revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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José Luis Álvarez García
     
               
               
La Academia y el Liceo en Atenas, al igual que la Biblioteca
y el Museo en Alejandría, surgieron durante la Antigüedad clásica. Fue en dichas escuelas y centros de desarrollo del conocimiento donde se reunió la filosofía y el conocimiento de esa época, cuyos textos fueron trasladados a Oriente después del derrumbamiento de la civilización Clásica, primero a Siria y luego a Persia donde, en la ciudad de Gundishapur, surge un observatorio astronómico junto a un importante centro cultural célebre en el siglo vi. Más adelante, entre los siglos viii y xi, los musulmanes preservarán el conocimiento en grandes centros de cultura como Bagdad, Damasco y Córdoba. Una de las primeras construcciones que mandó erigir el califa Al-Manzur en el año 761 en Bagdad, fue La Casa de la Sabiduría, sede de la Escuela de Traductores de Bagdad, en donde pasaron del griego al árabe los textos de Platón, Aristóteles, Hipócrates, Galeno, Euclides, Hiparco, Ptolomeo y otros más, lo cual permitió a Occidente recuperar más tarde el saber antiguo. Similar fue la Escuela de Traductores de Toledo, en donde se pasaron al latín textos árabes que provenían del griego.
 
A partir del siglo iv, con la caída del Imperio Romano y el advenimiento del cristianismo como religión de Estado, se traslada el desarrollo cultural a Oriente, al Imperio Bizantino, y en Occidente ocurre incluso un retroceso.
 
No obstante, en Venecia, Salerno y hasta en la remota Irlanda fueron conservadas fuentes del saber clásico, de las cuales habría de fluir la cultura medieval original para unirse en el siglo xii con la corriente principal proveniente del oriente islámico. En el norte de Inglaterra, en el siglo vii, aparece la figura de Beda y poco después la de Alcuino, quien tendrá un papel relevante en la renovación cultural ocurrida durante el siglo viii en el continente bajo el auspicio de Carlomagno. Las escuelas de las catedrales y las monacales estuvieron destinadas en un principio a la educación de los monjes y los novicios, pero más adelante, a finales del siglo ix, ampliaron su enseñanza a los jóvenes ajenos a los monasterios. Sin embargo, fue en el siglo xii cuando, en el fermento de las ciudades, surgen como centros de actividad económica, adquiriendo un gran desarrollo, constituyendo así el antecedente de las nacientes instituciones de enseñanza y desarrollo de la cultura: las universidades.
 
El retorno de los textos antiguos a Occidente
 
La dinastía carolingia se extendió del año 751 al 987 en Francia, manteniendo la renovación cultural promovida por el propio Carlomagno, cuyo núcleo esencialmente educativo y escolar rindió frutos en los siguientes siglos. Fue en el año 768, cuando el rey de los francos decidió reorganizar la enseñanza en sus Estados debido a que en la dinastía anterior las escuelas habían caído en la más completa decadencia; los sacerdotes eran totalmente ignorantes, al grado de no comprender el latín de las plegarias y los sacramentos más comunes. Carlomagno pretendía tener un clero de mejor calidad y una nobleza formada por funcionarios suficientemente instruidos como para asegurar la buena marcha de un Estado centralizado, además de que poseía un deseo genuino de renovación cultural. Para tales propósitos mandó llamar a un clérigo de York, Alcuino, dedicado a asuntos políticos y religiosos, cuyo papel principal fue el de enseñar, para lo cual hizo traer libros clásicos y manuales de Inglaterra y fundó escuelas anexas a las catedrales; en suma, según sus propias palabras, “construyó en Francia una nueva Atenas”.
 
En el proyecto carolingio existieron rasgos positivos; por ejemplo, la legislación escolar extendió la enseñanza a todos los obispados y monasterios, el apetito intelectual se vio exacerbado y hasta el rey daba ejemplo de ello al construir una academia palatina, compuesta por letrados de su séquito y destinada a instruir a los hijos de los nobles. Asimismo, los progresos en las comunicaciones favorecieron la circulación de libros e ideas. Al término del reinado de Carlomagno, el crecimiento intelectual se tornó más brillante y ya no una moda pasajera; por ejemplo Juan Escoto Erígena, considerado como el más original y vigoroso de los pensadores del siglo ix, careció de público en su tiempo, pero fue conocido y comprendido en el siglo xii por la Escuela de Chartres.
 
