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Guillermo Aullet
     
               
               
El pasado 19 de abril de 1982 se conmemoró el primer
centenario de la muerte de Charles Darwin (1809-1882) uno de los más brillantes científicos de la historia, celebérrimo por su teoría de la evolución, que hoy sirve como principio fundamental de la Biología.
 
La teoría evolucionista fue enunciada por Darwin en su famoso libro, El origen de las especies, publicado en 1859. Dicha obra levanto tal revuelo que se agotó el mismo día de su aparición. El motivo de aquella tremenda turbación fue que en ella, el autor planteaba la transformación de unas especies biológicas en otras, de manera gradual, en contradicción con las ideas prevalecientes en la época basadas en el relato bíblico del Génesis. La teoría darwiniana fue bien acogida por un buen número de biólogos en toda Europa, tales como Huxley y Haeckel, sin embargo, hubo otros que no la comprendieron y hasta la atacaron ferozmente.
 
En abril de 1982, la revista Science 82, señalaba que la teoría de Darwin rara vez ha conocido una década de paz, pues desde que hizo acto de presencia ha suscitado innumerables controversias. A pesa de ello, se ha mantenido su idea central.
 
La Teoría de Darwin señala que todas las especies de animales y plantas actuales descienden de otras especies ya desaparecidas. Según esta concepción el proceso mediante el cual se forman nuevas especies es la selección natural. Más adelante veremos en qué consiste dicho proceso.
 
La idea de que las especies de seres vivos han cambiado, o mejor dicho han evolucionado, fue sugerida ya en tiempos anteriores a Darwin, principalmente por los restos fósiles encontrados en diversas partes de Europa y otros continentes, que mostraban la existencia de formas de vida pretéritas distintas a las actuales. Gracias a los fósiles, sabemos que hace cien millones de años habitaban la tierra enormes reptiles, como el tiranosaurio, el triceratopo, el pterodáctilo y el ictiosaurio; y que los mamíferos apenas eran un grupo de animales pequeños e insignificantes.
 
Los fósiles se localizan en depósitos de rocas sedimentarias. Estas rocas se producen por el desgaste o erosión de otras rocas (metamórficas e ígneas) a causa del viento, el agua, los cambios de temperatura y otros agentes físicos y químicos. De este modo, las rocas originales quedan prácticamente pulverizadas y luego son arrastradas por los ríos, mares o el viento, hasta determinadas zonas donde se depositan formándose así una serie de capas o estratos. Por lo tanto, los estratos más recientes se encuentran en la parte superior y los más antiguos en las partes más profundas. A lo largo de millones de años las capas de sedimentos se vuelven compactas y sólidas formando masas aplanadas de gran tamaño. En esas capas de sedimentos se encuentran enterrados troncos, huesos, conchas y caparazones petrificados, así como: huellas, impresiones, excresiones, marcas, etc., de distintas plantas y animales cuyo aspecto y organización revelan frecuentemente diferencias notables con respecto a las formas de vida que existen actualmente.
 
Por lo tanto, los fósiles constituyen la evidencia más directa de la evolución. Algunos fósiles proporcionen escasa información sobre la vida del pasado remoto; tal es el caso de las huellas, impresiones o excresiones, pero otros, en cambio, suministran informes muy completos; por ejemplo: los mamutes congelados en perfecto estado de conservación encontrados en Siberia, y el sinnúmero de insectos que quedaron preservados en el ámbar (resina fosilizada producida por vegetales ya desaparecidos). La mayoría de los fósiles encontrados nos proporcionan información que pueda considerarse intermedia entre los dos casos mencionados.
 
Estas evidencias de la vida pretérita permiten la realización de estudios comparativos con la anatomía y las estructuras de las especies de vegetales y animales que habitan en la actualidad nuestro planeta. Paralelamente, se comparan los fósiles con embriones y formas larvarias de organismos actuales. Estos estudios, aunados a otros que comprenden a la fisiología, la bioquímica, la inmunología y la parasitología comparadas, así como los de la genética y la biología molecular, permiten a los biólogos establecer parentescos, probables líneas de descendencia y árboles genealógicos; o bien, para decirlo en términos más técnicos: gracias a tales estudios los biólogos pueden llegar a determinar posibles relaciones filogenéticas entre las especies extintas que vivieron hace miles o millones de años.
 
Sin embargo, hay otras investigaciones que permiten comprender la evolución y el origen de las especies biológicas. Se trata de aquellas que comprenden una rama de la biología muy importante: la biogeografía.
 
