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Trenzas | |||
Carlos López Beltrán
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La fuerza del cable o de la cuerda está en la acumulación, en la orientación coordinada de las resistencias de sus hebras. Singulares y débiles, éstas al trenzarse suman y sostienen lo que una a una no pueden tocar ni medir. Así los hombres nos enfrentamos al misterio acumulando, orientando líneas de imágenes, trenes de frases, edificios de gestos, que orientados, coordinados, sincronizados, constituyen nuestro mundo. Dos fuentes de tales hebras son la poesía y las ciencias. Quiero ocuparme un poco de sus vínculos, de sus orientaciones y desorientaciones.
La araña sobre el piso no sabe dónde apoyará su telaraña. Suelta una pequeña hebra a volar como un hilo de papalote sin papalote, como un pescador invertido que explora las profundidades del aire, y deja que el azaroso browniano fluir de sus corrientes lleven su pegajoso cáñamo a buen puerto. Cuando al jalar ligeramente el hilo, éste se resiste, es que el mundo ha picado; hay un lugar, un nodo en lo hondo que al resistirse le da el punto arquimedeano para comenzar su obra. Puede ser una rama, una pared, una liana o un cable; no importa mientras aguante su peso. Rama, pared, liana o cable no son nada para la araña sin su resistencia, esa virtud que le sostiene el anclaje. Eso es lo que le permite erigir su obra, esa extensión de su fenotipo que es una teoría de hilos, o un poema, según se le quiera ver.
Las insistencias del mundo sobre nuestros sentidos. Las resistencias a nuestros movimientos y manipulaciones. Esas son las virtudes sobre las que anclamos nuestras teorías científicas. Nos importa que se deslicen lo menos posible, y eliminamos errores midiendo y calculando, para que la estructura sirva para atrapar los insectos que deseamos, y quizá para complacer la mirada de algunos. Nunca sabremos de cierto si esa necedad que llamamos velocidad de la luz, o la que llamamos espín, son en realidad rasgos de ramas o paredes inaccesibles. Así inventemos estructuras matemáticas con referentes minúsculos y complejos como las cuerdas o las membranas, el misterio de la resistencia sobre la que colgamos nuestras telas científicas permanecerá.
Pero también al tramar poemas usamos líneas para tocar las resistencias del mundo. Quizá otro tipo de durezas son las que responden a esas exploraciones. Atrapar el instante que huye y que es tan hermoso como algunos han querido; o recomponer la emoción en un momento de calma usando palabras para incendiar el pálido recuerdo y revivir la hoguera; o atormentar la lengua para que eche chispas; o sugerir lo indecible de nuestro ser en el mundo; o tantas cosas que han podido hacer los poetas: todas requieren la fricción, el roce del lenguaje con la percepción, con las anclas de la experiencia, y de lo externo.
Como una teoría construida sin asidero, un poema sin amarras se deshace ante los ojos, se lo lleva la brisa de la insignificancia.
Y cambiamos de teorías como las arañas de telarañas, y las anclamos a distintos nodos, y como aprendemos a capturar más alimentos con ellas, afinando el diseño de la trama, las llamamos mejores, y quizá lo son. Y por cierto capricho vanidoso las llamamos verdaderas, sin saber bien lo que decimos.
Y hacemos nuevos poemas para los nuevos tiempos. Usamos nuevas formas para los mismos temas. Nuevos ropajes para las mismas metáforas. Motocicletas volando donde antes había dragones. Nuevas texturas en la lengua para las mismas emociones. Pero ¿y cómo sabemos que son las mismas?
Y sí, Ptolomeo y Descartes erraron. Pero también Newton y Heisenberg y Hawking erraron. El verbo errar describe aquí el hilo de la búsqueda, que asciende tembloroso e inseguro por las profun didades del misterio buscando un sitio donde asir las modestas preguntas cuyas respuestas son imágenes, teorías, “prodigiosos aparatos intelectuales” (Valéry).
Podemos repensar así la imagen de Wordsworth en que describe a Newton navegando por extraños mares de pensamiento, solo. Podemos también imaginar que lo que Newton hizo fue tocar un vértice insospechado y colgar desde ahí la familia de lienzos en que han estado dibujando visiones sus sucesores; un juego de muchas luces y sombras en el que algunos destacan.