Las obras que se le atribuyen a Carlomagno seguramente fueron escritas por algunos de los eruditos que mandó traer a fin de transmitir su ideario; en 787, por ejemplo, dirige a obispos y abades la Capitulare de litteris colendis, texto en el cual, tras reprocharles su lenguaje de iletrados, los exhorta a crear escuelas para religiosos y laicos; en 789 promulga la Admonitio generalis, en la que ordena que en todo el reino de los francos se debe construir escuelas y que los sacerdotes tienen que ser examinados por los obispos en materia teológica; en 792 inicia en Aquisgrán la construcción de la Capilla Palatina y en 796 premia a Alcuino con la donación de las rentas de la abadía de San Martín de Tours.
 
La enseñanza era impartida en las escuelas de las catedrales y en las de los claustros. Estaban abiertas a un doble público: las interiores a monjes y novicios; las exteriores a los jóvenes ajenos a los monasterios. En el año 817 las escuelas exteriores cerraron, lo que limitó la difusión de la cultura. Para que se ampliara verdaderamente el desarrollo de las escuelas urbanas tuvo que llegar el crecimiento de las ciudades.
 
En conjunto se podían distinguir tres niveles de estudios; en el más bajo se enseñaba a leer y escribir, y se iniciaba a los alumnos en los rudimentos del latín, la Biblia y la liturgia. El segundo nivel era el de las artes liberales (el trivium y el cuadrivium) y el de la lectura más o menos amplia de autores paganos y cristianos. En el nivel más alto se situaba el estudio de las Escrituras, consideradas en diversos sentidos: gramatical, histórico, teológico, etcétera.
 
En general, durante la alta Edad Media (siglo iv al xi) la erudición secular, concentrada en las escuelas monacales del periodo, estaba limitada a las siete artes liberales: gramática, retórica, dialéctica, que constituía el trivium; y aritmética, geometría, astronomía y música, el cuadrivium. Este esquema perduró hasta el siglo xi, y en él la gramática fue la materia principal. La filosofía estaba representada por la dialéctica (la lógica elemental) basada en los tratados aristotélicos escritos por Boecio en el siglo vi. La filosofía, en el sentido amplio que le daban los griegos, estaba prácticamente olvidada. Juan Escoto Erígena fue el único autor con una contribución auténtica a la filosofía, pero era una figura aislada y se distinguía por su familiaridad con el neoplatonismo griego.
 
Esta situación cambió completamente gracias al notable surgimiento de estudios filosóficos, teológicos y científicos que se inició en la segunda mitad del siglo xi. Se tradujo del árabe y del griego un elevado número de obras sobre filosofía y ciencias. Proclo y otros autores neoplatónicos también estaban incluidos en los temas de estudio, pero la presencia más completa e importante en la literatura era la obra casi entera de Aristóteles, acompañada de unos cuantos comentarios griegos y un volumen mucho mayor de escolios árabes, en especial los de Avicena y Averroes. Los textos que regresaron a Europa fueron traducidos, pero la elección de temas y autores refleja más claramente la tradición filosófica árabe que la griega.
 
Este notable aumento en el conocimiento tuvo por causa directa la recuperación para Occidente de los textos antiguos que habían sido conservados y desarrollados por los musulmanes. Es la época de la primera cruzada, de la reconquista del sur de España por parte de los Reyes Católicos y de la recuperación de Sicilia y el sur de Italia por parte de los normandos.
 
Entre los muchos filósofos de la Antigüedad clásica, dos ejercieron en la posteridad una influencia más amplia y profunda que el resto: Platón y Aristóteles. Dos factores explican esta importancia avasalladora de los dos filósofos: la grandeza intrínseca de sus obras y el que se hubieran conservado sus escritos. Algunos pensadores de nuestro tiempo consideran que ambos proyectaron su luz alternadamente sobre nuestra civilización, por ejemplo, hasta el siglo xii Platón reinó notablemente; después, y durante más de trescientos años, Aristóteles gobernó el pensamiento de la baja Edad Media.
 