Es aquí donde hizo su entrada la teoría darwiniana de la evolución. En efecto, Darwin no sólo demostró de manera contundente la existencia de la evolución, sino que la explicó descubriendo su proceso fundamental: la selección natural.
 
Darwin estableció su teoría con base en el sinnúmero de datos que pudo reunir durante dos decenios, especialmente en su viaje de casi cinco años alrededor del mundo, a bordo del barco inglés “Beagle”. Efectivamente, puede decirse que el punto de partida de sus ideas fueron sus observaciones biogeográficas, es decir, de la distribución de los seres vivos en el globo terráqueo, las cuales chocaban violentamente con las explicaciones creacionistas muy en boga entre los naturalistas de la época. El propio Darwin lo expresa en una carta enviada a su amigo Joseph Hooker, el 11 de enero de 1844:
 
“…Desde mi regreso, he estado inmerso en un trabajo muy audaz, y no sé de una sola persona que dejara de llamarme loco. Me impresionó tanto la distribución de los organismos de las Galápagos, etc., etc., y con las características de los mamíferos fósiles americanos, etc., etc., que decidí colectar a ciegas toda clase de hechos que pudieren relacionarse de cualquier manera con qué son las especies. He leído montañas de libros de agricultura y horticultura, y no he dejado de recoger datos. Por fin ha surgido un rayo de luz, y estoy casi convencido (totalmente en contra de la opinión de la que partí) de que las especies no son (es como confesar un crimen) inmutables”.1
 
Pero el mérito de Darwin no sólo radica en haber demostrado de modo contundente la existencia de la evolución biológica, sino el haber enunciado una teoría coherente y ampliamente respaldada por múltiples evidencias, que demuestran aquel hecho. Esta explicación es la selección natural.
 
Con su teoría de la selección natural Darwin puso énfasis en el escenario ecológico en el que se realista el proceso evolutivo. Esta concepción le vino a la mente cuando leyó el Ensayo sobre la población, de Malthus y gracias a la experiencia acumulada por los criadores de animales domésticos y los cultivadores de plantas. Darwin señala que la naturaleza actúa sobre los organismos, seleccionando a aquéllos que están mejor equipados para responder a las múltiples y complejas demandas del ambiente, expresadas en la llamada lucha por la existencia; de manera análoga a la forma en que un criador de animales selecciona a los individuos que reúnen determinadas características que se desean preservar, permitiéndoles reproducirse. Así, según esta teoría, se irán modificando ciertas características hasta obtener un tipo de organismo distinto del original de manera paulatina y gradual.
 
El concepto de selección natural desterraba prácticamente la milenaria idea de la “herencia de caracteres adquiridos”, utilizada por los evolucionistas anteriores a Darwin, que intentaba explicar las variaciones entre los seres vivos y la formación de nuevas especies. El caso más conocido es el de Lamarck, quien de manera ingenua “explicaba” por qué tenían el cuello largo las jirafas.
 
En la teoría darwiniana, la materia prima sobre la que actúa la selección natural es la variación, que análogamente es igual a la que trabaja el criador, en la selección artificial.
 
Veamos ahora qué se entiende por variación.
 
Cualquiera de nosotros sabe que todos los seres humanos pertenecen a una misma especie, a la cual denominan los biólogos, Homo sapiens. No obstante, es muy fácil percatarse de las múltiples diferencias que existen entre todos los miembros de la humanidad, tales como: la estatura, el color del pelo, los ojos y la piel, forma del cráneo, de la cara, tipo sanguíneo, etc., etc. Así pues, no existen dos seres humanos idénticos. Esto también es extensivo para las demás especies animales y vegetales, aunque las apariencias no lo indiquen así. La diversidad existente entre los miembros de una especie es conocida como variación, y está determinada por las leyes de la herencia. Por otra parte, hay que mencionar la existencia de algunas características de los individuos que no son heredables, las cuales no tienen relevancia en el ámbito de la evolución; por lo tanto, cuando se menciona la variación, se refiere únicamente a aquélla que es transmitida a la descendencia. Pongamos un ejemplo para aclarar esto. Un levantador de pesas ha desarrollado una notable corpulencia y musculatura, gracias al ejercicio metódico y constante que ha practicado durante varios años, así ha adquirido una característica física que no poseen otros hombres, pero esa característica no la heredarán sus hijos, a menos que también realicen el mismo entrenamiento que llevó a cabo su padre. En consecuencia, el carácter adquirido por nuestro hipotético levantador de pesas, no puede ser heredado, como erróneamente se supuso antes de Darwin; como tampoco son heredados otros rasgos adquiridos en el transcurso de la vida de otros hombres como la habilidad de los dedos de un pianista o una mecanógrafa. Tratándose de otros organismos, los perros de algunas razas creadas por el hombre a los que se les ha mutilado el rabo durante siglos, no heredan ese carácter a su descendencia.
 
