Una ciencia, ¿de quién y para quién? |
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Eulalia Pérez Sedeño
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El interés por las relaciones, pasadas o actuales, entre las mujeres y las ciencias ha crecido durante los últimos treinta años desde diversas perspectivas, constituyendo un espacio de investigación propio denominado estudios de ciencia, tecnología y género o sobre las mujeres y las ciencias y la tecnología. La atención a esas relaciones, presentes en muy diversas áreas, se ha centrado fundamentalmente en tres, la pedagógica, la socioinstitucional y la epistemológica, pero la variedad de estudios y análisis no impide que todos compartan el objetivo de oponerse y combatir al sexismo androcéntrico que impera en la ciencia y la tecnología.
Para entender adecuadamente las cuestiones y problemas implicados es importante distinguir entre sexo y género, conceptos utilizados para diferenciar las características biológicas de los seres humanos (sexo) de las que son social, cultural e históricamente adquiridas (género). Hasta los años sesentas, gran parte de los estudiosos utilizaban indistintamente ambos términos, pero Robert Stoller y Anne Oakley, por separado, introdujeron en las ciencias sociales la siguiente distinción: sexo refiere a características biofisiológicas como cromosomas, genitales externos, gónadas, estados hormonales, etcétera —por lo general, aquí se habla de macho y hembra. Género, en cambio, remite a pautas de comportamiento social y culturalmente específicas, sean reales o normativas —en este caso las categorías que se aplican son masculino y femenino. Mientras que el contenido de la distinción macho-hembra estaría genéticamente determinado, el de masculino-femenino sería culturalmente variable e incluso independiente del sexo biológico. La importancia de esta diferencia radica en que las características de los géneros se consideraban, y en ocasiones aún se consideran, sexuales y, por tanto, biológicamente determinadas, como sucede con la capacidad para la actividad científica, entre otras, y así históricamente se ha justificado el escaso número de mujeres en la ciencia —y también en otras profesiones. Como uno de los objetivos centrales del feminismo —entendido de manera general, aunque en su interior hay múltiples y variadas posturas— es avanzar propuestas sociales y políticas que conduzcan a la plena igualdad de las mujeres, las cuestiones pedagógico-prácticas adquirieron gran relieve desde sus inicios. Tras analizar la situación imperante en los años sesentas —¿por qué había menos chicas que chicos estudiando ciencias?— el principal propósito fue conseguir que creciera el número de mujeres estudiando ciencia y tecnología y desempeñando actividades tecnocientíficas. Para ello se examinaron curricula, libros de texto, actitudes del profesorado, etcétera, y se esbozaron diferentes estrategias: desde la selección de lecturas adecuadas o la inclusión de información que normalmente no se contempla en los cursos estándar, hasta la provisión de modelos femeninos para aquéllas que quisieran estudiar o dedicarse a la ciencia. La necesidad de disponer de modelos que sirvieran de ejemplo y estímulo produjo un detallado examen de las historias de la ciencia, pero en ellas apenas aparecían unas pocas. ¿A qué se debía?, ¿es que no hubo mujeres dedicadas a la investigación y la práctica científicas? El estudio evidenció que la poca presencia de mujeres se debe, principalmente, a los sesgos inherentes a los propios historiadores —son personas que seleccionan lo que les parece importante de entre lo que los avatares del tiempo ha dejado y, además, en abrumadora mayoría son varones— y a cierta concepción estrecha de la historia de la ciencia —se reconstruye la disciplina en base en los nombres de grandes personajes y teorías o prácticas exitosas, dejando de lado actividades que, en modo alguno, son insignificantes para el desarrollo de la ciencia. Pero el interés por las mujeres en la ciencia, o mejor aún, la adopción de la perspectiva de género ha permitido prestar mayor atención a diversas facetas y aspectos de la ciencia y la tecnología, hasta hace poco insospechados, que