Casas de agua |
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Federico Fernández Christlieb
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Para los pueblos mesoamericanos el agua no sólo era un recurso y un elemento divino, sino la estructura fundamental de su territorio. La unidad territorial básica en la que se organizaban antes de la conquista, recibía —en náhuatl— el nombre de altepetl. Este término fue traducido por los cronistas de indias como “pueblo”. La explicación de estas unidades territoriales estructuradas por el agua es parte de la geografía del cosmos mesoamericano, según nos lo describen las fuentes del siglo XVI.
La composición del cosmos —sintetizada convincentemente por varios autores—, consiste en un plano terrestre en forma de flor de cuatro pétalos, orientado cada uno de ellos hacia un punto cardinal. Arriba de esta superficie se levantan trece pisos celestes y debajo hay nueve pisos pertenecientes al inframundo. Los niveles horizontales estaban ligados por diversos elementos verticales que podían ser representados, por ejemplo, mediante árboles cuyos troncos eran divinas vías de comunicación; mientras que sus ramas arañaban el cielo, sus raíces se hundían para tocar la materia del subsuelo.
Sin embargo, esta descripción debe ser complementada con otra más sencilla vinculada a la vida cotidiana de los pueblos mesoamericanos, y sustentada en su experiencia. Para ellos el paisaje está hecho de sierras y planicies, de ambientes variados que se pueden recorrer o que son inaccesibles. En su modelo la superficie terrestre es como una enorme isla de planta circular con elevaciones y depresiones que se halla rodeada efectivamente por un mar. Sobre la línea del horizonte este mar eleva sus extremos para continuar en el cielo que es, a su vez, el techo del mundo. Cielo y mar son una misma pieza. Al mismo tiempo el agua salada permea toda la inmensa isla, filtrándose hasta quedar dulce al momento de aflorar a la superficie por manantiales y escorrentías. El agua también proviene, con toda congruencia, del cielo y de las partes altas en donde se forman las nubes.
No hay dificultad para probar este modelo, basta con cavar un pozo para darse cuenta de que la tierra está rellena de agua. Los cerros son entonces grandes depósitos de este líquido que escurre desde lo alto en forma de arroyos y ríos. Los manantiales son cuarteaduras de esos cerros que dejan escapar el agua. Hay incluso quien ha entrado por oquedades a las montañas para comprobar que en el interior de las grutas y cuevas hay mucha humedad, escurrimientos constantes y encharcamientos. Por si fuera poco, la observación cuidadosa también nos revela cómo las nubosidades asociadas a la lluvia se producen en las laderas montañosas; de modo que, respecto al agua, el modelo mesoamericano es exacto, tanto como la expresión confeccionada por Fray Bernardino de Sahagún en el sentido de que los montes eran, para los indios, “casas llenas de agua”.
La geografía del altepetl
Para los geógrafos, el estudio de esta institución de origen prehispánico es fundamental para entender la ocupación del territorio en la época colonial e incluso para dirimir conflictos limítrofes en momentos recientes. Hasta el momento los aspectos políticos del altepetl han sido desentrañados satisfactoriamente por varios especialistas, en particular desde la historia, la antropología y la arqueología. Sabemos, por ejemplo, que el altepetl estaba gobernado por un tlatoani, “cacique” según los españoles, perteneciente a uno de los calpolli o “barrios” que lo componían. También sabemos que la preeminencia política no estaba depositada siempre en el mismo calpolli, sino que era rotatoria. Siguiendo la posición geográfica que ocupaban en el terreno en dirección opuesta a las manecillas del reloj, les correspondía el gobierno por turnos. Dicho de otro modo, si un altepetl estaba formado por cuatro calpolli y cada uno de ellos estaba ubicado hacia un punto cardinal, primero gobernaría el tlatoani del oriente, luego el del norte, después el del poniente y por último el del sur, antes de que se repitiera el ciclo otra vez. Ésta era la forma en la que se generaba el tiempo, circulando por los cuatro pétalos de la flor que esquematizaba el plano terrestre. Del mismo modo, las demás actividades colectivas estaban regidas por esta rotación; por ejemplo los turnos de trabajo comunitario, la organización de las fiestas y la recolección del tributo. Finalmente, el altepetl poseía un territorio de límites reconocidos. Así, se trataba de una especie de ciudad-estado nominalmente soberana.