Destramar el arcoiris. Esa fue una de las acusaciones más enojadas de Keats a Newton. Todos los encantos huyen al roce mínimo de la helada filosofía, afirmó en su Lamia; ésta le corta las alas a los ángeles, vacía el aire de espíritus y las grutas de gnomos. Destruye el arcoiris, escribió primero el poeta. Luego lo venció la precisión de una sencilla imagen y corrigió: Destrama el arcoiris. Y yo, leyendo desde este siglo donde podemos ver que esos hilos ópticos que delineó Newton han mutado una y otra vez hasta cargarse y recargarse de misterio y poder evocativo, no puedo sino admirar el verso, y leer como un elogio lo que quiso ser un insulto.
Veo los dedos guiados por los ojos del científico, que como afirmó Francisco Segovia aprendieron a confiar uno en el otro con el método experimental, ascender hacia la tela misteriosa donde fulguran los colores, y separar las hebras, componerlas y recomponerlas, en un juego de prismas y de espejos. Y no veo que los colores se apaguen, que se muera la poesía, que el bisturí todo lo vuelva blanco y negro. No.
Veo las partículas de Newton pasar por los poros activos de las cosas, y cambiar de rumbo y rebotar. Las veo después volverse movimientos ondulatorios y sugerir la sutil presencia de un mar que todo lo colma. Y veo ese mar desaparecer y al universo poblarse de campos y de partículas que son ondas que son partículas que son fantasmas que actúan coordinados de formas espectacularmente elegantes que llenan nuestra vida de efectos que abren elevadores.
Sí. Dejamos al andar (o al nadar) mundos donde ángeles y duendes y sirenas dominaban. Mundos buenos para unas cosas y malos para otras. Dejamos el mundo de los nahuales, o lo orillamos a un rincón. Dejamos el mundo de las esferas concéntricas recluido en las bibliotecas y en la imaginación de los astrólogos y sus huestes. Dejamos atrás también esa cadena del ser que nos ponía en la cúspide. Las afinidades mágicas que le permitían curar a Paracelso, ya nunca las comprenderemos cabalmente. Tenía razón John Keats: la vida se empobrece cuando cambiamos de canal, cuando deshacemos una nube llena de presagios y la reconstruimos con agua y electricidad. Pero si somos pacientes veremos que sólo estamos vaciando un carro cargado para hacer hueco para nuevos prodigios. Mundos nuevos, buenos para cosas diferentes, y malos para lo que son malos, y que no lo descubrimos sino hasta que estamos ahí. Y lo que descargamos no se pierde del todo: están las bodegas de los eruditos que insisten en conservar viva la memoria, y están también las de los supersticiosos que se niegan a dejar de creer lo increíble. Paracelso y los nahuales están a buen recaudo, y cuando queremos volver a ellos siempre hay manera; igual que a los gnomos, a los ángeles o al flogisto.
“Creer lo increíble” acabo de escribir. Me refiero a que hay imágenes, teorías, modelos, metáforas, cuentos cuyas ataduras se desprenden. Se dejan de sostener como imágenes vivas de algo y vuelan y se deforman y pierden su nitidez y su tono. Se vuelven aguadas e inverosímiles. Ya no nos podemos curar acudiendo a los humores hipocráticos. Es casi imposible enamorar a una dama recitándole a Manuel Acuña. Los nostálgicos seguirán transitando esos carriles. Allá ellos.
Es curioso cómo el idioma tiene restos fósiles de las imágenes sepultadas. Un poema olvidado y gastado ha llamado el filósofo al lenguaje común. Podríamos también llamarle un cementerio de teorías. Tenemos mala leche, buena estrella, pésimo humor, ángel, nos traiciona el inconsciente, comunicamos vibraciones, vemos ponerse el sol, nuestros hijos abuelean o reciben con la sangre el talento musical de la imaginación de su madre, somos biliosos o melancólicos. Todas ellas ideas literalmente válidas otrora, son hoy tímidas, amaestradas metáforas, que de pronto rugen y nos sorprenden.
El buen historiador de las ideas, de las mentalidades, de las imágenes caducas, reconstruye el ámbito donde todo lo que ahora se ha caído estaba bien trenzado. Nos enseña a ver cómo era el mundo en el que se podía creer, de veras, en la acción de los cometas sobre la mano del rey para que éste pudiera curar las escrófulas con el tacto.