producen un enriquecimiento de su historia. Cuando se aborda sin prejuicios, se descubre que no sólo existieron unas cuantas mujeres excepcionales cuyas contribuciones quedan fuera de toda duda, también pueden apreciarse a primera vista fenómenos en los que es notable la participación femenina. Por ejemplo, la gran presencia de mujeres en el momento del nacimiento y constitución de disciplinas científicas tales como la botánica o la geología, cuyo número disminuye a medida que la disciplina se profesionaliza o institucionaliza y adquiere prestigio; su preeminencia en el ejercicio de otras, como la psicología o la primatología; el cambio de perspectiva que supone la incorporación de la mujer en determinada disciplina —como en antropología, biología o medicina—; la aparición, en determinadas épocas, de fenómenos sociológicos íntimamente relacionados con ellas, como la popularización o divulgación científica, ya sea en forma de libros o revistas; el importante papel desempeñado por ellas en el grupo de benefactores o mecenas de la ciencia; o el desfase con el que se han incorporado a las instituciones científicas y las consecuencias sociales, institucionales y epistemológicas que ello ha tenido y tiene. Todo ello tomando en cuenta que el derecho a la educación superior es muy reciente, ya que como grupo, y no como excepción, las mujeres lograron entrar en las universidades a finales del siglo xix: en las suizas en la década de 1860, en las francesas en la de 1880, en las alemanas en 1900 y en las británicas en la de 1870 —aunque universidades como la de Cambridge no las admitieron sin ningún tipo de restricción hasta 1947— y en las norteamericanas a mediados del siglo xix, pero en departamentos o colegios segregados. En los países de lengua española la incorporación fue aún más tardía: por ejemplo, en Cuba se matriculó por primera vez una mujer en la universidad en 1883 y la primera en doctorarse lo hizo en 1887; en España sólo se les admitió sin ningún tipo de restricción a partir de 1910 y en Colombia en 1937. Las academias científicas tardaron aún más; dos mujeres —Marjory Stephenson y Kathleen Londsdale— fueron las primeras en ser admitidas en la Royal Society en 1945, a pesar de que tenía casi trescientos años de existencia; en 1979, Yvonne Choquet-Bruhat fue la primera en ingresar a la Académie de Sciences, fundada en 1666; Liselotte Welskopft, en 1964, se convirtió en la primera miembro con pleno derecho de la Societas Regia Scientarum, luego Akademie der Wissenschaften de Berlín —antes hubo mujeres como miembros honoríficos o miembros correspondientes, como Lise Meitner en 1949, pero, aún así, desde su creación en 1700 hasta 1964 sólo diez mujeres habían accedido a dicha academia como miembros honoríficos. Las primeras españolas en acceder a las academias científicas fueron María Cascales —Real Academia de Farmacia, en 1987— y Margarita Salas —Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en 1988. ¿Cuál es la situación actual? En un reciente informe de la Unión Europea —el Informe etan— se muestra que, mientras la proporción de estudiantes hombres y mujeres es similar, e incluso superior a favor de las mujeres en muchas áreas, ellos ocupan la gran mayoría de puestos de profesor de tiempo completo. El mismo informe indica que, incluso en países donde la discriminación es menor —Finlandia, Francia y España—, las mujeres representan sólo entre 13 y 18% del personal de tiempo completo en las universidades. En Holanda, Alemania y Dinamarca, este porcentaje baja a 6.5%. En la posición de catedráticas o profesoras de investigación —su equivalente en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas—, el porcentaje es aún más escandaloso, sólo 5%. En el Estado Español, durante el periodo escolar 2000-2001, 54.73% de los estudiantes universitarios eran mujeres, constituyendo mayoría en todas las áreas, excepto en la tecnológica; sin embargo, las mujeres representan 33.56% del profesorado universitario, pero sólo tienen 12.41% de las cátedras. La pregunta por los mecanismos que permitieron y aún permiten esa desigualdad ha llevado a la identificación de ciertos tipos de discriminación, como la territorial y la jerárquica. Por medio de