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Agua, cosmovisión y salud
 
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Carlos Zolla
Instituto Nacional Indigenista
El agua en la cosmovisión y terapéutica
de los pueblos indígenas de México.
Biblioteca de la medicina tradicional mexicana, Vol. 13.
Instituto Nacional Indigenista, México, 1999.
     
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En sentido estricto, habría que decir que en México no existe una antropología del agua y, menos aún, una antropología médica del agua. Independientemente de que pudiéramos identificar —como sucedió efectivamente— una masa importante de datos relativos a la hidroterapia y un sinnúmero de referencias al agua, no encontramos estudios sistemáticos sobre ella, quizás con la sola excepción de un buen número de trabajos dedicados al temazcalli o temazcal, el conocido baño de vapor indígena. ¿Cuál es la razón fundamental de esta carencia?

Como en toda sociedad en la que la agricultura ocupa el lugar central en la producción de bienes de consumo, en México el agua tuvo (y tiene) una importancia material y simbólica de primer orden.

El mundo prehispánico produjo transformaciones sustanciales en sus formas productivas ligadas a la manera de aprovechar la humedad ambiental y los cursos de agua para los cultivos; por lo demás, la presencia de importantes obras hidráulicas en el pasado precortesiano ha servido a algunos teóricos para inscribir a México entre la antiguas sociedades en las que resultó predominante el llamado "modo de producción asiático".

La importancia religiosa, ritual y simbólica del agua es enorme; bastaría un breve repaso de la información relativa al culto a Tláloc para corroborar la importancia del agua en la cosmovisión mesaomericana, y en las "patologías" y terapéutica que de él derivan. Baste el siguiente ejemplo: aunque se ha discutido si el mural de Tepantitla, que forma parte del conjunto monumental de Teotihuacan, representa efectivamente el Paraíso terrenal indígena, hay coincidencia entre los estudiosos acerca de que se trata de una representación del mundo del dios del agua, culto que se encuentra —más allá de los cambios de nombres y formas que siempre se advierte en los ciclos míticos— no sólo en el área del Altiplano Central de México sino en la vastísima extensión de Mesoamérica.

Accedían al Tlalocan, después de la muerte, sólo "aquellos que han sido seleccionados por Tláloc, el Dios de las Aguas, el poderoso Júpiter mexicano, que es al mismo tiempo dueño del mar y de las nubes, Señor de los ríos y de los lagos, del granizo y del rayo", dice Alfonso Caso, y agrega: "Cuando alguien en tiempos aztecas moría fulminado por el rayo o ahogado en la laguna, o adquiría una enfermedad como la hidropesía o la lepra, etc., era palpable la intervención de Tláloc.

Sus parientes se alegraban, pues era señal evidente de que este hombre afortunado había sido elegido por el dios para que los acompañara a gozar de las delicias del Paraíso Terrenal". El propio Caso, citando a Torquemada, ofrece información del conjunto de padecimientos o de "accidentes" (lo accidental o eventual pierde su carácter cuando es resultado del designio de los dioses) que acaecen por mandato divino, y que han pasado a la medicina tradicional actual dentro del gran grupo de las enfermedades de "frío", "húmedas" o "del agua".

Torquemada menciona "a los que morían de rayos o se ahogaban en agua, los leprosos y bubosos, sarnosos, gotosos e hidrópicos. Y muriendo de estas enfermedades incurables, no los quemaban, los enterraban en particulares sepulturas y poníanles unas ramas o tallos de bledos en las mejillas, sobre el rostro, y untábanles las frentes con texutli, que es el color azul que ellos usaban, y en el cerebro les ponían ciertos papeles supersticiosos, y en la mano una vara, porque decían que como el lugar (el Tlalocan) era fresco y ameno, allí había de reverdecer y echar hoja".

El carácter del culto y la clara reprobación que recibió de los representantes de la nueva fe, como Torquemada, sin duda contribuyeron a que en el mundo indígena el sistema de creencias relativo a Tláloc se ocultara, se disimulara o se atenuara. En cualquier caso, ya se trate de un refugio o de una persistencia inconsciente, es claro que gran parte de él sobrevive en las ideas y las prácticas de la medicina tradicional indígena actual.

El Diccionario enciclopédico de la medicina tradicional mexicana, que forma parte de la Biblioteca de la medicina tradicional mexicana, pese a incluir alrededor de dos mil términos de entrada consigna sólo cuatro en los que el agua es mencionada: agua de alimento, en realidad, vitaminas que se administran por vía parenteral; agua de las tres lejías; agua de tiempo y su sinónimo agua normal, y agua sagrada, un sinónimo de "agua bendita". A mi juicio este hecho está lejos de ser casual.

El título mismo del volumen que hoy se edita, al asociar cosmovisión y terapéutica, es indicativo de la amplitud del campo ideológico y técnico que un estudio de esta naturaleza está obligado a considerar. Aquí, quizás más que en otros trabajos de índole semejante, cosmovisión no sólo alude a las concepciones subyacentes a las prácticas médicas, entendida aquélla como el sustrato ideológico de referencias. Más bien al revés: es dentro del gran complejo de la cosmovisión mesoamericana relativa al agua que aparecen las ideas, los rituales, las prácticas y las tecnologías de muy diversos campos de la actividad social, y, dentro de él, la hidroterapia propiamente dicha y el uso del agua en los preparados de la materia médica indígena.

Campos cuya articulación no siempre es evidente. De allí, me parece, la importancia de la discusión sobre las causas de demanda de atención de la medicina tradicional a la que aludí antes. En efecto, la participación activa de los curanderos en el manejo de recursos hidroterapéuticos (temazcales, toritos, baños de tina o de asiento) y, al mismo tiempo, en las ceremonias de petición de lluvia, en la lucha contra el granizo, en la bendición de la milpa o en el culto a los "dueños del agua", nos alerta acerca de las conexiones entre las prácticas propiciatorias del equilibrio corporal individual y las del equilibrio social y cósmico, y, más aún, sobre los sistemas taxonómicos de las medicinas tradicional y académica.

La comprensión de esas conexiones sigue siendo un campo privilegiado de observación de la antropología social o cultural y, sobre todo, de la antropología médica.

Fragmento del prólogo.
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Zolla, Carlos. (2001). Agua, cosmovisión y salud. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 142-143. [En línea]
 
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Caligrafía de las cosas    
Hermann Bellinghausen
   
         
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1. Los retratos de cosas, que no naturalezas muertas, ocurren en el suelo; a ras de ojo, repollo, rastrojo y carrizo. Lazo, escoba, comal y agua son, por delante de la creencia, la cosa misma, su poder de alma en la cosa. Su significado, la creencia, está en la imagen misma.
En este sentido, las fotos de Maruch Sántiz Gómez son iconografía, la representación de un conocimiento. En tzotzil, la imagen no necesita explicación, le basta llamarse. Tzu, o calabaza en el umbral, invoca al perro perdido.
 
No hace falta señalar la belleza formal de estas fotografías. Siguen la línea existencial de la comunidades chamulas, que con su aparente sencillez incorporan entorno. La obstinación de la mujer tzotzil por bordar su vestimenta, coser la lana de su falda, obedece a una joie de vivre, también manifiesta en las viviendas, en la disposición de las precarias pertenencias de su vida rural, la caligrafía que dan los objetos.
 
2. ¿Qué hace a la obra de arte? ¿Su construcción armónica en el espacio de gracia, donde nada falta, nada sobra? La soga de Maruch es un soneto de Quevedo, comparte la misma exactitud de sílabas, la misma entonación en el recuerdo. La fronda seca de una rama invertida es ya la historia toda de hechizos y casas barridas a deshoras, polvareda de la equivocación, lo que los clásicos llamarían un "drama rural", la fatalidad desatada.
 
Maruch registra en su código fotográfico las creencias habituales de su pueblo que llenan de calor los signos de la vida. Ni que fuera para tanto.
 
 
3. Si los puercos bailan, es que va a llover ese día. Lectura de los signos y sistematización de la fábula, el ánimo ejemplar, mas no moralista de las creencias tzotziles, respira lo que sí y lo que no se ha de hacer. Consideran la fatalidad, y la manera de prevenirla.
 
 
Es malo vernos en el espejo en la noche, porque se tapa uno de la vista. El espejo, el telar, el cesto, el chayote, la soga, la peineta, el perro muerto y las hojas de bejao son retratos al ras, vistos de la única manera que se mira al suelo: de arriba.
 
 
Los objetos parlantes que parecen mudos constituyen un pequeño cosmos, en la apretada extensión del predio familiar de Maruch Sántiz.
 
 
Le sirven de modelos su madre, su hermanito, sus borregos, perros, gatos, puercos y pollos. Es malo soplar en la boca de un niño porque nos muerde. Estas consejas ilustradas son a fin de cuentas un breviario del sentido común enfrentando al capricho de la fatalidad y la creencia.
 
Un manual de prevenciones prácticas que refleja la mentalidad de un pueblo familiarizado con lo sobrenatural.
 
 
La visualización de los temores, los sueños y las equivocaciones opera como un conjunto. Una negación. Estamos viendo lo que no debíamos ver, para que no lo veamos nunca.
 
 
4. El arte moderno se ha preocupado por las texturas, y hoy que busca materializarse en instalaciones, recibe las texturas por añadidura. Merced a los objetos que instala. La representación casi zen de Maruch, compuesta de suelo, una cesta con chiles secos (bek'ich) y la criba de su sombra remite, por el camino de la prohibición ("malo sonar las semillas del chile"), al crepitar de sombra que, en su mudez inmóvil, sentimos escuchar.
 
 
Las imágenes de Maruch Sántiz son hospitalarias, no nos andan regateando su sentido, y menos aún sus apariencias.
 
 
En el pensamiento tzotzil el concepto está en la cosa. Ni siquiera Dios es abstracto; por eso los misioneros, en su cerrazón colonial, los consideran paganos.
 
 
La prohibición va implícita entre el tarro del agua y las tortillas trazadas sobre el comal, un comal luminoso, lunar. El tizón y las cenizas sobre la tierra son el firmamento, un delicado apocalipsis sideral.
 
 
5. La esfera rural de los tzotziles aún no alcanza, pese a los esfuerzos públicos y privados, el paraíso de los desechos industriales. Aquí los objetos no son desechables. Una lata abierta dura años en servicio, una bolsa de plástico tiene ocho vidas.
 
 
La carga práctica y simbólica de cada cosa, como los parajes, es muy grande. El campo tzotzil, cada recodo del camino tiene nombre, su propia lumbre; ciertas piedras grandes, las lomas y promontorios, los agujeros del terreno. Y una vida. Cada cosa tiene vida propia. Las patas muertas de un pollo hablan de niños vivos, un pollo vivo y las garras inescapables del castigo.
 
 
6. Y dice la voz de la traición que si dejas la mazorca a medio desgarrar, el temible tzucumo (gusano azotador) pisará tus ropas. Y si pasas sobre el telar, se enredarán los hilos del bordado. Cada cosa un mundo. "Cada cosa es Babel" escribió Eduardo Lizalde: "Ésta es la cosa muda, el trino degollado / que me lleva por el nombre / dice el nombre, un aura, / y propala esta gloria, / esta razón de mago es la cocina, / denso estar de la cosa entre las cosas / por el mundo".
 
 
Si el niño babea, se le pasan por la boca tres libélulas. Si se sopla el fuego con un sombrero, el dueño sentirá mareo. Si una persona ronca, se le mete una cola de lagartija por las fosas nasales.
 
 
El mundo no tiene que ser más grande que el patio de una casa campesina para ser inmenso, poblado de presencias.
 
 
7. El lenguaje universal de la fotografía, como todos los instrumentos de la técnica (video, computadoras, cine, estudios de grabación sonara) llega siempre, más temprano que tarde, a la evidencia de no ser ningún esperanto.
 
 
En manos del verdadero artista, la técnica adquiere un acento único, nuevo y revelador; dice lo que nadie más podrá decir.
 
 
Maruch Sántiz Gómez, de Cruztón, chamula, no lejos del santuario de Tzontehuitz, accede, sola y su magia trae su firma.
 
 
Maruch Sántiz no es la primera en retratar las cosas, pero lo hace como si fuera. Tampoco Cézanne fue el  primer hombre que veía una manzana.
 
 
 
Nota
 
 
 
 
Texto que acompaña a las fotografías de Maruch Sántiz en el libro Creencias de nuestros antepasados.
Hermann Bellinghausen
Poeta, cronista y reportero del diario La Jornada.
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Bellinghausen, Hermann. (2001). Caligrafía de las cosas. La fotografía de Maruch Sántiz Gómez. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 126-127. [En línea]
 
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Ciencia y racismo  
Pierre Thuillier
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Recientemente nos enteramos de la muerte de Pierre Thuillier, filósofo de formación, agudo estudioso de la ciencia, profesor de epistemología e historia de la ciencia en la Universidad de París vii y editor de La Recherche durante su mejor época. Su pasión por los temas que trataba se transluce en sus textos y estallaba en sus clases y en las pláticas informales que de buena gana mantenía con sus alumnos alrededor de una mesa de café y una copa de buen vino blanco. Su espíritu crítico le valió la animadversión de los miembros más conservadores del establishment científico francés, quienes no entendían que una revista como La Recherche dedicara tanto espacio a temas que cuestionaban lo que entre ellos se considera como piedras angulares del quehacer científico.

Su obra comprende una enorme cantidad de artículos —publicados en su mayoría en La Recherche— que han sido compilados en libros como Jeux et enjeux de la science (Laffont, 1972 —hay traducción al español: La manipulación de la ciencia, Fundamentos), Le petit savant illustré (Seuil, 1980 —La trastienda del científico, publicado por otra editorial española), Darwin y C° (Complexe, 1981), Les savoir ventriloques (Seuil, 1983 —Los saberes ventrílocuos, fce) y D’Archimède à Einstein (Fayard, 1988 —De Arquímedes a Einstein. Las caras ocultas de la investigación científica, cnca, Los noventa).

Su obra consta, además, de textos de gran profundidad y perspicacia como Socrate fonctionnaire (Laffont, 1969), Les Biologistes vont-ils prendre le pouvoir? La Sociobiologie en question (Complexe, 1981), L’Aventure industrielle et ses mythes.

Savoirs techiques et mentalités (Complexe, 1982) y La grande implossion (Fayard,
1995).

La publicación de este texto, aparecido en Le Magazine Litéraire en marzo de 1987, es un pequeño homenaje a un gran estudioso de la ciencia, cuya pasión, lucidez y espíritu crítico constituyen un ejemplo a seguir.
       
El racismo se encuentra entre nosotros, multiforme y muy vivo. Los problemas que crea son tan numerosos y tan brutales que, desafortunadamente, la única pregunta seria que podemos formular es: ¿cómo hacer para poder vivir en un mundo sin racismo? Pregunta desafiante que los “intelectuales” no pueden responder, me parece, sin temor y aprehensión, pues la gran novedad, si existe alguna, se resume con facilidad: ha quedado muy claro que el racismo no será vencido con palabras. La efectividad de los discursos ideológicos, científicos, e ideológico-científicos que tienen por objetivo atacar al racismo, es muy endeble, casi nula. Cien veces, mil veces, el racismo ha sido criticado, denunciado, cuestionado, pulverizado verbalmente. ¿Se ha ganado la partida? Por supuesto que no. “Eso” vuelve a comenzar, una y otra vez, de manera profunda e insidiosa. ¿Qué es entonces esta lucha ideológica?

Más precisamente, ¿cómo ubicar al adversario? Algunos observadores lo han puesto en evidencia en el caso de países como Francia: mientras más virulento y omnipresente se hace el racismo, la ideología racista se vuelve más difícil de aprehender. En los años treintas la ideología de los militantes racistas poseía un contenido, era abiertamente proclamada. Bastaba con abrir el Larousse del siglo xx para saber que el racismo era la doctrina “del nacionalsocialismo alemán que pretendía representar a la raza alemana pura, excluyendo a los judíos, etcétera”. ¿Pero ahora?

Actualmente, incluso quienes representan políticamente al racismo real dicen no ser racistas y ganan juicios contra aquellos que se atreven a afirmar lo contrario. Y la negación se ha hecho casi ritual ante cualquier mención que los señale como racistas: “yo no soy racista, pero…” Este desvanecimiento del racismo doctrinal ha tenido al menos el mérito de poner en claro que el racismo real es una práctica, un conjunto de comportamientos que vienen de lejos, de las profundidades, en donde se conjugan el miedo, el odio y el desprecio. Pero al mismo tiempo, la gravedad de la situación queda cruelmente evidenciada: ¿cómo luchar contra un adversario que no se puede ubicar, que desaparece al ser señalado con el dedo? El racismo es declarado inmoral e ilegal. Pero estas palabras parecen perder su sustancia ante un racismo que no tiene ya rostro, que se ha vuelto una cosa, una incitación a la violencia que no se puede reconocer pero que al mismo tiempo se expresa públicamente. Así, hay racismo, pero no hay racistas. Cuando un debate, que merezca tal nombre, se vuelve imposible, ¿qué puede hacer un “ideólogo”?

Los derechos humanos, teóricamente, han sido ganados. Pero se trata de una falsa victoria que deja un sabor amargo. ¿Para qué perseguir ideas que oficialmente han sido ya extirpadas de nuestra cultura? El artículo “racismo” del Dictionaire usuel illustré de Quillet-Flammarion va en este sentido: “El racismo, que atenta contra el derecho al respeto de la persona humana, debe ser totalmente eliminado y exige acciones determinantes contra las raíces mismas de su mecanismo (miedo, inseguridad económica, etcétera)”. Todo esto es parte ya de la educación común, pero “eso” continúa. ¿Para qué entonces obstinarse en una perorata como lo hago yo en este momento?

No obstante, hay una categoría de discurso sobre el racismo que se vende bien en estos tiempos: la categoría científica. Incluso escuchamos decir que los elementos nuevos se encuentran allí, en las declaraciones de algunos expertos en genética o en la teoría de la evolución que nos tranquilizan: la noción de “raza” carece de contenido, la “raza” es un mito, no existen las “razas”. Varios de ellos no dudan en inferir que, en sentido estricto, el racismo no puede existir y por lo tanto no existe. ¿Cómo ser verdaderamente racista si no existen las razas? A lo más, entonces, se puede creer que se es racista. La ironía de esta situación, como lo acabamos de ver, es que los militantes en cuestión están actualmente de acuerdo: “nosotros no somos racistas”. Mejor todavía, como bien lo ha mostrado Colette Guillaumin, ¡son “los otros” los únicos racistas!, racistas que practican un racismo antifrancés.

Pero regresemos a los expertos que desaparecen la noción de raza. Hubo una época en que esta propuesta crítica era bastante novedosa para el gran público, y uno se podía imaginar que sería eficaz. Contra un racismo que invocaba argumentos supuestamente científicos era oportuno poner las cosas en su lugar. Van a ser ya cuarenta años desde que la unesco publicó su primera declaración en torno a este tema (julio de 1950). En ella se podía leer, entre otras, estas afirmaciones tan claras: “en realidad, la raza es menos un fenómeno biológico que un fenómeno social […] Lo esencial es la unidad de la humanidad, tanto desde el punto de vista biológico como desde el punto de vista social […] Ni la personalidad ni el carácter derivan de la raza […] No existe razón alguna para creer que ciertos grupos humanos estén mejor dotados que otros en estos aspectos”. En junio de 1951, la unesco reiteraba: “No poseemos ninguna prueba de la existencia de razas supuestamente ‘puras’. Es cierto que, marginalmente, puede ser interesante continuar acumulando pruebas y demostraciones al respecto, pero no es nuevo ni eficiente, como hemos tenido tiempo de darnos cuenta. Es casi evidente que estas críticas teóricas, por justas y bien intencionadas que sean, pasan a un lado del problema real. ¿Para qué sirve demostrar la inexistencia de “razas” a quienes no quieren a los “amarillos”, a los “negros” y los “magrebinos” que encuentran por la calle, en el metro o las escaleras?

El vocabulario de los teóricos, en este caso, resulta dramáticamente desfasado en relación con la “vivencia racista” tan querida de psicólogos y sociólogos. De hecho, la noción de racismo puede ser perfectamente definida sin ninguna referencia a la noción de raza. Ésta es sociocultural y le importa poco la biología. Abramos nuevamente el Quillet-Flamarion; allí leemos que el racismo es una “actitud de hostilidad hacia grupos humanos de etnia, cultura, costumbres, etcétera, diferentes”. La palabra raza no aparece, y a pesar de ello, se percibe muy bien la naturaleza del “racismo”.

Sin embargo, es realmente más importante señalar que las críticas biologicistas contra el racismo corren el riesgo, a mediano plazo, de volverse peligrosas. Su postulado implícito, efectivamente, es que “la ciencia” puede resolver el problema de la legitimidad del racismo. Yo soy de los que encuentran esta pretensión exorbitante e inaceptable. El racismo es un asunto social, fundamentalmente exterior a los juicios especializados de genetistas y teóricos de la evolución. ¿Qué importa que existan o no genes “marcadores”? Incluso si la existencia de “razas” fuera categóricamente probada, incluso si una jerarquía “objetiva” afirmara la existencia de “razas inferiores”, el problema se mantendría intacto. Si no, ¿habría que concluir entonces que los racistas finalmente tienen razón de atacar a las poblaciones “objetivamente inferiores”? En materia de racismo, al igual que en el sexismo, no hace falta apelar al veredicto de los científicos. Si comenzamos a requerir argumentos científicos para justificar los principios éticos fundamentales, se pueden propiciar las peores aberraciones. Hacer creer que los biólogos pueden intervenir con pleno derecho en la definición de una ética buena y de una política buena es, con toda seguridad, favorecer la tecnocracia. En cuanto a reforzar el sentido de responsabilidad cívica, eso es otra cosa.

