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Morbilidad psiquiátria entre los profesionales de la salud
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Arnoldo Kraus
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En el ámbito médico, es lugar común escuchar que los doctores son los peores pacientes. De ser cierta esa aseveración, es menester recurrir a varias hipótesis para explicar porqué los médicos, al enfermar, confrontan, viven, interpretan o cambian el significado de los padecimientos. Hipótesis que tiene la magia de representar una de las verdades más fascinantes, y, a la vez, menos conscientes de la medicina: enfermedad, enfermo y médico, al unirse, interactúan y representan una historia.
Observar desde afuera ese escenario no es menos interesante que ocupar una butaca en el teatro. Presenciar los vínculos entre médicos supuestamente sanos —esa es una de las funciones de la bata y de los diplomas que burocratizan las oficinas médicas— y doctores, probablemente enfermos, cargados de síntomas y signos, puede ser una experiencia irrepetible. ¿Está seguro el doctor enfermo de que el doctor médico tiene el don de la escucha y el estetoscopio en el corazón? ¿O que la pluma prescribe lo que debe? La trama es difícil: ser doctor y enfermo a la vez resulta complejo. Ser doctor-enfermo y creer en el doctor-doctor es una aventura con infinidad de caminos.
Todo es factible; el paciente habla y el médico escucha; habla el galeno y oye el doctor transformado en paciente; ambos conversan pero ninguno escucha. Después sigue la actuación; emerge el dolor físico, del alma, del vacío; siguen los tonos diversos de la voz, los ademanes, los guiños. El paso siguiente es caminar a la sala de exploración; desvestirse, señalar el sitio del dolor, voltearse, respirar hondo, arrugar la frente, soplar y describir con algún movimiento y palabras aquello que tanto lastima; hasta que, finalmente, se vuelve imprescindible encontrar la oración precisa que convierta el dolor en diagnóstico. Pero ¿qué implica el escenario anterior? Será tan sólo una forma de actuación, cuya dinámica se modifica, quizá más, cuando el enfermo es doctor.
Estos juegos, repetidos y estudiados, sufridos y esperanzados, son ensayos y preámbulos de infinidad de repertorios. No en balde muchos pacientes, antes de hablar, sacan del bolso una serie de anotaciones que son como el guión de su enfermedad. Los médicos enfermos lo hacen con frecuencia: la lista asegura que todas las quejas queden registradas; sus síntomas y sospechas no pueden, no deben, defraudar su autodiagnóstico; cada síntoma equivale a una porción del reparto, cada doctor un actor potencial, y cada nota, convertida en dolor, una súplica de cura.
La pregunta sería entonces: ¿saben más los doctores enfermos acerca de su mal que los enfermos no doctores? La experiencia lo niega, ya que los médicos llegan a alterar la realidad. Es común, y quizá demasiado frecuente, diagnosticar depresión en psiquiatras o médicos que acuden con el internista en busca de un algo que lo “todo” explique.
La historia clínica y las notas posteriores son elementos en los que el médico construye el “otro” esqueleto del doliente. Probablemente, sea, incluso, el más importante, el más real, pues contiene la vida del sujeto leída a partir del dolor, quien, al sufrir, reinventa su verdadera historia con tal de sanar o transformarse en otro. Si uno fuera capaz de reproducir las quejas de los médicos pacientes, las novelas sobre enfermedad y con ellas alguna cura, no sólo proliferarían, sino que podrían ser libros de texto. No hay paradoja oculta; a partir del dolor la verdad se convierte en realidad.
Regreso a las hipótesis de que los doctores son los peores pacientes, porque imaginan más de lo que deben y sobreinterpretan sus síntomas al creer que saben demasiado. Además, hay quienes consideran que el mejor médico es el más famoso, pero en el camino descubren que tanta ocupación genera una atención impersonal (Charles Bukowski solía decir que la fama es la peor puta de todas). No son pocos los que se consideran inmortales, mientras otros, a pesar de saberse deprimidos, acuden desesperadamente en busca de algún diagnóstico físico que oculte los males del alma; tal vez, porque desconfían de la medicina, de ellos y, por supuesto, del de enfrente. Por tanto, ser médico enfermo es complejo: ¿cuántos doctores consultan a tiempo? ¿Cuántos consideran que no afrontar la enfermedad puede ser más terapéutico que ser diagnosticado? ¿Cuántos aceptan el destino de ser ahora enfermos?