la primera, las mujeres quedan relegadas a disciplinas y trabajos concretos, marcados por el sexo, como la clasificación y catalogación en historia natural o la captura de datos en astronomía. Así, a esos trabajos o carreras feminizados se les atribuye menor valor y se les considera rutinarios o poco importantes por el hecho de ser realizados por mujeres. Por otro lado, en virtud de la denominada discriminación jerárquica, mujeres brillantes y capaces son mantenidas en los niveles inferiores del escalafón o topan con un techo de cristal que no pueden traspasar en su profesión, es decir, hay un tope que no permite subir más. Finalmente, se reconoce que las mujeres están excluidas de facto de las redes informales de comunicación, cruciales para el desarrollo de las ideas. Es decir, soportan formas encubiertas de discriminación y microdesigualdades que siguen pautas muy sutiles y a menudo pasan desapercibidas, pero crean un ambiente tal que muchas mujeres desfallecen y abandonan. Esas desigualdades vienen dadas por comportamientos que diferencian, apartan, ignoran o descalifican de cualquier modo a un individuo por características inmutables que no dependen de su voluntad, esfuerzo o mérito, como pueden ser el sexo, la raza o la edad. Las microdesigualdades crean un entorno laboral y educacional que menoscaba el rendimiento de las personas, pues para combatir ese tipo de comportamientos son necesarios mucho tiempo y energía. En el área epistemológica también existen múltiples trabajos interrelacionados con los de otros ámbitos y entre sí. En general, las críticas feministas a la ciencia no constituyen una unidad, excepto en dos aspectos: en la convicción de que la categoría de género es fundamental para “hacer ciencia” y analizarla, y en el carácter político, no sólo epistemológico, de esas críticas. Por eso, la pregunta ¿de qué conocimiento estamos hablando? cobra gran relevancia. Entre las críticas pueden distinguirse las enfocadas en las diversas teorías tecnocientíficas o aspectos de ellas, sus sesgos y valores, y las dirigidas a la ciencia en general. Entre las primeras, las efectuadas a la biología han sido espectaculares, incidiendo en el papel central que dicha disciplina desempeña a la hora de mantener la organización por géneros de la sociedad. El reduccionismo sociobiológico Un ejemplo paradigmático lo tenemos en las tesis sociobiológicas que, sin duda, son las más atacadas debido a las implicaciones sociopolíticas que conllevan. La sociobiología pretende ser el estudio sistemático de la base biológica de la conducta humana. Sostiene que hay rasgos universales que identifican a los humanos sin importar diferencias culturales o históricas, como la agresividad masculina y la crianza de la prole por parte femenina, y que esta universalidad es evidencia de que son adaptativos, esto es, que sucesivas generaciones los heredan, y quienes los tienen dejan más descendencia. Así pues, se supone que tratamos de hacer las cosas que nos ayudan a replicar nuestros genes, y las conductas que nos permitan hacerlo de manera más eficaz se convierten en universales. Ejemplos de esos rasgos universales de los que se han ocupado profusamente los sociobiólogos son la promiscuidad sexual masculina y la fidelidad sexual femenina. Su argumentación se desarrolla aproximadamente por el siguiente camino. El organismo es la forma que tienen los genes de fabricar más genes. La conducta promiscua masculina permite fecundar a tantas mujeres como sea posible, lo que maximizará los genes masculinos. Por su parte, las mujeres optarán por la fidelidad tras elegir un macho —genéticamente— bien dotado que tenga buen cuidado de ellas y de su descendencia. Por otro lado, sostienen que las mujeres efectúan una mayor inversión biológica en los niños que los hombres, y a partir de lo que consideran conducta adaptativa y la observación de una mayor contribución de las mujeres al cuidado de los hijos y del hogar, concluyen que hombres y mujeres deben adoptar estrategias básicamente diferentes para maximizar las oportunidades de extender sus genes a las futuras generaciones. Eso les sirve para explicar la desigual e injusta distribución en el hogar, o el hecho de que jovencitas