 
¿Cuál es entonces el origen de la variación?
 
Darwin no pudo dar una respuesta convincente a esta pregunta, pues nunca conoció los trabajos de Mendel acerca de la herencia. Hoy, gracias a los trabajos de Hugo de Vries, Karl Correns, Erick Tschermak y los de la escuela de Thomas Morgan, así como los obtenidos por la Biología Molecular, se sabe que la fuente primaria de la variación es la mutación. Esta es una alteración espontánea y repentina en uno de los caracteres hereditarios que puede alterar seriamente a una parte o a todo el genoma, es decir, a todo el conjunto armónico de caracteres hereditarios o genes de un organismo.
 
A pesar de estos logros, todavía no hay una explicación satisfactoria sobre las causas naturales de la mutación, aunque se pueden inducir artificialmente por medio de diversos agentes físicos y químicos, tales como: los rayos “X”, la colchicina, etc.
 
Los descubrimientos de la genética no modificaban, desde luego, las ideas centrales de la teoría de Darwin. No obstante, el ambiente ideológico y la interpretación errónea de los nuevos hallazgos, hicieron pensar a muchos científicos, a principios de este siglo y hasta el tercer decenio, que la teoría darwiniana era obsoleta para explicar la evolución. Para substituirla propusieron una teoría mutacionista, que negaba cualquier papel relevante a la selección natural, o lo negaba totalmente. Sin embargo, el mutacionismo en realidad revivía las concepciones creacionistas, puesto que un proceso sustentado en fenómenos totalmente aleatorios (las mutaciones), no podían explicar los complejos mecanismos de la adaptación que de esta forma parecían predestinados, orientados por fuerzas sobrenaturales o por actos milagrosos. Así pues, renació el antievolucionismo, que alcanzó su máxima expresión en el período comprendido entre las dos guerras mundiales, mismo que mereció ataques feroces por parte del Dr. Alfonso L. Herrera primera figura de la Biología mexicana.2
 
Por otra parte, hubo otros científicos y filósofos que pasaron por alto la importancia de los mecanismos genéticos y que exageraron el papel del ambiente en la evolución, resucitando la antigua idea de la herencia de los caracteres adquiridos y del uso y desuso de los órganos3 de Lamarck.
 
El adalid de este neolamarckismo fue, T. D. Lysenko, quien propició un atraso terrible en la Biología soviética y llevó al fracaso los planes de productividad agrícola, motivos por los que vio extinguir su estrella hacia 1964.4 Otro intento muy reciente de neolamarckismo está representado por el inmunólogo australiano E. J. Steete.5
 
Así pues, entre las dos guerras mundiales había dos planteamientos antagónicos acerca de la evolución: el mutacionismo en el occidente, y el neolamarckismo en el oriente.
 
En 1937, Theodosius Dobzhansky, publica su libro: La genética y el origen de las especies, en el cual rescata la teoría darwiniana y demuestra que los descubrimientos de la genética refuerzan dicha teoría, en vez de contradecirla. Así surgió lo que se ha dado en llamar, la teoría sintética de la evolución o neodarwinismo; que ha tenido además a otros cuatro representantes principales: George G. Simpson, Ledyard Stebbins, Julian Huxley y Ernst Mayr.
 
Según la moderna teoría evolutiva, la fuerza orientadora y fundamental de la evolución es la selección natural, expuesta por Darwin en su obra maestra6, la cual actúa sobre los diversos caracteres genéticos, que en última instancia provienen de las diversas mutaciones producidas a lo largo de miles de millones de años. Pero, la selección natural no ejerce su influjo en individuos aislados sino en conjuntos de ellos que comparten un patrimonio genético común, cuyos miembros intercambian elementos diversos de ese patrimonio que, por otra parte, no es un mero agregado de genes sino un todo orgánico y armónico, en el cual se producen diversas interacciones muy complejas que apenas empezamos a comprender vagamente. Del intercambio o cruzamiento entre los individuos de la población, resultan nuevas y diversas recombinaciones genéticas que se revelan de modo distinto en los rasgos aparentes (fenotipo) sobre los que ejerce su acción determinante la selección natural. Por consiguiente, la gran mayoría de los caracteres observados en los componentes de las poblaciones animales o vegetales resultan de diversos tipos de combinaciones de genes que pueden reforzarse o debilitarse uno a otro; dar resultantes completamente distintas, o bien, enmarcarse unos a otros, dando así un juego muy diverso de respuestas posibles a las demandas del ambiente que esté compuesto de otras poblaciones de especies distintas. Estas constituyen los elementos fundamentales de las fuerzas selectivas. Por lo tanto, la selección natural es una intrincada urdimbre de factores y fuerzas que ejercen su influjo sobre las potencialidades que tienen su asiento en el patrimonio genético de las poblaciones de las distintas especies. Aquellas combinaciones genéticas que correspondan a las exigencias del ambiente tenderán a ser seleccionadas por éste, logrando así reproducirse e incorporando sus genes a la población y contribuyendo al acervo genético de ella.
 
