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José Rafael Martínez Enríquez
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Los historiadores del arte y de la ciencia del Quattrocento
italiano concuerdan en que dicho periodo fue testigo de una mutación tan notoria en la representación pictórica que para varios marca la transición entre Edad Media y Renacimiento. Los cambios ocurrieron como resultado de la adopción de nuevas formas de representar el espacio que posibilitaron la aparición de pinturas, frescos o bajorrelieves que generaran la ilusión de tridimensionalidad en la escena que se ofrecía al observador. Esta innovación, a su vez, propició desarrollos de índole práctica en diferentes ámbitos —geografía, arquitectura, astronomía— y, eventualmente, sus consecuencias alcanzaron las matemáticas, en ocasiones por la gestación de nuevas disciplinas, como la geometría descriptiva, la proyectiva y la analítica. Tampoco quedaron al margen de este impacto la filosofía y las ciencias naturales, como muestran las nuevas ideas de Nicolás de Cusa, la posibilidad de la existencia de mundos infinitos y la descripción del movimiento bajo directrices que condujeron a la instauración de una nueva física, la newtoniana.
Una descripción de lo esencial de este cambio en la cultura pictórica en el siglo XV la ofrece Erwin Panofsky mediante una oposición ya clásica en la historia del arte. Pierre Thuillier la resume señalando que las obras típicas del Medievo presentan imágenes que corresponden a un “espacio agregado”, es decir, “un espacio en el que los objetos se yuxtaponen sin que se tengan en cuenta sus relaciones espaciales”. Por su parte, las escenas generadas bajo las nuevas directrices revelan una indiscutible carga geométrica que gobierna una especie de “espacio sistema” en el “que los objetos [y las personas y demás elementos] ocupan situaciones precisas unos respecto de otros y se organizan de un modo ordenado y unitario”. El espacio adquiere personalidad propia al mostrarse como una especie de receptáculo que posee tridimensionalidad y es homogéneo, anisótropo y, según el nuevo canon interpretativo, es infinito. La imposición de una lectura de la superficie pictórica pasa por el nuevo lenguaje que aporta la geometría y el estudio de las proporciones que expresan las dimensiones aparentes de los elementos que integran la obra del nuevo personaje que irrumpe en la cultura renacentista: el artesano-pintor-geómetra.
En los albores del Renacimiento No resulta extraño encontrar textos donde se dice que la aparición de la perspectiva artificial marca el inicio del Renacimiento. Esto es a todas luces incorrecto, pues la época bautizada con tan emblemático calificativo resulta mucho más rica en cuanto a transformaciones culturales que lo que la adopción de una nueva técnica pictórica y su evolución puede significar. Igual o más relevante para este “renacimiento” resulta el auge de los llamados studia humanitatis, término con el que se aludía a las tareas de recuperación, análisis e integración en los ámbitos culturales de los textos clásicos de autores de la talla de Cicerón, Quintiliano y Séneca. Esto iba a la par con una nueva ambición entre las élites culturales, que consistía en intentar escribir y expresar ideas a la manera de como lo hicieron los grandes retóricos u oradores romanos. A ello se añadía la posibilidad de reencontrase con los antiguos textos de los pensadores griegos que empezaban a llegar a Italia gracias al arribo de intelectuales y familias encumbradas, que con sus bibliotecas migraban a Occidente huyendo de la amenaza turca sobre Bizancio. Desde la necesidad o pertinencia de abarcar otras temáticas como fuente de inspiración para la pintura, hasta la reciente disponibilidad de tratados que se creían perdidos para siempre y que tocaban la filosofía natural, así como la difusión de textos neoplatónicos y la recuperación de los mismos diálogos de Platón a mediados del siglo XV, todo esto propició una transformación en las formas y los contenidos de lo representable sobre una superficie, fuera una cortina, los folios de un libro o el lienzo de una pintura. Para apreciar el contraste entre representaciones típicas del Medievo y las que caracterizan el Renacimiento se puede comparar una imagen anónima de La última cena con la visión de san Agustín que nos legó Vittore Carpaccio o la del san Jerónimo de Durero. En el primer caso (figura 1), en una imagen típica del Medievo, Jesucristo aparece de pie a un lado de la mesa mientras que los doce apóstoles siguen el contorno de la mesa. En cuanto a contenido, la imagen no ofrece ningún elemento que enriquezca nuestro conocimiento sobre el pasaje bíblico que ilustra. Sin embargo, si se atiende a las posiciones de los apóstoles, ocurre algo muy curioso, chusco se podría decir; si se pone atención a cómo aparecen quienes están a su izquierda, la escena pareciera ser vista de frente, con el observador colocado en la parte superior, pero si la atención se centra en los que están a su derecha es evidente que el ilustrador se enfrenta al problema de cómo representarlos, pues si bien los primeros tres se muestran de manera coherente con su situación, conforme va uno desplazando la mirada hacia los demás partícipes del convivio, éstos siguen una lógica pictórica en la que, por irse inclinando, aparecen primero horizontalmente y finalmente de cabeza, justo donde se cierra el círculo, ocasionando una paradoja visual que el artista no atina a resolver.