se unan a hombres maduros —no se sabe si genéticamente, pero sí económicamente bien dotados—, entre otras muchas cosas. Al margen de la falacia cometida —ya identificada por Hume al mostrar que no puede pasarse del es al debe—, son muchas las objeciones que han señalado diversas autoras. Por ejemplo, se ignora que las sociedades humanas no funcionan con unos pocos sementales, que los hombres más poderosos y fuertes, por lo general, no tienen más hijos, y que no hay razones para creer que las mujeres inviertan más energía en la reproducción —además de que no está claro qué se quiere decir con “inversión de la energía de la madre” en el desarrollo del feto. Por otro lado, agrupan bajo el mismo nombre conductas muy diferentes, humanas y no humanas, haciéndolas aparecer como universales; se eliminan contextos y significados culturales, se olvida que hay gran variedad de conductas animales y se obvia el hecho de que los genes no se autorreplican —individuos con material genético diferente producen individuos distintos a los progenitores. Finalmente, se soslaya un problema importante, el de las analogías y las homologías. Los rasgos análogos muestran que sendas evolutivas diferentes proporcionan soluciones similares a problemas biológicos o ambientales semejantes —como las alas de aves, murciélagos o insectos, que son similares y tienen la misma función. En cambio, los rasgos homólogos son aquellos que comparten una base evolutiva y genética común, y su presencia no es evidente, sino que exige una inspección muy detallada y se deduce de ancestros comunes —como las plumas de las aves y las escamas de los peces. Las analogías carecen de importancia para establecer líneas de herencia biológica, pero no así las homologías, que se establecen por el registro fósil. Y, por lo que sabemos, la conducta no se fosiliza. Como se ve, la reflexión crítica sobre la ciencia desde una perspectiva feminista analiza las teorías concretas que tienen que ver con el género y las mujeres, así como los procedimientos empleados para llegar a ellas. Pero también cuestiona la naturaleza misma del conocimiento y el poder que éste crea, originándose así la denominada epistemología feminista. Con respecto a esto, hay que señalar al menos dos cuestiones importantes. En primer lugar, en contra de lo que algunos autores afirman —tal es el caso de Sokal o Bunge, que hablan de feministas en general sin hacer distinciones teóricas entre autoras sumamente dispares en tradición, metodología, objeto de estudio y desarrollos teóricos, como Lucy Irigaray, Sandra Harding y Helen Longino— no existe una sola epistemología feminista. Es más, algunas teóricas ni siquiera estarían de acuerdo con ese rótulo, aunque sí con la idea de hacer filosofía epistemológica como feministas, es decir, incorporando los ideales de igualdad. En segundo lugar, gran parte de los problemas abordados por las denominadas epistemólogas feministas tienen muchos puntos de coincidencia con diversas corrientes en filosofía y sociología de la ciencia. Las mujeres y la primatología Dicho esto, hay que señalar que en el contexto de los debates existentes en el feminismo, y en los estudios de la ciencia en general, surgen diversas preguntas que van desde las muy concretas a las generales acerca de la posibilidad del conocimiento y su justificación, así como del papel que en todo ello desempeña el sujeto cognoscente. Dos de gran importancia son, ¿ha tenido o puede tener algún impacto la ausencia de mujeres en la elaboración de contenidos teóricos y desarrollos científico-tecnológicos?, y ¿sería diferente nuestra ciencia con una mayor participación de mujeres? El análisis de lo ocurrido en algunas disciplinas cobra enorme importancia en este terreno. Como ya se mencionó, una de las principales preocupaciones de muchas mujeres —y algunos hombres— desde los años sesentas del siglo xx, fue la escasa participación de mujeres, primero estudiando y después practicando ciencia. Por eso, el caso de la primatología ha despertado un inusitado interés. En efecto, si en 1960 no había ninguna mujer doctorada, en la siguiente década 50% de los doctorados en esta materia lo habían logrado mujeres, alcanzando 78% en 1999. Las preguntas