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El cine y la era atómica
 
“El hombre con visión de Rayos X” de Roger Corman, en 1963, el protagonista, un científico que logra mutar su visión en puros rayos X después de inyectarse diversas sustancias, entra de casualidad en una tienda de campaña en la que un desquiciado pastor pronuncia un discurso a sus feligreses
Alejandro Hosne
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En el final de la película “El hombre con visión de Rayos X” de Roger Corman, en 1963, el protagonista, un científico que logra mutar su visión en puros rayos X después de inyectarse diversas sustancias, entra de casualidad en una tienda de campaña en la que un desquiciado pastor pronuncia un discurso a sus feligreses. El Dr. Xavier, interpretado por Ray Milland, está en las últimas, se ha transformado en poco menos que un monstruo, perseguido por la policía y agentes del gobierno. Al principio, cuando transparentaba la ropa de bellas mujeres con sus nuevos ojos o al espiar a través de las paredes lo que ocurría en otro cuarto, disfrutaba su experimento. Acaba viendo los esqueletos de las casas, de los edificios y finalmente el mundo entero, desfasado, vuelto un inmenso armazón. De ver el interior de todo termina por no ver nada. El pastor, al reparar en el hombre casi ciego con los ojos ennegrecidos como gigantescas pupilas, cita el verso de la Biblia: “Y si tu ojo te da ocasión de pecar, arráncatelo y échalo de ti”. Y precisamente eso es lo que hace el Dr. Xavier, impotente y sin esperanza, se arranca los ojos en el último fotograma. Esta película ilustra muy bien un mito en torno a la ciencia, recurrente en el cine, desarrollado antes en la literatura y, quizás desde siempre, en el imaginario popular: la destrucción generada por las ansias de poder y conocimiento del hombre.
 
El género de ciencia ficción se desarrolló principalmente en los Estados Unidos en los años treintas, con películas como “El hombre Invisible” y “Frankenstein” de James Whale o los llamados films de anticipación como “Things to come” de W. C. Menzies. Pero en los años de posguerra fue cuando la imagen de la ciencia en el cine cambió radicalmente. El nacimiento de la era atómica marcó al séptimo arte, el cual, para bien o para mal, absorbió y representó lo inmediato, por momentos de manera confusa, otros en forma poco meditada, aunque también las hubo muy certeras, pero siempre reflejando los valores del momento. En los años cincuentas la principal musa fue la paranoia, alimentada por la guerra fría, la cacería de brujas y los ovnis, todos poderosos sustentos para disparar la imaginación hacia rincones exasperantes. La paranoia, al margen de discrepancias éticas, devino en elemento muy creativo para inventar situaciones poco afectas a tranquilizar al espectador.

Una vez aceptada como factible la idea de una catástrofe universal provocada por el hombre, el género comenzó a retratar el fin del mundo una y otra vez. La visión de la ciencia en el cine ya no sería la de un científico loco, del tipo de Víctor Frankestein, sino que estaría relacionada con un poder oculto, inmerso en otro más grande, el militar; subordinado a su vez al poder del Estado. La humanidad se siente insegura frente a sus propias creaciones. A partir de este momento la ciencia no se libra de sospechas, y el científico se convirtió en un ser de dudosa —o nula— moral, que brindaría su talento y sus descubrimientos a un Estado controlador y genocida.

No hay que olvidar que la historia del siglo xx ayudó a forjar este mito. En la segunda guerra mundial, desde que famosos y prestigiados científicos trabajaron con nazis o aliados —los primeros cegados por una necesidad de gloria infame, los otros tratando de impedir que Hitler se hiciera de la bomba—, nada volvió a ser lo mismo. Sobre todo porque Oppenheimer, Einstein y tantos otros, fueron señalados como responsables directos o indirectos de haber creado la bomba, más allá de quiénes, en realidad, osaron utilizarla —los aliados, que en términos cinematográficos burdos vendrían a ser los buenos. Esta flamante monstruosidad fue tomada por el cine también como analogía de la destrucción bíblica. Por ejemplo, en 1955 con “Kiss me deadly” de Robert Aldrich, el género policial devino en una búsqueda no de un asesino, de chantajistas o de mujeres fatales, sino de una maleta perdida que contiene un alucinante componente al que nadie menciona directamente pero que, según dice un policía involucrado en el caso, tiene que ver con el Proyecto Manhatan, Los Alamos, Trinity. Al final, un misterioso doctor, a punto de llevarse la valija y venderla a quién sabe qué postor, es ultimado por su ayudante, una agente y servidora sexual muy atractiva que solamente quiere saber qué hay en la enigmática maleta. La abre y unos destellos asesinos la matan, vuelan la casa y nos dejan pensando, al ver el cartel de fin, hasta donde llegará el holocausto liberado. Antes de morir, el doctor dice a la agente: “Deberían haberte bautizado Pandora”. Cínico, vendido y soberbio, el hombre se refiere, a través de un viejo mito, a la destrucción total del planeta. Se trata de un radical cambio cultural, desde ahora el Apocalipsis cabe en una insignificante maleta de cuero.
 