Ya en 1973 François Bourlière sugería que se evitara “el empleo de algunas palabras engañosas demasiado cargadas de potencial emocional”. El simple hecho de no hablar más de razas no bastará para mejorar la situación. Pero tal vez sería bueno dejar de obsesionarse un poco con ciertas palabras y otorgar más importancia a la situación global. Pues, a fuerza de hablar de racismo como un objeto especial, a veces llegamos a creer que éste designa problemas susceptibles de ser tratados y resueltos aisladamente. Es posible que haya una trampa en ello: preocupados por denunciar ese “mal absoluto”, se termina elaborando una suerte de antirracismo bien pensante y moralizador. Es triste decirlo, pero, bajo esta forma, los programas antirracistas no parecen movilizar efectivamente a la gente. Tal vez convendría buscar la solución por el lado de una repolitización, en el buen sentido, por difícil e incierta que parezca la empresa.

Los males racistas, de hecho, poseen un carácter orgánico: son inherentes a un sistema socioeconómico y cultural global, y no desaparecerán a menos que este sistema y su funcionamiento sean reorganizados de otra manera. Para politizar en un buen sentido la situación en que se inserta el racismo, en primer lugar habría que tomar en cuenta que el racismo tiene sus raíces en nuestra manera de vivir, de organizar la producción, de dirigir nuestra política exterior, de aceptar (o no aceptar…) una verdadera cooperación con los países menos desarrollados, etcétera. Después hay que emprender una acción paciente y coherente que busque modificar ciertas relaciones económicas y culturales; relaciones que, incluso hoy día, giran alrededor de esos “polos” que son la dominación política, la ganancia, la explotación de los débiles, el placer de consumir, el individualismo excesivamente estrecho, etcétera. Entonces se podría esperar una reabsorción del racismo. Pero no se logrará con denuncias, por justificadas que sean, ni con tratamientos específicos y milagrosos, ni haciendo llamados a la Moral Pura, sino construyendo un mundo en donde, en sentido estricto, el racismo no tenga un lugar.

Pero estoy rebasando, a todas luces, los límites que me han sido asignados. Todo ha sido dicho, y los ideólogos llegan no solamente demasiado tarde, sino también con las manos vacías. Toca a los ciudadanos expresarse, querer esto y actuar. Si estas viejas palabras recobran vida, entonces algo podremos esperar. Touche pas à mon pote [“No toques a mi cuate”, lema de un movimiento antirracista en Francia], es un lema que vino de la base. Toca a “la base” prolongar el movimiento, darle vigor. En todo caso, el milagro no vendrá de la supuesta cima de la ideología.

Referencias bibliográficas
Billig, M. 1981. L’Internationale raciste. De la psychologie à la “science” des races. Maspero, París.
Guillaumin, C. 1972. L’idéologie raciste. Genèse et langage actuel. Mouton.
Hiernaux, J. 1969. Egalité ou inégalité des races? Hachette, París.
“La science face au racisme”, en Le genre humain, núm. 1, otoño de 1981. Fayard, París.
“La société face au racisme”, en Le genre humain, núm. 11, otoño-invierno de 1984-1985. Fayard, París.
Olender, M., ed. 1981. Le racisme. Mythes et sciences (Pour L. Poliakov). Complexe, Bruselas.
Paraf, P. 1964. Le racisme dans le monde. Payot, París.
Thuillier, P. 1974. “De Darwin a Konrad Lorenz: les scientifiques et le racisme”, en La Recherche, mayo. París.
unesco. 1973. Le racisme devant la science (edición revisada y completada de la obra de 1953).

Pierre Thuillier
 
Traducción
César Carrillo Trueba.
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como citar este artículo
Thuillier, Pierre y (Traducción Carrillo Trueba, César). (2001). Ciencia y racismo. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 115-118. [En línea]
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Cómo ser indígena, humano y cristiano: dilema del siglo xvi
 
 
Federico Navarrete

 
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A lo largo del siglo xvi uno de los problemas religiosos, éticos y políticos más candentes en la Nueva España y en Europa fue la discusión sobre la naturaleza de los pobladores indígenas de América. Este problema, que hoy llamaríamos antropológico, sólo podía abordarse en esa época desde una perspectiva religiosa, a partir de las siguientes preguntas: ¿eran los hombres americanos descendientes de Adán como todos los miembros del género humano?, ¿cómo habían llegado desde la cuna de la humanidad en el Medio Oriente hasta las lejanas y desconocidas tierras que ocupaban? y ¿habían recibido en ellas la predicación de la religión cristiana?

Estas preguntas eran de difícil solución para los pensadores religiosos y políticos que debatieron sobre ellas, entre los que se contaban fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. Una vez reconocida la humanidad de los indios, que quedó establecida por bula papal más allá de cualquier discusión, entonces se seguía que todos los pobladores de América eran descendientes de Adán y de Eva. Sin embargo, esta premisa sólo despertaba nuevas interrogantes, pues resultaba difícil entender cómo una familia tan amplia de humanos se había separado del resto de sus congéneres y cómo ese resto había perdido noticia de sus parientes remotos. Quedaba por determinar, también, en qué momento de la historia del pueblo elegido fue que éstos hombres se separaron de los demás: ¿precedió su partida a la división de la humanidad en tres grandes grupos, los descendientes de Cam, Sem y Jafet, los tres hijos de Noé? ¿Coincidió acaso con la destrucción de la arrogante torre de Babel y con la multiplicación de las lenguas? El destino de estos parientes remotos en sus nuevas tierras era igualmente problemático. Poco antes de ser sacrificado, Cristo había ordenado a sus apóstoles predicar el evangelio a todos los hombres, y siendo como era hijo de Dios, seguramente incluyó en esa frase a los americanos, cuya existencia no podía ignorar. Como Cristo era además infalible, entonces había que dar por sentado que la predicación cristiana había alcanzado a tan lejanos hombres. Sin embargo, si se aceptaba esto, entonces quedaba por explicar ¿por qué los españoles habían encontrado a los indígenas sumidos en la más atroz idolatría, entregados a los más sangrientos sacrificios y aficionados al sabor de la carne de sus semejantes? ¿Dónde quedaron los rastros de la predicación cristiana en estas lejanas tierras? Quizá su desaparición, o, lo que es peor, su sustitución por rituales que parecían burlarse del cristianismo, se debía a que el Demonio había hecho de las suyas con estas criaturas del Señor. Esta posibilidad, sin embargo, planteaba un dilema igualmente inquietante para los creyentes, ¿cómo pudo ser que Dios, en su infinita bondad, hubiera permitido que estos hombres, hechos a su imagen y semejanza, fueran pasto por tanto tiempo de los engaños y maldades de su Enemigo?

Estas preguntas, y otras semejantes, fueron discutidas incesantemente por los españoles, y otros europeos, desde el siglo xvi hasta el xviii, cuando el problema de la humanidad, y de la inferioridad o superioridad de los indios, fue planteado en nuevos términos, acordes con las ideas ilustradas sobre la naturaleza humana. Muchos autores contemporáneos han examinado y discutido estos apasionados, y apasionantes, debates. Mi propósito en este ensayo es analizar brevemente la respuesta que los propios indígenas de Mesoamérica dieron a estas interrogantes europeas que les concernían directamente.

En primera instancia hay que señalar que si bien pareciera que este debate cristiano sobre la naturaleza y origen de los pobladores de América preocupaba únicamente a los pensadores occidentales, pues estaba basado en las premisas y dogmas de la visión del mundo de los europeos, el hecho es que igualmente involucró a los indígenas cuya participación en esta polémica no fue sólo como objetos, sino también como sujetos de la discusión.

Para los indígenas era importante demostrar su humanidad dentro del marco del cristianismo por varias razones. En primer lugar, para aquellos que se habían convertido sinceramente a esta religión, encontrar un lugar para sí mismos, y para sus antepasados, dentro de su nueva fe, era un imperativo intelectual y existencial de primera importancia, pues de su demostrada pertenencia a la familia de Adán dependía la posibilidad misma de su salvación. Por otro lado, más allá de esta búsqueda personal, había razones políticas de peso para preocuparse por este tema. De la demostración de la humanidad de los indígenas dependía la definición del régimen al que debían ser sometidos y los derechos que tenían bajo las leyes naturales, españolas y divinas. Por ello, para defender sus posiciones y privilegios ante las autoridades españolas, a los indígenas les convenía partir de la premisa de que eran tan hombres como los conquistadores y que por lo tanto tenían las mismas atribuciones, capacidades y derechos. Finalmente, siendo aún más pragmáticos, independientemente de sus convicciones personales los indígenas sabían que sería contraproducente negar, o ignorar, las concepciones cristianas sobre su propia naturaleza humana, pues tal negación podría provocar desde abiertas persecuciones y castigos por contrariar la “única y verdadera fe” hasta el simple rechazo de cualquier argumentación que presentaran ante la Corona o las autoridades eclesiásticas.

Por estas distintas razones, que son siempre difíciles de distinguir en la práctica, los historiadores indígenas nahuas y mayas adoptaron lo que hoy llamaríamos el “mito cristiano” del origen del hombre y de la historia de la salvación cristiana y procuraron adaptar a él las historias de sus pueblos. Estas adaptaciones tomaron formas distintas y siguió estrategias diversas según el autor o el pueblo. También tomaron en cuenta las reacciones que provocaba entre sus públicos cristianos, afinando algunos argumentos, desechando otros que resultaban ineficaces o contraproducentes, y adoptando nuevas ideas y argumentos de otros autores indígenas o europeos. En fin, se trató de un proceso dialógico en que los indígenas supieron escuchar a los españoles, y en que éstos también supieron atender las razones de los primeros.

El primer problema que enfrentaron los historiadores indígenas fue el de la súbita y absoluta obsolescencia de sus antiguos relatos sobre el origen de los hombres. Por ejemplo, los acolhuas de Tetzcoco afirmaban haber sido creados por los dioses en el mismo valle de México. Según la Histoyre du Mechique decían que un dios había arrojado una flecha desde el cielo en un lugar llamado Texcalco y que de ella habían nacido un hombre, llamado Tzontecómatl, y una mujer, quienes sólo tenían cabeza y hombros. Esta pareja primigenia se reprodujo por medio de un beso y engendró a los tetzcocanos. Sobra decir que tal historia era inaceptable en el contexto colonial, en primer lugar porque todos los cristianos sabían por dogma de fe que Adán había sido creado por Dios en el paraíso terrenal y Eva de su costilla, y en segundo lugar porque la idea de parejas primigenias sin tronco ni piernas que se reproducían por medio de la lengua repugnaba el decoro y la lógica occidentales. Por ello, los tetzcocanos no podían repetir esta versión de su origen, a menos que quisieran provocar el escarnio de los españoles y, lo que es peor, el rechazo a toda la historia de su pueblo, desautorizada por tan inverosímil origen.

La solución que encontraron los historiadores tetzcocanos a este problema fue suprimir cualquier mención a una creación o nacimiento sobrenatural de su pueblo en territorio novohispano y dar un renovado énfasis en la idea de que habían venido de lejanas tierras. Maniobras similares tuvieron que realizar varios siglos después los isleños de Polinesia, que afirmaban haber nacido en sus respectivas islas, pero que tuvieron que inventarse largos y azarosos viajes desde distantes patrias originales para satisfacer a los misioneros cristianos que les contaban el “mito adánico”. El resto de los pueblos mesoamericanos contaban, para su fortuna, añejas y complejas historias de migración y sólo tuvieron que enfatizar que su patria original no era, de ninguna manera, la Nueva España.

Este señalamiento, sin embargo, no resolvía todo el problema, pues quedaba por resolver la incógnita de la localización de la patria original de la que habían venido los indígenas y de su relación con los lugares de la historia bíblica. La solución más radical a este dilema fue adoptada por los mayas quichés, de lo que hoy es Guatemala, en la bellísima historia del Título de Totonicapan, que cuenta el origen de los pobladores de esa importante ciudad. Los autores de este libro, escrito en quiché pero en alfabeto latino, aprovecharon que un fraile dominico había traducido recientemente a su lengua una doctrina cristiana, que narraba con detalle la creación del hombre y la historia del pueblo elegido de Israel, y la copiaron casi literalmente, para afirmar así que ellos eran miembros de las siete tribus de Israel y que al derrumbarse la torre de Babel cruzaron el océano y llegaron a Tulán, desde donde partieron hasta sus tierras actuales. De esta manera se apropiaron del mito cristiano de la creación y lo utilizaron como fundamento y origen de su propia historia.

Si a nosotros este recurso nos parece un plagio, o cuando menos una ingenuidad, para los quichés resultaba altamente conveniente, pues les confería la legitimidad de ser miembros del pueblo elegido de Dios. Además, tal afirmación no podía ser rechazada como falsa por los cristianos, pues se correspondía a la letra con su dogma. Por ello, si bien nosotros podemos pensar que los quichés estaban mintiendo, eso era algo de lo que no podían acusarlos los mismos frailes que les habían contado la versión cristiana del origen del hombre.

En el centro de México, el chalca San Antón Muñón Chimalpain, uno de los más grandes historiadores que han nacido en estas tierras, optó por una solución más erudita y sutil. Para empezar, este autor nos cuenta en un florido náhuatl una versión detallada de la historia bíblica de la creación del mundo y del hombre, citando a santo Tomás y a otras autoridades cristianas. Aborda entonces el tema del origen de los teochichimecas, los antepasados de los pueblos indígenas del centro de México y concluye: “no puede saberse con certeza dónde está esa tierra de la que partieron los mencionados antiguos que vinieron a desembarcar en Aztlan. Y no obstante esto, podemos creer, y nuestro corazón estará tranquilo, que fue de una de las tres tierras, de uno de los tres lugares que están separados, de una de las tres partes que están cada una en su lugar —el primer lugar en tierra llamada Asia, el segundo en la tierra llamada África, el tercero en la tierra llamada Europa”.

Chimalpain era demasiado riguroso como historiador para afirmar algo que no fuera demostrado por las tradiciones históricas en que se basaba, pero de todas maneras quería creer, quería hacernos creer, que él y todos los habitantes de la Nueva España se originaron en lo que hoy llamamos el Viejo Mundo, y que por lo tanto eran descendientes de Adán. Para sustentar esta creencia procedió inmediatamente después a relatar que un cosmógrafo alemán avecindado en la Nueva España, Enrico Martínez, le contó que en los países bálticos, en una región llamada Curtland, había pobladores cuyo aspecto físico se parecía mucho al de los indígenas nahuas.

Si bien la actitud de Chimalpain puede parecernos mucho más escéptica, científica y moderna que la de los autores quichés, el hecho es que tuvo mucho menos fortuna histórica en su momento. Tan exitosa fue la adaptación del “mito bíblico” entre los mayas, que otras historias quichés escritas posteriormente se limitaban a afirmar, como un hecho comprobado e indudable, que ellos eran miembros del pueblo de Israel y que habían venido desde la Tierra Prometida. Chimalpain y sus argumentos en cambio quedaron relegados al olvido, y es apenas hasta este siglo que podemos apreciar su sutileza.

Más exitosa fue la obra de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, un historiador tetzcocano que escribió en español poco después que Chimalpain. Este autor reprodujo sin más las antiguas historias indígenas sobre la creación del mundo y su destrucción en cuatro ocasiones sucesivas, equiparando la destrucción del llamado Sol de agua por una inundación con el Diluvio Universal. Después de establecer esta analogía, que podríamos atribuir a un comparatismo anticipado, el autor castizo se enfrentó al mismo dilema de sus colegas y antecesores: ¿cómo insertar a sus descendientes en la antropología cristiana? A lo largo de más de treinta años de trabajo, y en cinco sucesivas obras, ensayó diversas respuestas. La primera y más obvia fue asegurar que un rey llamado Chichimécatl había venido a estas tierras desde la Gran Tartaria, es decir desde Asia, y que en cuanto a la predicación cristiana, sus antepasados la habían recibido junto con todos los demás hombres. Sin embargo, esta última afirmación tenía consecuencias negativas que nuestro autor pronto descubrió: si afirmaba que los indígenas habían sido cristianos, entonces su religión prehispánica se convertía en una apostasía, producto del rechazo consciente de la verdadera fe, y no en una simple idolatría, producto de la ignorancia de la palabra del Señor. Como en términos teológicos, y hasta legales, era mucho más grave ser apóstata que pagano, Alva Ixtlilxóchitl pronto desecho la idea de la predicación prehispánica y optó por una original solución: afirmar por un lado que sus antepasados toltecas eran hombres blancos y barbudos, con lo que los asimilaba racialmente a los europeos, y por el otro demostrar que los reyes tetzcocanos, si bien nunca habían recibido la predicación del evangelio, llegaron a barruntar, gracias a su sabiduría, algunos preceptos del cristianismo, como el monoteísmo y el rechazo al sacrificio humano. Esta doble argumentación fue sorprendentemente exitosa y ha sido sustento de uno de las figuras más caras de nuestro nacionalismo, la del rey sabio Nezahualcóyotl que abjuró privadamente de los sacrificios e idolatrías de sus contemporáneos y predijo, gracias a su gran sabiduría y racionalidad natural, las superiores verdades de la fe cristiana.

Fue así como los historiadores indígenas intentaron resolver, para sí mismos y para nosotros, el dilema de la humanidad de los nativos de estas tierras, dentro del marco de la cosmología cristiana.
Federico Navarrete
Instituto de Investigaciones Históricas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Navarrete, Federico. (2001). Cómo ser indígena, humano y cristiano: el dilema del siglo XVI. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 13-17. [En línea]
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El mito salvaje
 
Roger Bartra

 
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El mito del hombre salvaje proviene de un estereotipo que arraigó en la literatura y el arte europeos desde el siglo xii, y que cristalizó en un tema preciso fácilmente reconocible. Sin embargo, este mito desborda con creces los límites del medioevo; si examinamos con cuidado el tema, descubrimos un hilo mítico que atraviesa milenios y que se entreteje con los grandes problemas de la cultura occidental.

Esta extraordinaria continuidad ofrece singulares problemas metodológicos para comprender las raíces del mito y su larga evolución; al mismo tiempo, nos ofrece una gran oportunidad para explorar ampliamente las condiciones y procesos que han auspiciado el surgimiento de la idea (y la praxis) de civilización, tan estrechamente vinculada a la identidad de la cultura occidental. El hombre llamado civilizado no ha dado un solo paso sin ir acompañado de su sombra, el salvaje. Es un hecho ampliamente reconocido que la identidad del civilizado ha estado siempre flanqueada por la imagen del Otro; pero se ha creído que la imaginería del Otro como ser salvaje y bárbaro —más o menos distorsionado— de las poblaciones no occidentales es una expresión eurocentrista de la expansión colonial que elaboraba una versión exótica y racista de los hombres que encontraban y sometían los conquistadores y colonizadores. Yo pienso, por el contrario, que la cultura europea generó una idea del hombre salvaje mucho antes de la gran expansión colonial, idea modelada en forma independiente del contacto con grupos humanos extraños de otros continentes. Además, los hombres salvajes son una invención europea que obedece esencialmente a la naturaleza interna de la cultura occidental. Dicho de forma abrupta: el salvaje es un hombre europeo, y la noción de salvajismo fue aplicada a pueblos no europeos como una transposición de un mito perfectamente estructurado cuya naturaleza sólo se puede entender como parte de la evolución de la cultura occidental. El mito del hombre salvaje es un ingrediente original y fundamental de la cultura europea.

El salvaje permanece en la imaginación colectiva europea para que el hombre occidental pueda vivir sabiendo que hubiera sido mejor no haber nacido o, más bien, para poner en duda a cada paso el sentido de su vida. En esta forma, paradójicamente, el salvaje es una de las claves de la cultura occidental.

La historia del salvaje europeo hasta el siglo xvi muestra la asombrosa continuidad de un mito preñado de resonancias modernas. Tal vez lo más notable es la lección que nos da esta suerte de prehistoria del individualismo occidental: la otredad es independiente del conocimiento de los otros. Fue necesario buscar en la historia antigua y medieval los hilos esenciales que bordaron al salvaje en la tela de la imaginación europea; sólo así fue posible comprender que la historia moderna del hombre salvaje —descubierto por los colonizadores, exaltados por la ilustración, estudiado por los etnólogos— es también el desenvolvimiento de un antiguo mito: el salvaje sólo existe como mito. Pero fue preciso mirar atrás, muy lejos en la historia, para desembarazarnos de las telarañas que envolvían al salvaje con la ilusión de una presencia avalada tanto por la dominación colonial como por las ciencias sociales especializadas en su estudio: el salvaje, mártir y al mismo tiempo objeto de la otredad. Pensar que la otredad del hombre salvaje era un fruto de la imaginación europea parecía una audacia inadmisible que ofrecía el peligro de ocultar tanto el etnocentrismo occidental como la dominación colonial. Sin embargo, el mito del hombre salvaje —como hemos visto— no es simplemente una emanación ideológica del colonialismo: su larguísima historia atestigua la presencia de un mito de largo alcance cuya naturaleza es polivalente y difícil de explicar. Por ello fue necesario hacer la historia precolonial de los salvajes europeos, en una búsqueda por comprender su naturaleza mítica.