Quizá también son malos pacientes, porque conocen los efectos colaterales de los medicamentos y desconocen, a pesar de manifestar lo contrario, las heridas de la enfermedad. Si la tan mencionada y rediviva relación médico-paciente es todo un reto, ¿qué decir de la relación médico-médico enfermo? Y a la vez, si comprender síntomas y palabras es de por sí un acto complejo, ¿cómo entender el dolor disfrazado, digerido e interpretado por un médico,que difícilmente acepta su psicopatología, que no siempre quiere decirlo “todo”, y que, por supuesto, no desea saberlo?
Virginia Woolf, quien fue objeto de tratamientos médicos inadecuados durante su temprana vida adulta, solía decir que “realmente sólo un doctor es peor que un esposo”. Vecino en tiempo y espacio, George Bernard Shaw comentó, “no conozco a ninguna persona pensante y bien informada, que no sienta que la tragedia de la enfermedad, sea la que deja al enfermo desvalido en las manos de una profesión de la cual se desconfía profundamente”. Repasar el libro de La señora Dalloway y El dilema del Doctor, no sólo garantiza la lectura de obras exquisitas, sino que además ofrece un panorama literario lleno de desencuentros de la sociedad con el mundo médico. No hay galeno a quien le gustaría ser el tema de estos y otros intelectuales que han juzgado nuestra profesión con tanto rigor.
Desde el punto de vista de un internista, me queda ocuparme de la morbilidad de los médicos. Para ello recurro a los pasillos del hospital, a las paredes de mi consultorio y a las lecturas de diversas revistas médicas. Por ahí deambulamos un sinfín de profesionistas con títulos que no siempre evitan el que seamos catalogados como “casos”. Ser un “caso” —término inventado por la ciencia médica— es mal negocio, ya que convierte al ente en objeto, al paciente en no persona y al signo y síntoma en una serie de posibilidades, cuya interpretación modifica al enfermo en algo “interesante”. Sus células heridas lo transforman en patología y su condición de sujeto, de humano, se esfuma y desaparece. Los famosos deja vu y jamais vu de la psiquiatría son sólo parte de la historia de esa conversión; el individuo que ha dejado de ser ente, se transforma en una suerte de despojo del ser por su propio ser. ¿Qué dirían Freud, Lacan, Fromm o ustedes mismos ante tal transmutación? Esa situación es particularmente compleja cuando el “caso” es el médico enfermo.
Son diversas las formas y niveles de tal morbilidad; una de ellas, poco aceptada, se engloba, paradójicamente, en el conocimiento. En las revistas médicas los galenos hablamos de medicina, de pacientes, de células, de tecnología, de ciencia profunda (hay quien no sólo conoce la molécula, sino que tiene sueños eróticos gracias a ella) y de nuevas y viejas enfermedades. Tales revistas son incontables y por ende, uno supondría, innumerables los descubrimientos. Nada es más falso; los artículos que pasan desapercibidos son miríada. El universo de lo desechable por intrascendente, porque nadie lo cita o, simplemente, porque la información ahí contenida es inútil, es inmenso. Y sin embargo, quienes lo escriben —supongo yo— son doctores, menos desechables que las ideas generadas por sus cerebros.
A pesar de saber muchas veces la verdad, somos suficientemente doctos para engañar y entregar una investigación inmadura que, por tanto, resulta altamente mortal. ¿Cómo es posible mentir sabiendo que lo estamos haciendo? ¿Complicidad? ¿Enajenación? O bien, ¿cómo incorporarse por obligación en un sistema no siempre deseable? Es probable que una de las formas menos reconocidas de psicopatología médica sea ésta; la de perpetuar costumbres a sabiendas de su inutilidad —escribir no porque haya algo que decirse, sino porque se debe hacerlo— o tal vez, juntar personas y transformarlas en “casos”, hacer congresos “porque toca”, o recetar porque representa una obligación.