No se destruye el arcoiris y a veces se le exalta y conoce destramándolo para volverlo a tramar con nuevas formas y patrones. Los hilos de la ciencia y los de la poesía pueden imbricarse y orientarse modificándose sin destruirse. No hay ya oro quizá al final del arcoiris, pero hoy nos brinda, como el verso exacto de David Huerta sobre la tarde, un “esplendor estadístico.”
“Una gota de agua -escribió Herbert Spencer- que para el ojo vulgar no es sino una gota de agua, acaso pierde algo bajo el ojo del físico que sabe que sus elementos se mantienen juntos por una fuerza que, de liberarse de pronto, produciría un fulgurante relámpago. Un guijarro con raspones paralelos, acaso le sugiere tanta poesía al ignorante como lo hace al geólogo que sabe que sobre esa roca se deslizaba un glaciar hace un millón de años. La verdad es que quienes jamás se han ocupado de menesteres científicos no tienen la más nimia noción de la poesía que los rodea.”
Tiene razón Spencer al señalar lo que el poeta se pierde en su propio detrimento al despreciar a las ciencias. Su tono guerrero, como el de Keats antes, es síntoma de esa brecha que hace unos años llamaban de “las dos culturas”. La polémica ya aburre. Agotó su utilidad.
La ciencia y la poesía seguirán, por suerte, contribuyendo con redes de nociones, trenes de imágenes, edificios de gestos, construidos bajo sus distintas normas y orientados ante sus polos y atractores disímbolos. Pero el carácter común de instrumentos de la imaginación les permite a su vez afectarse y orientarse mutuamente.
Citemos una justa exageración de Borges: “No existe una esencial desemejanza entre la metáfora y lo que los profesionales de la ciencia nombran la explicación de un fenómeno. Ambas son una vinculación tramada entre dos cosas distintas, a una de las cuales se le trasiega en la otra. Ambas son igualmente verdaderas o falsas.”
Y ahora una vez más a Wordsworth, respecto a su frecuentación de la geometría: “Poderoso es el encanto de aquellas abstracciones para una mente poblada de imágenes y embrujada de sí misma.”
En las ciencias un poeta puede encontrar un dato fascinante (“todo en mi cuerpo ha sido procesado por al menos una estrella”, Jo Shapcott), o una imagen abrumadora, o la elegancia de una demostración, el abismo de una cifra inconmensurable, o espesor y dinamismo donde se veía una superficie llana. La zoología del pulque. La lenta danza de la muerte en la sangre derramada (Derramando la vida, Miroslav Holub).
En la poesía un científico puede encontrar el amor a las sutiles variaciones en el peso de las palabras. Otras maneras de construir la precisión. Un sentido distinto de hallazgo y de cumplimiento formal. Una sensación más palpable de la dureza y opacidad que hay que combatir para alcanzar control sobre esa herramienta indócil, el lenguaje.
El poeta que escribe, como hizo Ricardo Yañez, que quiere escapar a un valle lejano “donde la luz endulza las naranjas” ha dado con un verso seductor. Pero la calidad del hallazgo se potencia si sabemos, como quizás él lo sabía, que la luz de hecho activa un proceso metabólico sutil, la fotosíntesis, que tiene como función la generación de azúcares. El verso se carga, sin necesidad de hacerlo patente, de un poder y precisión otrora ausente. No habría sido tan eficaz, a mi ver, escribir “donde la brisa endulza las naranjas.”
Otro poeta yerra al manifestar su deseo de “ensillar una galaxia”. Confunde patéticamente la idea astrológica de constelación, en la que hay alegorías zoológicas, ensillables, con la idea astronómica de galaxia. Por más que estiro la metáfora tratando de hacerla cuadrar con la imagen que nos dan los astrónomos no alcanzo a ver cómo ensillar puede significar algo interesante respecto a una galaxia. La ignorancia del poeta lo condujo no sólo a la imprecisión sino a la ridiculez y a la fealdad.
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Carlos López Beltrán
Instituto de Investigaciones Filosóficas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → López Beltrán, Carlos. (1999). Trenzas. Ciencias 55, julio-diciembre, 30-34. [En línea]
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