Uno de los resultados de esta búsqueda ha sido la reconstrucción de la larga historia de un mito pleno de claves para interpretar la cultura occidental. El mito del hombre salvaje alberga una gran riqueza metafórica y es un terreno abonado con múltiples significados. Me inclino menos por interpretar los orígenes de la idea de una civilización occidental. Por ello he desdeñado un tanto el contexto para dar prioridad a la continuidad del mito. En cada época las funciones de las leyendas y mitos sobre los hombres salvajes fueron diferentes; sin embargo, hubo ingredientes comunes que permitieron su continuidad. Ahora bien, hay que reconocer que estos eslabones que articulan la continuidad no fueron necesariamente —en cada etapa— los elementos que definían los vínculos del mito con la sociedad que le servía de soporte. Creo que el eslabón que une una leyenda con otra a través del tiempo debe entenderse más a través del momento posterior que en función del momento previo.

Esta relativa autonomía del mito podría parecer sustentada en el engañoso postulado que establece la existencia de un vehículo o lenguaje permanente e indeleblemente impreso en el espíritu humano, cuya función mediadora fundamental aparecería a cada momento de la historia de la mitología. Este postulado estructuralista no es convincente, como tampoco la idea según la cual habría una estructura mitológica originaria que se fue expandiendo gracias a ciertas cualidades o virtudes intrínsecas de un “primer motor” mítico creado por un destello, genial o accidental, humano o divino: una especie de Big Bang mitológico.

Al rechazar la presencia de una estructura permanente o de una fuerza trascendente, y al no aceptar tampoco la explicación de un impulso original fulgurante, nos enfrentamos al problema desde otra perspectiva: la concatenación mitológica milenaria tiene una estructura lógica más clara si la leemos al revés, de atrás hacia adelante, a contrapelo del fluir de la historia. Por ejemplo, desde la perspectiva moderna podemos decir —y ha sido dicho— que el mito del hombre salvaje es una expresión del contrapunteo entre la cultura y la naturaleza. Pero este contrapunteo, que no es sólo una forma racional, sino también uno de los más caros mitos de la cultura occidental, es un mito que contribuye a dar coherencia a la larga cadena del ser salvaje. Cada época, como hemos visto, elabora su hombre salvaje, con sus peculiaridades distintivas. El agrios griego es muy diferente al homo sylvestris; la idea hebrea de salvajismo no coincide con la noción renacentista. Y no obstante, estos mitos forman parte de una cadena, están vinculados entre sí.

Los mitos, tal como se presentan en cada horizonte cultural, no parecen contener las causas de su evolución y concatenación: por el contrario, todo parece conspirar para condenarlos a la inmutabilidad y, por tanto, a perecer si el contexto que los rodea cambia. Lo que permite comprender su supervivencia es el hecho de que algunos elementos de los mitos —con frecuencia aspectos marginales— se adaptan a las nuevas condiciones. En este sentido, la evolución de los mitos presenta puntos de articulación similares a esos equilibrios interrumpidos que puntúan la evolución biológica de las especies —como el modelo propuesto por Niles Eldredge y Stephen Jay Gould—, o a esas redes imaginarias del poder político que generan texturas de legitimación capaces de atravesar largos periodos de tiempo.

Ciertas facetas del mito del salvaje medieval, posiblemente marginales en su época, fueron rescatadas por la imaginería renacentista para definir con ironía el nacimiento de un nuevo tipo de hombre; lo mismo había ocurrido con el homo sylvestris, que tomó del salvaje trágico de los griegos elementos para dibujar el perfil del sentimentalismo amoroso. De esta forma, rasgos que podrían haberse perdido en la noche de los tiempos son rescatados por una nueva sensibilidad cultural, para tejer redes mediadoras que van delineando los límites externos de una civilización gracias a la creación de territorios míticos poblados de marginales, bárbaros, enemigos y monstruos: salvajes de toda índole que constituyen simulacros, símbolos de los peligros reales que amenazan al sistema occidental.

El mito prefigura al concepto científico

El descubrimiento de que los homines agrestes medievales prefiguran con asombrosa nitidez muchos de los rasgos de los grupos étnicos primitivos definidos por la antropología moderna es uno de los aspectos más sorprendentes de su estudio. Es un hecho extraordinario que es necesario investigar, ya que el hombre salvaje de la Edad Media es una criatura imaginaria que sólo existió en la literatura, en el arte y en el folclor como un ser mítico y simbólico. Así como el estudio de esos hombres que G. P. Murdock llama “nuestros contemporáneos primitivos” obliga al hombre moderno a meditar sobre las relaciones entre la cultura y la naturaleza, igualmente la etnografía imaginaria del homo sylvaticus enfrentó a la sociedad del medioevo al inquietante problema de la relación entre el hombre y la bestia.

A primera vista, el mito del hombre salvaje parece ser un ejemplo perfecto para ilustrar la conocida definición estructuralista: “la finalidad del mito es proporcionar un modelo lógico capaz de superar una contradicción”. En efecto, el rígido y jerarquizado sistema cristiano impedía pensar en una continuidad entre el hombre y las bestias; sin embargo, el hombre salvaje era un ser mítico ubicado a medio camino entre lo animal y lo humano; era una bizarra mezcla de bestialidad y civilización cuya lógica aterradora —y simbólica— permitía pensar en, y sobre todo sentir, los estrechos nexos que unen la naturaleza con la cultura. En este sentido, el mito establece una mediación entre los polos de una contradicción irresoluble en el interior del sistema cristiano (un ejemplo del paralelismo entre los salvajes modernos y los medievales lo da Lévi-Strauss cuando plantea que el totemismo implica una actitud mental incompatible con la exigencia cristiana de una discontinuidad esencial entre el hombre y la naturaleza). Pero hay otra interpretación posible: que la fórmula estructuralista sea una manifestación moderna del antiguo mito sobre el salvaje, la prolongación de una estructura mítica que establece un modelo analógico para pensar y sentir la oposición entre la naturaleza y la cultura. De esta manera, la ciencia no explicaría al mito, sino a la inversa: el antiguo mito occidental del salvaje explicaría, al menos en parte, a la ciencia moderna. En el interior de la etnología moderna subsistiría, agazapado, un viejo mito.

Cuando afirmo que el homo sylvaticus medieval es una prefiguración del hombre primitivo de la era colonial y moderna uso intencionalmente una noción medieval. La estructura figural, como la ha analizado con maestría Auerbach, permitía establecer una relación fuera del tiempo y del espacio entre dos acontecimientos o personas; era la forma en que se interpretaban las sagradas escrituras: el Antiguo Testamento era visto como una sucesión no de episodios históricos, sino de figuras: de prefiguraciones de la venida de Cristo. La antropología estructuralista, en gran medida, plantea una interpretación similar, provocando el peligro —señalado por Auerbach— de que los episodios queden sofocados “por la espesa red de las significaciones”. Mientras que en la interpretación figural las conexiones históricas y geográficas eran sustituidas por la providencia divina, en la interpretación estructuralista —al menos en la versión de Lévi-Strauss— la relación intemporal es establecida por el espíritu humano que deja su impronta tanto en el mito como en la ciencia moderna. Entre el mito y el mitógrafo se establece una conexión, de tal manera que la estructura del mito puede descubrirse gracias a que una estructura similar existe en el espíritu del mitógrafo. De momento sólo me interesa plantear el problema: lo inquietante no es que el mito medieval funcione como lo prevén los antropólogos, sino que el “pensamiento salvaje” que atribuyen a los hombres primitivos sea similar al mito del salvaje codificado en la Europa del siglo xii, sobre la base de antiguas tradiciones grecolatinas y judeocristianas.

La ciencia del buen salvaje

Una de estas vertientes la constituye la deslumbrante visión del hombre salvaje que Jean-Jacques Rousseau nos ha legado. Conviene preguntarnos si para construir esta luminosa imagen Rousseau orientó su mirada hacia la lejanía, para escrutar más allá de los límites de la civilización, o bien dirigió los ojos hacia su interior, para examinar el fondo de su alma y de su corazón. Se ha creído que Rousseau miró el horizonte para descubrir el amanecer de la historia y que con los ojos de los viajeros observó a los hombres primitivos de África y América. Pero también se afirma que fue iluminado por el sol primigenio de su propia infancia y que con los ojos de la mente desnudó a los hombres civilizados de su tiempo. Quienes han considerado a Rousseau como el fundador de la etnología, evidentemente han privilegiado la idea de un pensador capaz de dirigir su mirada hacia los Otros y hacia la alteridad de la naturaleza; es una interpretación que revela su carácter paradójico al tomar como ejemplo a un escritor que fue el gran restaurador del sentimiento místico y del viaje introspectivo en el siglo que se caracterizó por exaltar las luces de la razón.

Es la misma paradoja fascinante del pensamiento de Rousseau, que retoma la antigua imaginería del hombre salvaje, con todas sus contradicciones, para reinscribirla al más alto nivel en la cultura europea moderna. Rousseau saca al hombre salvaje de las cuevas marginales y lo instala en el altar central del iluminismo. Los hombres salvajes de Rousseau no son los otros: son los mismos que ya conocemos. No vienen del exterior de la cultura europea: son sus criaturas. Su hombre salvaje no es el otro: es él mismo. En este sentido Rousseau no puede ser considerado como el fundador de la antropología, sino como el gran reconstructor de un antiguo mito. Que este mito se haya alojado posteriormente en el seno de la antropología moderna es otro problema, que sin duda también debe inquietarnos. Robert Darnton se refiere a la paradoja de considerar a Rousseau como el inventor de la antropología al afirmar que lo hizo de la misma manera en que Freud inventó el psicoanálisis: practicando consigo mismo. La práctica de buscar salvajes y monstruos dentro de uno mismo (y de la cultura propia) es muy antigua y no estoy seguro de que muchos antropólogos modernos la aceptarían como el origen de su ciencia. Por mi parte, estoy convencido de que ése es justamente el origen de la antropología, y que sus terribles limitaciones (como las del psicoanálisis) provienen del hecho de que es, en gran medida, un ejercicio de introspección con altas dosis de etnocentrismo y egocentrismo.

Muchas alusiones al salvaje noble de Rousseau parten de la engañosa creencia de que esta imagen refleja o simboliza a los pueblos primitivos descubiertos en América y en África. Esta interpretación se ha vuelto un lugar común profundamente arraigado —es la creencia que subyace en muchos autores, como por ejemplo Urs Bitterli, Michèle Duchet, Claude Lévi-Strauss, Tzvetan Todorov y Geoffrey Symcox—, a pesar de que los importantes avances de los estudios y las reflexiones sobre Rousseau en los años recientes han permitido acercarse a la idea del hombre salvaje desde nuevas perspectivas. En contraste, yo he llegado a la conclusión de que el hombre salvaje de Rousseau es europeo, tiene su origen en el mito del homo sylvestris, reproduce sus estructuras y responde a un proceso de larga duración que expresa las tensiones propias de la cultura occidental. La aplicación de la poderosa imagen del hombre salvaje a las sociedades “exóticas” de América y África es un fenómeno derivado, es un fruto de la larga evolución del mito en Europa; a pesar de la espectacularidad de las descripciones de costumbres exóticas hechas por viajeros, colonizadores y misioneros, el mito del hombre salvaje se preservó como una estructura conceptual europea que funcionaba más para explicar (y criticar) las peculiaridades de la civilización moderna que para comprender a los otros pueblos, a las culturas no occidentales.

La búsqueda del salvaje maligno

Los viajeros han rastreado insistentemente el mal fuera de las fronteras de su patria. Los europeos, a lo largo del siglo xix, todavía buscaban en todos los rincones del mundo los testimonios de seres malignos ubicados a medio camino entre el hombre y la bestia. Uno de los casos más fascinantes fue el de los niam-niams, una tribu de caníbales negros que, según los informes, eran unos extraños hombres dotados de cola que habitaban más allá de las míticas fuentes del Nilo. Se trata de un ejemplo del homo caudatus, cuya presencia en la imaginería occidental es antigua. Los antropólogos del siglo xx no están tan lejos como quisieran de este tipo de construcciones imaginarias, especialmente cuando especulan sobre la existencia de una entidad única denominada “sociedad primitiva” o “salvaje”. Cuando, por ejemplo, Pierre Clastres afirma contundentemente que la violencia guerrera es inmanente a lo que llama el “universo de los salvajes”, en realidad continúa y renueva la vieja tradición de los viajeros que descubrieron al homo caudatus entre los niam-niams de África central. La diferencia es que Clastres descubre al homo necans entre los guaicurú en América del Sur: la esencia del salvaje, dice, es la violencia guerrera. Si leemos con cuidado sus generalizaciones no será difícil comprender que estamos, en gran medida, ante un curioso proceso de primitivización del hombre medieval; los grupos de salvajes que describe habitan en unas comunidades del Medioevo europeo en las que hubiesen desaparecido las jerarquías, los poderes, las riquezas y la moral religiosa. Sin señores feudales ni iglesia, ¿qué es lo que queda? Comunidades esencialmente unificadas en las que domina la guerra contra los extraños, la pasión por la gloria y el ansia de prestigio (en realidad los grupos estudiados en la Amazonia y en el Chaco no son sociedades primitivas, sino remanentes marginales y colonizados de civilizaciones antiguas que se derrumbaron).

Un filósofo francés, Gilles Lipovetsky, apoyado en estas especulaciones que recuerdan a Hobbes, nos expone aún con más nitidez esta primitivización de la Edad Media: concluye que todas las sociedades salvajes están reguladas esencialmente por dos códigos, el del honor y el de la venganza. Tal vez deberíamos también entender estas transposiciones como una neomedievalización del mundo primitivo y salvaje, una tendencia que podemos observar asimismo en otros ámbitos de la cultura, como por ejemplo en el cine y los cómics —el ejemplo más evidente es la serie de cómics The Savage Sword of Conan the Barbarian. Me temo que en estos ejemplos la antropología europea corre el riesgo de encerrarse en su propia cárcel hermenéutica, como un Ulises que hubiese optado por taparse los oídos con cera, como hicieron sus marineros, para sólo escuchar las voces de su propia cultura.

Así, para comprender a los salvajes primitivos de la Amazonia o del Chaco sería mejor, además de los paseos etnográficos, una buena lectura de Hobbes. Lo más gracioso es que en uno de estos paseos, al sur del Orinoco, el etnólogo francés Pierre Clastres fue tomado por una rara especie peluda de hombre y exhibido por los matowateri ante toda la aldea, donde especialmente las mujeres le jalaron el vello y otras cosas para comprobar que no era artificial.

La imagen medieval del hombre salvaje ha sido usada también por “salvajes” americanos para referirse a otros grupos étnicos cercanos considerados peligrosos; los indios tzeltales de Bachajón en Chiapas, como da cuenta Antonio García de León, representan durante el carnaval a otros indios supuestamente fieros y salvajes como “lacandones”, mediante el típico disfraz del homo sylvestris medieval, traído a América por los conquistadores españoles, cubriéndose “de una pelambre de hojas y pita deshilada y provistos de nudosos garrotes”, atributos imaginarios que nada tienen que ver con los lacandones reales. Por otro lado, una deliciosa leyenda venezolana de la región de Lara se refiere a un salvaje que se roba a las mujeres, las lleva al bosque, las sube a los árboles y les lame las plantas de los pies hasta el punto de dejarles la piel tan sensible que ya no pueden huir; un cuento popular se refiere a uno de estos salvajes que se llevó a una dama a su árbol, le lamió los pies y después tuvo un hijo con ella llamado Juan Salvajito, un ser de fuerza sobrenatural.

La larga duración de los mitos

Otras expediciones han llevado a la imaginación occidental a buscar las huellas del hombre salvaje en el lejano oriente, ese espacio mítico que continúa siendo la tradicional fuente de muchos ensueños europeos. Por ello, el anuncio en 1971 del descubrimiento de un grupo primitivo que nunca había tenido contacto con la civilización (los tasaday de la isla de Mindanao en Filipinas) causó una gran sensación en todo el mundo; muy pronto la prensa convirtió al supuesto grupo primitivo de la edad de piedra en objeto de la curiosidad pública: los tasaday parecían ser unos gentiles salvajes que vivían en cuevas, usaban sólo herramientas de piedra y aparecían en las fotografías como unos personajes sonrientes, sanos, limpios y hermosos, casi totalmente desnudos, cubiertos apenas con sus delicados taparrabos de verdes y frescas hojas de orquídea. El hecho de que se trate de un grupo de seres primitivos inventados es una prueba más de que las estructuras culturales de la imaginación occidental siguen requiriendo la presencia de hombres salvajes; y es otra prueba más de las enormes dificultades de todo intento por escapar del círculo hermenéutico. Igualmente sintomático es el gran interés que despierta la búsqueda del “abominable hombre de las nieves”, el yeti de los Himalayas o el yeren de los bosques de Shennonjia en China. En 1990 la sección científica del New York Times publicó la noticia de las búsquedas de un hombre salvaje que podría ser descendiente de una especie extinta de homínidos, según los miembros de la Sociedad Internacional de Criptozoología, fundada por el zoólogo francés Bernard Heuvelmans; se reproducía también un cartel difundido por las autoridades chinas con el dibujo del yeren, solicitando información sobre el buscado salvaje. En esa misma época ocurrió también que un antropólogo estadounidense, Frank E. Poirier, profesor de la Universidad Estatal de Ohio, que realizaba estudios y un documental sobre el misterioso yeren en el noroeste de Hubei, mientras descansaba en la orilla de un río después de bañarse, fue tomado por los aldeanos por un hombre salvaje. ¿No es una señal de que la búsqueda del hombre salvaje rinde sus mejores frutos si investigamos los territorios que se extienden del otro lado del espejo en el que nos contemplamos?

La perspectiva evolucionista

El enigma de la larga continuidad del mito del hombre salvaje no se disuelve fácilmente. El problema radica en que la estructura mitológica del hombre salvaje es también, para la cultura moderna, el origen mismo de una civilización que se revuelve contra su cuna primigenia. Por ello el salvaje ha sido convertido en un objeto privilegiado del pensamiento y el arte modernos, y transformado en un concepto racional y científico que pretende captar y definir la otredad de las sociedades no civilizadas. El mismo “pensamiento salvaje” señala la presencia de un universo mental regido por el mythos y opuesto al logos. El logos del etnólogo ha intentado explicar el mythos del salvaje, pero ha encontrado innumerables dificultades. Me parece que, ante los obstáculos de un logos que no logra explicar cabalmente al mythos, es necesario realizar un viraje drástico, que puede parecer —aunque no lo es— un retorno: intentar explicar el logos por el mythos.

Así, he querido buscar algunas claves de la identidad y la razón occidentales en su propia mitología, reinterpretar la idea de un pensamiento salvaje (productor de mitos) no como una noción racional, sino como un mito. De esta forma es posible reconocer la presencia de un profundo impulso mítico en el seno de la cultura occidental: un antiguo horror y al propio tiempo una gran fascinación por el salvajismo. Es preciso escapar, huir de la bestialidad natural del hombre salvaje, así como a la tentación, la atracción por el buen salvaje poseedor de tesoros y secretos invaluables.

A mi juicio es necesaria una perspectiva evolucionista capaz de hacer una historia de los mitos (o, si se prefiere, una antropología de las ideas), para comprender las largas secuencias de eventos sin dejar de apreciar la presencia de estructuras. El enfoque evolucionista intenta ir más allá de la narración secuencial, pero no se limita a la revisión formal de las estructuras mitológicas. Creo que es necesario, además, enfocar nuestra atención en ciertos momentos de transición durante los cuales se operan mutaciones sintomáticas tanto en la composición del mito como en su función, dentro de la textura cultural que la envuelve. Por este motivo me parece revelador el ejemplo de Piero di Cosimo y sus pinturas mitológicas. ¿Qué determina la peculiar composición de elementos míticos que pinta Piero? Desde el punto de vista de la historia de las ideas podríamos afirmar con Panofsky que se trata de un eslabón, desarrollado a partir de Lucrecio, en la reflexión sobre la evolución del hombre. Otra interpretación podría ser la siguiente: una estructura mítica profundamente enclavada en el espíritu humano envía señales o mensajes que son traducidos por cada cultura e individuo (en este caso, la visión renacentista de Piero di Cosimo) a formas concretas.