En contraste con lo anterior, si contemplamos la imagen de san Agustín pintada por Carpaccio (figura 2), lo que nos ofrece en cuanto a contexto es deslumbrante, ya que plasma un momento muy concreto: el instante en el que Agustín es sorprendido por una extraña luz y una inefable fragancia que invade la habitación mientras escribía una carta a san Jerónimo. Es justo cuando se cierra el día el momento de las Completas, la hora de retirarse al descanso y en ese instante Agustín le escribe a Jerónimo para solicitar su consejo sobre los gozos de los bienaventurados, los que habían alcanzado la salvación, momento en que, en la lejana Belén, Jerónimo acaba de morir. En una carta, apócrifa con toda seguridad, Agustín narra este evento en el que el anciano padre de la Iglesia acude a responder la pregunta que la sincronía temporal había impedido le fuera entregada y aprovecha para reclamarle por su arrogancia al tratar de razonar acerca de lo que está más allá de su comprensión, “¿con qué vara [le dice Jerónimo] medirás la inmensidad?”
Fallecido, Jerónimo se ubica en una temporalidad extraña a la temporalidad secular, tan ajena a la de la experiencia que le permite estar simultáneamente en dos lugares diferentes. Mientras que el tiempo de Agustín es el de la experiencia, el de los momentos que se suceden, uno igual al que le sigue y al que le antecedió. La temporalidad que percibimos aparece ilustrada en los movimientos suspendidos que se muestran en la pintura, desde la pluma levantada por Agustín, gesto congelado ante la sorpresa de la voz que le sorprende, hasta las páginas de los libros abiertos o semiabiertos en posiciones cuyo balance muestra no un acto sorpresa de equilibrio sino el flujo de tiempo suspendido, o la posición en alerta del perro y las sombras que no deberían estar porque el día había llegado a su fin.
Y si los tiempos ajenos se funden en un instante, hay otros elementos en el cuadro que también reflejan anacronismos o convivencias contradictorias. Agustín era tenido como alguien que rechazaba la parafernalia y, sobretodo, las estatuas y otros objetos de lujo; sin embargo, acompañándolo en la imagen, aparecen pilas de libros en el suelo, en un librero empotrado en la pared y sobre una mesa, detrás de una puerta, en un sostén giratorio. Libros y muebles para acomodarlos, todos ellos objetos de lujo, a los que se añade la silla a la izquierda, cubierta de dorados, un pequeño atril, la mesa en la que trabaja Agustín, la esfera armilar y el reloj de arena, todo lo cual tiene como complemento los pequeños objetos colocados sobre un estante a la izquierda, incluida una pequeña estatua de Venus, algo que un hombre de la iglesia moderno hallaría de buen talante poseer, en tanto que afirmaría su gusto por lo clásico y su cultura, pero que difícilmente alguien como Agustín tendría. Evidentemente, también habría que ofrecer al espectador lo propio del oficio; ahí están el báculo y la mitra, las insignias del obispo.