Cuando las poblaciones de algunos organismos quedan separadas por el surgimiento de una barrera geográfica (separación de un territorio del continente, surgimiento de un río, una cadena montañosa o un glaciar), dichas poblaciones pueden estar sujetas a condiciones distintas (presiones de selección) favoreciéndose la preservación de ciertas cualidades y la eliminación de otras. De esta manera, se pueden obtener como resultado dos poblaciones que difieren notablemente una de otra, formándose así dos razas o subespecies distintas. Si este proceso continúa pueden acentuarse las diferencias entre las poblaciones mencionadas al grado de ser incapaces de reproducirse entre ellas si desapareciese la barrera geográfica y se pusieran en contacto en la misma región. En consecuencia, se producirán dos especies distintas, de un modo gradual y paulatino, a partir de una especie ancestral. Existen innumerables evidencias de este proceso de especiación, que no pueden ser expuestas en un espacio tan reducido.
 
Así, mediante el aislamiento geográfico prolongado, puede producirse el aislamiento reproductivo que es el punto de partida de nuevas especies. Este razonamiento, expresado por Darwin en su famoso libro de 1859, fue objeto de enconados debates y hubo muchos naturistas que trataron de refutarlo cuando le demandaban que enseñara las “formas intermedias” (que Darwin llamaba, “especies incipientes”) que condujeron a las nuevas especies, a lo cual respondía el gran biólogo inglés: “sí, cuando vosotros me mostréis cada paso entre el dogo y el galgo”1.
 
Por desgracia, resulta muy difícil encontrar toda la gama de formas intermedias porque el registro fósil es escaso e incompleto, como nos enseña la Paleontología. Empero, este inconveniente no invalida lo expresado arriba, ya que únicamente de ese modo podemos explicar las grandes diferencias y semejanzas entre las faunas y floras de todo el mundo, así como las dificultades frecuentes para distinguir claramente especies y subespecies. Un poderoso apoyo para la teoría darwiniana ha sido la biogeografía de las islas, las cuales no en vano han sido calificadas como “los laboratorios de la evolución”, desde que Darwin descubrió la distribución de especies en las Islas Galápagos y explicó sus causas.
 
Con la aparición de El Origen de las Especies, de Darwin, la biología fue dotada de su principio unificador más importante, alcanzó así su “mayoría de edad” como ciencia, tal como la química la obtuvo con la teoría atómica.
 
A lo largo de sus ciento veintitrés años de existencia, la teoría de Darwin ha tenido que cambiar algunas de sus ideas originales en virtud de los nuevos conocimientos adquiridos, pero su columna vertebral sigue incólume, a pesar de los duros y múltiples embates que ha padecido desde que vio la primera luz. Desde entonces ha sido víctima de tremendas deformaciones como las del llamado “darwinismo social”, que tuvo como primer representante genuino a Herbert Spencer, y en nuestros días, a personajes como Konrad Lorenz, Desmond Morris y Robert Ardrey; quienes nutridos de la filosofía positivista han intentado reducir los procesos sociales a procesos biológicos, como la lucha por la existencia, la selección natural y la conducta ritualizada. Esto ha ocasionado que algunos confundan el término “darwinismo” o “neodarwinismo”, con la tergiversación orquestada por los epígonos de Spencer o por los apologistas del neofascismo. Por lo tanto, el darwinismo es lícito en el ámbito puramente biológico y no en el contexto de la sociedad humana.
 