La primera interpretación no permite entender las razones por las que una determinada idea encarna en la obra de Piero; la segunda interpretación asume la existencia de lo que podríamos llamar un sistema de mensajes: los cuadros de Piero serían construcciones míticas cuyas peculiaridades obedecerían a la recepción codificada de ciertas “instrucciones” provenientes de una estructura profunda (una especie de gramática generativa) en la que habría cristalizado la oposición naturaleza-cultura. Esta forma de analizar los mitos dificulta la interpretación evolucionista. Para comprender esta dificultad conviene dar un salto a la biología: el código genético de los organismos no contiene, como se sabe, las instrucciones para un cambio evolutivo; los cambios y las variaciones no se encuentran programados en los mensajes genéticos. Es la estabilidad de la especie la que está programada, no su evolución. Me parece que la neurobiología evolucionista se ha enfrentado a un dilema similar; tal como lo formula Gerald M. Edelman, los mapas neuronales no se pueden explicar por la operación de códigos genéticos preestablecidos que enviarían supuestamente instrucciones sobre la manera de tejer las redes de sinapsis. Según Edelman, debemos entender la red neuronal a partir de un sistema de selección, en el cual la conexión ocurre ex post facto a partir de un repertorio preexistente; es decir, las conexiones no se tejen a partir de un instructivo (como en un telar o una computadora) sino a partir de un repertorio previo sobre el que opera un proceso de selección de las conexiones más funcionales. La comparación entre los fenómenos biológicos y los culturales es estimulante e ilustrativa, pero no puede llevarse demasiado lejos. Lo que he querido señalar es el problema teórico al que se enfrenta la interpretación evolucionista: la necesidad de eliminar la contraposición cultura-naturaleza y abandonar la esperanza de encontrar un lenguaje natural universal.

Mi esperanza es que, en la medida en que se comprenda la naturaleza mítica del salvaje europeo, pueda enfrentar la historia del tercer milenio, una historia cuyas desgracias previsibles e imprevisibles tal vez puedan ser atenuadas o incluso evitadas si el Occidente aprende por fin que hubiera podido no existir, sin que por ello los hombres sufrieran más de lo que sufren hoy por haber perdido tantos caminos que quedaron abandonados tan sólo para que, si acaso, la voz melancólica de algunos poestas o la curiosidad de raros eruditos los evoque. La Europa salvaje nos enseña que hubiéramos podido ser otros…
Nota
Este texto está basado en pasajes que forman parte de textos mucho más amplios, principalmente de mis libros sobre el mito europeo de los hombres salvajes, en donde he realizado una interpretación evolucionista, contrapuesta a la explicación estructuralista dominante. Hilados a manera de reflexiones un tanto fragmentadas, me parece sin embargo que pueden ser útiles como una invitación a reflexionar sobre los posibles usos en las ciencias humanas de los paradigmas darwinianos que han resultado del gran resugimiento del evolucionismo gracias a los aportes de autores como Stephen Jay Gould, Niles Eldredge y Gerald M. Edelman.

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Roger Bartra
Instituto de Investigaciones Sociales,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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Bartra, Roger. (2001). El mito del salvaje. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 88-96. [En línea]

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El ojo y la mentira del tiempo. Narraciones
de cinco siglos
 
Xavier Lozoya

 
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10 de febrero del año de 1598. Entramos al pueblo de Huastepeque cuando clareaba; salía el sol entre las montañas nevadas. La silla de mulas en la que viajo de día y de noche me pareció instrumento de torturas cuando me apié cerca de un corral donde los indios cultivan unas plantas de grandes hojas carnosas y redondas con muchas espinas y algunos frutos en el vértice que los nuestros llaman “higos de Indias”; he colectado de éstas por el camino de Atocpan. En el dialecto de los naturales las llaman nopali y las hay variadas en tamaño y forma. A la legua se comprende que sean frías y húmedas, algo astringentes al gusto y son de propiedad vulneraria. Por eso y no por otra razón las usan para aliviar los golpes y las heridas. Las hojas son amargas y de naturaleza muy húmeda y mucosa; los frutos son fríos y constipan, por lo que son un flaco mantenimiento; de ellos comen los indios como si no hubiera otra cosa con que sostenerse.

Estos naturales son ignorantes de toda medicina y teoría de las causas de las enfermedades. Aunque las yerbas curativas se dan en abundancia en estas tierras, los hechiceros las dan a la gente según la sola práctica, que no considera ni el calor o humedad de las cosas, ni su calidad amarga o picante, ni las clasifican por grados y fuerzas. Así, igual al ictérico que al gotoso dan a beber sus brebajes de hierbas sin que medie un conocimiento de los flujos y de los humores que provocan. Si alguna vez aciertan es por la fuerza de las solas hierbas que en las de este país es mucha, porque donde llueve en verano y no en invierno, como Dios manda, la tierra se hace espesa a tal grado que las raíces de los árboles crecen hacia el aire buscando la liviandad en lugar de la pesada greda.

He encontrado ajenjos, tan amargos como los de Castilla y que los naturales llaman estafiates; los usan sin principio ni norma para embaucar con sus supercherías al que tiene fiebre y no para la flatulencia y el cólico como procede con toda yerba amarga en tercer grado y seca en segundo, según lo indica el propio Dioscórides para los amargos.

Más de una vez y por la voluntad de Dios he salvado la vida de no caer envenenado por estos indios que son reacios a revelar sus secretos y mentirosos y astutos para señalarme las plantas que habrían de matarme de no mediar la gracia infinita de Dios que me protege en estos lejanos páramos a donde los nuestros procuran desde hace tantos años iluminarlos con la Palabra Divina.

He recorrido la huerta de Huastepeque donde los antiguos indios gentiles tenían sus criaderos de plantas y árboles con muchas acequias y cascadas de ríos que hacen del sitio un portento de flores y aves de todos colores. Aquí encontré varias yerbas que clasifiqué de acuerdo a la única y verdadera ciencia, determinando su propiedades y efectos que, en mucho, podrán servir a la medicina de los nuestros en estos lejanos lugares; muchas sirven para curar el morbo gálico, las cámaras que son tan mortales y el dolor de hijada. Vi la yerba escorzonera que bien ministrada provoca fiebres y sudoración, limpia la orina, provoca el flujo y templa el derrame de la bilis. Me trajeron una yerba que los indios llaman cihuapatli o curación de mujer y que dicen dan a la parturienta, con lo que pare sin dolores ni pujos; la clasifiqué como caliente en tercer grado y seca en primero; ayuda en la frialdad de madre y es buena para la retención, mal común de nuestras mujeres cuando llegan a esta tórrida zona.

21 de abril del año de 1698

Vino el señor obispo a conocer nuestro jardín. En el convento de la Santa Cruz todo el día se hicieron los preparativos para la visita. Llegaron los carruajes de Querétaro trayendo a tan distinguidos visitantes que viajaron desde México. Pasaron las horas de una tarde, fresca y luminosa, visitando el huerto de tantos y buenos frutales. No hay otro huerto medicinal que compita en toda la región como el de nuestro convento; sirve de ayuda a los viajeros y a tanta gente enferma que se traslada hacia el norte rumbo a las minas. Las guayabas lucían frondosas; frutas de esta tierra que son del tamaño de un membrillo, del color de un perón y de sabor ácido y agarroso. Los indios gustan de comerlas a puños y de las hojas hacen brebaje para contener las cámaras.

Alabaron los zapotes verdes, amarillos y blancos cuyas hojas usan las nodrizas para dormir a los críos; se colocan las hojas húmedas en los pezones para que mientras mama el niño, chupe el jugo y duerma como bendito sin cólico ni retortijones. Les gustaron mis ajos y cebollas que se dan en esta tierra como si fuera la suya y el culantro que cuanta cocinera añora lo encuentra en este lugar para su mejor guiso castizo. Yo mismo he buscado las semejanzas y diferencias de estas hierbas indianas con las que me traen de la península. La albahaca que se da aquí a montones cambia su tamaño y crece en aroma mejor que la española; no así el eneldo que no se acostumbra a la sequedad del sitio y tiene un sabor alimonado que a pocos gusta. He probado los beneficios de los chiquiadores que se hacen con esa yerbita de los indios que nombran quelite y que aplicados con sebo en las sienes quitan el dolor y el frío de la cabeza. Pero más les gusta a los nativos el romero y el tomillo que, traídos desde España, se dan con sorpresa llenando el huerto de olores.

Las naranjas y limones de acá se dan con mucho jugo, mejor que los de Andalucía, siendo más grandes por su cáscara delgada retienen mejor el zumo porque la tierra es ligera y airosa; son muy apreciados por los indios, que no conocían estos árboles, ni los mandarinos, ni las cidras, ni las limas. Toda la Nueva España huele a limón y son árboles tan preciados que no hay casa que no tenga uno ni cocina que no los utilice. Gustan tanto del zumo del limón que hasta en los ojos se lo ponen para aclarar su blancura y mejorar la vista.

Muchas otras cosas los he visto hacer con las yerbas del huerto. Les hablan, las llaman preciositas, les dicen cosas muy dulces en esa lengua de ellos que se mezcla con un poco de castilla. Pero también los he visto hacer cosas de brujería con la yerba que nombran piciete que tanto fuman y mastican en sus ritos diabólicos. Son idólatras eternos, falsos conversos, no obstante el gran esfuerzo de nuestros hermanos misioneros en su catequización. En las lluvias se llevan del huerto una planta maléfica que nombran toloache y de la que el padre Serna me ha instruido a que no la deje crecer porque es veneno del alma de estos infelices. Por más que la siego se las arreglan para conseguir semillas y la guardan y cuidan como joya. Si no me condenara por lo dicho preferiría ignorar lo que sé sobre el uso que los indios hacen de esa otra yerba del Diablo que mentan cihuapatli y que dan a sus mujeres para desparir y eliminar las fecundaciones.

Son muchas las yerbas útiles que en estas tierras crecen pero los indios no las saben usar para buena medicina porque les pesa mucho en el alma las terribles costumbres de su idolatría en que Satán los mantiene. Brujos y hechiceras los dominan con sus sahumerios y brebajes. Sólo cuando se sienten moribundos vienen al convento para que el padre Benito con su saber médico verdadero y sus plantas se los arrebate al demonio y sepan morir en santa y cristiana paz.

11 de septiembre del año de 1798

Ayer por la noche, fue por la ayuda de los antorchas que salieron a recibirme en el camino que pude llegar a Xalapa en medio de la más espesa niebla que jamás haya visto. Mojado de pies a cabeza me confundía con el empapado caballo que llegó casi muerto. No he podido dormir y las fiebres tercianas me han empezado. Traté de guardar calor en esta posada bebiendo tisana de añil, la Indigofera tinctorea del grupo de las Diadelphia según la clasificación de Linneo, que sigo sin desmayo al recorrer esta tierra colectando las plantas de esta inmensa Nueva España. Los efectos del añil son rápidos y seguros; libra de las fiebres y pestes de las que está cargado este aire denso. Entre charcos de agua pútrida, ratas y cerros de basura en sus calles, Xalapa se cubre de miasmas malignos. Recibí noticias del director de la expedición que saliendo de Antequera cruza el istmo para reunirnos en Veracruz. Con él nos embarcaremos hacia La Habana e izaremos velas hacia España para entregar nuestro rico cargamento de plantas y animales en el Jardín Botánico de Madrid. Somos pocos los naturalistas que vamos quedando vivos en esta larga y penosa Real Expedición que ordenó su majestad.

Cuánta humedad para los huesos y los papeles que en vano trato de mantener secos mientras escribo estas notas. Las anotaciones que hice de las últimas colectas se han borrado y voy de nueva cuenta a describir las plantas del género y la especie que corresponden. Las plantas curativas son muchas y poderosas pero es menester que su clasificación sea de acuerdo a la ciencia botánica de Linneo. ¡Cuánta industria podría fincarse en la explotación racional y correcta de estas plantas que los indios no cultivan ni valoran! Los boticarios de la capital reciben de España las plantas y los bálsamos teniendo en México iguales o mejores especies que desconocen y no usan por falta de conocimiento y experiencia médica.

En el Hospital de Mujeres el doctor José Montaña ha estado probando las virtudes de yerbas y brebajes de esta tierra pero ni el Protomedicato ni la Universidad Pontificia aceptan sus estudios, aferrados a sus viejas tradiciones de una medicina escolástica y estéril que sólo purga y practica sangrías con la oración y el rosario como medicamentos. El director del jardín botánico ha dedicado a este cirujano de Puebla el género Montanoa, al que pertenece el cihuapatli que he visto aplicar con éxito a las parturientas como lo hacen comadronas indias para que el parto sea rápido y con menos dolores. Pero estas buenas mujeres no saben de clasificaciones ni efectos, confunden las yerbas o les da igual tomar de aquí o de allá las que creen es la misma especie. A decir del catedrático la Montanoa tomentosa es la planta valiosa. He pedido al dibujante de la expedición que la pinte con sus racimos floridos para que exista el registro de esta compuesta, pero dudo que el embarque de todos estos trabajos llegue salvo a Veracruz.

7 de julio del año de 1898

El director del Instituto me ha pedido que la sección primera se ocupe de la química de las plantas que se han colectado. Llegaron en poca cantidad y ya secas su peso ha sido insignificante. Sin embargo, logré tamizar algunas de ellas para determinar su contenido en alcaloides. Dio positivo el reactivo de Dragendorff pero la coloración de algunos extractos me pareció incompleta. Será necesario intentarlo con extractos más polares pero no cuento con los medios que utilicé con la Montanoa tomentosa que me permitieron la precipitación del ácido montanóico.

Me informó el químico ayudante de la sección tercera que la perra preñada a la que se le introdujo el mencionado ácido parió todos sus cachorros vivos y sin anormalidades. El director y los médicos de la junta estaban entusiasmados. No los dejan, sin embargo, que se experimente en las mujeres, porque como dijo el director en la sesión del jueves, lejos está un brebaje de comadronas de ser un recurso de los académicos a menos que medie un serio y puntual estudio que demuestre si alguna de esas supercherías del vulgo tiene realmente una base científica. Así lo hicieron los ingleses con su hallazgo del elixir de digital, a base de destruir las mentiras de la gente impreparada y de algunas malas brujas que también hay por allá, mostrando a la diáfana luz la verdad científica que la medicina exige. No es el brebaje el que cura sino su contenido en alcaloide, pero eso sólo lo pudieron hacer en Europa porque allá sí cuentan con los aparatos que aquí ni soñamos, como el Soxhlet Doble que llevo pidiendo por años y que el supremo gobierno, a decir del director, no se digna comprarme.

Y qué decir de la pasiflora que según relata el propio director vio durante su visita a París convertida en la tintura de moda que se vende por los farmacéuticos para provocar el sueño de los franceses. Allá sí creen los médicos en las plantas y saben mucho de fitotherapie aunque, como la pasiflora mexicana, no sean de su jardín.

Que decir del herbario del Instituto que con tanta paciencia se ha reunido por años y cuenta ya con una colección considerable de las plantas curativas de México. No hay por donde empezar para poder avanzar en los estudios que se requieren. Las seis secciones del Instituto se ocupan de tantas cosas, todas tan urgentes, que no veo cuando alcancemos a completar la Materia Médica Mexicana. Mientras tanto nos llegan muchos y nuevos medicamentos que los médicos alaban y usan por el solo hecho de venir de afuera aunque no medie el mismo grado de conocimiento que nos exigen para los productos del Instituto.

10 de noviembre del año de 1998

Me llegó la notificación del Conacyt en la que me informan que nuestro proyecto sobre desarrollo de medicamentos a partir de plantas medicinales mexicanas no fue aceptado. Sorprende el rechazo sobre todo porque como lo exigía la convocatoria para obtener el financiamiento, el proyecto fue presentado por varios grupos de científicos pertenecientes a distintas instituciones con experiencia y reconocimiento en sus respectivas disciplinas. La misma convocatoria indicaba, como requisito, que el tema propuesto pertenezca a una área de conocimiento que requiere apoyo no sólo para consolidar lo existente sino para alcanzar metas de vinculación de la ciencia con el sector productivo. Por lo visto, hacer medicamentos nacionales no es una prioridad en los círculos que toman las decisiones sobre cómo utilizar los recursos del erario público destinados a la ciencia.
 
Paradójicamente, las plantas medicinales han vuelto por sus propios fueros en todo el mundo industrialmente desarrollado. Después de pasar un largo tiempo en el cajón de las antigüedades, las empresas europeas y asiáticas invaden el mercado farmacéutico con los llamados “fitofármacos”, productos desarrollados con plantas medicinales de los más exóticos países.

Me informan del Herbario que en México ya tenemos reunidas más de siete mil especies medicinales científicamente clasificadas y que la información popular sobre sus usos y propiedades ha sido recuperada fielmente. En un reciente congreso científico los estadounidenses insistieron en que el desarrollo de nuevos fármacos de plantas debe hacerse con una estrategia etnomédica, que no es otra cosa que creerle a la gente, pero aquí seguimos pensando que el conocimiento es patrimonio de unos cuantos. La farmacología y la química de los productos naturales se desarrolla desarticulada de la medicina y a gotas pero, sobre todo, sin acceso a la clínica. La evaluación de medicamentos de plantas está prácticamente cerrada a todo proyecto que no cumpla con los requisitos que diseñan quienes no trabajan en este campo. Hay áreas que están particularmente vedadas como las que se relacionan con la ginecoobstetricia y la biología reproductiva y en las que plantas como la Montanoa tomentosa, que fue estudiada durante decenios, son ahora consideradas tabú. Plantas que pudieran tener efectos contraceptivos muy útiles en la medicina del futuro han quedado prohibidas en una sociedad que no acaba por salir del medioevo religioso y que sólo se alimenta de mensajes que el clero envía como rayos flamígeros que fascinan a la gran audiencia televisiva.

Por lo demás, y desde el supuesto Estado laico promotor de la ciencia, estamos adquiriendo tecnología y enviando a nuestros jóvenes científicos a prepararse en la investigación de plantas medicinales en el extranjero, pero sigue sin existir un programa que los reúna y les dé trabajo en México con metas específicas en la investigación de nuevos fármacos. La acumulación de puntaje curricular según las modalidades cambiantes de los negociantes de la información y la obtención interminable de grados académicos son las dos vejigas flotadoras que mantienen a la comunidad científica del país en el limbo de la mediocridad. No hay programas nacionales para el desarrollo de nuestros recursos naturales por más que cada noche la caja electrónica anuncie nuestro ingreso a la globalidad para apaciguar las buenas conciencias antes de dormir.
 

Xavier Lozoya
Instituto Mexicano del Seguro Social.
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como citar este artículo
Lozoya Legorreta, Xavier. (2001). El ojo y la mentira del tiempo. Narraciones de cinco siglos. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 20-23. [En línea]
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Eugenesia y medicinal social en el México posrevolucionario
 
Laura Suárez y López-Guazo y Rosaura Ruiz Gutiérrez
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Sir Francis Galton, primo de Charles Darwin y seguidor de sus ideas evolucionistas, publicó en 1865 dos artículos en donde especifica claramente los elementos básicos de su propuesta teórica: la eugenesia, que define como “la ciencia que trata de todas las influencias que mejoran las cualidades innatas, o materia prima de una raza y también aquellas que la pueden desarrollar hasta alcanzar la máxima superioridad”.

Las historias familiares —la herencia— y el empleo de múltiples métodos estadísticos representaron los elementos básicos para desarrollar su obra más relevante y popular: El genio hereditario, publicada en 1869, en la que considera prácticamente demostrada la herencia del talento. “Antes de juzgar correctamente la dirección en la que deben ser perfeccionadas las diferentes razas, debemos librar nuestras mentes de gran cantidad de prejuicios. […] La riqueza moral e intelectual de una nación consiste, en gran medida, en la múltiple variedad de dones de los hombres que la componen, y representaría un retroceso del perfeccionamiento hacer que todos sus miembros se asimilen a un tipo común”.

Galton considera que los factores externos juegan un papel prácticamente despreciable. “Como respuesta a si la cuestión de la educación podría compensar una situación de dotes naturales […] hice investigaciones en historiales de gemelos, y los resultados probaron la vasta preponderancia de los efectos de la naturaleza sobre los de la crianza”.

La concepción de Galton sobre la herencia del talento fue tomada en consideración para el establecimiento de las políticas sanitarias en diversos países europeos y en América; además, fue relacionada estrechamente con el racismo y con la concepción de la degeneración de las clases bajas, ideologías ampliamente establecidas en las últimas décadas del siglo xix y principios del xx.

La concepción del mejoramiento racial, relacionado con los programas de salud estatales, se apoyaba en la autoridad científica de la genética, en auge a partir del inicio de nuestro siglo, que se consideraba podía conducir al progreso o decadencia de las naciones y se interpretaba como la causa “natural” de la estratificación de la sociedad.

En Latinoamérica la doctrina eugenésica cobró fuerza en los inicios de los años treintas. Dos de las más importantes asociaciones que se fundaron en este periodo son la Sociedad Eugénica Mexicana para el Mejoramiento de la Raza y la Asociación Argentina de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social. Sus miembros eran connotados científicos, médicos y políticos.

El caso de la eugenesia mexicana se puede considerar interesante por su condición revolucionaria. El legado de la Revolución mexicana, entre 1910 y 1920, se caracterizó por profundos cambios políticos y sociales; pero los resultados de la guerra, además de las muertes y los problemas de estabilidad, fueron también la indigencia y la enfermedad. Esto se combinó con un marcado desarrollo del nacionalismo, en el que el nuevo estado revolucionario anticlerical, materialista, promovió que el México posrevolucionario fuese cada vez más receptivo a los nuevos desarrollos tanto en el ámbito de las ciencias como en los aspectos sociales.

