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De patentes y derechos de los pueblos indígenas
En este texto se revisan los principales problemas en torno a los derechos de propiedad intelectual de los pueblos indígenas. Se hace un análisis del origen del actual sistema de patentes y de su incompatibilidad con las prácticas culturales de los pueblos indígenas.
César Carrillo Trueba
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Durante las reuniones de la Organización Mundial del Co­mercio, uno de los temas que se hallan constantemente sobre la mesa es el de los derechos de propiedad intelectual, en especial por las patentes que impiden a los paí­ses del Tercer Mundo el acceso a ciertos fármacos que sirven para controlar enfermedades muy difundidas en sus terri­torios, como el sida. La supuesta concesión de las naciones desarrolladas para que los países necesitados puedan importar este tipo de medicamentos no resuelve el proble­ma, ya que nuevamente deja el control en manos de las grandes compañías farmacéuticas —algunas ya cuentan con líneas de productos genéricos—, las cuales decidirán cómo manejar el asunto. El problema de fondo aún es que el sis­tema de patentes, el de los derechos de propiedad inte­lectual, está hecho a la medida de las compañías multinacionales.

Antes de los acuerdos establecidos en 1993 en el marco del gatt, el antecesor de la Organización Mundial del Comercio, cada país contaba con sus propias leyes de propiedad intelectual, su sistema de patentes resultado de su historia y de su situación social, económica y cultural. En varios de ellos, al igual que lo establecía la anterior ley me­xicana, no era posible patentar un producto, sólo los pro­cesos para su obtención —lo cual difería de la legislación estadounidense que permitía patentar procesos y productos. La idea era proteger la innovación tecnológica sin impedir su libre curso; es decir, la posibilidad de que otros inventaran un proceso distinto para obtener el mismo producto.
 
Sin embargo, a finales de los ochentas se gestó un movimiento impulsado por doce de las mayores empresas de los Estados Unidos —Bristol Myers, DuPont, General Electric, General Motors, Hewlett Packard, IBM, Johnson & Jonhson, Merck, Monsanto, Pfizer, Rockwell y Warner—, que conformaron el Comité de Propiedad Intelectual (ipc, por sus siglas en inglés) junto con un conglomerado de empresas japonesas denominado Keidanren, y otro de ori­gen europeo, la unice. Su primer objetivo fue acabar con las leyes nacionales, como puede apreciarse en un documento de 1988: “Debido a que los sistemas nacionales de protección de la propiedad intelectual difieren según el país, quienes detentan alguna propiedad intelectual dedican una cantidad desproporcionada de su tiempo y sus recursos para adquirir y defender sus derechos, y consideran que el ejercicio de los derechos de propiedad intelectual es obstruido por leyes y regulaciones que limitan el acceso al mercado y la capacidad de repatriar beneficios”. Y consecuentes con la política económica prevalecien­te, enfilaron sus baterías hacia todo aquello que prote­giera las necesidades básicas de la población, por considerarlo también como un atentado a sus derechos: “El otorgamien­to de un derecho exclusivo es un elemento esencial de un sistema de patentes eficiente. No obstante, algunos países someten las patentes de cierto tipo a un permiso obligato­rio que puede ser impugnado por un tercero. La alimenta­ción, los medicamentos y en ocasiones los productos agroquímicos son blanco de esta forma de discriminación, que resulta en un atentado a los derechos de su poseedor”.

Es claro que en la mira de las grandes compañías esta­ba la biotecnología, que ya había dado muestra de su gran potencial para hacer uso de los recursos biológicos, por lo que el derecho a patentar incluso seres vivos estaba contemplado: “Aun cuando las biotecnologías han llamado gran­demente la atención, muchos países difieren en cuanto a la instauración de una protección eficiente por medio de patentes para poder justificar inversiones adecuadas en la investigación y el desarrollo. Dicha protección deberá cubrir tanto los procedimientos como los productos de la biotecnología, incluidos los microorganismos, sus partes (plásmidos y otros vectores) y plantas”.