El cristianismo tomó los aspectos místicos y religiosos del platonismo, desapareciendo casi por completo los aspectos más racionales —el lógico y el matemático. El platonismo, o más bien el neoplatonismo, se mezcló con el cristianismo, constituyendo, sin lugar a dudas, el apoyo intelectual de su teología. Ahora tocaba el turno a Aristóteles.
 
Las escolásticas cristiana y musulmana
 
A mediados del siglo xii empezó a manifestarse en el occidente cristiano un deseo y una necesidad de explicar racionalmente el mecanismo de la Creación de acuerdo con la fe. Por más de un milenio la Iglesia había intentado aclarar puntos oscuros del dogma y había fijado conceptos acerca del origen, mantenimiento y fin de los cielos y la Tierra, respecto del hombre, el pecado original y sus esperanzas para la vida futura. El plan divino aparecía claro, por lo menos en símbolos en las páginas de la Biblia, donde se muestra información suficiente para entender todo lo que había ocurrido, ocurría y tendría que ocurrir por toda la eternidad.
 
Pero, a veces, la divina revelación parecía algo velada y no enteramente clara a pesar de una fervorosa y absoluta fe para animar a los hombres a pensar en dios y su obra. De modo que era preciso descifrar los símbolos y las alegorías de los relatos bíblicos para teorizar el plan de la naturaleza o de la Creación de acuerdo con la revelación divina. Fue así que la razón, siempre sometida a la fe, construiría el castillo de la teología cristiana.
 
El contenido y propósito de la escolástica es explicar teológicamente el Universo, tanto en el orden físico como moral. Es difícil precisar hasta qué punto la escolástica cristiana se vio estimulada por la musulmana que la precedió. Los árabes conocieron a Aristóteles antes que el occidente latino, y el problema que persiguieron los escolásticos del Islam es prácticamente el mismo que se propusieron los doctores cristianos: aclarar los misterios de la revelación con la ayuda de la Lógica y la Metafísica de Aristóteles.
 
Es difícil creer que en el siglo xii la influencia árabe no actuara sobre los eruditos occidentales para estimular la aparición de la nueva ciencia de la escolástica. Además, estaba el antecedente de Platón, que había servido para fundamentar el cristianismo; entonces, ¿por qué no seguir buscando ese apoyo en otros pensadores clásicos como Aristóteles? Aunado a esto había un clima favorable para el pensamiento antiguo, atmósfera que provenía desde la época carolingia.
 
La contribución árabe y los traductores
 
En los siglos xi y xii, cuando Occidente sólo tuvo materias primas para exportar —aun cuando ya se anunciaba una incipiente industria textil—, los productos raros llegaban de Oriente, venían de Bizancio, Damasco, Bagdad, pero también de Córdoba, y junto con las especias y la seda llegaron los manuscritos que aportaban la cultura grecoárabe.
 
Las obras de los pensadores clásicos que fueron llevadas a Oriente por los cristianos (heréticos, nestorianos y monofisitas) y por los judíos perseguidos en Bizancio, fueron legadas a las bibliotecas y a las escuelas musulmanas que las acogieron ampliamente y, a finales del siglo xi, regresaron al occidente europeo.
 
En ese entonces, los buscadores cristianos de manuscritos árabes y griegos se desplegaron hasta Palermo, donde los reyes normandos de Sicilia y Federico II, en su cancillería trilingüe (griego, árabe y latín), animaron la primera corte italiana renacentista, llegando hasta Toledo, donde trabajaban activamente los traductores cristianos.
 