que surgen inmediatamente son evidentes: ¿hay algo excepcional en la disciplina que la hace especialmente adecuada para las mujeres?, ¿se han dedicado las mujeres a ella por ser la que mejor sirve a la causa de la igualdad? ¿es esa espectacular incorporación el resultado de apoyos por parte de las jerarquías académicas dominantes —por ejemplo, los paleoantropólogos Louis, Mary y Richard Leaky— y, por tanto, resultado de prácticas sociales académicas no discriminatorias?, ¿es producto de la casualidad? Desde luego, no cabe duda de que el apoyo de los Leaky, en muchos casos incondicional, fue muy importante a la hora de iniciar y continuar los trabajos de primatólogas como Jane Goodall, Dian Fossey o Biruté Galdikas, todas bien conocidas gracias a sus trabajos con los grandes simios. En cuanto al carácter especialmente adecuado de la disciplina, con ello suele referirse que su objeto, métodos de investigación, etcétera, se ajustan a la naturaleza femenina —entendiendo esto como cosas muy diferentes, según las distintas posturas, pero que en parte se adecua al estereotipo de lo femenino. La objeción que surge es que muchas de estas científicas no dan el tipo, precisamente, de mujeres gentiles y pacientes. Además, no muchas primatólogas admiten que las mujeres sean más sensibles para tratar a otros animales o que éstos sean un objeto de estudio querido por ellas. Algunas afirman que, aunque puede que haya algo de cierto, se debe a que las mujeres han sido educadas en la paciencia de observar, sin necesidad de experimentar —recuérdese que históricamente no podían entrar en las sociedades, laboratorios o gabinetes de experimentación y academias. Se diría, más bien, que el gusto por el trabajo de campo es propio de naturalistas, de personas a quienes incomoda trabajar en sitios cerrados, y que no se adecuan a las relaciones jerárquicas. La afirmación de que la primatología es la que mejor sirve a los intereses feministas también ha sido objeto de gran discusión y debate. En primer lugar, por parte de las propias primatólogas, muchas de las cuales no se reconocen como feministas, aunque conocen y entienden el interés de quienes lo son por sus trabajos. Dicho interés proviene de que las disciplinas biosociales tradicionalmente han servido para fundamentar el sometimiento de la mujer y su consideración como sexo inferior, en ellas es donde mejor se aprecian los sesgos; por lo tanto, si se logra disponer de teorías no sexistas, se puede fundamentar una sociedad en la que no exista discriminación alguna por razón de sexo. Pero hay algo más. Después de la Segunda Guerra Mundial los primatólogos solían dividir los primates en tres grupos: machos dominantes, hembras y jóvenes —estudiados conjuntamente y, a menudo, como una sola unidad reproductiva—, y machos periféricos. Esa clasificación reforzaba la idea de que las sociedades de primates estaban regidas por la competencia entre machos dominantes que controlaban un territorio y los machos inferiores. Las hembras apenas tenían relevancia social, ni siquiera cuando las presentaban como madres dedicadas a la prole y disponibles sexualmente para los machos, de mayor a menor rango; las caracterizaban como criaturas dóciles, no competitivas, que cambiaban sexo y reproducción por comida y protección. Entre los años cincuentas y los setentas, los simios más estudiados por varios motivos, fueron los mandriles o babuinos de la sabana. En primer lugar, por su accesibilidad, pues son terrestres —cuando 90% de las especies de primates son arbóreas. En segundo, habitan la sabana africana, donde se cree que se originó la humanidad y, por tanto, se supone que comparten presiones selectivas semejantes a las que experimentaron los protohomínidos. Finalmente, porque la imagen de la sociedad de los mandriles como agresiva, competitiva y dominada por el macho, se adecuaba y daba una explicación del carácter masculino violento, belicoso y agresivo de los humanos. La incorporación de mujeres a la primatología supuso una reelaboración de la disciplina. Esto muestra algo bastante aceptado actualmente en historia y filosofía de la ciencia, lo que se elige como objeto de estudio puede influir enormemente en los resultados y