Desde luego que existe una relación que nada tiene que ver con la ciencia real; no hay que perder de vista que estamos hablando de cine, de millones de espectadores. No parece ser atractivo para la pantalla —la taquilla, al decir de los productores— representar la soledad del científico, su aspecto más creativo y humano, cuando investiga, busca y crea. Una vez, alguien de la industria dijo que la visión de un tipo mirando por un microscopio y gritando ¡eureka! resultaría un aburridísimo anticlímax.

Algunas películas intentaron, ingenuamente pero sin intenciones espectaculares, retratar la vida de hombres famosos o célebres de la ciencia —como “La vida de Luis Pasteur” de William Dieterle—, pero su atractivo eran las pasiones terrenales del individuo más que sus descubrimientos. Naturalmente, se toparon con el ostracismo de los científicos al desarrollar sus respuestas y esas sólo interesa al que investiga, de la misma manera que el proceso de bosquejar y pintar un cuadro no importa más que al pintor. Llegar a gritar ¡eureka! presupone meses, años de trabajo. La ciencia, por su complejidad y exigencia intelectual, es una rama del conocimiento que siempre se verá desde afuera, y con la era atómica y nuclear se le ve con desconfianza. El cine no estuvo exento de esa mirada cotidiana, quizás simplista y para muchos prejuiciosa.

Pero no es justo referirse al viejo Hollywood como a una espectacularidad vacía. Sería mejor, en todo caso, entender cómo funciona el entretenimiento masivo. Las historias que pueden filmarse deben tener algo que seduzca y sea permeable a la sensibilidad del espectador. Cualquier temática estará supeditada a la trama que se pretenda abordar, pero las características repetidas durante los ciento diez años de cine proporcionan una idea inequívoca de lo que se supone es un científico: alguien ambicioso y aparentemente sin miras éticas. Si hablamos del cine europeo, que goza de prestigio artístico en el imaginario de la gente, nos encontramos con muchas menos representaciones de la ciencia y de los científicos. La mayoría de sus grandes exponentes ahondaron en aspectos filosóficos, morales y políticos del ser humano, desinteresándose de algo tan materialista como la ciencia.
 
En 1951, en los Estados Unidos, mientras que muchas películas eran un perfecto ejemplo de la situación política reinante, “El día que la tierra se detuvo” de Robert Wise representó un intento de cine pacifista, de metáfora digerible para todos, un gran no a la destrucción universal. Lo curioso es que lo hace a través de un discurso parapolicial intergaláctico. La película retrata a un extraterrestre llamado Klatuu, escoltado por un temible robot, que aterriza su nave en pleno Washington. Hay pánico y miedo incontenible en la población mundial. Pero el alien, de aspecto humano y bonachón, viene en son de paz; trata de explicarlo pero apenas baja de la nave un soldado le dispara, creyendo ver un acto sospechoso en sus movimientos. Klatuu los perdona y alega que viene con un mensaje urgente para la Tierra entera. Desde que los humanos desarrollaron armas atómicas los habitantes de las galaxias circundantes están preocupados; debido al espíritu belicista y destructivo de esta raza suponen que en cuanto puedan volar al espacio cargarán esas armas atómicas, ocasionando inseguridad general a los otros mundos. Nadie le presta mucha atención y le ponen precio a su cabeza, desatando una cacería por todas partes. En la marginalidad total, Klatuu —se hace pasar por humano para conocer las costumbres terrícolas, perdiéndose en la multitud— logra conectarse con destacados científicos y les pide que luchen para que todas las naciones del globo conozcan su mensaje. Los científicos, vigilados y dependientes de las decisiones de arriba, no lo consiguen. El presidente, nombrado aunque nunca aparece, le dice que las naciones más poderosas del globo están enemistadas y que una reunión con todas ellas sólo para que Klatuu transmita su mensaje es imposible. Finalmente, poco antes de despegar, lo consigue y convence a la raza humana de que sigan por la senda de la paz. Imposible no hacerle caso, advierte que si no desisten en su intento de destrucción atómica, la Tierra será pulverizada por el resto de los mundos del espacio exterior, unidos para resguardarse. Su dureza permite suponer que quizás su raza es tan evolucionada como la nuestra, pero que sin duda disponen de una mejor tecnología para disuadir. Lo interesante es que éste parecía ser —principios de los cincuentas, en plena cacería de brujas— un discurso pacifista, “si siguen avanzando los matamos”. Sin embargo, ahora es lo mismo que los Estados Unidos advierte a Irán.