En los últimos doce años se ha venido orquestando otra nueva cruzada contra el darwinismo, para ello se ha recurrido, como antaño, a los nuevos hallazgos científicos que supuestamente contradicen la teoría de Darwin. En realidad, con tales argumentos sólo pretende encubrirse a los eternos enemigos del evolucionismo y de la ciencia. Naturalmente, no podemos negarnos a priori a aceptar los nuevos descubrimientos que pueden modificar nuestros conceptos acerca de un proceso determinado, pero esto debe ser dirimido dentro de la propia ciencia, con auténtica honestidad intelectual. Pero, desafortunadamente la ciencia no es una ínsula separada del seno de la sociedad y quiéralo o no está sujeta a su influjo, particularmente en lo que se refiere a las concepciones filosóficas dominantes o, que se han puesto de moda. Ahora como antes, cuando los vitalistas de los años veinte y treinta pregonaban el fin del darwinismo y daban rienda suelta a sus ideas creacionistas amparados supuestamente en las nuevos descubrimientos de la genética, vivimos una época de profunda crisis económica y política en el mundo occidental, que ha nutrido el renacimiento de esa Ave Fénix del oscurantismo, el fanatismo y la apocalipsis, que amenazan de nuevo a la razón y a la dignidad humana, comprometiendo seriamente el desarrollo científico. Ciertamente no es casual que en estos años haya vuelto a la palestra el creacionismo, al tratar de implantarse en las programas de enseñanza de la biología, en las escuelas públicas de los Estados Unidos, como en aquel año de 1925, en el cual fue llevado a los tribunales un profesor de enseñanza media llamado John Scopes, por el delito de enseñar la teoría darwiniana de la evolución.
 
Ya se dijo, al principio de este artículo, que la teoría de Darwin no ha conocido realmente la paz, la causa de ello ha sido claramente expresada por Eli de Gortari cuando dice: “sin duda, las ideas de Darwin radicalizaron en definitiva la ciencia entera, y no sólo la Biología, al hacer que se indagara hasta el origen o la raíz misma de los procesos para poder explicarlos. Por ello es que, entre todas las grandes conquistas logradas por las ciencias naturales en el siglo XIX, únicamente la teoría de la evolución es la que desempeña un papel comparable por su importancia y sus alcances a la revolución científica desatada por Copérnico”.7 Es por esta razón que no por casualidad Marx y Enqels, tuvieron en muy alta estima el trabajo de Darwin, como tampoco es casual que sus ideas fueran objeto de fuertes ataques por parte de los grupos más conservadores y reaccionarios.
 
Por todo lo anterior, es de temerse que los descubrimientos recientes se estén interpretando a la luz de concepciones filosóficas de raigambre positivista, alimentadas especialmente por el sentimiento pesimista y confuso que reina en este tiempo. No se puede atacar al darwinismo impunemente sin socavar los cimientos de toda la biología, es por ello que debe actuarse con extrema cautela y prudencia al hacer interpretaciones en ese sentido, ya que es probable que detrás de los debates académicos al respecto, se encuentre agazapado el monstruo del vitalismo de nuevo cuño, amamantado por los caudillos del creacionismo contemporáneo (los fundamentalistas) y los agnosticistas de la peor laya, que pretenden asestar el golpe de muerte al evolucionismo.
 
Así pues, detrás de la polémica actual en torno a la teoría naturalista, el cladismo, la teoría del equilibrio puntual, etc., que no han podido mostrar solidez convincente, se halla una lucha ideológica sorda que muy pronto se hará más evidente. 
     

Notas

1. Darwin, C., (1892) The autobiography of Charles Darwin and selected letters (ed. Francis Darwin), reeditado por: Dover, Nueva York, 1958, p 183-184.
 
2. Herrera, A. L., (1924), Biología y plasmogenia, Herrero, México. p. 475.
 
3. La idea del uso y desuso fue también empleada por Darwin en su obra fundamental, El Origen de las Especies, para explicar el desarrollo y atrofia de algunos órganos; pero esto no puede imputársele a una debilidad de su teoría sino al nulo conocimiento que se tenía acerca de la herencia.
 
4. Medvedev, Z. A., (1969), The rise and fall of T. D. Lysenko, Columbia University Press, Nueva York.
 
5. E. J. Steele, (1981), Somatic selection and adaptive evolution, University of Chicago Press, Chicago.
 
6. Darwin, C. R., (1859), On the origin of species by means of natural selection, John Murray, Londres, ed. facsimilar de la Universidad de Harvard, Cambridge, 1976.
 
7. Gortari, E., (1969), Siete ensayos filosóficos sobre la ciencia moderna, Grijalbo, México, p. 78.
     
____________________________________________________________
     
Guillermo Aullet
Profesor de la Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

 
 
cómo citar este artículo
Aullet, Guillermo 1984. ¿Qué es la evolución? Ciencias 5, enero-marzo, 39-40. [En línea]
     

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