¿Por qué me extiendo sobre tanto detalle?, por una razón muy sencilla; hoy en día, cuando observamos un cuadro, pocas veces ponemos atención en los detalles, sus significados y su razón de aparecer en las imágenes. Como muestra de ello, existe otro elemento que no se ha mencionado, pero que en el siglo XV provocaba una especie de fascinación y que hoy pasa desapercibido, un componente tan banal que no capta nuestra atención, pero que durante el largo periodo de su gestación y su fijación como parte imprescindible de una representación correcta de la realidad, pasó a ocupar el sitio de honor en el proceso de concepción del cuadro: la construcción del espacio.
En efecto, el conjunto de líneas y el uso de colorido que permiten al espectador situar los objetos del cuadro en posiciones bien establecidas, con los tamaños proporcionales adecuados a su posición y dimensiones reales, fue una elaboración del siglo XV. Antes de esta época, las imágenes, como se planteó al inicio de este texto, no se gobernaban por las reglas geométricas de lo que se llama construcción en perspectiva. Tan importante y novedosa resultaba ésta, que ya entrado el siglo XVI seguía siendo un instrumento para impactar al espectador. Basta con mirar la representación de san Jerónimo en su estudio, producto de la habilidad de Alberto Durero (figura 3) para convencernos de que en última instancia lo más admirable —si bien algunos prefieren quedarse contemplando el león que le acompaña—, lo más atractivo en este grabado, es la geometría que, señorial, arrastra nuestra mirada desde la parte “frontal” hasta el rincón donde el intelecto de Jerónimo plasma los textos que iluminarán a la humanidad. Éste era el genio de Durero, la banca-librero, el portal de la ventana y las vigas sobre el techo, sin dejar de significar lo que son, muestran la fuerza de la geometría.
El primer paso: el piso ajedrezado Mucho se ha escrito sobre los orígenes de la perspectiva, desde los primeros intentos interpretativos de Erwin Panofsky en La perspectiva como forma simbólica, hasta el estudio panorámico de Kirsty Andersen titulado The Geometry of an Art, pasando por los excelentes libros de J. V. Field, The Invention of Infinity, Piero della Francesca, A Mathematician’s Art, y de Samuel Edgerton, The Renaissance Rediscovery of Linear Perspective y The Heritage of Giotto’s Geometry, sin olvidar el maravilloso libro The Science of Art: Optical Themes in Western Art from Brunelleschi to Seurat de Martin Kemp. La bibliografía sobre el tema es abundante; por razones de espacio y de disponibilidad para los lectores —y la cuestión del idioma—, por asuntos meramente pragmáticos, me he limitado a la escrita en inglés, dejando de lado la producción en otras lenguas. Mi propósito es el de enfatizar el uso de la geometría en la evolución de las técnicas pictóricas renacentistas, en particular en la escuela italiana, gestora de los acontecimientos que vendrían a cambiar no sólo los procedimientos artísticos sino también la cultura que les vio nacer. El primer esbozo registrado de que algo nuevo ocurría en la manera de concebir una imagen, se puede ver en La Anunciación de Ambrogio Lorenzetti, de 1344, cuando la típica imagen con la Virgen y el ángel Gabriel, en parlamento sobre la futura maternidad de la primera, muestra por primera vez un piso cuadriculado, en el que las líneas que se alejan —las llamadas ortogonales— del observador coincidían todas en un solo punto (figura 4). También se puede apreciar que las líneas horizontales que determinan la manera como se vería el piso cuadriculado, según esta imagen, han sido trazadas disminuyendo los espacios entre ellas conforme se aproximan al punto donde convergen las ortogonales. La ilusión de estar mirando un piso con baldosas cuadriculadas, ajedrezado, es inmediata, si bien una revisión rigurosa haría ver que no son esas las medidas correctas que tendría un piso observado bajo las condiciones a las que la pintura remite. Sin embargo esta obra exhibe la intención de establecer un sistema de referencia que, además de lo que el mismo marco o los bordes de la pintura, ayuda a nuestro aparato de percepción a situar objetos en un espacio de representación. Esto lo logra utilizando el piso ajedrezado como un símil de lo que sería un mapa o un plano cartesiano, en donde la posición de los objetos se puede determinar y comunicar recurriendo a tamaños y posiciones relativos.