Al poner en el mismo plano procesos y productos, esta legislación abría paso a las compañías para patentar todo aquello que encontraran, aunque no fuera modificado en lo más mínimo, como es el caso de una secuencia genéti­ca, y permitió que se patentara desde el genoma com­pleto de un gusano hasta fragmentos de adn del genoma hu­mano cuya función aún se desconoce, sin dejar de mencionar el caso de las células de dos personas, un indígena de Nue­va Guinea y otro de Panamá, ambos habitantes de regiones aisladas, que parecían poseer resistencia a ciertas en­fer­medades, y a quienes nunca se les notificó esto, ya que la compañía que estableció esta característica alegaba ser su detentora —bajo esta lógica Colón podría haber patentado América. Así, como señala Pat Roy Mooney, en menos de una década los ingresos obtenidos por las licencias de pa­tente pasaron de quince mil millones de dólares a cien mil millones anuales, y tan sólo en un año se aumentó en 50% el número de patentes, con las licencias solicitadas por tres compañías para los resultados de la secuenciación del genoma humano —la concentración de éstas es enorme, 90% de las patentes de nuevas tecnologías pertenece a compañías multinacionales.

¿Patrimonio de quién?

Paradójicamente, mientras la fiebre de las patentes no deja de aumentar, simultáneamente surge un discurso en el cual la diversidad biológica es un bien común que pertenece a la humanidad. En la medida que no se le ha hecho nada y por su importancia para la regulación climática del planeta y demás servicios ambientales que proporciona debe ser protegido por todos, por lo que su preservación es parte de las agendas de instituciones y agencias nacionales e internacionales, incluso, según algunos, debe ser considerada un asunto de seguridad mundial.

Pero no sólo la naturaleza considerada prístina —igno­ran­do que casi siempre la han modificado los humanos que vi­ven en sus inmediaciones o que antes la habitaron— es vis­ta como patrimonio de la humanidad, también se in­cluyen en esta categoría las plantas cultivadas, aun cuando son resultado de siglos de cuidado y manejo, de cambios en sus características por la acción continua de quienes las mantienen hasta la fecha y todavía generan variedades ade­cuadas según las condiciones en que viven, los cambios su­fridos en su entorno o algún desplazamiento forzado. De igual manera es considerado el conocimiento de los pueblos indígenas, sus plantas medicinales, las que recolectan para su alimentación, los procesos de fermentación que usan en su preparación, y otros tantos elementos que forman parte de su vida cotidiana, debido a que en su mayoría circulan libremente, ajenos a autoría alguna; en ocasio­nes, alcanzando una dimensión nacional.
 
Así, por ejemplo, cualquier laboratorio farmacéutico o industria agroquímica podría tener acceso a la diversidad biológica de determinada región o país, obtener cierto pro­ducto —un compuesto activo o un fragmento de adn— to­man­do como base el conocimiento que posee algún pueblo indígena del lugar y patentarlo sin más. Y de hecho es lo que siempre ha sucedido y sigue sucediendo. La novedad es que esto ha aumentado en los últimos años, ya que la competencia entre las grandes compañías las conduce a tratar de obtener muestras de todo lo que pueden —plantas, animales, hongos y microorganismos— con el fin de llevar la delantera en la elaboración de nuevos productos. En el caso de fármacos, incluso con los modernos métodos para detectar compuestos activos, se trata de una búsqueda más bien aleatoria, una suerte de lotería. Una forma de incrementar las probabilidades es seleccionar las plantas por la familia a la que pertenecen, ya que se sabe que contienen ciertos compuestos que pueden poseer determinada actividad; pero aun así sigue siendo muy azaroso. Es aquí donde el conocimiento indígena resulta una herramienta de gran valor, porque su empleo permite encontrar con mayor facilidad compuestos activos y la mayo­ría de las veces para padecimientos específicos. Basta men­cionar el caso de la aspirina, la cual se desarrolló a partir del uso de la corteza de un árbol del género Salix que ha­cían los indígenas norteamericanos para mitigar el dolor, de allí se obtuvo el principio activo de este medicamento —son las ramitas que, en la versión de Disney, Pocahontas entrega a John Smith al final de la película.