A diferencia de Argentina, en que la eugenesia se instrumenta a partir de los problemas sociales derivados de la inmigración, la sociedad mexicana no tenía una dimensión similar en torno a ese problema, ya que se encontraba constituida fundamentalmente por criollos, indios y mestizos. Los viejos debates acerca de la falta de una real integración de los indios a la vida nacional y el problema de poder garantizar la salud de los pobres, condujo a las ideas del mejoramiento racial y con éstas a tratar de impulsar las tesis de la doctrina eugenésica.

En 1910 se publicó en México el folleto denominado Higiene de la especie: breves consideraciones sobre la stirpicultura humana, de Francisco Hernández, y un año después, el primer artículo referente al uso de la eugenesia para el mejoramiento racial, a partir de los planteamientos feministas del eugenista inglés Caleb Saleeby, que interpreta la eugenesia como protección a la mujer frente a las enfermedades venéreas y otros daños relacionados con la salud reproductiva. Blanche Z. de Baralt publicó en diciembre de 1911 la reseña del libro de Salleby, Feminismo eugénico. Ésta es la primera ocasión, de acuerdo con el doctor Alfredo M. Saavedra, fundador, principal promotor de la eugenesia en México y secretario perpetuo de la Sociedad Mexicana de Eugenesia, de 1931 a 1968, en que se difunden abiertamente algunos planteamientos eugenésicos en la prensa mexicana. Los aspectos más importantes del citado artículo revelan la importancia que se otorga a los conceptos derivados del evolucionismo darwiniano para fortalecer las tesis eugenistas al sostener: “Las mujeres deben considerarse como los agentes principales por los cuales la raza ha de continuarse y evolucionar, hacia un nivel físico, intelectual y espiritual más alto; […] La educación de las niñas y las jóvenes debe prepararles para esta gran misión y al alcanzar la edad del matrimonio tengan una idea tan alta y tan clara de ésta, que se nieguen a casarse con hombres cuya condición física intelectual y moral sea inferior.[…] La selección natural no sería del todo incompatible con el amor si estas tremendas cuestiones se estudiasen y comprendiesen mejor por todo el mundo. El mejoramiento de la raza soñado por los filósofos y predicado por los biólogos, no sería una monstruosa violación de los afectos, si nos acostumbramos a edificar nuestro cariño sobre una sólida base moral y religiosa”.

En 1921, el Primer Congreso Mexicano del Niño impulsó las banderas de la eugenesia, la herencia y la orientación de la reproducción con fines de mejoramiento racial. En la Sección de Eugenia de ese evento participaron algunos de los principales precursores eugenistas radicales. El doctor Antonio F. Alonso, miembro de la Academia Nacional de Medicina y de la Sociedad Mexicana de Biología, propuso la esterilización eugénica de los criminales. En su trabajo titulado La herencia eugénica y el futuro de México alude los principios de Weismann, Lamarck y Darwin, para referir el problema de la herencia: “Dos leyes esenciales dirigen esta función excelsa de la vida: una netamente conservadora del tipo ancestral tan bien estudiada por Weismann […] cuya base fundamental es la continuidad del plasma germinativo a través de las generaciones; otra eminentemente evolutiva debida al genio de Juan Lamarck, basada en las modificaciones de los seres por sus adaptaciones al medio. Complementada posteriormente por los trascendentales estudios de Darwin acerca de la selección natural y la supervivencia de los más aptos, la gran idea lamarckiana constituye la base fundamental de la biología y de la filosofía científica, mostrándonos con irradiante claridad la evolución, el progreso y la herencia específica”.

Alonso consideraba que la protección que el Estado había brindado a los deficientes atenuó el efecto de la selección natural biológica, apoyando a locos, histéricos, epilépticos y degenerados de toda especie, que para él sólo representaban elementos nocivos para el progreso humano. Sostenía que frente a todos estos tipos, incluyendo a los vagos y criminales, la sociedad tenía derecho a defenderse de “esta plaga, más terrible y trascendental que todas las epidemias”. Por ello recomendaba que de no seguirse las alternativas propuestas en algunos congresos científicos de procurar la castración para hacer inofensivos a ciertos degenerados, al menos se podría establecer la prohibición matrimonial al ejército de degeneración que frena el progreso y son la causa de la decadencia de la especie.

Respecto de la raza indígena, que Alonso calificó como “serio problema nacional por su característica indiferencia”, él propuso que para mejorarla el Estado debería promover su cruza con la raza blanca portadora de las cualidades de progreso, inteligencia y alto grado de civilización.

Finalmente, el doctor Alonso propuso que el Congreso del Niño, de manera oficial, interviniera con los legisladores de la República a fin de lograr la expidición de una ley de inmigración que favoreciera la entrada al país de los individuos de raza blanca, “restringiéndola lo más posible a los de raza negra y amarilla”, de quienes opinaba que su cruza con el indio “haría surgir indudablemente productos regresivos hacia etapas inferiores de la especie”; la expedición de una ley que prohibiera el matrimonio de los degenerados, y que se nombrara una comisión permanente para impulsar y vigilar que dichos acuerdos fueran cumplidos.

En las Actas de ese congreso, correspondientes a la Sección de Eugenia, que presidió el doctor Ángel Brioso Vasconcelos, aparece su propuesta acerca de promover la esterilización de los criminales y degenerados; el profesor Isaac Ochoterena complementó la propuesta de Brioso Vasconcelos con la técnica de esterilización por medio del radio y los rayos X.

En su réplica, el doctor Alonso precisó que la propuesta de la castración no era suya, sino que aludió a ella porque en diversos países del mundo ya se aplicaba como medida terapéutica social. En el mismo tema participó el doctor Eliseo Ramírez, posterior fundador de la Sociedad Mexicana de Eugenesia, quien se pronunció a favor de la prohibición de la procreación de los degenerados, con el argumento de que “la naturaleza tarda mucho en eliminar a los ineptos”. La propuesta del doctor Alonso contemplaba que el Congreso del Niño nombrara una comisión que la impulsara en la legislatura de la República, misma que quedó integrada por los doctores Eliseo Ramírez, Gonzalo Castañeda y por el profesor Isaac Ochoterena.

En 1929 se fundó en la ciudad de México la Sociedad Mexicana de Puericultura, con una sección especial de eugenesia dedicada específicamente a la herencia, enfermedades relacionadas con la reproducción, sexualidad infantil, educación sexual y control de la natalidad; de ella surgen los promotores de la eugenesia en nuestro país.

La Sociedad Mexicana de Eugenesia para el Mejoramiento de la Raza se fundó el 21 de septiembre de 1931, con ciento treinta miembros, científicos y médicos, y se caracterizó por su cercanía al círculo político en el poder y las autoridades de salud pública. Algunos miembros connotados por sus influencia en el campo de la salud pública eran Fernando Ocaranza, director de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de 1924 a 1934 y rector de esta institución, ya autónoma, de 1934 a 1938, además de ser uno de los primeros catedráticos de herencia humana en la Facultad de Medicina, y José Rulfo, también promotor de los cursos de genética mendeliana, en la enseñanza superior en México, en la década de los treintas.

Con el fortalecimiento de la Sociedad muchos médicos y educadores centraron su atención en la educación sexual, y combinaron actitudes modernistas y conservadoras. Además, se impulsaron los primeros proyectos de control de la natalidad y de difusión de la salud matrimonial, y se apoyó de manera considerable, en 1932, el proyecto para la educación sexual y la profilaxis de las enfermedades venéreas, como programa obligatorio de educación oficial para todos los niños menores a dieciséis años. Al mismo tiempo se desarrollaron campañas antialcohol, antifeminismo y antipornografía.

A partir de 1933 los límites de la eugenesia y la oposición a la esterilización fueron motivo de debate en la Sociedad; al siguiente año, la nueva legislación nazi de esterilización con fines eugenésicos se discutió y criticó sólidamente en la “Segunda Semana de la Eugenesia” celebrada en la ciudad de México, y, aparentemente, la única ley de esterilización con fines eugenésicos fue la aprobada por el congreso local del estado de Veracruz en julio de 1932.

Nacionalismo y eugenesia

El enorme impulso a la ideología nacionalista a partir de los años veintes en México se expresó en la inquietud y anhelo por establecer el concepto de “mezcla racial constructiva”, como reflejo de la identidad racial del mexicano. Una de las expresiones más claras de dicho anhelo se expresa en la obra de José Vasconcelos, en especial en su libro La raza cósmica. Otro exponente de esta ideología es el doctor Manuel Gamio, miembro de la Sociedad Mexicana de Eugenesia, quien por su producción en el campo de la arqueología y antropología y su impulso a las políticas indigenistas se puede considerar como una de las figuras más relevantes.

Los grupos eugenistas mexicanos centraron su atención en el tema de la consolidación racial y la adaptabilidad de la nación mexicana. Por su parte, los miembros de la Sociedad discutieron la nacionalidad en términos de raza, en el sentido de la heterogeneidad: indios, europeos y mestizos; reconocieron la pobreza y marginación en que se encontraban los grupos indígenas, y compartieron la idea de los revolucionarios acerca de las virtudes biológicas de la mezcla racial.

En esa época, el doctor Eliseo Ramírez afirmaba que la separación racial y de clases promovida en otras naciones estaba en contra del ideal eugénico mexicano. Para él, aunque algunas mezclas pudiesen reducir las mejores cualidades de los ancestros, también esa hibridación podía conducir a excelentes resultados, si había afinidad entre las razas mezcladas.

El doctor Adrián Correa, respecto de la educación y su influencia en el desarrollo intelectual, sostenía que: “Si la herencia psíquica es buena y el medio en que vive el niño es malo intelectualmente, el desarrollo psíquico del niño se detiene. Por el contrario un niño que tenga herencia psíquica mediocre puede tener un buen desarrollo si el medio en que vive es intelectual”.

Como se puede observar en la cita anterior, su postura es absolutamente lejana a la concepción de Galton, ya que este último desprecia totalmente el efecto de la crianza, valorando únicamente la herencia.

En términos generales los eugenistas mexicanos compartían las ideas de Vasconcelos, en torno a las ventajas que para los indios trajo la mezcla con los europeos. Excepciones interesantes respecto a esta polémica fueron las posturas de Manuel Gamio, quien señalaba que los europeos se beneficiaron de la mezcla con los indios y por su adaptación al clima y geografía, a lo largo de varios siglos, por el severo efecto de la selección natural, así como del doctor Rafael Carrillo, jefe de la Sección de Eugenesia de la Sociedad Mexicana de Puericultura, que señalaba las ventajas inmunológicas de los indios y la mayor estatura del mestizo con respecto a la raza colonizadora española.

El doctor Alfredo Saavedra, también director de la revista Eugenesia, afirmaba en 1940: “Mientras el Estado no procure ir a la causa primera para resolver el problema de la natalidad seleccionada, combatir los factores hereditarios, las enfermedades venéreas, las toxicomanías y se substraigan los deficientes mentales, no podremos tener una raza saludablemente fuerte en el sentido exacto de la palabra. […] Hasta entonces la protección integral de la infancia se resolverá científicamente, […] ya que cada niño representa un capital útil a la sociedad. […] La higiene mental deriva en gran parte de la higiene racial”.

Para Rafael Carrillo son tres los factores que determinan la conformación etnográfica de nuestra República: la inmigración, las razas y la herencia. Respecto del primer factor, afirmaba que los primeros colonizadores que vinieron del antiguo continente estuvieron muy lejos de llenar los requisitos de la eugenesia, ya que entre ellos había individuos indeseables por sus cualidades fisiopsíquicas inferiores a los de la población autóctona: “si no queremos apartarnos de nuestro ideal [eugénico …] Naturalmente no pensamos hacer nuestra selección entre los individuos eugenésicos superiores; no pretendemos un Marañón, un Shaw, un Mussolini, un Hindenburg o un Edison, pero tampoco aceptamos epilépticos, alcohólicos, débiles mentales o luéticos [afectados por la sífilis], sólo queremos para inyectar a los mestizos mexicanos sangre de eugénicos que conforme a la escala de valores ideada por Galton no se alejen ostensiblemente de la media”.

Por ello, Carrillo consideraba indispensable que los gobiernos establecieran oficinas en los puertos y fronteras con personal ad hoc, enterado de los problemas eugénicos. “Las autoridades sanitarias deben considerar el punto de vista de la eugenesia cuando los turistas extranjeros pasan al lado mexicano sólo por algunas horas, tiempo más que suficiente para que dejen una siembra de gonococos o de Schauden o bien engendren un débil mental”.

A pesar de la superioridad que Carrillo otorgaba a la raza blanca, sus postulados expresan su inclinación nacionalista al referirse a la población indígena en torno al cruzamiento de los diversos grupos autóctonos. “¿Debemos impedir las uniones sexuales con los tipos de aquella raza, que en sus orígenes dieron testimonio de una civilización más o menos avanzada como los antiguos mexicanos, mixtecas y zapotecas, los mayas entre otros? […] a juzgar por la apreciación de casos particulares, hemos tenido tipos indígenas que bien pueden colocarse en la escala media de Galton y donde algunos de ellos pueden ser considerados como superiores”.

Los programas estatales de medicina social, que respondieran a los problemas demográficos —fundamentalmente el elevado índice de mortalidad entre la población indígena—, fueron aspectos muy trabajados por Gamio, quien consideraba que para el gobierno mexicano no era posible diseñar un solo programa de salubridad, dada la heterogeneidad de los grupos que poblaban nuestro país y la diversidad biogeográfica y de climas. “Los grupos aborígenes mexicanos son probablemente los que arrojan más altas cifras de mortalidad y requieren la aplicación de más costosos y amplios programas de salubridad, son en realidad los más saludables puesto que sus ascendientes han vivido en el país desde hace millares de años. […] En efecto, virtualmente el indio tiene más defensas naturales que el blanco y el mestizo, y debería desarrollarse mejor y multiplicarse más que ambos, pero tal cosa no sucede así, porque a las ventajas que el indio entrañan la adaptación y la selección, se oponen serios factores, cuya acción no sólo las neutraliza, sino que generalmente las supera; […] estos factores tanto históricos como contemporáneos […] han sido principalmente los del medio social, o sean los de índole económica, cultural y psíquica”.

En sus estudios, Gamio diferencia tres grupos que conforman la población mexicana: aborígenes, de origen europeo y mestizos, y destaca las diferencias entre la inmunidad de los mayas y otros nativos de las zonas bajas del país, en contraste con los europeos. “Cuando los grupos autóctonos vivan en condiciones de medio social iguales o análogas que las que caracterizan la existencia de la población de origen europeo, su desarrollo físico será incomparablemente mejor que el de éstos y los programas de salubridad que para entonces se elaboren y apliquen tendrán menores requerimientos y les serán más eficaces que a los otros grupos de la población, puesto que gozan de las ventajas innatas originadas en la adaptación y en la selección natural”.

Con relación al segundo, grupos de origen europeo no mezclados con aborígenes, señala que a pesar de que se establecieron desde el siglo xvi en México, carecen de las naturales defensas biológicas que caracterizan a los indígenas, lo que repercutió en la población en general “y hasta determin[ó] ciertos aspectos desfavorables de nuestra economía”.

Respecto del tercer grupo, los mestizos, Gamio afirma que para que el grupo de origen europeo pudiera adaptarse y gozar de las ventajas del grupo autóctono era necesario mezclarse con los aborígenes y orientar en ese sentido la política de salud en México para ese grupo en particular, “no sólo por su conveniencia político-social, sino principalmente por los benéficos resultados biológicos que trae consigo”.

A manera de reflexión

Aunque la mayor parte de los eugenistas mexicanos tienen formación médica y recurren reiteradamente para fundar su opinión a personajes como Mendel, Galton, De Vries y Weismann, entre otros destacados genetistas, rara vez hacen alusión a sus teorías. Señalan que dado que los factores que controlan y modulan la expresión hereditaria son “tan complejos” prefieren no tocarlos. Es evidente su enorme desconocimiento acerca de los factores que modulan la expresión hereditaria, incluso en los años sesentas. Dentro de sus propuestas eugenésicas, en general hay una buena carga de factores ambientalistas, postura contrapuesta a los planteamientos galtonianos, e impulsan todas las facetas de la puericultura, similar a la práctica de la eugenesia en Francia, que confiere especial importancia a la educación que deben tener los futuros padres respecto de su descendencia; tratan los problemas de control matrimonial y de la procreación, así como la importancia de la supervivencia infantil, que revela la preocupación del gremio médico por el elevado índice de mortalidad en ese grupo, entre las décadas de los treintas y los cincuentas.

Por otra parte, la influencia de la Sociedad Mexicana de Eugenesia en la promoción legislativa se expresa en diversas facetas. Respecto de la salud matrimonial en la formalización de la Ley de Certificado Prenupcial de 1935, Decreto número 1709; en el reglamento de la campaña antivenérea de abril de 1940; en la derogación de la reglamentación de la prostitución y en múltiples programas de educación sexual y campañas de difusión y propaganda de responsabilidad hacia la descendencia implantados desde la educación básica de manera formal por la Secretaría de Educación Pública, y en campañas de prevención de enfermedades venéreas y transmisión de caracteres psicopatológicos a través del Departamento de Salubridad Pública.

A pesar de sus numerosos discursos, sobre todo durante el cardenismo, etapa en la que los programas indigenistas de salud y educación eran considerados como parte de las políticas estatales prioritarias, la participación de la Sociedad Mexicana de Eugenesia en esos programas fue prácticamente nula.

El uso de tesis que surgieron en el marco del evolucionismo lamarckiano, por parte de los eugenistas mexicanos, como la concepción de la herencia de los caracteres adquiridos, desde el inicio de los años treintas hasta fines de los sesentas, es resultante de la influencia y la marcada tradición en cuanto a la valoración de la ciencia francesa desde el último tercio del siglo xix en México, en que incluso muchos científicos se formaban allí y publicaban en revistas francesas. Por otra parte, dada la ignorancia que evidencian, en cuanto a los avances de la genética, resultaba ser una alternativa moral y políticamente más aceptable, respecto de la radical postura galtoniana, para impulsar iniciativas estatales, en cuanto a mejorar las condiciones de vida y salud de los individuos y, consecuentemente, lograr elevar las cualidades de la población mexicana.

Referencias bibliográficas
Alonso, A. F. 1921. “La herencia eugénica y el futuro de México”, en Memoria del Primer Congreso Mexicano del Niño (patrocinado por El Universal). México, pp. 33-37.
Baralt, B. Z. de. 1911. “El feminismo eugénico”, reseña del libro del mismo título de C. W. Saleeby, publicado en el periódico El Diario. México, 24 de diciembre.
Carrillo, R. 1932. “Tres problemas mexicanos de eugenesia. Etnografía y etnología, herencia e inmigración”, en Revista Mexicana de Puericultura, órgano de la Sociedad Mexicana de Puericultura, t. iii, núm. 25, Sección de Eugenesia, noviembre, pp. 1-14.
Conferencia pronunciada por Francis Galton en mayo de 1904 ante la Sociological Society, en la Escuela de Ciencias Económicas y Políticas de la Universidad de Londres, en Francis Galton, herencia y eugenesia. Alianza Editorial, Madrid, 1988.
Correa, A. 1932. “Cómo debe impartirse la educación sexual en nuestro medio”, en Revista Mexicana de Puericultura, órgano de la Sociedad Mexicana de Puericultura, t. ii, núm. 17, Sección de Eugenesia, marzo, pp. 237-246.
Gamio, M. 1942. “Algunas consideraciones sobre la salubridad y la demografía en México”, en Eugenesia, Nueva Serie 3, febrero, pp. 3-8.
Ocaranza, F. 1933. “Límites de la eugenesia”, en Eugenesia, núm. 2, diciembre, pp. 27-29.
Ramírez, Eliseo. 1933. “Discurso”, en Eugenesia, núm. 2, noviembre, pp. 19-22.
Rulfo, José. “Ponencia de Eugenesia” ante el Primer Congreso Nacional de Medicina Interna, celebrado en la ciudad de México, en Eugenesia, órgano de la Sociedad Mexicana de Eugenesia, t. iii, núm 31, mayo.
Saavedra, A. M. 1967. México en la educación sexual (de 1860 a 1959). Costa-Amic, pp. 31-101.
Saavedra, Alfredo M. 1956. “Lo eugénico anunciado por primera vez en México”, en Acción Médica.
Laura Suárez y López-Guazo
Colegio de Ciencias y Humanidades,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Rosaura Ruiz Gutiérrez
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Suárez y López Guazo, Laura y Ruiz Gutiérrez, Rosaura. (2001). Eugenesia y medicina social en el México posrevolucionario. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 80-86. [En línea]
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Fotografía indígena e indigenista
 
Elisa Ramírez Castañeda

 
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Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado, todas las ciudades que he visto, todos mis antepasados…
Jorge Luis Borges
 
 
Hemos superado ya la denuncia miserabilista en las fotos de indios y ahora, con pleno derecho, estamos ante un sujeto al cual se debe respetar, conocer y escuchar. Las imágenes de las décadas pasadas coinciden con un estereotipo, se acomodan en una fórmula conocida de antemano: tienen su equivalente en la etnografía clásica de los años cincuentas y sesentas o, si se quiere hablar de fotos, hayan su contraparte en libros como La familia del hombre: el paisaje, la habitación, el ciclo de vida, la cotidianidad, los calendarios festivos y la celebración.