Una vez planteado el potencial que posee un piso cuadriculado para denotar, aunque fuera de manera limitada, posiciones de objetos en el espacio, el siguiente paso fue determinar cómo construir sobre una superficie la imagen en perspectiva de dicho piso. El primero que, históricamente, da cuenta de esta problemática es Leon Battista Alberti quien, en 1435, en su libro De la pintura esboza un procedimiento geométrico para llevar a cabo dicha construcción. Basándose en la óptica y en la geometría propia de Euclides, en particular apelando a resultados sobre similitud de triángulos, Alberti supone rayos visuales —rectas— que salen del ojo y se extienden sobre la escena que se pretende reproducir sobre un lienzo o cualquier superficie plana (figura 5). Estos rayos dan lugar a una pirámide, cuya intersección con un plano establece la superficie que recogerá, como pintura, la escena frente al observador. Este método consiste básicamente en instrucciones para construir las líneas ortogonales y las transversales que definen el pavimento o piso ajedrezado.
El vértice de la pirámide se localiza en donde se encuentra el ojo del observador o el artista que está construyendo la imagen en la pintura. Con base en esto, la recta que se origina en el ojo-vértice de la pirámide determina, al incidir perpendicularmente sobre el lienzo-corte de la pirámide, un punto al que se denomina punto céntrico —que será eventualmente llamado punto de fuga— y corresponde a la altura a la que se encuentra el horizonte del observador, la línea donde se intersectan el cielo y la tierra a la distancia. El punto de fuga será el que organice el espacio al coordinar la representación de la escena dada y gracias a él se establece la composición y distribución de objetos —según ese observador— y sus proporciones. Esto se logra en la medida que el artesano-pintor siga los siguientes pasos, que constituyen una interpretación de lo dicho por Alberti en De la pintura y que deviene en práctica usual entre los pintores: 1) establece, la intersección de la pirámide visual con una superficie plana y dicha intersección constituye la superficie de la pintura, su perímetro, es lo que se conoce como “ventana de Alberti”; 2) tomando en cuenta la imagen que se ofrece en la figura 6, que procede de una edición del siglo XVI del libro de Alberti, se interpreta la línea de base del cuadrado que constituye la intersección mencionada en el inciso anterior como la arista más cercana al observador del piso ajedrezado que se desea representar. Para hacerlo, se parte llevando a cabo una división en segmentos que establecen las dimensiones de cada uno de los pequeños cuadros, según lo aprecia el observador, de lo que constituye el piso ajedrezado.
Con el propósito de rescatar lo esencial se presenta esta construcción (figura 7) en una versión extraída de la figura 6 y en la que se ha suprimido lo superfluo; 3) desde cada una de las marcas se lanzan rectas hacia el punto de fuga, formándose así un triángulo con base AB, la línea inferior del marco, y como vértice el punto de fuga F; 4) se traza una recta vertical en un extremo de la línea de base, sea BN en este caso; y 5) pasando por F se extiende una recta horizontal —es decir, paralela a AB— que corta a BN y se extiende hasta un punto O tal que ON sea igual a la distancia que media entre el cuadro y el observador (quien estaría fuera del cuadro, en la dirección perpendicular a éste, y cuya línea de visión formaría un ángulo recto con FO).