De acuerdo con las estimaciones de los especialistas, al basarse en el conocimiento indígena se incrementa en cuatro veces la posibilidad de encontrar compuestos activos, lo cual casi es la misma cifra que obtuvo Michael Ba­lick en una investigación realizada específicamente para establecer esta diferencia, en la que analizó cierto número de plantas para ver si presentaban alguna acción sobre el virus del sida; en la búsqueda al azar sólo 6% reaccionaron, mientras que en la efectuada con base en el conocimiento indígena fue un 25% —las plantas se seleccionaron por ser consideradas por los curanderos como “muy poderosas”, pues no se conocía este padecimiento entre ellos.

Un ejemplo

Para ilustrar este proceder basta con recorrer alguna de las publicaciones especializadas en el campo y tomar un poco al azar algún caso, sin siquiera mencionar a los autores para evitar susceptibilidades y no perder de vista el panorama general. A mediados de los ochentas, un grupo de investi­gadores de un país del llamado Primer Mundo trabajó en la parte baja de la Sierra Mixe, en Oaxaca, en busca de plan­tas para tratar enfermedades gastrointestinales y dermatológicas. En uno de sus artículos detallan los pasos a seguir: “1) estudio etnobotánico inicial para documentar la flora medicinal; 2) evaluación etnofarmacológica preli­minar usando información fitoquímica y farmacológica publi­cada acerca de estas plantas con el fin de seleccionar aque­llas que pasarán al siguiente nivel; 3) pruebas parasitológi­cas y microbiológicas con las plantas seleccionadas; 4) in­ves­tigaciones fitoquímicas en las plantas de mayor actividad; 5) posteriores evaluaciones farmacológicas y toxicológicas de las últimas plantas”.

En la primera fase, realizada entre 1985 y 1991, docu­men­taron un total de 213 plantas, de las cuales 66 se emplean para padecimientos gastrointestinales y 72 para los de la piel; de éstas se seleccionaron 29 para la siguiente fase —20 para gastrointestinales, 5 para la piel y 4 que se usan para ambos. Para ejecutar la tercera fase, “se colectó material durante este periodo y fue secado por medio de aire en una secadora. Además, varias de las plantas fueron cultivadas en el jardín botánico en Freiburg” —todo, por supuesto, con los permisos correspondientes de la Secreta­ría de Medio Ambiente. Se hicieron las preparaciones ne­cesarias para evaluar la acción de estas plantas en el creci­miento de tres bacterias, entre ellas Escherichia coli, y dos hongos. Encontraron que 22 inhibieron al menos una de las tres bacterias y 18 al menos uno de los dos hongos, en ambos casos con una efectividad digna de “interés terapéutico”; es decir, con buenos resultados. Las conclusiones de los investigadores son contundentes: “El número de plantas que presenta una actividad interesante es muchos mayor al que se podría esperar en pruebas con plantas seleccionadas de manera aleatoria”.

De este universo de plantas se eligieron algunas para la siguiente fase. Una de ellas, el guácimo o cuaulote (Guazuma ulmifolia), fue sometida a una serie de pruebas para evaluar su efectividad en la inhibición de la bacteria que provoca el cólera, una de las enfermedades gastrointestinales más difundidas en el mundo. Esto se llevó a cabo en conejos y los resultados fueron positivos, por lo que es po­sible pasar a una nueva fase y, tal vez, llegar a la elaboración de un medicamento. Al parecer no es esta la intención del grupo de investigadores, pero si así fuera o si otros to­maran el relevo y lograran patentar un medicamento, ¿en dónde quedaría el aporte del pueblo mixe?, ¿no sería jus­to que se reconocieran sus derechos de propiedad inte­lectual?, además de su contribución a la preservación de este árbol en el paisaje de su región, ya que si allí se hubie­ra instalado una plantación de eucalipto o un monocul­tivo, probablemente no quedaría guácimo alguno.

