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Aguamontaña: Los pueblos del siglo XVI
 
Federico Fernández Christlieb
   
   
     
                     

A penas terminada la guerra de conquista contra los nahuas, los españoles se enfrentaron a la necesidad de organizar el territorio para poder dominarlo y administrarlo de manera ventajosa. Ante la dificultad  de imponer la forma de gobierno española, se sirvieron de la estructura política que ya existía en Mesoamérica y cuya unidad territorial más elemental fue denominada "pueblo de indios".

A los ojos de los europeos, el pueblo de indios tradicional, llamado por los naturales altepetl, constaba de un territorio dividido en barrios o calpolli, de un tlatoani al que los españoles llamaron cacique, de un tianguis identificado como mercado y de un templo piramidal consagrado a un dios protector. Los conquistadores se sirvieron de estos asentamientos bien jerarquizados para congregar a las poblaciones indígenas y organizar el trabajo forzado así como la evangelización y el tributo. En el lugar del templo que consideraban pagano, obligaron a construir una iglesia o un convento y ordenaron trazar de nuevo las calles de manera rectilínea para ordenar la vivienda y los nuevos edificios públicos. Asimismo convirtieron al cristianismo a la jerarquía indígena y le asignaron cargos políticos de dirigencia con el objeto de controlar eficazmente a la población nativa.

Sin embargo, para los nahuas que habitaron esos pueblos de indios, la noción original de altepetl era mucho más amplia que sólo el casco urbano: la palabra significa literalmente agua (atl) y montaña (tepetl) y su glifo, recurrentemente inscrito en los códices, muestra un cerro del que puede descender un río. Así, el altepetl implicaba también la asociación de la población y sus construcciones a la existencia de un monte sagrado que los proveía de agua, leña, animales de caza, hierbas medicinales, frutos y otros bienes materiales y espirituales. El monte sagrado era, entre otras cosas, la  morada del dios tutelar y el origen geográfico de donde venían las características humanas de quienes aún no habían nacido. De este modo, el hecho de que los con quistadores permitieran a los indios seguir viviendo en altepetl implicaba para éstos conservar casi intacta su espacialidad sagrada.

Evidentemente, un cerro de tal  importancia que sobresalía entre todos los de sus alrededores, era marcado físicamente por la población favorecida. Muchos de estos cerros presentan todavía labrado en sus laderas y pinturas en sus cuevas a las que los indios acudían con ofrendas en procesiones celebradas en fechas específicas. Las cuevas tenían además un importante papel por ser el origen más visible de las fuentes de agua y el recordatorio del origen mítico, es decir, del monte primordial de cuyas entrañas habían salido los hombres.

Con horror, los frailes vieron en las procesiones, que se encaminaban desde el pueblo hasta la montaña, el signo de prácticas idolátricas. En unos casos destruyeron los adoratorios de las cuevas y reprimieron con violencia y hasta con muerte a quienes eran sorprendidos rindiendo culto a los antiguos dioses, pero en otros casos optaron sabiamente por sustituir las imágenes paganas por iconos cristianos. Muchos de los mapas elaborados por indígenas durante el siglo XVI ya presentan objetos cristianos, como cruces o iglesias sobre el glifo del altepetl.

Estas representaciones cartográficas elaboradas en su mayoría para esclarecer ante los españoles los límites ancestrales del altepetl y por ende, las tierras que pertenecían al pueblo de indios, constituyen verdaderos testigos del mestizaje iconográfico. Por un lado son reconocibles en ellas la traza española, la iglesia cristiana y hasta una cierta perspectiva renacentista, mientras que por otro aparecen elementos del imaginario prehispánico tales como los caminos marcados por huellas de pies descalzos, los ríos delineados con volutas, los nombres de los políticos principales dibujados como tlatoque y, por supuesto, el glifo del altepetl en funciones de topónimo. Al mismo tiempo, ese glifo representa un espacio sagrado claramente ubicable que une cielo, tierra e inframundo y que es caracterizado particularmente por el agua y la montaña.   

 

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Federico Fernández Christlieb
Instituo de Geografía, Universidad Nacional Autónoma de México.
 
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