporciona una medida estadística de su efi­ciencia y de los posibles efectos secundarios.

En el caso de la homeopatía, los es­tudios clínicos tienen que ser particularmente cuidadosos pues ya sabemos que no hay mecanismos de interacción molecular involucrados y que no se puede deducir su eficiencia de leyes conocidas o de principios acep­tados. Por lo mismo, los estudios clíni­cos lo más que pueden hacer es comparar cuantitativamente, mediante métodos estadísticos, la respuesta de los pacientes que toman el remedio homeopático con los que reciben un placebo.

La cantidad de estudios clínicos que se han hecho para indagar si la ho­meopatía logra un nivel de curación por encima de lo que obtiene un placebo es enorme. Una investigación su­perficial en alguna base de datos —yo usé el PubMed— arroja cientos de artículos que reportan los resultados más encontrados y contradictorios. Afortunadamente, dentro de ese maremagnum existe un buen número de artículos de revisión. Recurrí a varios, en particular a uno que me pareció que destacaba por su profundidad, “A systematic review of sys­tematic reviews of homeopathy”, y cuyo autor, E. Ernst de la Universidad de Exeter, es un reconocido profesionista. Las con­clusiones de esta revisión ya no dejan lugar para dudas, la homeopatía no consigue efectos distinguibles del efecto placebo. En pocas palabras, no tiene efecto alguno sobre el organismo más allá de la sugestión y para to­do fin terapéutico es igual de eficaz que rezar un rosario.

Primum non nocere

Esta frase en latín, que con frecuencia es atribuida erróneamente a Hipó­crates, es la máxima fundamental de la medicina y se enseña a todo estu­dian­te durante su carrera: primero, no dañar.

La mayoría de la gente que yo co­noz­co opina que puesto que la ho­meo­patía no hace daño, más allá de la posi­ble autosugestión, se debería per­mitir que quien quiera recurra a esa práctica pues, después de todo, aunque el efecto placebo siga siendo un misterio para la ciencia ¿qué importa qué sea lo que haga que el paciente se sienta mejor mientras efectivamente se sienta mejor? Es difícil estar en contra de esta posición y diga lo que diga aquí y en otros foros, la gente se­guirá recurriendo a la homeopatía. Sin embargo, quiero llamar la atención sobre cuatro aspectos poco discutidos cuando se habla de homeopatía.

Primero, una práctica muy fre­cuen­te en la literatura científica es que los equipos de investigación, como regla general, únicamente reportan resultados positivos. Es muy difícil, casi imposible, encontrar un artículo que diga: “después de llevar a cabo cui­dadosamente el protocolo experimen­tal diseñado, los resultados fueron contrarios a lo esperado”. Aunque los resultados negativos tienen valor cien­tífico en sí, el investigador que los pu­blique —si es que se los publican— se suicida profesionalmente. Esta actitud desgraciadamente es la regla y es muy importante para el tema que nos ocupa pues en todos los reportes que consulté acerca de los supuestos efec­tos benéficos de la homeopatía, ningu­no tomó en cuenta el efecto placebo negativo, el cual en ocasiones es llamado respuesta nocebo, que se refiere a que un paciente que recibe una sus­tancia inerte también puede sentir­se mal por pura autosugestión. En re­su­mi­das cuentas, los artículos que es­tu­dian la supuesta eficacia de la ho­meo­pa­tía, no sólo no logran niveles distingui­bles del efecto placebo sino que nunca reportan efectos negativos, aunque es­tos sean por autosugestión.

Segundo, aunque ingerir un gló­bu­lo de azúcar no daña, el hacerlo en lu­gar de un medicamento con eficacia pro­bada en un caso grave sí lo hace. En esta situación, el daño que se le pro­voca al paciente es por omisión; bien pudiera ser que alguien tenga un cua­dro sintomático común —un dolor de ca­beza— que oculte un problema gra­ve. En ese caso, acudir a la medicina ho­meopática puede representar una pér­dida de tiempo fatal para el paciente.

Tercero, la industria homeopática se apartó por completo de la filosofía hah­nemaniana original y ya no es éti­ca­mente superior a la industria farma­céutica ortodoxa. Antes de escribir ­este ensayo, visité algunas farmacias homeopáticas y me llevé una tremen­da sorpresa; se vende árnica en prepa­ra­ción homeopática para la curación de inflamaciones y hematomas, cuando esa planta macerada o en infusión se usa exactamente para lo mismo. Es im­posible, según la teoría homeopática, que una planta tenga los mismos efec­tos en dosis homeopáticas y en prepa­ración macro. Consecuentemente, en dosis homeopáticas el árnica debería de provocar inflamación y hematomas. También encontré valeriana con­tra el insomnio, cuando debería de ser lo contrario; para dormir habría que to­mar cafeína en dosis homeopáticas. El problema de fondo es que la ex­ce­siva y poco ética comercialización de todo lo que tiene que ver con la salud no respeta principios ni tradiciones; cuando lo único importante es la ga­nan­cia, pueden vender cualquier cosa bajo una etiqueta de medicamento homeopático —o de los otros.