Los traductores son los pioneros de este renacimiento, pues para esas fechas en Occidente ya se leia el griego antiguo y la lengua del conocimiento era el latín. Textos originales árabes, versiones árabes de textos griegos y originales griegos fueron traducidos más frecuentemente por equipos que reunían varias habilidades; como el célebre equipo que formó en el siglo xii el ilustre abad de Cluny, Pedro el Venerable, para traducir el Corán. Él es el primero que concibe la idea de combatir a los musulmanes, no en el terreno militar, sino en el intelectual; pensaba que para refutar tal doctrina se debía conocerla primero: “Ya sea que se dé al error mahometano el vergonzoso nombre de herejía, ya sea que se le dé el infame nombre de paganismo, hay que obrar contra él, es decir, escribir. Pero los latinos y sobre todo los modernos, habiendo perecido la cultura antigua, ya no conocen otra lengua que la de su país natal [...] de manera que no pudieron ni reconocer la enormidad de este error ni cerrarle el camino [...] me indigné al ver a los latinos ignorar la causa de semejante perdición y ver cómo su ignorancia los privaba del poder de resistir a ella; nadie respondía porque nadie sabía. Fui pues en busca de especialistas de la lengua árabe que permitió a ese mortal veneno infectar a más de la mitad del mundo. Los persuadí a fuerza de súplicas y de dinero a que tradujeran del árabe al latín la historia y la doctrina de ese desdichado y hasta su misma ley que llaman Alcorán. Y para que la fidelidad de la traducción fuera completa y para que ningún error pudiera falsear la plenitud de nuestra comprensión, a los traductores cristianos agregué un sarraceno [...] este equipo, después de haber revisado a fondo las bibliotecas de ese pueblo bárbaro compuso un gran libro que se publicó para los lectores latinos. Este trabajo se hizo el año […] del Señor 1142”.
 
La empresa de Pedro el Venerable es un ejemplo del rigor y la precisión con que se vertían los textos del árabe al latín en las escuelas de traductores en España. Sin embargo, éstos no estaban interesados en el islamismo; les atraían los tratados científicos griegos y árabes.
 
Los investigadores que trabajaron en diversos centros de traducción (además del de Toledo) como Santiago de Venecia, Burgundio de Pisa, Moisés de Bérgamo, León Tusco —que trabajó en Bizancio y el norte de Italia—, Aristipo de Palermo en Sicilia, Adelardo de Bath, Platón de Tívoli, Hermann el Dálmata, Roberto de Ketten, Hugo de Santalla y el célebre Gerardo de Cremona en España, contribuyeron enormemente a la cultura de Occidente al traducir al latín textos de las matemáticas de Euclides, de astronomía de Ptolomeo, de medicina de Hipócrates y Galeno, de física, lógica y ética de Aristóteles.
 
Al hablar de la contribución árabe tenemos que mencionar el álgebra de Al-Khwarizmi y la aportación a la medicina de Rhazi —que los cristianos llaman Rhazés— y de Ibn Sina o Avicena. También hubo participación en la astronomía, pero tal vez la contribución árabe más importante fue en el terreno de la medicina y la filosofía con la obra de Ibn Rhus o Averroes a partir de comentar los textos de Aristóteles.
 
Los lugares más importantes en donde se incorporó todo el legado oriental a la cultura cristiana son Chartres y París, Laon, Reims y Orleans. Fue lo que convirtió a Francia en lo que Alcuino había pronosticado: la primera heredera de Grecia y Roma.
 
La Escuela de Chartres
 
A finales del siglo x, como un residuo del florecimiento carolingio, surgen figuras como Geberto de Aurillac, convertido en el papa Silvestre II en el año 1000, muy involucrado en el arranque de las escuelas catedralicias. Uno de sus discípulos, Fulberto, funda en 990 la Escuela de Chartres en la ciudad francesa del mismo nombre. Fue una de las primeras escuelas representativas de los centros de enseñanza instalados en las ciudades que estuvieron abiertos a todo el mundo —religiosos y laicos—, el cual alcanzó su máximo esplendor en el siglo xii.
 