La reflexión obligada no se relaciona directamente con las fotos de los indios —de suyo elocuentes— sino con una visión misma que tenemos sobre ellos: ¿cuál es su distancia o su cercanía con los indios actuales?, ¿por qué hay tan poco en todas que se pueda relacionar con los últimos movimientos y acontecimientos, con su toma de conciencia, con su emergencia política?, ¿en realidad, qué ilustran estas fotos? Son también fieles retratos de arquetipos dados y de una historia. ¿Cómo se llegó a estas imágenes? El indio es el otro, la alteridad por excelencia.
¿Cuál es, entonces, el común denominador de las imágenes que los retratan? ¿Qué nos permite considerarlas como “fotografías de indígenas”?

Nos permite tal clasificación una memoria visual presente en el fotógrafo, el espectador y, a estas alturas, en el indio mismo. Son indios, precisamente, porque corresponden a su representación, a un arquetipo históricamente dado, a un modelo anterior.

Ante la proliferación de fotografías y su amplia difusión en los últimos años ya casi no quedan imágenes ocultas. Ya nadie puede ver algo inédito; lo que sí es posible es dar el peculiar sesgo a la mirada: es allí donde todavía caben la sorpresa, la indignación, la solidaridad, la creación y la conmiseración. Se requiere un estilo, una cultura visual y bastante tenacidad para lograr un estilo propio; para interpretar e identificarse con lo otro, lo lejano, lo distinto —lo indio.

¿Corresponden las fotos de indios a lo que sabemos de los indígenas? ¿Coinciden con las noticias de la prensa, con nuestro cotidiano encuentro con ellos o con la bibliografía acumulada de la antropología o la etnología? ¿Cómo influye la vulgarización de estas disciplinas en los fotógrafos? ¿Hay algún vaso comunicante entre las nuevas tendencias etnológicas y su representación visual? ¿Cómo permean a su vez imágenes como éstas la interpretación de la cultura del otro?

Al igual que en la nueva etnología, lo que valida a los fotógrafos es ser testigos. Su certificado de autenticidad es haber estado allí (“La segunda mirada del fotógrafo no consiste en ‘mirar’, sino en estar allí”, Roland Barthes); algo comparten los diarios de campo de los etnólogos y las planillas de contactos de los fotógrafos. Se ha penetrado y se ha registrado, independientemente de las hipótesis, las teorías o las filiaciones. El largo tránsito que lleva desde los cuadernos de notas —íntimas, cifradas, tentativas— hasta el ensayo académico encuentra su contraparte en la edición, selección e impresión de las fotos; tiene que ver con los requerimientos teóricos, en el caso de los trabajos etnográficos, y con las imágenes clásicas, en el caso de la fotografía. En ambas instancias deben ajustarse a requisitos específicos: objetividad, distancia, sensibilidad y empatía. Necesariamente, los tamices en el acercamiento y la elaboración de los productos finales revelan el trasfondo del fotógrafo y del investigador, además de un trabajo realizado en el campo mismo. Se acicalan las imágenes y los ensayos para ajustarse a lo que se espera de ellos, sea estética o académicamente. Sin embargo, la presencia es premisa de verdad; el encuentro con el otro, lejos del ámbito del etnólogo o del fotógrafo, es condición del compromiso; el sacrificio de la subjetividad y la vida cotidiana son presunta garantía de realismo o de objetividad.

Lejos de su lugar de origen, las fotografías ya traducidas a un lenguaje estético hablan en una lengua ajena. Se miran y viven en tierra de nadie, estamos ante un doble exilio, en una distancia no franqueable, en esferas nítidamente trazadas donde todo objeto ajeno debe depurarse antes de ser incorporado —la aculturación crea formas bizarras en la representación mutua.

Unidas desde sus inicios, la antropología y la fotografía se hermanan para dar un estatuto de veracidad no sólo a las realidades descritas, sino también a las distancias recorridas, las desventuras sufridas, las diferencias mediadas, la ruptura y la conciliación final, la constatación de un acercamiento entre dispares, el sentimiento de extrañeza y semejanza ante lo otro. Lo indígena se define lejos de su tierra natal, posteriormente a la mirada y los textos; se renombra a través de esterotipos o corrientes teóricas.

Lo indígena puede penetrarse, pero sigue definiéndose por una distancia geográfica, temporal y cultural. El vínculo con el otro es moral y político —pase por la vía estética o por la académica.

Imágenes anteriores y códigos previos determinan la mirada de fotógrafos. Se les reconoce en un discurso visual, en una composición, en un encuadre y en una realidad: fielmente retratados sobre fondos naturales, con los objetos que los acompañan y nombran, con los sentimientos que suscitan, las nostalgias que renuevan, las solidaridades a las cuales obligan, los ensalzamientos y culpas que despiertan. Todo ello contenido en las fotos, claro, y en un esquema de interpretación anterior. Hablamos de una historia donde la inclusión y la exclusión del indio van de la mano con la imagen que nos formamos de ellos: todo ello conforma nuestra mirada y nuestra conciencia.

La cualidad estática de las fotografías más antiguas se relaciona con las limitaciones técnicas de las primeras cámaras. Pero no es la única razón: la inmovilidad de los indios es la contraparte del desconocimiento de los sujetos que en ellas aparecen. El único referente para los primeros fotógrafos extranjeros eran los grabados y la pintura, que teñían con un tinte de exotismo y aventura los relatos de viajeros y los estudios de arqueólogos e historiadores.

En México, el indio se relacionaba con la gloria de un pasado idílico y la denigración del indio real. Para los forasteros, antes de convertirse en objeto de colonización y de estudio, eran una faceta pintoresca, aventurera y levemente amenazante —pero si el fotógrafo lograba una imagen, el peligro no debía ser tan terrible. Las revistas ilustradas donde aparecen las primeras fotografías de indios acompañan relatos de viajeros y reúnen en un solo bloque ruinas, selva y naturales. Los indios, como todo aborigen, son circunstancias del paisaje, nunca sujetos de la historia. En las primeras fotos de exploradores los indios son elemento de verosimilitud y referente de la monumentalidad de las ruinas. Además de obreros, cargadores o desmontadores, son corolario de la audacia del arqueólogo y el naturista. Désiré Charnay, Le Plongeon, Teobert Maler y Diget se encuentran entre los primeros fotógrafos extranjeros: sus fotos son certificado de sus hazañas.

Fue el Museo de Historia Natural de Nueva York, precisamente, quien comisionó a Carl Lumholtz para viajar a México. Sus textos se colocan en las fronteras del relato del viaje y la etnología; sus fotos en un ambiguo territorio: entre la filiación antropométrica de principios de siglo y la poética de los indios retratados por Edward S. Curtis en Estados Unidos; Lumholtz adquiere en algunas imágenes una hondura deslumbrante, sólo suya. De seguro el peyote y las barrancas alteraron su manera de ver a los pinos y a los indios. Se rebasan las convenciones de la época para mostrar la vida de sus modelos; lo inusitado no es el viaje, sino su empatía con los habitantes del México desconocido.

Otra vertiente de esta primera época son las tarjetas postales. Comerciales y turísticas, conforman desde el principio el arquetipo del indio, el campesino, la vida rural —toda inocencia, ingenuidad y ternura. Comparten mercados, más tarde, con las atrocidades de la Revolución —fusilados y masacrados— también en publicaciones periódicas. Bucólicos en Cook, Waite y Brehme o salvajes sanguinarios en los reportajes de guerra, son las dos caras del mismo bárbaro primitivo, del mismo menor de edad irresponsable.

El público y los fotógrafos de entonces carecen aún de información que permita catalogar al indígena; intentan apenas traspasar el prejuicio racista con cierta curiosidad científica o malsana. Las representaciones de los libros de historia de la época reproducen a Cuauhtémoc o la reina Xóchitl, que mucho más tarde aparecen nuevamente en cromos y calendarios —hasta desprenderse de ellos y salir a bailar ante el Templo Mayor. Benito Juárez es primero que nada un héroe; sólo después se le ensalzará como indio que logró liberarse de su condición étnica: en Guelatao perdió algo más que unos borregos. Porfirio Díaz, vestido a la “káiser” encabezó, como estampa de altar, toda oficina de gobierno —pero jamás se le consideró indio. Los intelectuales que superaron la barrera étnica fueron bohemios, como Altamirano; políticos, como Rosendo Pineda; hombres esforzados, todos ellos, que llegaron a ser “gente decente” con resabios regionales, preferencias costumbristas e “inconfundibles” rasgos que siempre hicieron notar sus opositores.

El indio era entonces objeto de escasos estudios: peón, criada, mozo, soldado o pelado. En caso de poder pagar un estudio fotográfico, se convierte en imagen en algún altar de muertos en lugares como Juchitán, Veracruz, Puebla, Guadalajara, Guanajuato o la ciudad de México. Aunque aparezcan en las fotografías son invisibles en tanto indios, pues no se adhiere a ellos una definición, sino un prejuicio.

La conservación de todas las imágenes de esta época es azarosa. En el Archivo Histórico de Oaxaca, por ejemplo, las encontramos porque requerían una filiación para trabajar en empleos controladas por el municipio: son aguadores, vendedores ambulantes o prostitutas. Algunos modelos notables provienen de estudios fotográficos; por ejemplo, el de Lupercio, en Guadalajara, que además de sus conocidos tipos callejeros es autor de retratos de huicholes, conservados en el Archivo General de la Nación.

El Museo Nacional de Historia, Arqueología y Etnología se inaugura en 1909. La Escuela Internacional de Arqueología abre sus puertas en 1911, aunque los primeros cursos se impartieron a partir de 1905. Los indios se convierten en objeto de museos, en tema de estudio y análisis. Radin y Boas sientan las bases de la investigación etnográfica y recopilan minuciosamente la cultura de los indios, que traducen palabra por palabra, con afanes de rescate, como medida de emergencia ante culturas que se desvanecen. Los fotógrafos brindan sus servicios a la nueva disciplina para constatar tipos físicos, fenotipos raciales, curiosidades destinadas a desaparecer. En algunos libros hay guías de color desplegables bajo las fotos, desde el rosa claro hasta el negro azulado, para teñir las tonalidades del racismo, para imaginar la piel de los nativos que allí se muestran en blanco y negro. La cultura oral se transcribe y se traduce —tradutore traditore— para justificar una necesidad civilizatoria, no como elogio de su cultura ni como homenaje a su sobrevivencia. Visualmente se da una codificación semejante: los representantes de una etnia son retratados ante fondos con medidas, de frente y de perfil. También hay tomas en el trabajo, ante las viviendas, ante un paisaje. Tratados como objetos arqueológicos móviles, en inventarios que interesan a muy pocos, fotos y monografías prosperan; se les indaga y muestra como resabios de otros tiempos, representantes del desamparo, inmutables y exóticos, víctimas del olvido, huérfanos que urge rescatar de su condición de oprobio.

Tras la Revolución, lo “típico” adquiere otro nombre. La urgencia de hacerle justicia al indio y asimilarlo a los beneficios de la civilización comienza con su exaltación, con su reconocimiento como participantes en las gestas por la nación. Indagar o halagar lo antes desdeñado se convierte en causa y bandera: la artesanía se vuelve paradigma del nacionalismo; la peregrinación a lugares remotos es el equivalente de arraigo patrio; la transgresión deliberada de las barreras anteriores se equipara con la conciencia militante. Los indios y sus penurias se enarbolan como bandera; reciben la atención de intelectuales y políticos que, desde entonces, hablan a nombre de los portadores de la sangre milenaria clamando justicia. Lo denegado reaparece, pero ahora debe redimirse.

Einsenstein y Zimmermam les prestan guiones y fantasías; los escritores los convierten en personajes de cuentos y novelas; Diego Rivera los representa en danza perpetua en paraísos tropicales, o como oprimida sangre de la hacienda; Gabriel Figueroa pinta las nubes de sus paraísos con magueyes y chinampas; el Dr. Atl los decreta artistas populares; Mexican Folkways los convierte en cautivador atractivo turístico; Andrés Henestrosa conduce a los más fervorosos hasta el corazón del istmo de Tehuantepec, rebosante de iguanas y lujurias.

Artes plásticas, cine, música, literatura y política incluyen ahora al indio en su discurso. Ha de formar parte del proyecto de nación. Forasteros y nacionales los fotografían: Paul Strand, Edward Weston, Tina Modotti y Manuel Álvarez Bravo les dan un rostro poético y sufrido, comprometido y hermoso, abandonado de Dios y recogido de la Revolución. Las ciudades se llenan de artesanía revalorada y de damas disfrazadas. La antropología indaga y propone con exaltación su pronta incorporación al progreso. Es urgente justificar las razones de dicha política. Objeto de estudio y de curiosidad, se les fotografía y se les procura. Se va hasta ellos. Todavía sorprenden y conmueven. Todavía se puede esgrimir el argumento de lo nunca visto; no como mirada, sino como realidad inédita. Son visibles, pero no equivalentes. Testimonio y metáfora coinciden: son lo que no somos. La seducción de la diferencia convive con la culpa responsable y las medidas drásticas. Son lo que quisiéramos haber sido, lo que tarde o temprano nos veremos obligados a olvidar.

La fotografía se desarrolla como compañera fiel de las investigaciones antropológicas, como su puntualización sobre las identidades étnicas, su estudio e interpretación. Hay imágenes de Héctor García, Nacho López, Alfonso Muñoz, Manuel Álvarez Bravo, Walter Reuter o los hermanos Mayo donde los indios son claramente indios. En otras, sabemos que se trata de indígenas sólo porque los pies de foto nos dicen que lo son, aunque sean recognoscibles como imágenes de sus autores. El folclorismo retrocede ante el conocimiento del sujeto en cuestión, tanto de especialistas como de espectadores. Principian las series y la clara apropiación de las etnias por fotógrafos que las adoptan o son adoptados por ellas: Gertrudis Duby, Ruth Lechuga, Mariana Yampolski, Berenice Kolko, Lola Álvarez Bravo y muchos más tienen amplios estudios sobre etnias o temas particulares; las monografías fotográficas cobran bríos y persisten hasta nuestros días; en todos los ámbitos prospera la especialización y la propiedad privada sobre el conocimiento parcelado.

La fotografía apoya y sustenta los proyectos de investigación, educación, difusión y defensa de los indígenas, dentro y fuera de las instituciones. No se trata de descubrir tierras vírgenes —son ya tan escasas— sino de indagar en nuevos temas y de inaugurar nuevas miradas y conciencias. Lo inédito se refiere a una faceta de la identidad nacional, no a la geografía o a la raza. Se testimonian situaciones, no sujetos; se muestran posturas políticas, se denuncia, se defiende.

El cine etnográfico y el video ponen en movimiento a la fotografía, dan vida a las imágenes de las fiestas y nos acercan más a la vida cotidiana. La documentación como fin, por fin se agota y surgen las interpretaciones personales de un problema genérico y sin resolver.

Los fotógrafos ya no exploran territorios inéditos y, cada vez más, su público tiene referentes previos. Se forma una visión común, a la cual se puede añadir, sin mayores sobresaltos para la nación unitaria, la interpretación diversa de la multiplicidad étnica.
La mayoría de edad de la antropología y la etnografía en el país, la circulación generalizada de imágenes, los proyectos, planes y organismos encaminados a ocuparse al indio, las migraciones de los indígenas y la llegada de servicios a lugares remotos —la universalidad de la televisión— permiten mayor familiaridad con los indígenas. Las representaciones no sólo son usuales fuera de las comunidades, también son conocidas dentro de ellas. Al adoptar el nombre de etnias y abandonar el de indios, sin un nuevo papel autónomo irrumpen con modalidades múltiples dentro de una identidad nacional, pretendidamente única.

Sin embargo, fuera de sus lugares de origen el indio deja de serlo cuando escapa de la imagen canónica que lo señala como miembro de un sector redimible; y la defensa de la propiedad exclusiva de tal redención se vuelve una lucha encarnizada por su imagen o su interpretación. De ella dependen la acción pertinente o la imagen perdurable: la dificultad de reconocerlo cuando es campesino o emigrante hace más endeble su defensa; hay una imposibilidad de representarlo nuevamente sin recurrir a lo ya conocido, se le borra. Fuera de las comunidades se pierde, a menos que conserven una etiqueta visual: su atuendo —por eso, en las ciudades, las mujeres mazahuas son visibles en las calles, mientras que los padres de sus hijos, que juegan en los camellones, desaparecen tras un pantalón común y manchado, de albañil. En la Basílica, durante los coloridos festejos, son casi imposibles de distinguir unos de otros, o los unos de los otros, pues los igualan los trajes de seda y chaquira, las máscaras y la danza. El atuendo es también el uniforme de las adhesiones: entre sus simpatizantes los trajes sufren modificaciones cuando los usan los indigenistas o los concheros. Y la propia adopción de nuevos atuendos confunde aún más el panorama. Unos y otros se acercan en este intercambio: lo mismo sucede con proyectos políticos y educativos, medios de comunicación y lengua, imágenes e interpretaciones, relatos y propuestas. Ya nadie se disfraza como Frida Kahlo, pues los morrales son parte de la indumentaria híbrida de estos tiempos. Se diluye la nitidez de las fronteras —nadie puede declararse inocente ni puro. Pero no parecen haberse acortado las distancias en el campo de la fotografía, donde ortodoxias y militancias miran con desconfianza todo intento de alejarse de una imagen arquetípica en aras de la interpretación personal —unos a otros se denuncian como falseadores o inventores y como carentes de imaginación o rutinarios.

El auge del fotorreportaje tiene momentos luminosos de fotos testimoniales y documentales: México Indígena y Ojarasca, Uno más uno y La Jornada, revistas especializadas y semanarios denuncian y muestran: cerca de la cocei en Juchitán, en Alcozauca, junto al movimiento magisterial y en las organizaciones campesinas. Los fotógrafos luchan por los indios y trabajan por sus causas. Este género, sin embargo, surge cuando hay tormentas, no en aguas tranquilas.

Continúan las interpretaciones de autor, la foto poética nunca ha apartado la vista de los indígenas; su resonancia llega hasta otros ámbitos, más vinculados a la nostalgia que a la realidad, por ambigua que ésta sea; un neorromanticismo metafórico, más cercano al autor, prospera mediante la complicidad donde el otro pretende participar en su representación, frecuentemente actuando los sueños que atribuye a quien le es ajeno.

Los linderos se sobreponen más que nunca pues ya no sólo se trata de un ser natural y distinto, el indígena es también un ser político, histórico, poético o alegórico: ningún autor se circunscribe, todo el tiempo, a un estilo, ni en todos los lugares. Graciela Iturbide pasa de la poesía a la denuncia en Juchitán; Mariana Yampolski va y viene de un extremo al otro junto a los mazahuas; Eniac Martínez traspone, hasta físicamente, las fronteras nacionales con los mixtecos; Pablo Ortiz Monasterio transita entre lo ritual y lo profano con huaves y huicholes. Marco Antonio Cruz y Flor Garduño serían los polos de esa tensión —testimonio y alegoría— más asentados en sus cotos de caza. Como permanentes acompañantes de los indios, los fotógrafos celebran su existencia, denuncian sus carencias, los constatan memorables.

Mientras tanto, la antropología y la etnología posmodernas sufren una grave crisis existencial (como todas las demás ciencias sociales) y cuestionan la totalidad de sus principios. El investigador lucha por aparecer como sujeto frente a metodologías asfixiantes. Su participación y su relación con el objeto de estudio se revaloran ante la imposibilidad de una presunta objetividad, arrinconada por nuevas corrientes teóricas. Si la fotografía pregona su estatuto como arte, la etnología defiende el suyo como literatura. Y el autor emerge: un deseo de armonía y de participación lo hace aparecer junto al frío objeto de estudio. Ahora, el otro comparte su espacio con el autor y su retrato se convierte, de cierta manera, en autorretrato en un nuevo terreno. Es indispensable incluir también a quien mira o a quien escribe. Las verdades parciales son apenas visiones personales de una realidad variable, mutable, viva, luminosa, permeable, verosímil.

Tanto en la investigación como en la fotografía es clara la distancia entre la realidad del objeto y su representación. Pero en la fotografía, la sospecha es menos frecuente, pues sus consumidores no son sólo especialistas informados sobre las más novedosas corrientes teóricas, sino un público más amplio para quien no cabe duda: lo que está en la imagen estuvo allí. La foto toma el lugar de los datos fidedignos ante los espectadores por volátil, perecedera o desviada que sea la mirada.

Sin embargo, el requisito sigue siendo el mismo: haber estado allí, en ese momento, para interpretarlo —sea de manera pintoresca, informativa, festiva, museográfica o lírica—, desde redentores hasta místicos, desde arqueólogos hasta neosimbolistas. La única petición de principio posible ante la pluralidad actual es no tomar el todo por las partes: si bien esto parcela los campos, también es un atisbo de libertad.