Este procedimiento conduce a responder la pregunta más complicada a la que se enfrentaban los artistas en los inicios del siglo XV, ¿cómo espaciar las líneas horizontales, transversales, de manera que los trapecios que se forman al cruzarse con las ortogonales representen adecuadamente las figuras y las proporciones del piso ajedrezado mirado en perspectiva? La respuesta fue la siguiente: 6) desde O, trazar rectas hacia las divisiones en la base AB; y 7) por los puntos donde estas líneas cruzarán BN trazar rectas horizontales. Éstas serían las líneas transversales que se buscaban. Como lo comprueban la experiencia, las leyes de la óptica y más tarde la demostración geométrica que aportara Piero della Francesca en efecto, dichos trazos recogían —en cierta medida— nuestra percepción de la geometría de un piso ajedrezado.
Cabe aquí mencionar un hecho un tanto curioso, Alberti no justifica de manera alguna, ni en términos geométricos ni recurriendo a la óptica, que esta construcción ofrezca en efecto un resultado que concuerde con lo que recoge nuestra visión. La validez del método descansa, para Alberti, exclusivamente en la concordancia entre el propósito y el resultado. Claro está, y como ya se mencionó anteriormente, algo se perdía en el uso de este método, ya que responde a lo que observa un solo ojo y con un campo visual un tanto restringido, puesto que de otra manera los trazos ofrecen un producto claramente distorsionado y, por ende, muy alejado de lo que percibe la vista. Pero Alberti ofrece un recurso para revisar si el piso ajedrezado se trazó correctamente —tomando en cuenta las limitantes mencionadas—, el cual consiste en trazar las diagonales de los cuadrados en perspectiva. Si al hacerlo y prolongarlas, éstas siguen siendo diagonales de los cuadrados que van atravesando, entonces la cuadrícula, los rombos, fue construida correctamente. Tampoco ofrece justificación alguna de esta afirmación, la plantea como una regla del oficio. Pero para sorpresa de quienes no han estudiado las prácticas pictóricas del Renacimiento, esta regla puede ser trastocada en regla de construcción del mismo piso ajedrezado, como se verá más adelante al revisar algunas de las aportaciones de Piero della Francesca a la “ciencia de la pintura”, término con el que la califica Martin Kemp en su ya mencionada obra.
La geometría detrás de la pintura El título de esta sección ofrece al menos dos lecturas: una material, aludiendo al hecho de que por debajo de las capas de pintura de una obra puede haber una serie de trazos geométricos que guiaron al pintor al momento de colorear y contrastar los límites de los objetos representados, y otra que enfatiza el uso de la geometría para construir una especie de esqueleto que sirve de matriz para la llamada composición de la escena, es decir, la asignación de posiciones y tamaños relativos a los elementos que, integrados, constituyen lo que uno percibe como “la pintura”. Nos ocuparemos de esta segunda acepción. Con plena consciencia de que los afanes de la representación “fiel” de la realidad eran inalcanzables sin la participación de la matemática, en especial de la geometría, en su De prospettiva pingendi Piero señala: “me parece que debería exhibir qué tan necesaria es esta ciencia para la pintura. Afirmo que perspectiva significa, literalmente, cosas vistas a la distancia, representadas como si estuvieran confinadas entre ciertos límites —el marco de la pintura, la ‘ventana’ albertiana— y sujetas a la[s] [leyes de la] proporción, según las medidas de las distancias, sin las cuales nada puede ser degradado [correctamente]... Afirmo que es necesario utilizar la perspectiva, por ser ella la que distingue proporcionalmente a todas las magnitudes, como ciencia verdadera, demostrando la degradación y magnificación de todas las magnitudes por medio de líneas”.
Pero Piero no sólo entiende, justifica y divulga las bondades miméticas de la representación en perspectiva, también demuestra geométricamente que, en efecto, los trazos descritos en el referido como método de Alberti representan correctamente nuestra manera de percibir el piso cuadriculado. Pero además presenta otra construcción geométrica, equivalente a la de Alberti, que resulta más manejable en términos prácticos. Piero recurre a la diagonal, a la que Alberti apelaba para comprobar si el resultado de sus trazos era correcto, como ya se mencionó. A la manera de Piero, la diagonal sirve para localizar las alturas a las que se trazan las rectas transversales, tal y como se presenta a continuación: a) se repiten los pasos 1 al 3 del método de Alberti; b) se traza también una recta paralela a AB que pase por F y sobre ésta, y se elige un punto O cuya distancia a F sea la misma que la que separa al cuadro del observador; c) se une A con O y se marcan los puntos de intersección de la recta AO con las ortogonales que unen los puntos de la base AB con F; y d) por los puntos de intersección se trazan rectas paralelas a AB y son éstas las que constituyen las transversales (figura 8).