Todo ese conocimiento de la Antigüedad clásica que comenzaba a ser recuperado a finales del siglo xi por Europa mediante los textos árabes donde los musulmanes habían vertido los trabajos de los sabios griegos tuvo que adecuarse al dogma cristiano. La renovación del estudio de la naturaleza, el desarrollo de la instrucción de los laicos, el interés en disciplinas profanas (como el derecho y la medicina) hicieron que los lazos existentes entre la ciencia sagrada y las artes profanas se volvieran lo suficientemente laxos como para que estas últimas comenzaran a emanciparse y ya no se les cultivara únicamente para comprender mejor la sacra pagina. El gusto por la dialéctica misma se hace más vivo, lo suficiente como para que su aplicación al dogma se vuelva inquietante. Algunos de los pensadores que pasaron por la Escuela de Chartres, la cual se destaca por su interés en el saber científico y humanístico, el platonismo y las relaciones entre fe y razón, son Bernardo de Chartres, Gilberto de la Porrée, Thierry de Chartres, Clarembardo de Arras, Guillermo de Conches y Juan de Salisbury. Bernardo, por ejemplo, fue consciente del crecimiento histórico del conocimiento: veritas, filia tempore (la verdad es hija del tiempo) y a él se atribuye la alegoría del progreso intelectual que más tarde Newton haría famosa: “somos como enanos sentados en la espalda de gigantes: si vemos más cosas y más lejos que ellos, no es por que nuestra mirada sea más perspicaz, ni por que nuestro tamaño sea mayor; es porque somos elevados por ellos”.
 
De los labios de estos eruditos chartrianos, así como de su pluma, sale la palabra moderni para designar a los escritores de su tiempo; pero son modernos que no riñen con los antiguos, todo lo contrario, se nutren de ellos. El historiador medievalista Jacques Le Goff en su libro Los intelectuales en la Edad Media presenta la siguiente cita que muestra el espíritu chartrense: “No se pasa de las tinieblas de la ignorancia a la luz de la ciencia —exclama Pedro de Blois— si no se releen con amor cada vez más vivo las obras de los antiguos. ¡Que ladren los perros, que gruñan los cerdos! No por eso dejaré de ser el sectario de los antiguos. A ellos dedicaré todos mis cuidados y cada día el amanecer me encontrará estudiándolos”.
 
Este otro testimonio habla de la enseñanza dada por Bernardo de Chartres, según cita uno de sus más ilustres discípulos, Juan de Salisbury: “Cuantas más disciplinas se conozcan y cuanto más profundamente se impregne uno de ellas, más plenamente se captará la perfección de los autores [antiguos] y más claramente se los enseñará [...] sobre ese campo, la lógica, al aportar los colores de la demostración, infunde sus pruebas racionales con el esplendor del oro; la retórica en virtud de la persuasión y el brío de la elocuencia imita el brillo de la plata. La matemática, arrastrada por las ruedas de su cuadriga, pasa sobre las huellas de las otras artes y deja en ellas con una infinita variedad sus colores y sus encantos. La física, habiendo penetrado los secretos de la naturaleza, aporta la contribución del múltiple encanto de sus matices. Por fin, la más eminente de todas las ramas de la filosofía, la ética, sin la cual no hay filósofos, ni siquiera de nombre sobrepasa a todas las demás por la dignidad que confiere a la obra [...] éste era el método que seguía Bernardo de Chartres”.
 
El problema de la relación entre la razón y la fe, crucial en toda la Edad Media, viene planteada por la escuela chartriana en términos que pretenden entender con la razón el contenido de la fe; la verdad se encuentra en la razón, de modo que la revelación es a la vez punto de partida y llegada para lograr la verdad; es deber del pensador aclarar su contenido mediante el patrimonio científico y filosófico de la Antigüedad.
 
El siglo XI
 
Después de la desintegración del imperio de Carlomagno tiene lugar una serie de acontecimientos: guerras entre los estados que se habían formado en el vasto territorio carolingio, las invasiones normandas y otros más que darán lugar a un debilitamiento del poder y a la inseguridad, así como a un conjunto de rasgos que muestran una mentalidad regresiva, que permiten comprender el débil nivel de vida intelectual en el siglo x.
 
En este periodo, entre los siglos x y xiii, que algunos historiadores han dado en llamar Edad Media central, hubo serias dificultades para obtener de la tierra el alimento suficiente —en calidad y cantidad—, se dice a causa de lo limitado del instrumental que los agricultores usaban para trabajar la tierra.
 