Esto no es ficción, pues ha pasado en innumerables oca­siones, aunque más despiadadamente en los últimos años, en que muchos pueblos indígenas viven momentos muy difíciles por la reducción de su población y la destrucción de su entorno. Tal es el caso de una planta usada como an­ticoagulante por los indígenas amazónicos urueu wau wau, dada a conocer por un investigador en una revista especia­lizada, de donde los laboratorios Merck obtuvieron la información y prosiguieron la investigación hasta lograr un producto de gran utilidad para la cirugía de corazón. O bien el del árbol de neem, que forma parte del paisaje en muchas regiones de la India por su uso como alimento, pesti­cida y antibacteriano —se acostumbra tallar los dientes con él a manera de cepillo— a partir de lo cual varias compañías estadounidenses y japonesas elaboraron biopesticidas y hasta una pasta de dientes, que rápidamente protegieron con una patente, sin importar que en la India ya existie­ra un comercio importante de varios productos elaborados con él, y que, como lo explica Vandana Shiva, las leyes hin­dúes no permiten su patente por tener un uso tan difundido, tan diverso y antiguo.

¿Es posible regular?

En un mercado controlado por las grandes compañías, des­de el diseño de las reglas hasta su operatividad, no es sen­cillo encontrar mecanismos alternativos que sean funciona­les. El convenio establecido en Costa Rica, en 1991, entre Merck y el Instituto Nacional de la Biodiversidad o Inbio —que en contra de lo que dice su nombre, no es una institución nacional ni pública, sino privada—, en el que la primera pagó un millón de dólares al segundo a cambio del acceso exclusivo a sus áreas protegidas para estudiar durante dos años miles de plantas, insectos y muestras de suelo con el fin de encontrar sustancias activas susceptibles de originar algún fármaco —en este caso Merck paga­ría además 5% de las ganancias por regalías—, fue visto por muchos, principalmente por las agencias internacionales de desarrollo, como un modelo a seguir, ya que, a decir de uno de sus artífices, ponía fin a la era en la que se extraía materia prima sin pago alguno y se favorecía la conservación de la biodiversidad. Este convenio, que mues­tra la bioprospección en estado bruto, fue tan controverti­do y tanta tinta hizo correr que no vale la pena exten­derse al respecto. Basta señalar que a la fecha existe un descono­cimiento total acerca de la cantidad de dinero que se le ha pagado al Inbio ni su destino, y que esta experiencia es­tableció una forma de vender la biodiversidad de ma­ne­ra clara y abierta, por medio de un convenio, que fue se­guida por varias pequeñas compañías en el mundo, lo cual constituyó un intento de navegar por las aguas del libre mer­cado, pero cuyo resultado fue, como lo señala Joan Mar­tínez Allier, malbaratar el patrimonio de una nación y, además, en beneficio de una entidad privada, mientras las áreas protegidas de Costa Rica viven el mismo problema que en el resto del mundo, la falta de recursos para operar.

También se ha dicho que otra manera de proteger la bio­diversidad y el conocimiento indígena sería patentándolos, pero una sola mirada a los requisitos y los recursos financieros necesarios para obtener una patente permite reconocer lo imposible de esta medida. Además, va en con­tra del modo de vida de los pueblos indígenas, de su cultu­ra, en la que existen formas de transmisión, preservación y generación de conocimiento generalmente bien establecidas, que lo hacen accesible en su mayoría a todos los miembros de una comunidad, quienes lo enriquecen por medio de la innovación y el aporte de nuevos elementos.

De distinta índole es la ley que protege el conocimiento indígena y los recursos genéticos —las variedades de plantas cultivadas, entre otros— establecida en 1997 en el estado de Acre en la zona amazónica de Brasil, la cual re­conoce los derechos colectivos de los pueblos autóctonos sobre su conocimiento y sus recursos genéticos, y regula la colecta de material biológico para “investigación, biopros­pección, conservación, aplicación industrial, uso comercial y otros propósitos”, así como el reparto equitativo de las ganancias derivadas de su uso, e impone severos casti­gos a quienes no las acaten. Al parecer, esta ley sirvió como base para el sistema de acceso a los recursos genéticos adoptado por los países miembros del Pacto Andino, pero, como lo señala Darrel Possey —el eminente etnobiólogo recientemente fallecido—, aún quedan muchas lagunas en estas legislaciones.