Este procedimiento, llamado método de la diagonal o del punto de distancia, poseía una notoria ventaja de índole práctica sobre el de Alberti, que consistía en situar el punto O en una posición más cercana a F, con lo que la superficie requerida para ejecutar trazos en el lienzo o el mural o lo que fuera a albergar la pintura era de dimensiones menores a la requerida por el otro método.
La economía del método: construcciones en diagonal La construcción en diagonal, que para Alberti constituía un medio que permitía certificar el grado de precisión de la rejilla trazada según su método, para Piero della Francesca pasa a ser un método de construcción de la rejilla cuadriculada representada en perspectiva. Pero Piero no sólo hizo ver la equivalencia entre ambas construcciones, sino que además elaboró un esquema de representación mediante el cual era posible ver simultáneamente el piso representado tanto desde el punto de vista de un observador que lo contempla frontalmente como el de otro que lo observa en perspectiva, es decir, desde una posición oblicua. Esto lo logra pagando un precio por ello como veremos a continuación, al describir cómo representar un cuadrilátero en perspectiva. Supongamos que se tiene el cuadrado ABCD, mismo que corresponde al plano horizontal, es decir, al piso. Tómese AB como la parte frontal del piso, el lado más cercano al observador, y CD como el lado más alejado. El trapecio ABC’D’, dibujado en el plano pictórico ABEF encima del cuadrado ABCD, sería la representación perspectiva del cuadrado ABCD, con C’D’ correspondiendo al lado CD. La línea AB forma parte tanto del cuadrado original como de su representación tal y como sería visto por un observador de pie sobre el plano horizontal y contemplando el piso cuadriculado ABCD sobre el mismo plano. Tomemos ahora la diagonal CB y la que supondremos su representación BC’ en el trapecio superior. Nótese que esto significaría que el supuesto observador vería como ABC’D’ y diagonal BC’ a la cuadrícula original, pero con la diagonal invertida simétricamente respecto de la orientación derecha-izquierda. Bajo esta convención se plantea la pregunta de cómo representar un cuadrilátero situado dentro del cuadrado ABCD.
Para responder a ello lo primero que hay que establecer es cómo localizar en el plano pictórico un punto P cualquiera situado en ABCD. Una vez determinada la construcción geométrica que permite transferir un punto en el cuadrado original a un punto P’ que lo represente en el plano en perspectiva, la cuestión queda resuelta pues basta con determinar los cuatro vértices del rectángulo original y seguir el método geométrico para su localización en su imagen en perspectiva. Para ello se hace lo siguiente: sea P el punto en ABCD que se desea trasladar a su posición en la representación en perspectiva (figura 9). Desde dicho punto, trácense dos líneas, una vertical que toca a AB en G y otra horizontal que corta a la diagonal en H. Desde H se levanta una vertical y donde interseca AB se marca con I; desde ahí se extiende una recta hasta el punto V o punto céntrico. Donde corta la diagonal BC’, tómese como H’. Igualmente, desde G trácese una recta hacia V. Ahora se extiende una horizontal que pasa por D’ y donde esta recta interseca a GV, allí es donde se debe situar al punto P’, imagen de P en el plano pictórico.
Si ahora se desea trazar un cuadrilátero como el que aparece en la figura 10, lo único que se necesita hacer es ubicar los cuatro vértices en el plano pictórico correspondiente, tal y como se hizo para un punto, y luego unir los cuatro vértices proyectados para recuperar el cuadrilátero, pero ahora representado en perspectiva (figura 11).
