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 Esther Katz, Annamária Lammel y Marina Goloubinoff      
       
Muchos científicos se dedican ahora al estudio del cambio
climático, pero pocos investigadores de las ciencias hu­ma­nas, aparte de los geógrafos, han estudiado sistemáticamente la interacción del clima y las sociedades humanas y, menos todavía, la percepción del cambio climático o el im­pacto social que podría tener.
 
Nosotras hemos investigado desde hace varios años la relación entre clima y sociedad desde el punto de vista an­tropológico. Nuestro interés por los factores climáticos em­pezó en el Iztaccíhuatl cuando, en 1986, Marina Goloubi­noff y Esther Katz acompañamos al arqueólogo polaco Sta­nislaw Iwaniszewski, quien excavaba en las cimas de los volcanes sitios prehispánicos consagrados al dios de la llu­via. Poco después, encontramos a don Lucio, famoso grani­cero iniciado por el rayo, conocido de muchos antropólogos, quien subía cada año, el tres de mayo, día de la Santa Cruz, a unas cuevas del Popocatépetl para pedir lluvia. Esta experiencia llamó nuestra atención sobre la persistencia de los ritos de lluvia y la importancia del clima en la vida de los campesinos mexicanos hoy día. Observamos después entre los nahuas y los mixtecos algunos ritos tan espectaculares como los “combates de tigres” en La Montaña de Guerrero, o bien, anodinos, como las procesiones de San Pedro en la Mixteca oaxaqueña. Mientras tanto, Annamária Lammel estaba investigando, junto con el climatólogo Csaba Nemes, la relación de los totonacas con su entorno y sus conocimientos meteorológicos. Nuestra reflexión común sobre la relación entre clima y sociedad co­menzó en 1992 y se ha concretado en la coordinación de varios libros, de los cuales el último, Aires y lluvias, de­dicado a México, se encuentra en prensa.
 
En primer lugar, es necesario definir el término clima en contraste con el de meteorología. Según la definición de los geógrafos, “el clima es la serie de los estados de la atmósfera situada sobre un lugar dado en su sucesión habitual”, mientras que la meteorología es el estado de la atmós­fera sobre un lugar dado en un momento dado. Así se han definido tipos de clima: continental, mediterráneo, desér­tico. Pero en México los climas van del caliente al templa­do y del árido al húmedo. Varían en función de la latitud, la altitud, la orientación con respecto al Atlán­tico o al Pací­fico, la procedencia de los vientos alisios que traen las llu­vias, y la ubicación al norte o al sur del eje Neovolcá­nico, que frena el impacto de los vientos fríos del norte del con­tinente. En México, la sucesión habitual de los esta­dos de la atmósfera son las estaciones de “secas” y de lluvia. Su duración varía de acuer­do con las características climáticas de cada región.
 
Para tratar tanto temas de etnoclimatología como de et­nometeorología debemos ubicarlos al interior de las co­rrien­tes que estudian la relación del hombre con su medio am­biente en general. Las investigaciones son numerosas y pertenecen a diferentes disciplinas, desde la arqueología hasta la antropología y la psicología. Fuera de las diferencias propias a las disciplinas, tres escuelas se oponen: por una parte, los deterministas que afirman que las culturas humanas son respuestas adaptativas a las posibilidades del ambiente; por otra parte, las corrientes idealistas, que des­criben la “coevolución” de las culturas humanas y el am­bien­te, y asignan el papel principal al ambiente; y por último, la corriente de la ecología simbólica.
 
Entre las teorías deterministas, la ecología cultural, encabezada por Julian Steward, desempeña un papel importante en la antropología, incluso en México. Esta corriente afirma que cada cultura está determinada por su ambiente y, en con­secuencia, la diversificación de las cul­turas es un proceso de adaptación material. Con el “materialismo cul­tural”, Marvin Harris defiende la misma idea: el comportamiento y el pensamiento humano, en sus similitudes y diferencias, reflejan la adaptación a las carac­terísticas físicas del ambiente.
 
A pesar del interés de estos tra­bajos, tratamos de mostrar que un fenómeno “natural” tan comple­jo y caótico como el clima no se sitúa en una posición unilateral (clima→cultura), sino en un sistema de relaciones complejas. Los factores climáticos tienen de hecho un impacto sobre las actividades humanas: en México, el contraste entre las estaciones de secas y de lluvia, en particular, es fun­damental para las sociedades agrarias. Sin embargo, no es una fatalidad: la ela­boración de técni­cas de riego, por ejem­plo, permite sobre­pasar en varios lugares el factor limitan­te de la estación seca, ya sea estacional o permanente, como en el norte del país.
 