Pero la geografía se ha sentido atraída no sólo por los aspectos político-territoriales, sino en particular por el hecho de que el término altepetl también hace referencia al paisaje, la ecología y la geomorfología. De este modo, a su traducción más socorrida como “pueblo” debemos agregar la que se desprende de sus raíces atl, agua, y tepetl, cerro. De hecho, el glifo que lo representa es precisamente una montaña en cuya base se abre una cueva por la que puede salir un chorro de agua. Una vez más, debemos hacer caso de la manera en que Sahagún reportó este término hacia 1569: “también decían que los montes […] están llenos de agua; y que cuando fuere menester se romperán los montes, y saldrá el agua que dentro está, y anegará la tierra; y de aquí acostumbraron a llamar a los pueblos donde vive la gente altepetl, quiere decir monte de agua o monte lleno de agua”.
En la visión mesoamericana el macrocosmos, descrito en el apartado anterior, guarda en su interior universos más pequeños. De la misma manera que una pirámide encierra varias pirámides menores, el cosmos engloba varios microcosmos que poseen las mismas características del original pero a una escala reducida. El altepetl es uno de ellos.
Por consiguiente, el ambiente ideal para establecer un altepetl es un medio acuoso; de preferencia una isla circundada por un gran lago, enmarcado a su vez por una cadena de montañas. Los lagos de Pátzcuaro o de México son buenos ejemplos. En las fundaciones que los indios hicieron antes de la llegada de los españoles tomaron muy en cuenta estas formas de relieve porque, además de reproducir la estructura geográfica del macrocosmos, tenían tras de sí un modelo mítico: el del Culhuacan-Chicomoztoc, es decir la montaña primordial que albergaba las siete cuevas en las que los hombres habían sido concebidos. En el origen de los pueblos mesoamericanos siempre está un sitio con estas características geográficas. También Aztlán es descrita como una isla lacustre de la que supuestamente partieron los mexicas en peregrinación.
Una variante de la isla lacustre es lo que Angel García Zambrano ha llamado “rinconada”. Se trata de una cuenca hidrográfica en la que el agua no se acumula como en un lago, pero está siempre presente en manantiales y arroyos. Esta cuenca está delimitada por una serranía en forma de herradura, en cuyo interior se arrincona el asentamiento indígena. La cuidadosa selección de estos paisajes llevaba implícitos criterios de orden estético, pero también funcional. La rinconada no sólo era una forma acogedora del relieve que brindaba abrigo al altepetl, sino que era una unidad ambiental vertebrada por cuerpos de agua. Si se reúne un mínimo de características geológicas, edafológicas y botánicas, la rinconada garantiza el aprovisionamiento de agua incluso en época de secas. Así que es muy probable que los pueblos mesoamericanos observaran durante varios años el comportamiento hidrológico de un sitio antes de decidir convertirlo en su hogar, en su casa de agua.
Desde la óptica privilegiada por la geografía podemos afirmar que no hay altepetl sin agua y sin los cerros que la contienen. Pero afinando esta premisa, podemos detallar que todo asentamiento poblacional indígena estuvo asociado a un paisaje, frecuentemente de rinconada, en el que eran importantes los ríos, los arroyos, los lagos y lagunas, los manantiales, las grutas y cuevas, los sumideros, las cascadas, los cenotes y las corrientes subterráneas. Estas formas del relieve vinculadas al agua eran también conexiones con los pisos del inframundo, entradas al seno de la tierra.