La tierra era la realidad esencial de la cristiandad medieval en una economía que era ante todo de subsistencia, era el fundamento y base de la riqueza, del poder y la posición social. La clase dominante, una aristocracia militar, fue al mismo tiempo la de los grandes propietarios de la tierra. Pero esta tierra era ingrata pues la debilidad de las herramientas impedía cavarla, removerla, quebrantarla con suficiente fuerza y la necesaria profundidad para hacerla más fértil. El antiguo arado de madera simétrico, primitivo, sin ruedas, que apenas removía la tierra, era utilizado ampliamente, incluso fuera de la zona mediterránea. Además, había una insuficiencia de abonos, lo que hacía necesario emplear todo tipo de recursos como las rentas de estiércol exigidas por los señores feudales, lo que obligaba a los campesinos a dejar sus rebaños durante un determinado número de días en las tierras señoriales para que se abonaran con sus excrementos; o bien recurrir a las cenizas de las malezas, a las hojas podridas o a los rastrojos de los cereales.
 
Las tierras sólo llegaban a producir buenos resultados si se les daba suficiente tiempo para reconstituirse, por lo que frecuentemente el terreno arable se dividía cada año en dos partes y sólo una producía cosecha; esta rotación bienal del terreno era, a mediados del siglo xi, la regla general en Occidente. A veces, muchas tierras no podían mantener ese ritmo de producción y se abandonaban al cabo de algunos años; como compensación, otras se ganaban para el cultivo mediante la roza o quema de bosques.
 
Era de esperarse que, bajo estas condiciones, toda inclemencia climatológica fuera catastrófica. Un mal año debido a lluvias excesivas, heladas, sequías, enfermedades de las plantas o plagas de insectos ocasionaba que las cosechas bajaran por debajo del mínimo necesario para la subsistencia. El ganado no estaba exento de enfermedades y epizootias, lo que debilitaba la fuerza animal de trabajo, acrecentando las crisis alimentarias y agravando así las necesidades económicas. El hambre amenazaba sin cesar a la población.
 
En el siglo XI también hubo grandes terrores colectivos. A las miserables condiciones materiales y económicas que aplastaban a la mayoría de los mortales de aquel tiempo en Europa se añadían los desmanes de “los espíritus malignos”; eran tiempos propicios en los que el miedo se personificaba en figuras diabólicas y el terror colectivo se alimentaba con las escenas apocalípticas que multiplicó el naciente arte románico.
 
Tales condiciones provocaban que en ocasiones el desarrollo intelectual de la época carolingia se borrara ante una literatura más inmediatamente utilizable frente a los peligros y calamidades. Es el caso de las obras litúrgicas y devotas y las crónicas llenas de supersticiones, de personajes de evidente herencia agustiniana que muestran un absoluto desdén por el conocimiento antiguo, como Gerardo de Csanad, Otloh de Saint-Emmeram, pero sobre todo Pedro Damián, quien llega a posiciones extremas: “Platón escudriña los secretos de la misteriosa naturaleza, fija los límites de las órbitas de los planetas y calcula el curso de los astros: lo rechazo con desdén. Pitágoras divide en latitudes la esfera terrestre: hago poco caso de ello [...] Euclides se entrega a los problemas complicados de sus figuras geométricas: yo lo aparto del mismo modo; en cuanto a todos los retóricos con sus silogismos y sus cavilaciones sofísticas, los descalifico como indignos”. El pensamiento de los monasterios se refugia totalmente en la fe; la ciencia urbana, como un último fruto del periodo carolingio, balbucea en la Escuela de Chartres, pero sólo hasta la segunda mitad del siglo xii alcanzará su mayor esplendor.
 
El mundo cristiano occidental revela a mediados del siglo xi una técnica y una economía atrasadas, una sociedad dominada por una minoría de explotadores y dilapidadores, fragilidad y vulnerabilidad de la salud, primitivismo del instrumental lógico, el imperio de una ideología que predica el desprecio por el mundo y, por lo tanto, el desdén por el conocimiento y las ciencias profanas. Indudablemente, tales rasgos seguirán apareciendo a lo largo de todo el periodo, pero al mismo tiempo, ese siglo fue testigo de un despertar y un progreso. Entre 1050 y 1060 se pueden advertir los primeros signos de dicho desarrollo y lo más espectacular es el aumento demográfico, la población crece sin cesar a mediados del siglo xi (46 millones de personas hacia 1050, 48 en 1100, 50 en 1150, 61 en 1200 y 73 millones ya para llegar a 1300) prueba de que la vitalidad demográfica fue capaz de superar los estragos de una mortalidad estructural y coyuntural debido a que el crecimiento económico superó el demográfico.
 