En el otro extremo, las corrientes idealistas, como la de Marshall Sahlins, muestran que las culturas hu­manas no se adaptan directamente al medio ambien­te, sino que lo hacen por medio de la semántica y la simbología. La economía, la estructuración de la sociedad y las estructuras mentales juegan un papel de mediación entre el ambiente y la cultura humana.
 
Hemos estudiado estos procesos de mediación en los símbolos —como la personificación de los fenómenos me­teorológicos o la representación de la alternancia secas-lluvia en dominios de la vida cotidiana— pero también en los conocimientos etnometeorológicos y etnoclimáticos que permiten a las sociedades planificar sus actividades y buscar nuevas soluciones. Sin embargo, no queremos afir­mar que el ambiente no influye sobre la cultura, sino más bien mostrar que esta relación es mutua (ambiente↔cul­tu­ra). Así podemos hablar de “coevolución”, una noción ex­plo­rada entre otros por Robert Boyd y Peter Richerson.
 
Nos parece igualmente importante la teoría de la ecología simbólica que afirma que la dicotomía occidental ambiente vs. cultura no permi­te entender esta relación. Así Philippe Descola y Gísli Pálsson proponen una aproximación no dualista que estudia los modos de identificación de los “objetos” y su catego­rización dentro de cada sistema local.
 
Un panorama general
 
En el pensamiento de los indíge­nas de México, el ambiente y el hombre forman parte del mismo sistema, son continuos y muestran características semejantes. Como hay que respetar a los humanos, hay que respetar también las fuerzas de la naturaleza que nos constituyen: el agua está en nosotros, el calor del Sol está en nosotros, lo que nos nutre está en nosotros, el aire entra y sale de nues­tro cuerpo y el alma se relaciona con el espacio y el tiempo. El clima está en nosotros y nosotros estamos en el clima.
 
La enseñanza que nos llega de esta concepción es la importancia del respeto al ambiente, que se traduce en el respeto a nosotros mismos y a las generaciones futuras. En este momento, cuan­do las angustias por los cambios climáticos no parecen simples actitudes “neuróticas”, sino que son la previsión de una realidad muy próxima, resulta importante estudiar sis­temas de pensar y actuar en donde la consciencia de la in­terdependencia hombre-clima forme parte de una ética co­tidiana. Un panorama general de los principales aspectos que conforman esta relación nos permitirá obtener una idea más clara de ella.
 
La representación de los fenómenos meteorológicos
 
Hasta la fecha, la mayor parte de los estudios sobre este tema se han enfocado en representaciones antiguas de di­vinidades de la lluvia, el rayo o el viento y su contexto simbólico en la cosmovisión indígena. Aquí no abordamos la representación de los fenómenos meteorológicos como parte de una cosmovisión atemporal, como en estu­dios anteriores, sino desde el punto de vista de la relación hom­bre-ambiente, y nos acercamos a ella en su dinámica, en su adaptación a los cambios ambientales, sociales y económicos. Confirmamos la teoría de Alfredo López Austin: en­tre los indígenas mexicanos, persiste un “núcleo duro” de representaciones ligado a las prácticas agrarias. Las socie­dades indígenas han podido conservar su cultura por medio de estrategias de adaptación y siguen mostrando su plasticidad y su capacidad de integrar nuevos elementos culturales. Suponemos que una parte de las antiguas representaciones persisten también en sus variantes entre los mestizos, pero todavía faltan datos para afirmarlo. Con base en estudios cognitivos, Annamária Lammel ha mostrado que, aun en una misma población, las representacio­nes no son uniformes, varían en función de las edades, el nivel de escola­rización y la especialización de los conocimientos.
 
Aires y lluvias aparecen como los principa­les fenómenos meteorológicos. Los indígenas distinguen varios tipos de lluvias y de aires. Las lluvias varían en función de la tempo­rada y de su intensidad, los aires según su dirección y fuerza. A los aires también se les atribuyen colores, al igual que al rayo o el trueno; el rojo, por ejemplo, es frecuentemente asociado con la fertilidad.
 