El siguiente paso sería determinar las alturas que en el espacio pictórico corresponderían a los tamaños de objetos situados en el espacio real. Este problema, el determinar la llamada elevación, es un tanto más complejo, aunque no demasiado para figuras rectilíneas, para las cuales se puede seguir un procedimiento semejante al ya presentado.
Supóngase que ya se cuenta con la representación en perspectiva de la base de un poliedro, en este caso con base rectangular y alturas en ángulos rectos con la base. Se elige, sobre la línea AE, cuál será la medida de la altura del poliedro (figura 12). Supóngase que J señala la altura, medida desde A. Trácese una recta que una J con V. Esta línea, junto con la recta AV delimitarían una especie de pared que servirá de referencia. Desde una esquina de la base del poliedro en perspectiva, 3’ por ejemplo, se traza una horizontal hacia la pared, y donde incide en AV se levanta una vertical hasta que toque JV. De este punto de incidencia trácese una horizontal hasta intersecar la vertical desde 3’. Este punto marca la altura de la arista del cubo asentada sobre 3’ y al que podremos denotar como 3’’. El procedimiento se repite para 1’, 2’ y 4’, se unen los puntos correspondientes y con ello se genera la imagen perspectiva de un poliedro (figura 13).
Mediante este método gráfico se pueden construir figuras en perspectiva como las dos siguientes, las cuales se presentan para contrastar la riqueza de elementos que subyacen a lo que a simple vista parecerían dos ejemplos, uno más sofisticado que el otro, de la aplicación de las técnicas de construcción de imágenes en perspectiva: el primero luce como una aplicación directa de lo ya mostrado, y el segundo corresponde a una de las figuras más complejas y al mismo tiempo más conocidas de los inicios del Renacimiento, casi un ícono de la historia de la perspectiva (figuras 14 y 15).
El primero es simplemente la representación en perspectiva de un poliedro con base y tapa octagonal. Se puede apreciar que para determinar los vértices y las alturas se siguieron los pasos descritos líneas más arriba. El segundo es la representación de un cáliz, un objeto que típicamente se encontraría en un altar y, en particular, en las representaciones de la escena de La última cena, ocasión en la que Jesucristo, además de dirigirse a sus discípulos para señalar que uno de los presentes lo traicionará, oficia la ceremonia en la que transforma el vino, vertido en su copa o cáliz, en su sangre, el milagro conocido como la transubstanciación. Por lo anterior, y por ser un tema tan frecuente en las imágenes comisionadas para ser pintadas en los siglos XV y XVI, se hace patente la importancia que tendría poseer un método para representar correctamente, desde distintos puntos de vista, la copa que en momento tan trascendente tuvo en su interior la sangre del Mesías.
El enigma del cáliz La imagen que se muestra en la figura 15 es un cáliz, una copa, que ha sido atribuido tanto a Paolo Uccello como a Piero della Francesca, y se piensa data de antes de 1460. Dada la complejidad aparente de los trazos que lo componen y que es evidente fueron realizados siguiendo un procedimiento muy preciso y coordinado, la primera impresión al contemplarlo y preguntarse cómo fue dibujado, es de asombro. Su forma responde a la de los cálices de su época, con bases hexagonales u octogonales, con múltiples caras distribuidas en torno de un eje y que en ocasiones albergaban piedras preciosas o elementos resaltados. Tal y como aparece, con sus treinta y dos facetas, podría representar un cáliz transparente o simplemente la copa al desnudo, un objeto que despliega su estructura geométrica, algo que podríamos describir como su arquitectura, y que se ilustra como si estuviera construida con alambres que siguen las aristas donde se insertarán las placas que darán cuerpo a la vasija. Si se analiza con cierto cuidado y se contrasta con lo que pudieran ser sus antecedentes, lo que surge es que parece estar constituido por una serie de mazzocchi, es decir, de marcos semirrígidos, que en la Italia de mediados del siglo XV servían como estructuras forradas de telas finas para elaborar una especie de cubierta ornamental para las cabezas de personajes importantes, como la de Niccolò Mauruzi da Tolentino en la pintura de La Batalla de San Romano (obra de Uccello que se exhibe en la National Gallery de Londres).