Puede haber complicidad, autoridad, fidelidad —sea o no reconocida—, pero aún hay barreras infranqueables, a pesar de los estilos: en las fotos de indios los artistas pueden tener diferentes miras y objetivos, pero rara vez se permiten el humor o la recreación; se les vincula aún con el estigma de la manipulación o del desacato, del racismo o la transgresión. Intimidados por siglos de culpa colonizadora, se les sigue manejando dentro del canon rígidamente permitido. El indio se presta mucho más a las alegorías que a la intrusión iconoclasta, a las adhesiones que al juego. Pero, ¿por qué ir hasta allá?

El fin del milenio nos enfrenta al otro cargados de carencias propias; muchas son las vías para adjudicarles las respuestas que buscamos: el otro ya vivió el Apocalipsis y sobrevivió, se levantó y reclama su parcela terrenal —conoce las respuestas, se arraiga a la naturaleza, logra poner en escena las fantasías de los descreídos, reclama a los poderosos o conmueve a los sensibles porque reza con devoción, resiste y permanece, se renombra y se convierte en el “sin rostro”.
Al asomarnos a las fotografías de los ochentas y principios de los noventas, que debían indicar los antecedentes de aquel 1 de enero, podemos entender las razones del ezln, pero somos incapaces de descubrir sus detonantes. No es posible que las causas de tal furia y su proceso de organización sean invisibles. Las fotos constatan nuestra sorpresa de los primeros días. En los primeros momentos, la solidaridad marchó con un acervo visual formado por fotos del estilo descrito: con el icono noble del otro, unido a lo imaginado como ancestral, deseado, conmovedor, ajeno. Si bien no explican las razones zapatistas, son absolutamente claras cuando ilustran la solidaridad de la “sociedad civil”. El otro pasó de lo ubicuo a lo localizado, de lo intemporal a lo inmediato: el aquí y ahora lo vuelve, de momento, irreconocible. Hay que reelaborar y decodificar las nuevas imágenes para recuperar el flujo de nuestra idea del otro. No se trata de la nueva conciencia sino de volver a su cauce la mirada: dar un nuevo nombre a la distancia. Más tarde, las numerosísimas fotos de los zapatistas y sus niños reforzarán este cúmulo de representaciones, las traducirán para permitirnos reconocer los mismos ojos tras los paliacates y avalar la nueva solidaridad renacida en nosotros. Varios años han transcurrido y vuelve a inquietarse constantemente el agua tranquila; reaparece el caos que aparentemente ya se había reordenado, se requerirán nuevos reajustes.

El tono que hermana las fotografías indigenistas clásicas es la nostalgia de paraísos naturales impolutos, sosegados y armónicos, de tradiciones cíclicas e identidades a prueba de irrupciones, de tiempos inmóviles que acceden a una cotidianidad sosegada, de la resistencia —a pesar de los pesares—, de la terca sobrevivencia, de un pasado posible, de una infancia perdida y fundadora.

Si la modernidad no los borra, se incorpora como no esencial: tenis, anuncios, peltre y aretes de plástico conviven con el barro y la juncia; la decisión de incluirlos —sólo un poco— es el único atisbo de ironía visible, pues los fotógrafos temen tanto los entornos impuros —tan socorridos en el ámbito urbano— como las transgresiones a la solemnidad o la grandilocuencia. El fantasma de las distancias y desigualdades impide aún que el otro, como hipócrita lector, sea mi igual, mi semejante.

Elisa Ramírez Castañeda
Socióloga, escritora, poeta y traductora.
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como citar este artículo

Ramírez Castañeda, Elisa. (2001). Fotografía indígena e indigenistas. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 119-125. [En línea]
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Fray Bernardino de Sahagún frente a los
mitos indígenas
 
 
Alfredo López Austin

 
 
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La investigación histórica descansa en la interpretación. Ésta es una verdad sabida por siglos. Verdad sabida, es cierto; pero como todas las verdades viejas, a veces tan relegada en el cajón de lo obvio que termina por pasar inadvertida. La información está aquí y allá, en los expedientes de un archivo, en las páginas de un libro, en la piedra exhumada por el arqueólogo, en la voz grabada en una cinta o en un disco, en las formas y colores de una imagen visual, en las líneas de un periódico… Pero todo esto es apenas material en bruto que debe estimarse tanto en los contextos más inmediatos como en los más distantes; que es necesario relativizar con la crítica más depurada; que ha de articularse, ya elaborado como dato histórico, a muchos otros datos de muy distintas clases de fuentes; que tiene que ser explicado y explicar en una cadena de temporalidades todo, hasta formar parte de ese modelo lógico de lo acontecido que recibe el nombre de hecho histórico. La hoja recién extraída de un archivo, el monolito recién reincorporado a usos y sentidos —otros usos y otros sentidos en otra sociedad diferente a la que le dio origen—, el texto recién releído, deben pasar todos por la interpretación, que es, a su vez, sólo uno de los primeros pasos del proceso de producción historiográfica.

Me refiero a lo anterior porque pudiera suponerse que un texto tan visto y revisado como lo es la Historia general de las cosas de Nueva España ya no requiere de mayores análisis y comentarios, y que fácilmente se puede llegar a él con el propósito de extraerle citas y acomodarlas, como cuadros en la pared de alguna galería, para muestra, ilustración o adorno. No es así, pues cada nuevo uso del texto tendrá que adecuarse por medio de específicas interpretaciones, y éstas no deberán ser arbitrarias ni libremente subjetivas, sino sujetas tanto a las reglas del buen oficio como a las virtudes —y los frenos— de una recta imaginación.

Para quienes estamos interesados en el mito, la interpretación es particularmente necesaria. El mito es, sin duda, una creación humana opaca, de difícil intelección, y mucho más cuando en el proceso de su registro y relectura intervienen los factores fuertemente ideológicos de la relación intercultural. No en vano el término mito se ha cargado de un sentido peyorativo que lo asimila a la fábula y a la ficción, y no en vano muchas religiones se niegan a admitir como mitos sus propias creencias y narraciones míticas. Por todo esto conviene que quien pretenda estudiar los mitos en una fuente documental importante —como lo es la Historia general de las cosas de Nueva España— sea muy preciso, al menos, en tres aspectos de su labor historiográfica: a) su definición de mito desde el enfoque específico de su investigación; b) la interpretación propiamente historiográfica, la que lleva a la evaluación del texto estudiado como material histórico, y c) la interpretación propiamente mítica, o sea en la aprehensión del sentido de los asuntos míticos correspondientes a los distintos grados de abstracción y de su interrelación como componentes de un discurso único. En este trabajo me enfocaré sintéticamente al segundo de estos aspectos, el historiográfico, haciendo breves comentarios relativos a los otros dos ámbitos. Aclaro que en esta ocasión limito el término mito a la narración mítica, esto es, a la producción de los relatos de los procesos incoativos de la creación del mundo; veamos, por tanto, la forma en que fray Bernardino de Sahagún registró en su Historia general las aventuras de los dioses que en el tiempo primigenio produjeron la existencia del ser humano y su habitáculo.

Lo anterior permite que nos concentremos en un número limitado de pasajes, aunque éstos están distribuidos en los distintos libros componentes de la obra. Por una parte tomaremos en cuenta relatos que Sahagún reconoce como mitos, los que el franciscano califica como las fábulas que contaban los indios en la antigüedad; por otra estarán las narraciones que reconocemos como mitos tanto por encontrarlas en otras fuentes documentales en su claro aspecto mítico, como por el análisis que puede hacerse de su contenido en la Historia general, aunque para Sahagún hayan sido historias más o menos verosímiles de hechos reales en su propia apreciación de la realidad histórica. Cabe advertir aquí, de cualquier manera, que en algunas ocasiones la distinción no es tajante.

Empecemos con lo que el franciscano llama fábulas de los antiguos o, en forma más precisa, teología fabulosa de los gentiles. Como puede suponerse, esta teología fabulosa es para fray Bernardino un pensamiento no sólo erróneo, sino diabólico. ¿Por qué, entonces, Sahagún dedica tanta atención a los mitos? Así como Sahagún tomó como modelo a fray Ambrosio Calepino en su proyecto de vocabulario, san Agustín fue su inspirador en el registro de la mitología. San Agustín dedicó el Libro Sexto de La ciudad de Dios a los mitos de los gentiles, con el propósito de que su exposición sirviese para darles a entender que sus dioses no tenían tal carácter ni podían obrar en beneficio de los hombres. Sahagún, desde el prólogo general de su obra, se dirige a los evangelizadores y confesores de indios que creen que los pecados más graves de su grey son las borracheras, los hurtos y la carnalidad. Les advierte que hay otros muchos pecados más graves que tienen gran necesidad de remedio: los de la idolatría, que no pueden ser considerados cosa del pasado. Los predicadores y confesores deben actuar, según las propias metáforas de fray Bernardino, como médicos de las almas para curar las enfermedades espirituales. Sólo con el conocimiento preciso de las creencias, ritos y mitos de los antepasados prehispánicos podrá descubrirse su persistencia en los tiempos actuales: “los pecados de la idolatría y ritos idolátricos, y supersticiones idolátricas y agüeros y abusiones y ceremonias idolátricas no son aún perdidas del todo. Para predicar contra estas cosas, y aun para saber si las hay, menester es de saber cómo las usaban en tiempos de su idolatría, que por falta de no saber esto en nuestra presencia hacen muchas cosas idolátricas sin que lo entendamos. Y dicen algunos, escusándolos, que son boberías o niñerías, por ignorar la raíz de donde salen, que es mera idolatría, y los confesores ni se las preguntan ni piensan que hay tal cosa, ni saben lenguaje para se lo preguntar, ni aun lo entenderían aunque se lo digan”.

Sahagún repetirá la justificación de su proceder en el prólogo al Libro Tercero, advirtiendo que el Diablo está al acecho, esperando la coyuntura para recuperar el terreno perdido con la evangelización de los indios. El franciscano recalca que si no se toman las providencias necesarias, el Demonio despertará las idolatrías que parecen del todo olvidadas en los descendientes de sus antiguos súbditos. Entre dichas providencias necesarias para mantener la fe —insistirá fray Bernardino— está el conocimiento de los registros que él hizo en sus libros Segundo, Tercero, Cuarto y Quinto.

Sahagún sigue fielmente el ejemplo de san Agustín. Parece convencido de que al mostrar a los indios el error de la idolatría, se hará evidente la verdad de la fe cristiana. Es su convicción, generalizada entre los evangelizadores, que sólo la luz del Evangelio aparta a los hombres de la mentira, y que sin ella los pueblos caen en las mayores aberraciones: “Vosotros, los habitadores desta Nueva España, que sois los mexicanos, tlaxcaltecas y los que habitáis en la tierra de Mechuacan, y todos los demás indios destas Indias Occidentales, sabed que todos habéis vivido en grandes tinieblas de infidelidad y idolatría en que os dexaron vuestros antepasados, como está claro por vuestras escripturas y pinturas y ritos idolátricos en que habéis vivido hasta agora […] Y sabed que los errores en que habéis vivido todo el tiempo pasado os tienen ciegos y engañados”.

Su argumentación descansa plenamente en la Escritura, fuente máxima de verdad para los cristianos, que muestra no sólo cuál es el origen de los falsos dioses, sino los grandes males en que incurrieron los hombres por su adoración. En su discurso muestra a los indígenas cómo los antiguos gentiles tuvieron que reconocer sus propios errores, al decir, según la Escritura: “Errado habemos en el camino de la verdad; no nos alumbró la luz de la justicia; no nos salió el sol de la inteligencia; fatigónos y cansónos el camino de la maldad y de la perdición”. Pero el argumento se hace mucho más grave cuando Sahagún lo aplica a los indígenas. Sahagún, más allá de sus virtudes y de su comprensión al mundo indígena, es ya un hombre formado en la relación colonial que rebaja a los colonizados a la calidad de menores de edad. Sahagún descalifica a los indígenas considerándolos un pueblo pueril, en posición de desventaja frente a los antiguos gentiles del Viejo Mundo. Son los indios, a su juicio, primeros entre todos los idólatras del mundo en la reverencia y fidelidad que tienen a sus dioses; pero si los gentiles griegos y latinos —a quienes Sahagún llama “nuestros antecesores” y gente de tanta discreción y presunción— inventaron fábulas “ridiculosas” acerca del Sol, la Luna, las estrellas, el agua, la tierra, el fuego y el aire, no es de maravillarse que lo hagan los indios, “gente tan párvula y tan fácil para ser engañada”. El estigma de la minoría de edad, arma terrible contra la dignidad de los pueblos, se muestra en la incomprensión de las creencias ajenas, siempre posibles de ser condenadas por su irracionalidad. Cuando Sahagún se refiere al culto dado a las mocihuaquetzque, las mujeres muertas en su primer parto, juzga que es “cosa tan de burlar y de reír, que no hay para qué hablar de la confutar por autoridades de la Sagrada Escriptura”, y al hablar del ritual dedicado a los montes, con comunión de sus imágenes fabricadas con semillas, dice: “Esto más parece cosa de niños y sin seso que de hombres de razón”.

En resumen, es la fe cristiana, suprema verdad para los evangelizadores, la fuente de sabiduría. Su desconocimiento hace caer en los errores idolátricos a todos los pueblos apartados de ella. El error, creado e inspirado por el Demonio, se hará más grave y evidente en aquellos hombres que no poseen madurez. El error explica la imaginación fabulosa de los forjadores de mitos; pero, ¿todo es mentira en el mito? ¿Quiénes son —y qué clase de existencia tienen— los personajes del mito, los dioses que aparecen en sus aventuras? Paradójicamente son, a los ojos de los evangelizadores, seres reales, no simples frutos de la imaginación alterada.

En primer término, los dioses de los indígenas son de la misma índole de los dioses de los gentiles del Viejo Mundo. Esto se reafirma con las múltiples comparaciones que aparecen en la Historia general: Huitzilopochtli fue otro Hércules; Tezcatlipoca, otro Júpiter; Chicomecóatl, otra Ceres; Chalhiuhtlicue, otra Juno; Tlazoltéotl, otra Venus; Xiuhtecuhtli, otro Vulcano; Quetzalcóatl (como Huitzilopochtli), otro Hércules, etcétera. Sahagún afirma que los indígenas de la Nueva España, como los gentiles griegos y romanos, adoraron a los seres irracionales, entre ellos el fuego, maravillados por sus efectos de quemar, calentar, asar y cocer, ceguedad que los obligó a atribuir entendimiento a un ser creado para servicio de los hombres. Como dice la Escritura, aplicaron el nombre de dioses a objetos de piedra y de madera, y —hará destacar Sahagún—, como gran locura, lo dieron a hombres, mujeres y animales. Además, según fray Bernardino, los indios extendieron la idea de divinidad a muchos otros seres por su propensión de aplicar el término teutl a todo lo que les parecía extraordinario: “Será también esta obra [el Libro Onceno] muy oportuna par darlos a entender el valor de las criaturas, para que no las atribuyan divinidad; porque a cualquiera criatura que vían ser iminente em bien o en mal, la llamaban teutl; quiere decir ‘dios’. De manera que al Sol le llamaban teutl por su lindeza; al mar también, por su grandeza y ferocidad. Y también a muchos de los animales los llamaban por este nombre por razón de su espantable dispositión y braveza. Donde se infiere que este nombre teutl se toma en buena y en mala parte. Y mucho más se conoce esto cuando está en compositión, como en este nombre, teupiltzintli, ‘niño muy lindo’, teupiltontli, ‘muchacho muy travieso o malo’. Otros muchos vocablos se componen desta misma manera, de la significación de los cuales se puede conjecturar que este vocablo teutl quiere decir ‘cosa extremada en bien o en mal’”.

No debemos considerar este pasaje de Sahagún como un mero exceso de interpretación. Si bien la razón no es lingüística, cabe advertir que otros autores de su siglo y del siguiente se percataron de que en las concepciones indígenas la divinidad se extendía a todas las criaturas y se hacía más notoria en aquellas que mostraban cualidades extraordinarias.

Pero, volviendo a los dioses, tanto los de la gentilidad clásica como los de la gentilidad indígena, ¿podía plantearse que eran sólo criaturas mundanas a las que por el error del Demonio se había atribuido divinidad? Aquí la respuesta de Sahagún, como la de la mayoría de sus contemporáneos evangelizadores, fue doble. Por un lado, descansaba en la Escritura, como lo transcribiría Sahagún: Omnis dii gentium demonia (“Todos los dioses de los gentiles son demonios”). Y los españoles habían caído, en verdad, en un demonismo extremo al enfrentarse a la religión indígena. La demonización de los dioses fue, en efecto, una imagen siempre presente no sólo para explicar la fuente del engaño, sino para dar cuenta de los hechos extraordinarios relatados por los indígenas y aceptados por los españoles, propensos por causa propia a la milagrería. Si los indios narraban casos en que la naturaleza había sido violentada por la acción de los dioses, en que lo maravilloso había invadido la tierra, era más fácil para los españoles atribuir la acción a los demonios que echar mano a un escepticismo peligroso. Incluso las enfermedades que los indios atribuían a sus diosas podían ser interpretadas por los españoles como posesiones demoniacas. Así, Sahagún nos dirá que la parálisis de los niños, explicadas por los indios a partir de los daños causados por las mujeres muertas de primer parto, podía deberse a que entraba en las criaturas algún demonio. Con los demonios, sus engaños y sus revelaciones se explicaba hasta el origen del calendario adivinatorio de doscientos sesenta días, que según fray Bernardino no contenía origen lícito ni natural, pues no se fundaba en ningún ciclo de la naturaleza.

Sin embargo, en forma paralela, un antiguo pensamiento racionalista acompañaba a los evangelizadores llegados a la Nueva España. La tesis procedía de la antigüedad clásica. El autor era un historiador, filósofo y viajero griego que había vivido en los siglos iv y iii a. C.: Evémero de Mesina. Evémero, que había recibido como influencia el escepticismo religioso de la escuela de Cirene, recogió las historias de los dioses y aplicó especial atención al registro de los sitios que se suponían los lugares de su nacimiento y su sepulcro. En su obra, Escrito sagrado, quiso demostrar que los llamados dioses habían sido en su tiempo seres humanos, y que la memoria de las generaciones posteriores los había exaltado hasta hacerlos merecedores de culto. Sus enseñanzas tuvieron un relativo éxito entre los filósofos, como explicaciones de la naturaleza de los dioses; pero sin duda quienes las aceptaron siglos más tarde con mayor pasión fueron los escritores judíos y cristianos que vieron en el evemerismo un argumento de peso contra las concepciones paganas. Las viejas enseñanzas de Evémero continuaron vigentes a través del tiempo, y no sólo vinieron con los conquistadores al Nuevo Mundo, sino que fueron reafirmadas en el siglo xix y, aún hoy, no es del todo extraño encontrarlas repetidas por algunos estudiosos de la religión.

Sahagún afirmó la existencia humana de muchos de los dioses indígenas. Huitzilopochtli, por ejemplo, había sido un “nigromántico o embaidor que se transformaba en figura de diversas aves y bestias”, y fueron tales su fortaleza y su destreza en la guerra que los mexicanos lo habían honrado como a un dios. Según fray Bernardino, habían sido seres humanos Páinal, Quetzalcóatl, Chicomecóatl, Tzapotlatenan, Opuchtli, Yacatecuhtli y otros más. Como se ha dicho, es una afirmación nada extraña entre los evangelizadores, pues se encuentran otras muchas menciones semejantes en las obras del siglo xvi, entre ellas, para dar un solo ejemplo, la de fray Diego de Landa, quien, al referirse a Kukulcán, dice: “Queda dicha la ida de Cuculcán, de Yucatán, después de la cual hubo entre los indios algunos que dijeron que se había ido al cielo con los dioses, y por eso le tuvieron por dios y le señalaron templo en que como a tal le celebrasen su fiesta…”

Como en el caso de la divinidad de las criaturas, no debemos buscar el fundamento de estas interpretaciones sólo a partir de la tradición europea. Las creencias mesoamericanas, mal entendidas por los españoles, dieron pie a que el evemerismo se fortaleciera en la Nueva España. Entre estas concepciones indígenas mal interpretadas pueden mencionarse la creencia en los hombres-dioses, las particularidades de los dioses patronos y la deificación de algunos seres humanos por la especificidad de su muerte.

De hecho, la creencia en los hombres-dioses era diametralmente opuesta al evemerismo: la fuerza de los dioses descendía y tomaba posesión de los cuerpos de personas con características especiales, de manera que las convertía en vasos mundanos a través de los cuales los dioses actuaban entre los hombres; pero esta confusión de lo humano y lo divino, comprendido a medias por los cristianos, favoreció la preconcepción europea. Más aún, cuando la vida de los hombres-dioses se refuerza con un arquetipo legendario cuajado de milagros, la tradición piadosa indígena llena el escenario natural de supuestos testimonios del paso maravilloso. Así aparecen las huellas de los portentos en la leyenda de la destrucción de Tollan y la huida de Quetzalcóatl. El sacerdote tolteca apedrea un árbol en Huehuecuauhtitlan y quedan, para la posteridad, las piedras incrustadas en el tronco; en Temacpalco se sienta y llora, dejando en las rocas las marcas de sus manos, nalgas y lágrimas, y en Tepanoaya construye un puente de piedra para pasar el ancho río del lugar.