Derechos de propiedad de los pueblos indígenas

Es difícil definir con precisión el conocimiento de los pueblos indígenas, pues va desde el uso de alguna planta hasta el manejo del espacio en que viven, lo cual resulta en un paisaje determinado, donde abunda cierto tipo de plantas y animales, predomina un estilo arquitectónico así como otros rasgos que caracterizan una cultura. La capacidad de allegarse nuevos elementos, de intercambio con sus vecinos, su origen e historia hacen que, con frecuencia, muchos de estos conocimientos sean compartidos en cierta escala, desde microrregional hasta nacional, y además que no pue­dan definirse por completo, ya que están en constante mo­vimiento y cambio, aunque con un ritmo distinto al que tiene lugar en las sociedades industriales.

En un intento por definir algunas categorías de conoci­miento susceptibles de ser protegidas, el Convenio sobre los Derechos de Propiedad Intelectual, Cultural y Científi­ca establece, de acuerdo con la versión de Darrel Possey, las siguientes: “1) propiedad sagrada (imágenes, sonidos, co­nocimientos, materiales, cultura o cualquier cosa que es considerada sagrada y por tanto no susceptible de ser con­vertida en mercancía) —este punto serviría para impedir la patente de la imagen de la Virgen de Guadalupe—; 2) co­nocimiento de uso común, uso previo y uso potencial de especies de plantas y animales, así como suelos y minerales; 3) conocimiento para la preparación, procesamiento y almacenamiento de especies útiles; 4) conocimiento de formulaciones que incluyen más de un ingrediente; 5) conocimiento de especies individuales (métodos para plantarlas, cuidarlas, seleccionarlas, etcétera); 6) conocimiento para la conservación de los ecosistemas (métodos de protección y preservación de un recurso que puede o no tener un valor comercial, aunque no sea usado espe­cí­ficamente para ese fin o para otros propósitos prácticos por la comunidad local o la cultura); 7) recursos genéticos que se originaron en (originarios de) los territorios y tierras indígenas; 8) propiedad cultural (imágenes, sonidos, obje­tos, artes y presentaciones); y 9) sistemas de clasificación de conocimientos, como las taxonomías tradicionales de plantas”.

Para que la defensa de estos derechos sea efectiva es pre­ciso que los pueblos indígenas posean un verdadero con­trol y manejo de su territorio, así como una organización regional, ya que este tipo de conocimientos suele ser compartido por varias comunidades de un mismo pueblo o in­cluso de distintos. “La mejor garantía de la conservación de la biodiversidad —apunta la Carta de los pueblos tribales indígenas de la selva húmeda— es que quienes la promueven apoyen nuestros derechos a usar, administrar, ma­nejar y controlar nuestros territorios. Afirmamos que la custodia de los diferentes ecosistemas debe ser confiada a noso­tros, pueblos indígenas, dado que nosotros hemos vivido en ellos durante miles de años y nuestra supervivencia de­pen­de de ellos”.

¿Es otro mundo posible?

Los países del mundo no desarrollado son depositarios de 80% de la diversidad biológica del planeta, y en ellos se en­cuentra la mayor diversidad cultural del mismo, cientos de pueblos indígenas que mantienen un modo de vida distin­to. De esta conjunción resulta que buena parte de los habitantes del mundo recurre todavía de manera directa a las plantas para curarse —80% de la población mundial se trata con métodos tradicionales, según cifras de Norman Farnsworth, de los cuales 85% consiste en plantas, lo que representa un potencial infinito y un patrimonio que es pre­ciso proteger y que no se debe malbaratar. Es un hecho que el sistema de patentes que rige actualmente en la Or­ganización Mundial del Comercio es totalmente inadecuado e injusto para los derechos de propiedad intelectual de los pueblos indígenas —lo que se suma a la tan discutible patentabilidad de organismos vivos— y que las inmensas ganancias que genera anualmente la producción de medi­camentos de patente hacen que difícilmente los países del Primer Mundo acepten una impugnación del mismo —al igual que sucede en otros rubros.