La base de este auge fue un conjunto de progresos llamado “revolución agrícola”, los cuales hicieron que aumentara la cantidad de alimentos y mejorara la calidad de la dieta. Hubo una renovación de las herramientas (arado con ruedas, utensilios de hierro) y de los métodos de cultivo (rotación trienal), y al mismo tiempo se acrecentaron las superficies de cultivo (desmontes) y aumentó la fuerza de trabajo animal (el buey fue reemplazado por el caballo y un nuevo sistema de enganche).
 
Por otro lado, el siglo xi es sorprendente en el dominio de la construcción, pues aparecen las iglesias de estilo románico y más adelante las de estilo gótico. La renovación de las iglesias lleva consigo el desarrollo de técnicas de extracción y de transporte, el perfeccionamiento de las herramientas, la movilización de grandes masas de mano de obra, la búsqueda de medios más potentes de financiamiento, la incitación al espíritu de aventura y de perfeccionamiento de los descubrimientos técnicos.
 
Fue así que, entre los siglos x y xiii, la faz de las ciudades de Occidente cambió, convirtiéndose en el hogar de lo que los señores feudales detestaban: la actividad económica. Tras su aparición a finales del siglo x estos nuevos centros de actividad económica reunieron diversos tipos sociales que van a comerciar sus productos, como agricultores, alfareros, comerciantes textiles, aquellos que dominan un oficio y ofrecen sus servicios en esos mercados como carpinteros, herreros y albañiles. En estos centros de intercambio económico aparece un nuevo oficio que implica pensar y enseñar ese pensamiento: el intelectual.
 
El nacimiento del intelectual como tipo sociológicamente nuevo presupone la división del trabajo urbano, así como el surgimiento de nuevas instituciones implica un espacio cultural en donde el intelectual pueda desarrollarse a la par de esas nuevas “catedrales del saber”. La división del trabajo, la ciudad, el intelectual y las nuevas instituciones en un espacio cultural común, son rasgos esenciales del nuevo paisaje intelectual de la cristiandad occidental en el paso del siglo xii al xiii.
 
En conclusión, el intelectual (erudito, filósofo, sabio, docto, pensador) nace con las ciudades, germina y se desarrolla en las escuelas urbanas del siglo xii y florecerá en el siglo xiii en esas nacientes instituciones: las universidades.
 
     
Referencias Bibliográficas
 
Antaki, Ikram. 1989. La cultura de los árabes. Siglo XXI, México.
Encliclopedia Historia Universal Salvat. 1999. Vol. 11: La Baja Edad Media y Renacimiento. Salvat, Barcelona.
Jolivet, Jean. 2005. Historia de la filosofía. La filosofía medieval en Occidente. Siglo XXI, México.
Le Goff, Jacques. 1971. La Baja Edad Media. Siglo XXI, México.
_____. 1985. Los intelectuales en la Edad Media. Gedisa, Barcelona. 1996.
Sarton, George. 1960. Ciencia antigua y civilización moderna. Fondo de Cultura Económica, México.
     

     
José Luis Álvarez García
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.

José Luis Álvarez García es físico y maestro en ciencias por la Facultad de Ciencias de la UNAM; es doctor en filosofía de la ciencia por la Facultad de Filosofía y Letras y el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Actualmente es profesor titular del Departamento de Física de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Sus áreas de trabajo son la enseñanza de la física y las matemáticas, así como la historia y la filosofía de la física.
     

     
 
cómo citar este artículo
 
Álvarez García, José Luis. 2017. Los grandes centros de enseñanza y conocimiento de la Antigüedad clásica al siglo XII. Ciencias, núm. 124, abril-junio, pp. 26-35. [En línea].
     

 

 

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