Los sesentas continuarían por la senda de lo tenebroso pero de forma más conciente y politizada, acorde con el naciente discurso social. Películas, como “Dr. StrangeLove” de Stanley Kubrick en 1964, que se burlan de la militarización y de la guerra fría, ejemplificando con detalle la locura nuclear, dejan de ser reflejos de los miedos de una sociedad para decir las cosas por su nombre. El inicio de la guerra de Vietnam y el subsecuente fracaso en ella, el Mayo del 68 francés y los demás íconos enarbolados por una juventud politizada que dejaba atrás —y para siempre— la ingenuidad algo esquizofrénica de la inmediata posguerra. Lo apasionante de la década anterior es que el cine funcionó más como síntoma social que intento conciente de denuncia política.
 
De hecho, perder en Vietnam quizás relegó el miedo de una tercera guerra mundial hasta la era de Reagan, cuando otra vez empezó el coqueteo con incinerarnos de una vez por todas. Un logrado intento de infundir ese miedo fue una película olvidable salvo por lo anecdótico, “El día después”, que mostraba sin metáforas el mundo devastado luego de la guerra nuclear. La gente, desfigurada por la radiación, repleta de llagas y deforme.

Sin embargo, caído el muro de Berlín y muerto el comunismo —el soviético, para el caso—, las naciones del mundo pudieron unirse para celebrar un nuevo y sádico complot: el libre mercado. Con el neoliberalismo depredador, donde la política clásica, que ostentaba ser ideológica, quedó relegada, el paradigma es lucrar y dominar desde la empresa. La clonación, tema absolutamente actual, no puede desvincularse del mercado, así como antaño la bomba nuclear no podía hacerlo de la política. Si una vez se trató del famoso y temido botón rojo —mítica y fácil opción de los presidentes norteamericano y soviético para volar todo con el mero accionar de un dedo—, hoy son las sombras desde las que operan los laboratorios y los gobiernos para avanzar en genética las que infunden miedo. Pero son menos localizables en imágenes obvias como un botón, porque no pueden enunciarse claramente y no existe un antagonismo tan marcado como entre dos países enfrentados por ideologías distintas. Hoy, el mercado decide y, en un sentido ontológico, es anónimo, apolítico y siniestro per se.

La biología reemplazó a la física como la ciencia debatida pública y éticamente, pero al contrario de aquella época de posguerra, no parece haber un síntoma fuerte —menos aún creativo— que lleve a la pantalla este tangible miedo a los vertiginosos avances en genética. Las películas que tocan el tema son escasas y sin ninguna calidad.

Hollywood, sin propuestas creativas, apenas usa de excusa argumental temas como la clonación y siempre lo hace sin explorar sus posibilidades. Quizás se deba a que el cine de esta época, confuso y empobrecido, no advierte todo lo que sugería aquel temido futuro que ya llegó —curioso, se le describe cuando no está y no puede verse cuando se ha instalado. El género de ciencia ficción ha caído en contradicciones insalvables por ahora, que tienen que ver precisamente con la imposibilidad de criticar el presente, que, en el sentido clásico del género, es muy futurista; es decir, ciego a lo que verdaderamente está ocurriendo. El huevo de la serpiente se rompió y la serpiente se pasea delante de nuestros ojos sin que nadie la advierta. La ciencia ficción se debilita frente a la realidad y queda en punto muerto.

Podríamos encontrar más ejemplos que remarquen o contradigan lo dicho, pero más que llegar a una conclusión lo interesante del cine, referido a grandes temas como la ciencia, es que nada está dicho de antemano, no hay líneas que seguir o respetar. Con la permanente invención de historias son incontrolables las temáticas que pueden suponerse. Como arte que se mueve zigzagueante y sin control, dice lo que cada uno de sus autores quiere que diga. Es difícil adivinar si en un futuro próximo surjan películas que aborden verdaderos debates éticos sobre la ciencia contemporánea. Eso depende de la creatividad de guionistas, directores y productores, no de los científicos.
Alejandro Hosne

Escritor y guionista cinematográfico

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como citar este artículo

 

Hosne, Alejandro. (2005). El cine y la era atómica. Ciencias 80, octubre-diciembre, 64-69. [En línea]

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