El dogma anterior se ha denominado “escribir o perecer”, esto es, publish or perish en el inglés del New England Journal of Medicine. Es injusto que igualemos el deceso de los estadounidenses con el de los mexicanos, ya que la psicopatología de los galenos vecinos es muy diferente, y su óptica médica, en la que sus pacientes “casi” han dejado de ser humanos, difiere mucho de la nuestra. Las defunciones y patologías de enfermos verdaderos o de doctores enfermos son diferentes. En este tamiz hemos copiado enfermedades, e inventado también otra forma de psicopatología; la de una medicina académica yerta de humanismo, pero ávida de publicaciones.
Hay otros tipos de psicopatología médica que han sido estudiados con detenimiento en Europa y en Estados Unidos y que son dignos de tomarse en cuenta como: la drogadicción, la dependencia al alcohol, la depresión y la tendencia al abuso sexual de los pacientes. Se dice también que en la profesión médica la tasa de divorcios y suicidios es más alta que en otras. Es imposible aseverarlo, pero resulta factible que las vivencias cotidianas del médico sean tierra fértil para alguna de esas condiciones. A pesar de esto, no debe soslayarse que el sufrimiento al que están sometidos los doctores puede ser muy grande y constante.
El dictum que sugiere no involucrarse “demasiado” en la vida de los pacientes es, en múltiples ocasiones, sólo un papel y no realidad. Todo doctor recuerda más de una muerte, y ha padecido más de un insomnio por enfermos cuya cura ni siquiera dependía de sus habilidades. Pero seamos realistas, en esta sociedad, ¿a quién le preocupa el sufrimiento del doctor? O bien, ¿qué médico es capaz de saberse melancólico y tiene la capacidad de compartir su dolor con sus pacientes?
El término “síndrome de desgaste”, lo que sea que esto signifique, engloba y predispone muchas de las circunstancias anteriores. El ejercicio de la medicina no se puede separar de la vida cotidiana. Es impensable que los médicos inmunicen su práctica y olviden los desasosiegos que constituyen su vida y la del “otro”. En ese sentido, el sufrimiento tiene dos caras: la que pregunta y por ende fertiliza, y la que desarma y quizá entorpece. La salud psíquica de los médicos depende de una inmensa cantidad de factores, algunos modificables, otros no. De ahí que no exista la fórmula mágica para separar el dolor y el desgaste personal del buen ejercicio de la profesión.
Gilles Deleuze solía decir que no se escribe con las propias neurosis; los médicos no enfermamos de males propios y comunes, padecemos, en ocasiones, otras patologías: las que devienen del conocimiento médico, del sufrimiento, de las malformaciones de una profesión amenazada por tiempos difíciles y relaciones humanas muy deterioradas, así como por las propias flaquezas de cualquier ser humano. La psicopatología del médico imprime diferentes huellas y estigmatiza con otros sellos. Caminar a través del dolor de los otros, saberse poseedor de los certificados que anuncian su nacimiento y su muerte no es gratuito: compromete y amenaza.
Retomo a Deleuze y lo cito: “La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso. Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas en los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro, pero goza de una irresistible salud pequeñita, producto de lo que ha visto y oído, de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables”.
Los médicos, al enfermar, recorren senderos distintos. Les compete asimilar su padecimiento para inventar su salud, para generar recetas cargadas de vida y para comprender que sus males son semillas de crecimiento y fuente de entendimiento. El médico enfermo puede convertirse en el mejor doctor de sí mismo, de la comunidad y de un mundo ávido de lecturas de salud y no de enfermedad. El galeno que se ha visto por dentro, que se ha oído a través de su enfermedad, que ha sufrido, es otro. Saber que las células se hinchan, que los músculos lloran, y que el corazón, entre latido y latido, se fractura no por dolor, sino por ausencia de escucha, es hacer de la enfermedad una filosofía de vida. La empatía y la ahora olvidada filosofía de la medicina nacen también ahí: en el doctor enfermo y en el médico que ha cuidado médicos.
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Arnoldo Kraus
Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán”.
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como citar este artículo → Kraus, Arnoldo. (2002). Morbilidad psiquiátrica entre los profesionales de la salud. Ciencias 66, abril-junio, 60-64. [En línea]
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