contenidos de la investigación. En este caso, el hecho de elegir otras especies permitió reconsiderar muchos aspectos y supuestos que se daban por sentados. Por ejemplo, una de las primeras cosas que se hizo fue reevaluar la actuación y el papel de las hembras y darle la vuelta al estereotipo de hembra pasiva y dependiente. Así, a lo largo de los ocho años que las hembras de gorila conviven con las crías, les enseñan las distancias que hay que recorrer, los lugares donde hallar los frutos, las épocas de maduración, etcétera; todo esto durante los desplazamientos, que son de unos cuarenta kilómetros cuadrados. Otra de las cosas que se hizo fue reexaminar la diferencia sexual, cuestionando muchos supuestos de la primatología: la alianza, dominación y agresión del macho con la connivencia de la hembra. Así, se analiza la importancia de los vínculos establecidos a través de las redes matrilineales, la asertividad sexual, las estrategias sociales, las habilidades cognitivas y la competitividad por el éxito reproductivo de las hembras. Resultó, por ejemplo, que eran las viejas hembras mandriles quienes determinaban la ruta diaria para el forrajeo, así como las que proporcionan estabilidad social, mientras que los machos van de grupo en grupo. Ciencia, valores e ideología Son muchos los ejemplos de las ciencias biosociales que pueden exponerse. Estos nos enseñan algunas cosas. Por ejemplo, que a partir de una misma teoría y conceptos pueden extraerse diferentes reconstrucciones de la realidad, interpretando de distinto modo los hechos. Y que nuestros supuestos ideológicos y valores pueden conducirnos a observar los hechos de otro modo y evaluar la misma evidencia de manera diferente. También nos muestran, entre otras cosas, que el conocimiento científico está sumamente estructurado y organizado; cualquier sociedad intenta producir el conocimiento que mejor satisfaga sus necesidades sociales, políticas y económicas, lo que determina qué tipo de cuestiones se pueden plantear y cuáles son los medios disponibles para ello. Esa estructuración y organización no se da sólo en el terreno institucional, sino también en el nivel de las creencias. Por ese motivo es necesario contar con todos los puntos de vista que sea posible para construir una ciencia de todas y todos, y para todas y todos. |
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Eulalia Pérez Sedeño
Instituto de Filosofía,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España.
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Nota
Una primera versión de este artículo, más reducida, apareció en Emakunde, Diciembre de 2002, con el título ¿Tiene sexo la ciencia?
Referencias bibliográficas: Schiebinger, L. 1989. The Mind Has No Sex? Women in the Origins of Modern Science. Harvard University Press, Cambridge, Mass/ Londres.
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Pérez Sedeño, E. 2003. “Las mujeres en la historia de la ciencia”, en Quark, nº 27, http://www.imim.es/ quark/num27/Default.htm.
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Pérez Sedeño, E. 2000. “And the winner is… Algunas reflexiones que pueden llevar a una visión más ajustada de la ciencia”, en Filosofía en el fin de siglo. Materiales para un análisis del pensamiento del siglo xx, Racionero, Q. y S. Royo (eds.), éndoxa, Series Filosóficas, núm. 12, Madrid.
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Pérez Sedeño, E. 2003. La situación de las mujeres en el sistema educativo de ciencia y tecnología español. Estudio realizado para el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes español dentro de su Programa de análisis y estudios de acciones destinadas a la mejora de la calidad de la enseñanza superior y de actividades del profesorado universitario, REF: S2/EA2003-0031. Disponible en www.mecd. es/univ/
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Martínez Pulido, C. 2003. El papel de la mujer en la evolución humana. Biblioteca Nueva, Madrid.
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como citar este artículo → Pérez Sedeño, Eulalia. (2005). Una ciencia, ¿de quién y para quién? Ciencias 77, enero-marzo, 18-26. [En línea]
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