En el área cultural mesoamericana en general, desde la época prehispánica, los indígenas conciben que las nu­bes se forman dentro de las montañas y que el viento las empuja hacia la cumbre. Esas representaciones corres­ponden a observaciones de las nubes orográficas, ya que la mayor parte del país es montañosa. Los habitantes de las costas perciben que las nubes provienen del mar y, en mu­chos casos, persiste hasta ahora la idea de que el agua del mar comunica con el agua del interior de la tierra. En­tre los mexicas, ciertos paraísos donde iban los muertos —en particular el Tamoanchan y el Tlalocan, estudiados por Alfredo López Austin— estaban vinculados con el origen de las nubes, la lluvia y la fertilidad. La celebración de To­dos Santos como “cerrada del temporal” es la expresión de esta continuidad. No sólo las nubes sino las primeras se­millas de maíz provienen del interior de la montaña. Lluvia y rayo o trueno son aso­ciados con el maíz, tanto en la coincidencia de la estación de lluvia con el crecimiento de la planta, en la celebración de los ritos agrarios, como en los mitos y en las re­presentaciones de las divini­dades.
 
Las zonas orientadas hacia el Golfo, caracterizadas por precipita­ciones fuertes, reciben un mayor nú­mero de huracanes que otras regiones y, en las alturas, el trueno es un elemento de suma importancia. En el eje Neovolcánico, el rayo juega ese papel central, así como en las zonas lluviosas orientadas hacia el Pacífico. No sólo el rayo o trueno, sino también el viento, el arcoiris, el hielo, el gra­nizo y el chahuistle son vinculados con la lluvia o se opo­nen a ella. Igualmente provienen del interior de la monta­ña. Lluvia, tormenta, rayo y arcoiris son frecuentemente asociados o representados por serpientes.
 
Las nociones de aire, rayo-trueno, arcoiris o chahuis­tle son más amplias que la de un elemento meteorológico. El chahuistle es al mismo tiempo una plaga de las plantas. El rayo o trueno, el arcoiris, y sobre todo los aires, pueden dañar la salud humana. Los aires son ambivalentes; traen las buenas lluvias o la tormenta; son al mismo tiempo soplo vital, torbellino, emanación de los muertos o diablo; provo­can en particular enfermedades “frías” y “pérdida del espí­ritu”. La centella, femenina, se distingue del rayo, masculino, capaz de robar mujeres (al igual que el trueno) y matar personas. Ciertos pueblos indígenas describen también un arcoiris femenino y uno masculino, peligroso para las mujeres en menstruación, embarazadas o recién paridas, y hasta causa de embarazo.
 
La lluvia, el viento, el rayo o el trueno son frecuente­men­te asociados a antiguas divinidades que, generalmente, fueron transformadas en santos. San Marcos frecuente­mente reemplaza a los dioses de la lluvia, y Santiago a los del rayo. Sin embargo, el carácter ambivalente de las divi­nidades prehispánicas no coincidía con las nociones cristianas. Así, su aspecto benéfico ha sido atribuido a los san­tos y su aspecto maléfico a los diablos, o ciertas divinidades se han visto cambiadas en “aires”. La serpiente emplumada o culebra de agua no ha mutado en santo: todavía persiste en el imaginario de los indígenas de manera más o menos explícita y entre los mixtecos es la expre­sión de la tormenta.
 
La meteorología popular
 
En la actualidad disponemos de pocos datos sobre la meteorología popular en México, que merecería más atención. Los indígenas mesoamericanos realizan la ma­yoría de sus previsiones del tiempo con base en la observación y el conocimiento de la natura­leza (cuerpos celestes, plantas, animales, fenómenos meteorológicos). La previ­sión no es solamente una observación sino una interpretación de los signos de la naturaleza, es de­cir una adivinación, y se inte­gra a la cosmovisión. La obser­vación de la posición de las Plé­yades o del comportamiento de ciertos animales, como las aves, como indicadores del cam­bio es­ta­cio­nal, no es una exclu­si­vidad me­so­ame­ricana, es común a muchas so­cie­da­des. Así, ciertas prácticas euro­peas pudieron coinci­dir con las indígenas. Aquí las previsio­nes se hacen a corto plazo, para las horas o los días siguientes, y a largo plazo, para la llegada del temporal y el resto del año. En estos últimos casos, los indígenas se apoyan también en almanaques (el Calendario de Gal­ván) o en las cabañuelas, que fue­ron introducidos por los españoles. Éstos pudieron ser adoptados porque las sociedades mesoamericanas tenían calendarios y sistemas de cómputo elaborados. En algunos casos, parecen haber reemplazado sistemas complejos de previsión meteorológica que se practicaban por medio de los calendarios mismos.
 
