revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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  R05B06

 
Apuntes
 
Ángel Zambrano G.
   
   
     
                     
                   
Esto que escribiré no podrá leerlo, aparte de mi, nadie. Lo
tengo que escribir por desconfiar de mi memoria; porque no me gusta que dentro de once años, cuando platique con el océano acerca de esta historia, se me olviden algunos de los detalles que conozco y verme tentado a mentirle.
 
Aquello comenzó un día de agosto, alrededor de las dos de la mañana. Yo estaba acostado, vestido aún, en mi catre y me fumaba el quinto cigarrillo al hilo. Con la intención de quitarme de la cabeza la idea de levantarme en cuanto amaneciera, calculaba el tiempo que tarda en volver la luz del faro a cruzar por los hoyos que tiene el techo de palapas de mi cabaña. Afuera, los cocoteros cortaban el viento haciéndolo silbar. A ratos pensaba en ese haz luminoso del faro (lo he visto tantas veces), deslizándose con suavidad en la superficie del mar, y su pasar, al modo de una mano cariñosa, sobre las casas de este antiguo pueblo de pescadores para completar su recorrido circular.
 
Así me encontraba en el momento que escuché que tocaban la puerta. Pregunté quién era y una vocecita me contestó: “Soy yo, soy Doña Inés, Erasmo”.
 
Le di unos golpecillos al cigarro con la uña del anular y me levanté. Me puse los huaraches y fajándome la camisa fui a abrir la puerta. Vi a una mujer bajita, enconchada, envuelta en un rebozo, no alcanzaba a distinguir su rostro viejo.
 
“Perdone que lo despierte a estas horas…” No, no tenga cuidado. Doña Inés, ¿qué se le ofrece? Yo noté a la señora muy angustiada. Me pidió que la ayudara, que fuera a su casa porque su muchachito se había puesto mal: “Se despertó como loco gritando que lo persiguen cinco caranchiles”.
 
Me fui con ella. Su casa se componía de un cuarto grande y una pequeña cocina con hornilla de barro. Elenito, su nieto, estaba sentado en el petate, con los ojos muy abiertos y agitando los brazos desesperadamente. Por más que le pregunté qué le pasaba, no me respondió. Yo traté de tranquilizarlo de varias maneras, pero fue inútil, hasta que doblegado por el sueño, se quedó dormido.
 
Le dije a Doña Inés que el niño tuvo una pesadilla, que no se preocupara y me retiré.
 
Casi amanecía cuando llegué a mi cabaña. Me preparé un café y lo tomé con pan blanco. Ya no pude dormir; sentado me llegó la hora de ir al cerro para apagar el faro.
 
Ese día no trabajé. Lo único que hice fue subir, en la mula, el hielo con que enfrió el faro. Me tiré a dormir y desperté en la tarde; al obscurecer encendí de nuevo el faro.
 
Por la noche regresó Doña Inés con el mismo cuento, pero con la novedad de que ya no eran cinco, sino diez caranchiles los que asustaban a Elenito. Estuve acompañándolos hasta que el niño se durmió.
 
Muchas noches fui con ellos. En la quinta consecutiva, los caranchiles se habían convertido en ochenta. La tensión de las pesadillas iba en aumento y la señora decidió llevar a su nieto con Don Toño, el curandero.
 
No volví a saber de Elenito hasta que él me encontró una tarde pescando en el estero. Me contó, asegurándome no mentir, que eso de los caranchiles era pura imaginación suya, una invención: que Don Toño lo acostó en una mesa grasienta y apestosa con las piernas y las brazos abiertos, “parecía una X”, y puso cuatro veladores negras, una en cada esquina. “Creen que estoy embrujado”. Yo me reí. También me dijo que en la noche número doce lo persiguieron diez mil doscientos cuarenta caranchiles. Yo me reí.
 
Yo creo que Elenito siguió insistiendo noche tras noche, pero una de ellas, en que de seguro daba el nuevo número de sus creaciones, Doña Inés, en el límite de su angustia, le partió el cuello con un cuchillo. Yo me fumaba el quinto cigarrillo al hilo cuando escuché el llanto de la señora. Me apresuré hacia su casa; encontré al muchachito con la cabeza desprendida de su sitio y a su abuela toda ensangrentada. De los ojos de Doña Inés salía sangre; esa impresión me dio. “¿Qué hice Erasmo, qué hice?”, me preguntó fuera de sí. Se me vinieron a la mente las confesiones que me hizo Elenito y pensé que se lo tenía merecido. En silencio acomodamos el cuerpecito en un costal y fuimos a enterrarlo al pie de una palmera.
 
Creí que los sufrimientos de Doña Inés y, ¿por qué no?, los míos habían terminado Pero no fue así.
 
La siguiente noche escuché los gritos espantosos de Doña Inés: gritaba que la seguían los caranchiles (no sé exactamente cuántos, pero recuerdo que eran el doble de aquellos que la noche anterior persiguieron a Elenito). Dos semanas después la asesinó Don Toño.
 
Yo no delaté al curandero, por las mismas razones que no lo hice con Doña Inés.
 
Las autoridades sólo se enteraron de la muerte de Don Toño y de muchas que le siguieron, el brujo fue asesinado por unas enfermeras del Hospital Psiquiátrico del Puerto.
 
No es necesario que anote lo que sé de los acontecimientos posteriores, pues tengo recortes de las noticias aparecidas en los periódicos, de por lo menos hasta donde me fue posible conseguirlos.
 
El caso es que el último hombre o, tal vez, la última mujer debe haber muerto en Estambul. Yo ya no me considero humano.
 
El invento de los caranchiles atacó a toda la humanidad, porque todas las mujeres y todos los hombres tuvieron nexos entre sí; relaciones establecidas por la amistad. Estoy seguro de que si yo me lo hubiera propuesto habría podido reconstruir la cadena o la red que me conectaba, a través de mis amigos, de los amigos de ellos, de los amigos de éstos, etc., con cualquier nativo dé Nueva Guinea.
 
El último dato que tengo del número de caranchiles, muy vago por cierto, lo encontré en un escrito periodístico hecho por un señor al que presentaban así: “El gran psicoanalista”. El decía que los caranchiles eran incontables, pero que probablemente ascendían a centenares de billones y, cosa interesante, se le habían duplicado al paso de cada noche.
 
Ahora estoy esperando que pasen once años. Los que tiene Elenito de muerto y los mismos que tuvo de vida, para recordárselo al mar y pedirle que tenga presente cómo terminaron las gentes que poblaron las tierras que él rodea.
 
Por lo pronto, yo mismo haré el hielo y el faro seguiré encendiéndose todas las noches, y en su luz me traeré los mensajes del mar y en él llevará los míos.
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Ángel Zambrano G.
Profesor de la Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. 

 

cómo citar este artículo
Zambrano G., Ángel 1984. Apuntes. Ciencias 5, enero-marzo, 60-61. [En línea]