Por último, cuando realizan las di­namizaciones también entran en juego trazas de los compuestos de los que están fabricados los recipientes, tubos de ensayo, tapas, etcétera. ¿Cómo dilu­cidar el efecto del compuesto homeo­pático de las dinamizaciones de moléculas de óxidos de silicio del vidrio del frasco o de los compuestos orgánicos del corcho de la tapa y de todos los demás?

¿Qué hacer?

La gente seguirá recurriendo a la homeopatía y lo hará por razones pa­reci­das a las que orillaron a Samuel Hah­nemann a formular su teoría. La me­dicina en México —y en muchos lugares del mundo— en el siglo xxi es una actividad deshumanizada y sin valores. Si uno acude a los servicios públicos de salud, se encontrará mal­tra­tos, regaños, groserías, mala atención, escasez de medicamentos o mer­cado negro de ellos. Si se está entre el 5% de “afortunados” que pueden acudir a los servicios privados, la mala atención viene enmascarada detrás de una falsa sonrisa y acompañada de una factura que quita la respiración. Ante ello, no es de extrañar que se re­curra a las medicinas alternativas, lo que no quiere decir que las últimas tengan alguna validez o sirvan para al­go. De hecho, en su gran mayoría son un engaño y su finalidad es sacarle el dinero a la gente.

Es una verdadera lástima que la homeopatía no funcione pues las distorsiones de la medicina que provocaron su nacimiento son tan válidas hoy como lo fueron en el tiempo de Hahnemann. Se seguirá empleando, al igual que los medicamentos chatarra que se anuncian en la televisión, sin saber nada de su rica historia e ig­norando que surgió como un rechazo hacia un sistema de salud ineficiente, elitista y deshumanizado. También es una lástima que la comercialización de la homeopatía la lleve por el cami­no de la chatarrización.

Desgraciadamente, es difícil terminar este ensayo con una nota optimista; mientras sigamos teniendo en Mexico gobiernos nacionales que se desentienden de sus obligaciones en salud y en educación para favorecer las instituciones privadas sobre las públicas, las multitudes cuya lucha cotidiana es la supervivencia seguirán acudiendo al tipo de medicina que les pongan enfrente. Es triste que la gente desposeída sea acarreada por la propaganda televi­siva al consumo de medicamentos frau­du­lentos que caen en, al menos, dos ca­te­gorías: los populares que son los si­milares vendidos sin ningún control y cuya calidad es, en el mejor de los ca­sos, dudosa, y los medicamentos chatarra de costo elevado —como los de Genomma Lab— cuya venta constituye un crimen social pues al insul­to del precio se le agrega la burla del engaño.

Colofón

Samuel Hahnemann falleció de bronquitis en París en 1843. El amor lo lle­vó a radicar en la ciudad luz. Fue sepultado en el panteón de Montmartre y hubiera sido vecino de sepultura por la eternidad de Heinrich Heine y Théophile Gautier de no haber sucedido que una suscripción pública or­ga­nizada en los Estados Unidos reu­nió fondos para trasladarlo al más encum­brado cementerio del Pére Lachaise. El destino, siempre juguetón y capri­cho­so, quiso que su tumba se encuen­tre muy próxima de la de Joseph Gay-Lussac y casi vecina de la de Fran­çois-Vincent Raspail. El primero, impulsor de la teoría molecular de la materia y el segundo, un famoso revoluciona­rio francés que destacó por su partici­pa­ción activa y militante del lado repu­bli­cano en los sucesos del 48 en Fran­cia. La imagen política de Raspail opacó sus logros profesionales como médico. Como tal, preconizó la higiene y el uso de antisépticos. Fue un adherente a la teoría patogénica de las enferme­da­des, negada por Samuel Hahneman y sus seguidores.
Pedro Miramontes
Departamento de Matemáticas,
Universidad de Sonora.
Pedro Miramontes es profesor de tiempo completo del Departamento de Matemáticas de la Facultad de Ciencias de la unam. Integrante del Grupo de Biomatemática de la misma. Actualmente se desempeña como profesor en la Universidad de Sonora.
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como citar este artículo

Miramontes, Pedro. (2007). Homeopatía: mitos y realidades. Ciencias 85, enero-marzo, 64-76. [En línea]
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