Ritos y calendarios
 
El tiempo que hace está ligado al tiempo que pasa. Los ca­lendarios agrícolas y, en consecuencia, religiosos, se apoyan en los calendarios climáticos y astronó­micos. La complementariedad de las esta­ciones de secas y lluvias es uno de los fundamentos de la cultura mesoameri­cana. El cultivo de maíz, base de la ali­mentación, se asocia con las lluvias.
 
Desde la época prehispánica hasta aho­ra, los cambios estacionales han sido mar­cados por ritos agrarios que son al mismo tiempo peticiones y agradecimientos a la lluvia. Según Michel Graulich, entre los mexicas los ritos de cambios estacio­nales coincidían con dos “fiestas de las vein­tenas”: ochpaniztli, la fiesta de la siembra, y tlacaxipehualiztli, que celebraba la cose­cha de las mazorcas. Estos ritos se han fu­sionado con las fiestas católicas; así, las peticiones ocurren en el día de San Marcos, el 24 de abril, o de la Santa Cruz, el 3 de mayo, o en las fiestas de otros san­tos em­ble­má­ticos, como San Isidro, San An­to­nio, San Pedro o Santiago, de ma­yo a finales de julio. El ciclo concluye, cerca del final de sep­tiem­bre con fiestas de santos y, sobre todo, con la celebración de Todos Santos, en noviembre, ya que la cosecha de maíz varía según la altitud. Se agradece a los santos y los antepasados pro­veedo­res de abundancia.
 
Del pasado prehispánico al presente, en toda Mesoamérica las peticiones de lluvia siempre se han realizado en edificios religiosos, cue­vas y cumbres de montañas o volcanes, es decir, en puntos de contacto con el interior de la tierra y el cielo. En eso coin­cidieron en parte con los ritos de lluvia que se practicaban en Eu­ropa, en donde hacían procesiones alrededor de las iglesias y en las cumbres. Sin embargo, las ofrendas en esos ritos son típicamente mesoameri­ca­nas: el copal, cuyo hu­mo simboliza las nubes, preparaciones a base de maíz como tamales cocidos al vapor, igualmente análogo a las nubes, aves (animales del cielo) vivas o sacrificadas (con derrame de sangre), y pulque o bebida de cacao, que simbolizan agua y sangre. Esos elementos se encuentran en todas las regio­nes, pero los ritos de la Mon­ta­ña de Guerrero, particularmen­te espectaculares, han atraí­do más antropólogos.
 
Especialistas rituales

Los ritos son frecuentemente practicados por comunidades, a veces bajo la dirección de especialistas, quienes, en algún momento, llevan ciertos ritos de ma­ne­ra individual o en pequeño grupo. Con fre­cuencia, esos es­pecialistas son rezande­ros. En la zona de los volcanes del centro de México, se trata de chamanes ini­ciados por la fuer­za del rayo, mientras en otras regiones existen hombres-rayo. Ser tocado por el rayo es mucho más frecuente en alturas elevadas como las del eje Neovolcánico. El hecho de sobrevivir a un suceso de retiro inicia a la persona fulminada como “tiempero” o curandero.
 
Esos chamanes son designados bajo varios nombres locales en náhuatl o en castellano; el más conocido es el de granicero. A raíz de un artículo fundador de Guillermo Bonfil Batalla, “Los que trabajan con el tiempo”, los graniceros llamaron la atención de va­rios antropólogos. La continuidad de sus prácticas con la época prehispánica es obvia. En la Sierra Nevada efectúan peticiones de llu­via en los volcanes, donde quedan ruinas de templos dedicados a Tláloc, excavadas entre otros por Stanislaw Iwaniszewski. La fuerza de esas creencias y prácticas es tal que aún permanecen, incluso en zo­nas bajo influencia urbana como Texcoco, que colinda con la conur­bación de la ciudad de México, o en pueblos nahuas de Tlaxcala, muy cercanos a la ciudad de Puebla.
 
Tanto en el Altiplano central como en otras regiones de Mé­xi­co, el poder del rayo interviene también bajo la forma de un nahual o de un lab, su equivalente tzeltal. En el caso del nahualismo, ciertas personas muy potentes se transforman en rayo y pueden castigar a quienes tuvieron un mal comportamiento, o bien, dañar a alguien, de manera similar a la brujería. Entre los tzeltales, según He­lios Fi­guero­la, el lab es parte inhe­rente de la persona, no se trans­for­ma. Los nahuales o lab meteo­rológicos son generalmente más potentes que los nahuales o lab animales. A los líderes de rebeliones, como el subcomandante Marcos, los tzeltales atribuyen un lab torbellino y relatan todavía conflictos entre pueblos durante los cuales luchaban mandando rayos y tormentas.
 