Así pues, volviendo a esta imagen de las pirámides que se superponen una a otra, tenemos el paisaje primordial mítico que se superpone al paisaje empírico del universo visible, que a su vez lo hace sobre el altepetl superpuesto de igual forma sobre el calpolli. El cuerpo humano y algunos vegetales también funcionan como microcosmos. En el caso del primero es más evidente si se trata de una mujer, que es vista como un contenedor de agua (o de sangre, que es lo mismo) y como sinónimo de fertilidad y alimento. El segundo caso lo podemos ejemplificar con un guaje o una biznaga, familiares de los cerros y las rinconadas en tanto que guardan agua para los momentos de sequía. En náhuatl estos vegetales son referidos como teocomitl o apaztli, que quiere decir “olla grande”; resulta significativo que el mismo nombre sea utilizado para definir una jícara o una pequeña cuenca hidrográfica. Como recipientes minúsculos, las cactáceas y cucurbitáceas cumplen exactamente las mismas funciones que el resto de los cosmos: guardar agua y con ella dar vida.
Aguas y cerros de hoy
Desde mediados de 2003 los pueblos vecinos de Xalatlaco, Estado de México, y San Miguel Ajusco, D.F., incrementaron el tono de los reclamos limítrofes que los han enfrentado durante siglos. En la base de sus argumentos está la noción de altepetl entendido no como un territorio marcado con mojoneras, sino como un conjunto de recursos naturales que constituyen la base de su identidad colectiva. Sus pruebas documentales son planos que datan de los siglos coloniales, en donde aparecen hitos del paisaje tales como cursos de agua, estanques, lomas y cañadas. El archivo de la Secretaría de la Reforma Agraria está lleno de estos expedientes, en donde los litigantes exigen la tierra otorgada por sus ancestros quejándose del pueblo vecino, que esgrime argumentos similares.
En buena medida el agua sigue estructurando su espacio e imprimiendo ritmo a su tiempo. Por ejemplo, el calendario festivo del medio rural mexicano tiene un acentuado ritmo que obedece a las temporada de lluvias y secas. En Ameyaltepec y San Juan Tetelcingo, Guerrero, en mayo, cuando ya urge que llueva, las autoridades de los pueblos encaminan una procesión que sube a los cerros a pedirles que suelten el agua para la siembra; es la fiesta de la Santa Cruz que muchas poblaciones celebran más por su eficacia para propiciar la lluvia que por su simbolismo cristiano. Huelga decir que las procesiones de la mayoría de los pueblos en México parten de la iglesia y recorren los diferentes barrios en el sentido opuesto a las manecillas del reloj, confirmando que los espacios tienen memoria. En esos mismos pueblos sigue existiendo el carácter rotativo para efectos de trabajo comunitario o de organización de fiestas. En algunas localidades de Oaxaca, este sistema sirve incluso para designar al candidato del pri a la presidencia municipal.
Cerca de la vega de Metztitlán, Hidalgo, existe una estrechísima y profunda cañada que se acompaña de una oquedad en una de las laderas que la forman. Los lugareños llaman esta proximidad de cerros el tepelmonamique, lo cual puede haber sido originalmente tepetl monanamicyan o lugar donde se encuentran los cerros, nombre que recibía el tercer piso del inframundo según Alfredo López Austin. Hasta hace muy poco tiempo, en este paraje se realizaron “curas” contra la infertilidad femenina, lo que nos sugiere de nuevo la relación omnipresente entre el agua, la tierra y los frutos que de ella nacen. En esta misma región escuchamos al testigo de un sangriento asesinato describir cómo al cuerpo de la víctima “se le había salido toditita su agua”; agua, sangre, fertilidad y vida contenidas en un cuerpo montuoso.
Los ejemplos de esta concepción abundan en todas las rinconadas de lo que fue Mesoamérica. Tal vez percatados de ello en Europa, los científicos dedicados a la geomorfología y la hidrología insisten en introducir para las montañas el elocuente término water towers, una vez que sus análisis convencionales no pueden explicar la permanencia de este recurso ante condiciones realmente adversas. Este término, “torres de agua”, nos recuerda inevitablemente las “casas de agua” de las que habló Sahagún quinientos años antes que ellos.
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Referencias bibliográficas
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Federico Fernández Christlieb
Instituto de Geografía, Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo →
Fernández Christlieb, Federico. (2003). Casas de Agua. Ciencias 72, octubre-diciembre, 72-76. [En línea]
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