A pesar de ello, la defensa de este patrimonio no debe cejar, y no sólo por la rapiña con que actúan las grandes compañías farmacéuticas, sino también por el desarrollo que están teniendo los llamados fitofármacos, medicamen­tos elaborados con extractos de una o varias plantas que pueden ser suministrados como cápsulas que contienen material vegetal seco, tabletas, líquidos, cremas, etcétera, y cuya demanda se ha incrementado considerablemente en los últimos años en Europa y los Estados Unidos, debi­do al consumo de productos orgánicos. Una idea de la mag­nitud de este fenómeno se puede obtener por medio de una simple búsqueda en la red con el nombre de Ginkgo bi­loba, el legendario árbol que plantaban los chinos alrededor de los monasterios por sus propiedades curativas, y cuyo extracto es usado para atacar el mal de Alzheimer, entre otros padecimientos, y no ha dejado de ser objeto de investigaciones médicas y farmacológicas. Si los labora­torios que actualmente los producen siguen creciendo y algunos de los grandes incursionan en este campo, la bioprospección realizada con base en el conocimiento indígena se incrementará aún más.

Sin embargo, otra manera de proteger y preservar este patrimonio sería por medio del desarrollo de fitofármacos propios, algo que numerosos científicos, entre los que des­ta­ca el doctor Xavier Lozoya, llevan años, casi décadas, pro­poniendo. En un país como México, donde existe una gran diversidad biológica y cultural, así como una infraes­tructura de investigación que, aunque un poco reducida, es de alta calidad —como el Instituto de Química y otras dependencias de la unam, el imss y la uam, esta opción para desa­rrollar medicamentos puede ser óptima. Además, exis­ten varias experiencias previas, la última cristalizó en el diseño de un cuadro básico de diez o doce fitofármacos. Retomar este proyecto y diseñar sistemas agroforestales para la producción de las plantas que requieren es­tos medicamentos puede ser un paso en este sentido, y una buena forma de enfrentar, en parte y a largo plazo, el desabasto que prevalece en las instituciones de salud pú­blica. En am­bos aspectos, la participación activa de los pueblos indíge­nas puede ser fundamental, con la condición de reconocer la validez de su inmenso conoci­miento en estos ámbitos y los derechos de propiedad intelectual que de éste se de­ri­van. Sólo así se podrá avanzar hacia una relación de ver­dadera igualdad con los pueblos indí­genas.
César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Referencias bibliográficas
 
Argawal, A. 1999. “On power and indigenous knowledge”, en Cultural and Spiritual Values of Biodiversity, Darrell A. Posey (ed.), unep/itp, Londres, pp. 177-180.
Farnsworth, N. 1988. “Screening plants for new medicines”, en Biodiversity, E. O. Wilson (ed.), National Academy Press, Washington D. C.
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Martínez, J. 1994. “The merchandising of biodiversity”, en Etnoecologica, vol. 2, núm. 3.
Posey, D. A. (ed.). 1999. Cultural and Spiritual Values of Biodiversity. unep/itp, Londres.
Shiva, V. 1996. Biopiracy: The Plunder of Nature and Knowledge, South End Press.
César Carrillo Trueba es Biólogo por la Facultad de Ciencias de la unam y actualmente cursa estudios de doctorado en Antropología en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, publicó Pluniverso, un ensayo sobre el conocimiento indígena contemporáneo, unam, 2006. Es editor de la revista Ciencias de 1987 a la fecha.
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como citar este artículo

Carrillo Trueba, César. (2006). De patenetes y derechos de los pueblos indígenas. Ciencias 83, julio-septiembre, 30-37. [En línea]
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