En el caso de los dioses patronos, dos fueron las bases de interpretación evemerista: una, la relación de los dioses con sus pueblos protegidos. Cuando los españoles oían que una divinidad era de Tzapotlan, por señalar un caso, entendían que era Tzapotlan el lugar del nacimiento del patrono. La otra base, muy importante, era la creencia indígena de que los dioses habían inventado y heredado a sus pueblos protegidos los oficios y sus instrumentos específicos. Por ello aparecen en la obra de Sahagún justificaciones como las siguientes: de Chicomecóatl, “debió esta mujer ser la primera mujer que comenzó a hacer pan y otros manjares guisados”; de Tzapotlatenan, “fue la primera que inventó la resina que se llama úxitl […] Y como esta mujer debió ser la primera que halló este aceite, contáronla entre los dioses y hacían fiesta y sacrificios aquellos que venden y hacen este aceite que se llama úxitl”; de Opuchtli, le atribuían “la invención de las redes para pescar peces, y también un instrumento para matar peces que le llaman minacachalli [y] los lazos para matar las aves y los remos para remar”; de Yacatecuhtli, “hay conjectura que comenzó los tratos y mercaderías entre esta gente, y ansí los mercaderes le tomaron por dios y le honraron de diversas maneras”, etcétera. En cuanto a los seres humanos divinizados, entre ellos las mujeres muertas en el primer parto, las mocihuaquetzque, hay una proximidad mayor —aunque no por ello considerable— a las ideas de Evémero.

Tal vez ni Sahagún ni sus contemporáneos fueron conscientes de la oposición entre la concepción demonista de la Escritura y la racionalista de Evémero. La conciliación de ambas explicaciones se expresa en Sahagún en una forma tan espontánea que parece revelar la inexistencia de un conflicto. ¿Acaso los hombres malvados no se transforman en demonios después de su muerte? Por ello Sahagún nos dice del dios Olmécatl Huixtotli que era el caudillo de los olmecas huixtotin, “señor que tenía pacto con el Demonio”; de Quetzalcóatl, que fue “hombre mortal y corruptible, que aunque tuvo alguna apariencia de virtud […] fue gran nigromántico, amigo de los diablos, y por tanto amigo y muy familiar dellos, digno de gran confusión y de eterno tormento” y agrega que “su cuerpo está hecho de tierra y a su ánima nuestro señor Dios la echó en los infiernos [donde] está en perpetuos tormentos”, y de Huitzilopochtli, que fue “nigromántico, amigo de los diablos, enemigo de los hombres, feo, espantable, cruel, revoltoso, inventor de guerras y de enemistades, causador de muchas muertes y alborotos y desasosiegos”.

Por lo que toca al registro del relato mítico en la Historia general, es necesario hacer hincapié en algunas peculiaridades. Por una parte, es muy apreciable el valor de los textos registrados. El mito del nacimiento del Sol y la Luna en Teotihuacan, el del nacimiento de Huitzilopochtli y el de la ruina de Tollan y la huida del sacerdote-gobernante Quetzalcóatl son piezas narrativas que ocupan lugares de primer orden entre los registros míticos en las fuentes documentales. Por otra parte, el mito de la invención del pulque y la embriaguez del dios Cuextécatl aporta muy buena información acerca de los dioses patronos, y la historia de los mexicas constituye una pieza única como intento de desmitificación colonial de los relatos mítico-históricos prehispánicos. Por último, si bien no existe en la Historia general ninguno de los mitos de Tamoanchan, los escasos datos relativos a su búsqueda sobre la tierra sirven para complementar la información que aparece más sistemática y detallada en otras fuentes.

En relación con las noticias de Tamoanchan, Sahagún deseaba desmitificarlas, por lo que trata de convertir las míticas siete cuevas de origen de los pueblos —Chicomóztoc— en una metáfora de siete embarcaciones en que supuestamente habían llegado los primeros habitantes. Es notable que la desmitificación tiene como propósito identificar Tamoanchan con el Paraíso Terrenal bíblico, al que también ubica en una geografía real: “Del origen desta gente, la relación que dan los viejos es que por la mar vinieron de hacia el norte, y cierto es que vinieron en algunos vasos, de manera no se sabe cómo eran labrados, sino que se conjectura que una fama que hay entre todos estos naturales, que salieron de siete cuevas, que estas siete cuevas son los siete navíos o galeras en que vinieron los primeros pobladores desta tierra. Según se colige por conjecturas verisímiles, la gente que primero vino a poblar esta tierra, de hacia la Florida vino, y costeando vino, y desembarcó en el puerto de Pánuco, que ellos llaman Panco, que quiere decir ‘lugar donde llegaron los que pasaron por agua’. Esta gente venía en demanda del Paraíso Terrenal, y traían por apellido Tamoanchan, que quiere decir ‘buscamos nuestra casa’. Y poblaban cerca de los más altos montes que hallaban. En venir hacia el mediodía a buscar el Paraíso Terrenal no erraban, porque opinión es de los que escriben que está debaxo de la línea equinoxial; y en pensar que es algún altísimo monte tampoco yerran, porque así lo dicen los escritores quel Paraíso Terrenal está debaxo de la línea equinoctial y que es un monte altísimo que llega su cumbre cerca de la Luna. Parece que ellos o sus antepasados tuvieron algún oráculo cerca de esta materia, o de Dios o del Demonio, o tradición de los antiguos que vino de mano en mano hasta ellos. Ellos buscaban lo que por vía humana no se puede hallar, y nuestro señor Dios pretendía que la tierra despoblada se poblase para que algunos de sus descendientes fuesen a poblar el Paraíso Celestial, como agora vemos por esperiencia. Mas, ¿para qué me detengo en contar adevinanzas?”

Pese al valor de los relatos míticos anteriormente mencionados, su simple enunciado permite apreciar, de golpe, que su número es sumamente escaso en una obra tan importante como la Historia general de fray Bernardino de Sahagún. No solamente son muy pocos los relatos míticos, sino que se encuentran agrupados de manera desordenada y asistemática.

Las formas de presentación son muy variadas: a) el relato del nacimiento del Sol y la Luna en Teotihuacan se ofrece como mito en el sentido más pleno: una aventura de los dioses en el tiempo primigenio que desemboca en la creación de los astros más importantes y en el establecimiento de su curso; b) tiene una presentación semejante, sin llegar a tal precisión de forma mítica, el relato del nacimiento de Huitzilopochtli en el Coatépec. En efecto, su final no conduce de manera indubitable a la incoación mítica, y su carácter solar vendrá a ser descubierto siglos después por Eduard Seler. Es más, existen hoy investigadores que cuestionan dicho carácter solar; c) el mito de la ruina de Tollan y la huida de Quetzalcóatl se presenta más como un conjunto de leyendas que como un conjunto mítico. En este caso la complejísima figura de Quetzalcóatl, en la que tal vez desde la época prehispánica se confundieron la personalidad del dios, la del sacerdote-gobernante arquetípico y la de diversas figuras históricas de hombres-dioses, se presta para acentuar un relato que cuadra a la concepción evemerista. Existe información complementaria, muy útil desde el punto de vista mítico, en la historia de los tulanos o tultecas del Libro Décimo; d) la historia de los mexicas del mencionado Libro Décimo pasa, precisamente, por una historia real, en la cual se pretende limpiar el resabio mítico con explicaciones de tipo racionalista, aunque en ella quede inserto el relato del invento del pulque y la embriaguez de Cuextécatl, de carácter fácilmente reconocible, y e) por último, es muy interesante un pequeño pasaje de la historia de Quetzalcóatl de Tollan que se registró no como mito ni como historia, sino como explicación del sentido de un refrán. Volveré a este tema al final del trabajo.

La agrupación de estos textos es, como se dijo, desordenada y asistemática. Estas características son difíciles de explicar si se toman en cuenta el orden que campea en la obra de fray Bernadino y su expresión clara de la importancia del tema y de la ubicación de su tratamiento. El lugar indicado, por lógica y por intención expresa, era el Libro Tercero, cuyo título no deja lugar a dudas: “Del principio que tuvieron los dioses”. En el prólogo de este libro Sahagún dice: “A este propósito en este Tercero Libro se ponen las fábulas y ficciones que estos naturales tenían cerca de sus dioses, porque entendidas las vanidades que ellos tenían por fe cerca de sus mentirosos dioses, vengan más fácilmente por la doctrina evangélica a conocer el verdadero Dios, y que aquellos que ellos tenían por dioses no eran dioses, sino diablos mentirosos y engañadores”.

Sin embargo, buena parte del material de este capítulo no es mítico, y falta en él el mito más importante de la Historia general, precisamente el del nacimiento del Sol y de la Luna en Teotihuacan. No son míticos los pasajes referentes al culto a Huizilopochtli, la parte relativa a Tezcatlipoca y los capítulos correspondientes al destino de los muertos, la educación en el telpochcalli y el calmécac, y la elección de los dos sumos sacerdotes.

Por lo que toca al mito del nacimiento del Sol y la Luna, Sahagún le da entrada claramente en el lugar más apropiado, al escribir: “Del principio de los dioses no hay clara ni verdadera relación, ni aun se sabe nada; mas lo que dicen es que hay un lugar que se dice Teutihuacan, y allí, de tiempo inmemorial, todos los dioses se juntaron y se hablaron” Pero después de anunciar el mito, Sahagún da un giro inexplicable: “Y todo esto ya es platicado en otra parte. Y al tiempo que nació y salió el Sol, todos los dioses murieron y ninguno quedó dellos, como adelante se dirá en el Libro Séptimo, en el capítulo segundo”.

Y en efecto, el mito más importante quedó en el libro más desafortunado de la Historia general, libro del que puede sospecharse que ni Sahagún supo interrogar a sus informantes ni éstos entendieron al franciscano. Pese a que algunos de sus capítulos son de valor —y el del origen del Sol y la Luna puede considerarse entre los mejores de toda la obra— la parte nuclear del Libro Séptimo es un fracaso, y a ella parece dirigirse el francis ano cuando escribe en las primeras páginas: “Razón tendrá el lector de desgustarse en la lectión deste Séptimo Libro, y mucho mayor la tendrá si entiende la lengua indiana juntamente con la lengua española, porque en lo español el lenguaje va muy baxo, y la materia de la que se trata en este Séptimo Libro va tratada muy baxamente. Esto es porque los mismos naturales dieron la relación de las cosas que en este libro se tratan muy baxamente, según que ellos las entienden, y en baxo lenguaje. Y así se traduxo en la lengua española, en baxo estilo y en baxo quilate de entendimiento, pretendiendo solamente saber y escrebir lo que ellos entendían en esta materia de astrología y filosofía natural, que es muy poco y muy baxo”.

Ni siquiera el enunciado del mito alcanza en el Libro Séptimo la altura del que hubiese tenido en el Tercero. No está en el capítulo dedicado al Sol, sino en el de la Luna, y su título es “La fábula del conejo que está en la Luna”, lo que corresponde a uno de sus episodios secundarios.

Entre las creencias míticas mesoamericanas hay dos tipos de creación del hombre: el primero da origen a la humanidad; el segundo, específico, da origen a los diversos grupos humanos, que surgen al mundo con sus peculiaridades. Sabemos por estudios comparativos con otras fuentes documentales, entre ellas las de los pueblos mayas de Guatemala —en primer término el Popol Vuh— que la historia de la ruina de Tollan y la huida de Quetzalcóatl es en realidad un mito en el cual se habla de la segunda creación de los seres humanos. El mito se refiere a Tollan, la capital regida por Quetzalcóatl, ciudad mítica donde viven todos los pueblos antes de la salida prístina del Sol, antes de que los grupos humanos adquieran sus características específicas: todos hablan una sola lengua y aún no tienen dioses patronos específicos. En las versiones mayas se alude a un pecado que motiva la expulsión de todos los pueblos. En el momento de su salida, los pueblos obtienen los dones que marcan su particularidad: sus dioses patronos, sus formas rituales, sus lenguas, sus profesiones, sus bultos sagrados, todo bajo el auspicio del propio Quetzalcóatl, reconocido bajo su nombre de Nacxit.

La versión de la Historia general puede dividirse en dos grupos de narraciones. El grupo más importante se refiere, en sentido estricto, al relato de la vida de Quetzalcóatl: su gobierno, su pecado, su huida, su desaparición; el otro grupo es una serie de narraciones, en apariencia inconexas, en que el dios Titlacahuan, destructor de Tollan, se transforma en diversos personajes encargados de llevar la desgracia a la ciudad y sus habitantes por distintos medios sobrenaturales. Este grupo ocupa la parte intermedia, entre el pecado de Quetzalcóatl y la huida del sacerdote-gobernante hasta su desaparición.

Quetzalcóatl es un personaje en quien Sahagún cree descubrir una naturaleza francamente legendaria. En efecto, en otras partes de su obra el franciscano dirá del sacerdote tolteca que es como el rey Artús entre los ingleses, y afirmará de los toltecas que son como los troyanos. El carácter legendario se verá reforzado tanto por las re cferencias constantes a una geografía real —o con visos de realidad— que pueden corresponder a la actual Tula del estado de Hidalgo y sus alrededores, como por una continua mención de la naturaleza humana de Quetzalcóatl. Se trata, de acuerdo con esta presentación, de una historia de seres humanos en el mundo que, pese a las exageraciones propias de la leyenda, mantienen su carácter histórico. El resultado es tan convincente que un buen número de especialistas conserva hoy día la opinión de que ese Quetzalcóatl milagroso y esa Tollan maravillosa fueron reales, aunque adornados, sin duda, a partir de la exaltación de su propio prestigio.

Discrepo de esta opinión, basado, como antes dije, en una lectura comparativa de las versiones del mito procedentes de diversas fuentes; pero aun de la lectura interna de la Historia general podrán obtenerse suficientes indicios del carácter mítico de los relatos sobre Quetzalcóatl, Tollan, e incluso de algunos pasajes que hablan de los toltecas. Menciono brevemente algunos de estos indicios.

a) Varios de los personajes mencionados en los relatos, incluyendo a Huémac, tienen nombres de dioses: Titlacahuan, Huitzilopochtli, Tlacahuepan, Oxomoco, Cipactónal, etcétera.

b) Varios de los lugares mencionados tienen nombres míticos, sospechosamente repetidos en estas narraciones y presentes en mitos francos: Coatépec, Zacatépec, Tzatzitépec, Xochitla, Anáhuac.

c) Una de las características del nacimiento de los grupos humanos en la mitología mesoamericana es que en el momento de abandonar su lugar de origen para surgir al mundo se encuentran trastornados de sus facultades mentales, como si estuvieran ebrios. En los diversos relatos de la ruina de Tollan que aparecen en el Libro Tercero de la Historia general, el motivo es recurrente: “Y todo esto que hacía el nigromántico no sentían ni miraban los dichos tultecas, porque estaban como borrachos, sin seso”; en otro relato: “Y los que volvieron no sentían aquello que les había acaecido, porque estaban como borrachos”; y en otro más: “Y estaban como locos”.

d) En la mitología mesoamericana, como antes se dijo, los dioses patronos se caracterizan por ser los inventores de los diversos oficios, y su función es heredar a sus protegidos la profesión y los instrumentos por ellos creados. Este reparto se hace en los momentos en que cada uno de los pueblos, diferenciados, abandona la Tollan mítica para salir al mundo. Esto explicaría que Tollan fuese definida como la ciudad de todos los artífices, lo que significa que de ella saldrían todas las profesiones. En la Historia general los toltecas son presentados no sólo como los primeros habitantes de esta tierra, sino como los inventores de las diversas artes y ciencias.

e) En el Libro Tercero, el final de la historia de Quetzalcóatl tiene todas las características de un mito odográfico, en el cual el sacerdote tolteca fue caracterizando los lugares por los que pasaba.

f) Su paso no sólo fue milagroso, sino incoador mítico, creador de un símbolo fundamental de la religión mesoamericana: la cruz del árbol cósmico, que en el relato se dice que fue hecha con dos troncos de ceiba: “Y en otro lugar [Quetzalcóatl] tiró con una saeta a un árbol grande que se llama póchutl. Y la saeta era también un árbol que se llama póchutl, y atravesóle con la dicha saeta, y así está hecha una cruz”.

Quiero terminar con un relato que, derivado de un mito, acabó dando origen a un refrán. Lo menciono porque se trata de un ejemplo de un fenómeno común: el paso de motivos de un género popular a otro. Sahagún registró en la Historia general la explicación del refrán Moxoxolotitlani: “Este refrán se dice del que es enviado a alguna mensajería o con algún recaudo, y no vuelve con la respuesta. Tomó principio este refrán, según se dice, porque Quetzalcóatl, rey de Tulla, vio desde su casa dos mujeres que se estaban lavando en el baño o fuente donde él se bañaba, y luego envió a uno de sus corgobados para que mirase quién eran las que se bañaban, y aquél no volvió con la respuesta. Envió otro paxe suyo con la misma mensajería, y tampoco volvió con la respuesta. Envió el tercero, y todos ellos estaban mirando a las mujeres que se lavaban, y ninguno se acordaba de volver con la respuesta. Y daquí se comenzó a decir moxoxolotitlani, que quiere decir ‘fue, no volvió más’”.
Nota
Este texto fue presentado en el ciclo de conferencias “Bernardino de Sahagún, Quinientos años de presencia”, que tuvo lugar en el Museo Nacional de Antropología del 13 de abril al 20 de julio de 1999. Los trabajos allí expuestos serán publicados en un volumen compilado por Miguel León Portilla, que aparecerá próximamente bajo el sello del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam.
Referencias bibliográficas
Landa, Diego de, fray. 1982. Relación de las cosas de Yucatán. Porrúa, México.
López Austin, Alfredo. 1976. “Estudio acerca del método de investigación de fray Bernardino de Sahagún”, en La investigación social de campo en México, comp. de Jorge Martínez Ríos. unam, Instituto de Investigaciones Sociales, México.
López Austin, Alfredo. 1996. Los mitos del tlacuache. 3a. ed. unam, Instituto de Investigaciones Antropológicas, México.
Sahagún, fray Bernardino de. Historia general de las cosas de la Nueva España. cnca, México, 1988 (Col. Los noventa).
 
Alfredo López Austin
Instituto de Investigaciones Antropológicas,
Universidad Nacional Autónoma de México.

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como citar este artículo

 

López Austin, Alfredo. (2001). Fray Bernandino de Sahagún frente a los mitos indígenas. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 4-12. [En línea]

 
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  de los medios
 
     
Idioma y conciencia    
Jesús Galindo Trejo
   
         
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En mayo de 1999, en los medios de difusión se informó de un hecho vergonzoso para un país como México, el cual se jacta de estar orgulloso de sus raíces prehispánicas. En un albergue del Departamento del Distrito Federal fue localizado un hombre de aspecto indígena que desde hacía nueve años, debido a que su lenguaje no era entendido por los encargados del albergue, había sido declarado deficiente mental. Esta persona llegó ahí después de haber sido atropellada por un automovilista y siempre se pensó que los golpes que recibió en la cabeza fueron los que ocasionaron su aparente locura y lo ininteligible de su habla. Mucho tiempo después, gracias al personal del Instituto Nacional Indigenista, que usó una colección de registros grabados de las lenguas autóctonas de México, fue posible determinar que dicho individuo no hablaba español, sino otomí; simplemente no sabía hablar el idioma oficial de México, pero sí uno de los más antiguos hablados en esta tierra. Se especula acerca de si los habitantes de Cuicuilco y Teotihuacan habrían hablado otomí o si el gran poeta Nezahualcóyotl tenía a este idioma como materno. Durante la Colonia la Universidad Pontificia tuvo cátedras de náhuatl y de otomí.

El infortunado monolingüe (como la mayoría de los mexicanos que sólo hablamos español) había llegado de su pueblo, ubicado en el estado de Veracruz, y su familia ya lo había dado por muerto y sepultado. Lo notable de esta situación es que no se trataba de un caso único, pues tres mujeres monolingües habían sido localizadas padeciendo una situación similar; una de estas mujeres ya tenía diez años de vivir en un albergue, sin embargo, aún se hacían esfuerzos para identificar el idioma que hablaba.

La riqueza cultural que representa un idioma vivo, como los hablados en el pasado y en la actualidad en México, pasa inadvertido para la mayoría de los mexicanos, pues antes se prefiere aprender algún idioma extranjero que conocerse a sí mismo a través de los idiomas de nuestros ancestros. No obstante, el español hablado en nuestro país se ha impregnado de palabras y estructuras heredadas de los idiomas autóctonos, por eso resulta bien diferente al resto del español que se habla en el continente. Quizá por eso los mexicanos, en su inconciencia lingüística involuntaria, expresan su origen prehispánico al hablar; sin embargo, valdría la pena rescatar conscientemente nuestros idiomas, aún pa-trimonio de todos los mexicanos.
Jesús Galindo Trejo
Instituto de Astronomía,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Galindo Trejo, Jesús. (2001). Idioma y conciencia. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 141. [En línea]
 
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