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Un infinito
mundo sonoro
César Carrillo Trueba
   
   
     
                     
Su arquitectura no es muy compleja. Un esqueleto externo
hecho de quitina, un cuerpo dividido en segmentos, tres pares de patas y, por lo general, dos pares de alas. Su relación con el medio es controlada por un sistema nervioso formado por un cerebro y un par de ganglios en cada segmento del cuerpo. Antenas, patas y abdomen poseen numerosos receptores capaces de captar las vibraciones sonoras emitidas por sus afines y enemigos. La manera en que los insectos producen sonidos es infinitamente variada. Un grupo de cerca de 800 000 especies distintas no podía pensarse homogéneo.

Sus sensores perciben los cambios de temperatura, luz, humedad y radiación solar, el llamado de algún miembro de su especie, la cercanía de un depredador, un rival o el contacto con otro animal. Al ser procesada la información se desata la emisión sonora, aunque nunca de manera unívoca —hay grillos que cantan al aumentar la radiación solar mientras otros lo hacen al ponerse el Sol. Pero no bastan los estímulos exteriores, la maduración sexual, regulada por la producción de hormonas, es un factor determinante en la manifestación sonora. Una hembra aún inmadura es incapaz de responder al llamado de un macho y hay especies en las que éstos dejan de estridular durante un lapso después de la cópula.

El cerebro de los insectos recibe los estímulos del exterior, los procesa y transmite la señal a otras estructuras del sistema nervioso, encargadas de enviar los impulsos para activar el movimiento de los instrumentos sonoros, cuya ubicación varía de un grupo a otro, de una especie a otra. Así, al percibir un llamado, las membranas que tiene una chicharra adulta en una cavidad del abdomen —mejor conocidas como timbales—, vibran hasta 1 000 veces por segundo debido a la rápida contracción y relajación de los músculos laterales que las mueven. La vibración produce sonidos que son amplificados en el interior de la cavidad por otra membrana y que salen como chirridos cuando los opérculos que la cubren se abren.

De igual manera, en muchas especies de grillos, cuando los machos adultos se encuentran en época de apareamiento, friccionan una parte del cuerpo con otra para producir su peculiar canto, sus estridulaciones. En algunos de ellos el primer par de alas tiene una serie de rugosidades que raspan los engrosamientos de las venas del segundo par que se encuentra debajo; en otros, el fémur del último par de patas posee en su cara interna una hilera de dientecillos que raspa una serie de “costillitas”, como si se tocara un güiro con un peine; y los hay que raspan con el fémur sobre las venas de las alas. El crepitar de las alas de algunos grillos al encontrarse frente a un rival, asemeja una danza de guerra en la que la intensidad del revoloteo parece decidir el vencedor. Este despliegue sonoro contrasta con la discreción de los chapulines que carecen de estructuras sonoras y se comunican golpeando fuertemente con sus patas en el suelo,
algo común en las hembras de muchos ortópteros que, al igual que las de otros grupos, generalmente no estridulan.

La diversidad de formas en que los insectos producen sonido es tan amplia que resulta imposible agotarla. Son clásicos, asimismo, casos como el de los escarabajos que envían sus mensajes golpeando desenfrenadamente con la cabeza en el suelo o el tronco de los árboles, el de las mariposas que emiten una especie de silbido con su espiritrompa por medio de una corriente de aire que se crea al vibrar parte de la faringe y la emisión de ondas sonoras de los escarabajos acuáticos que forman círculos concéntricos en la superficie del agua –sin olvidar el conocido zumbido que abejas, moscas y mosquitos producen al volar, ni el revoloteo que los escarabajos arman al agitar sus duras y quitinosas alas, en donde se encuentran los élitros que producen sus características estridulaciones.
 
¿Un lenguaje?
 
¿De qué está hecho un lenguaje? Sonidos que componen palabras, frases, oraciones que se agrupan en medio de silencios y el ritmo de la respiración. Un emisor y un receptor. Una acción que resulta de la transmisión de un mensaje —la estrepitosa huida de un grupo ante la presencia de un depredador, la atracción de un miembro del sexo opuesto— o quizá la manifestación del gusto que produce un día soleado. ¿Poseen los insectos un lenguaje? Si dejamos de creer que sólo los conceptos pueden constituirlo o que los sonidos que emiten los animales no son más que resultado de una programación genética, la respuesta podría ser afirmativa. Los ejemplos no escasean.