Riesgos y desastres climáticos
 
Los elementos climáticos afectan no sólo el campo sino también las ciudades, ya sea por falta de agua o por inundaciones. México se encuentra además en la zona de influencia del fenómeno de El Niño, que ocurre irregularmente, provocando sequías (en verano) o precipitaciones (en invierno) más fuertes de lo normal. El Niño también aumenta el número de huracanes en el Pacífico mientras lo disminuye en el Atlántico.
 
Desde hace unos quince años, a escala internacional, se ha estudiado más a fondo la cuestión de los ries­gos y desastres naturales. En México, Vir­ginia García Acosta edi­tó una importante recopilación de los sucesos ligados a de­sastres naturales en las fuentes históri­cas, de los cuales ciertos coinciden con fenómenos de El Niño; y miembros de su equipo estudiaron los riesgos climá­ticos provoca­dos en los últimos años por El Niño en diferentes ciudades me­xicanas. Aunque el impacto del evento de 1997-1998 fue considerado como menos fuer­te que el de 1982-1983, de cual­quier ma­nera causó desastres mayores. Así se demues­tra que si los riesgos son naturales, la gravedad del desastre depende de las condiciones sociales, económicas y políticas. Entre el riesgo y el desastre aparece el concepto de “vulnerabilidad diferencial”, vinculado con las nociones de “capacidad de re­cuperación” y de “estrategias adap­tativas”, ya que las so­cie­dades nunca han sido simples ac­tores pasivos frente a las catástrofes.
 
La noción de poblaciones vulnerables ante los riesgos naturales apareció de manera muy evidente con el impac­to de los ciclones de septiembre-octubre de 2005 en el golfo de México, en particular el de Katrina en Luisiana. Aun­que se puede prever la llegada de los ciclones por medio de imágenes de satélites, y en Estados Unidos se dispone de muchos medios, los desastres fueron muy importantes y afectaron principalmente a los grupos sociales más pobres de la región. Los escenarios de varios climatólogos su­gieren que, con el cambio climático global, este tipo de desastres se va a mul­tiplicar.
 
La relación entre las culturas rurales y urbanas de México y el ambiente es com­pleja. Es necesario situar esta relación en sus aspectos históricos, económicos, socia­les y re­ligiosos. Además de la riqueza de una cosmovisión climática, existen conocimientos de los factores climáticos que permiten a los pobladores ajustar sus actividades económicas y cotidianas al ritmo de las es­taciones, a la llegada de las lluvias o las secas. Son socieda­des que tratan de con­vi­vir con su clima, tengan o no conciencia del respeto a la na­turaleza.
 
México está cambiando muy rápido. El crecimiento de­mográfico del país (que ya sobrepasa cien millones de ha­bitantes) provoca más presión sobre los recursos na­turales y modifica de manera visible la configuración de las ciudades. Un sector más y más grande de la po­bla­ción se está vol­viendo vulnerable a los riesgos natu­ra­les. Por la emigra­ción masiva a Estados Uni­dos, muchos me­xicanos, sobre todo de origen indígena, se separan tem­poral o definitiva­mente de su contexto cul­tu­ral. Al mis­mo tiem­po, un núme­ro mayor de campesinos ya no vive de la agri­cultura, sino de las remesas. Muchos si­guen todavía culti­vando su milpa, pero varios se alejan poco a poco del trabajo de la tierra y de su vínculo con la natura­leza. A raíz de es­tos cambios, valdría la pena estudiar, en los años que vie­nen, la evolución de los conocimientos loca­les y de la percepción del medio ambiente, así co­mo la percepción de posibles cambios climáticos y la ca­pa­ci­dad de adaptación a los riesgos y desastres climá­ticos previstos por varios escenarios científicos.
 
     
Referencias bibliográficas
 
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Esther Katz
Institut de Recherche pour le Développement.
 
Annamária Lammel
Universidad de París­-VIII.
 
Marina Goloubinoff
Bogor, indonesia.
     
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como citar este artículo
 
Katz, Esther y Lammel Annamária, Goloubinoff Marina. 2008. Clima, meteorología y cultura en México. Ciencias número 90, abril-junio, pp. 60-67. [En línea].
 
     

 

 

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