El caso de los ortópteros, grupo al que pertenecen los grillos, famosos por su sonoridad, es ilustrativo. Muchos de ellos emiten sonidos específicos en diferentes situaciones. El llamado de los machos para cortejar a una hembra es sutil y cadencioso, con frases cortas y espaciadas. En algunas especies la hembra responde a este llamado y las sucesivas estridulaciones de ambos permiten que se localicen mutuamente, mientras en aquellas en que la hembra carece de estructuras para emitir sonidos, es ella la que sigue el sonido del macho hasta encontrarlo. Ya juntos, el sonido se torna más suave, con frases cortas y silencios prolongados y, si el cortejo se logra, los sonidos se vuelven esporádicos y las frases extremadamente breves. En estos momentos, la presencia de otro macho de
sata una serie de sonidos de gran volumen que son lanzados al rival, uno tras otro, como si la fuerza de éstos fuera capaz de alejarlo. Un combate de imprecaciones sonoras se entabla hasta que uno de ellos resulta vencedor (figura 1).
 
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 Figura 1. Sonogramas de grillos
 

¿Qué hace un grupo de hormigas sepultado por un alud de tierra? Golpear repetidamente en el piso con las patas esperando que el sonido se propague lo suficientemente lejos para que sus congéneres acudan al rescate. ¿Qué sucede cuando una abeja encuentra una fuente de néctar abundante? Emitir al interior de la colmena una serie de sonidos cuya frecuencia indica la distancia a que se halla ésta, al tiempo que se mueve en una suerte de danza que señala la orientación del sitio. ¿Cómo responde una colonia de termitas que enfrenta algún peligro? Cada una de ellas percute en el piso para prevenir a las demás mientras se refugian en el fondo del termitero. ¿Cuál es la reacción de una mariposa nocturna que percibe el vuelo de un murciélago insectívoro? Produce ultrasonidos que confunden el poderoso sistema de sonar de su enemigo, haciéndole percibir un alimento poco atractivo.

Todos estos llamados y mensajes no tienen más orden que el del azar, responsable de encuentros y desencuentros en cualquier hábitat. Pero también los hay que ordenan la vida de especies muy cercanas, que en cautiverio incluso llegan a reproducirse y viven de recursos similares. Tal es el caso de algunos homópteros, como las chicharras, cuyo llamado para agruparse tiene lugar a cierta hora del día, de manera que el canto de una especie nunca se sobrelapa al de otra, lo que les permite ocupar espacios distintos en un mismo sitio.

Orden y azar se encuentran también en la frecuencia y regularidad de cada mensaje. Mientras que hay especies cuyo canto parece seguir las oscilaciones de un metrónomo, otras lo producen bajo las invencibles leyes del azar, sin patrón posible de establecer. Finalmente, hay muchos sonidos que se cree carecen de mensaje, de receptor y de función, esto es, que son emitidos gratuitamente, rompiendo con la lógica predominante en las últimas décadas, que busca una “razón eficiente”, “adaptación” o “utilidad” a toda estructura o comportamiento existente. Como si el gusto de revolotear sonoramente no se pudiera concebir para un insecto, cuya compleja vida aún nos sorprende y escapa, obligándonos a cuestionar constantemente nuestros patrones de pensamiento y valor que han contribuido a generar un desdén por otras manifestaciones de vida que nos rodean.

La manera como se comunican los insectos ha cambiado a lo largo del tiempo. Los procesos evolutivos incluyen la conducta, y el lenguaje es parte de ella. Lo lamentable sería que estos cambios sean causados por la devastación de su hábitat, por la acción de los seres humanos. El caso de un escarabajo rinoceronte que vive en las selvas de América es ilustrativo. Debido a la creciente deforestación, este coleóptero casi ha dejado de estridular, modificando su comunicación, haciéndola cada vez más percutiva, golpeando con los pies en el suelo, tal vez en un intento por pasar desapercibido a sus depredadores. Este empobrecimiento en la sonoridad de las selvas húmedas es parte de un ocaso que parece anunciar el fin de una bella partitura que, de no tomarse las medidas de conservación necesarias, podría callar para siempre.
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César Carrillo Trueba
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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