¿Cuál fue el propósito del autor al realizar este estudio de la geometría de un cáliz? ¿Es un dibujo previo a su traslado a una pintura? Sus dimensiones, 34 x 24 centímetros aproximadamente, sugieren que sería para una pintura o mural de grandes dimensiones, y lo laborioso y puntilloso de su construcción apunta a que sería una pintura ubicada muy cerca de la vista de sus posibles observadores. Y sin embargo, no hay elementos que permitan asegurar que haya sido utilizada como elemento preparatorio de algo más formal: no hay ninguna marca de orificios que indicaran fue utilizada para señalar en otro material los puntos clave, ni como plantilla o como primera etapa en la preparación de un grabado. Queda entonces la posibilidad de que sea un mero ejercicio donde el virtuosismo y la paciencia de su autor nos han dejado una muestra de las posibilidades expresivas que se pueden plasmar sobre una base puramente teórica, como una estructura cristalina que surge de las reglas ópticas que encuentran su concreción a través de un ejercicio geométrico.
Integrado por varias estructuras surgidas de bases octagonales o hexagonales, repitiéndose algunas en los diferentes niveles, incluye elementos extraños que han desafiado los intentos de interpretación en cuanto a su propósito o destino, aun dejando de lado la intrusión de algunos detalles trazados a ojo, ajenos a la sistematización geométrica a la que está sometida casi toda la estructura: ¿por qué algunas etapas —definidas por las estructuras que semejan mazzocchi— parecen sólidas mientras otras lucen como si fueran transparentes, como si su acabado no incluyera paredes o como combinaciones de sólido y trasparente? Mientras que todos los polígonos con igual diámetro, por exhibir treinta y dos caras los más importantes, deberían quedar alineados unos con otros, el de hasta abajo no lo está. ¿Por qué no?, ¿por qué la estructura en la parte superior parece no estar ligada físicamente con la inmediata inferior, aparentemente desafiando las leyes de la pesantez?, ¿es sólo porque es un dibujo “inacabado”?, ¿lo es? Muchas preguntas dirigidas hacia un objeto cuya razón de ser tal vez sólo fuera el afán exploratorio de un Uccello que, nos dice Giorgio Vasari en su biografía del pintor, se desvelaba y respondía a los ruegos de su esposa de acompañarla en el lecho con un: Oh che dolce cosa é questa prospettiva!
Consideraciones previas a una clausura La representación del espacio inició en el seno de la cultura griega, según una leyenda, con el trazo de los bordes de una sombra. Luego vinieron las necesidades escenográficas de un teatro que requería algo más que imaginación para dotar a sus situaciones y personajes de un entorno que concretara una realidad que cobijara incluso a los espectadores. En la época medieval, sobretodo con el auge de las catedrales, la acumulación de riqueza y la necesidad de transmitir las enseñanzas religiosas y dotar de prestigio a los nobles y a los eclesiásticos en la cúspide del poder terrenal, las imágenes proliferaron con contenidos que atendían más a lo inmediato, pero descansando en la representación conceptual, ideográfica o simbólica, en la que las magnitudes de los objetos representados poseían otros significados ajenos a la interpretación de la experiencia según el sentido de la vista. Pero conforme se acercaba el siglo XV, este espacio fue siendo organizado por los pintores-artesanos, y llegado el siglo que marca el inicio del Renacimiento, la representación fue sometida a principios ópticos traducidos al lenguaje y la potestad de la geometría. Los supuestos que organizaban dichos principios limitaban la validez de los resultados y, sin embargo, en el marco para el que fueron propuestos, los frutos fueron sorprendentes. De ellos nos quedan múltiples testimonios: La Santísima Trinidad de Masaccio, La flagelación de Cristo de Piero della Francesca, La Academia de Atenas y Los desposorios de la Virgen de Rafael Sanzio, La Anunciación de Carlo Crivelli, La ciudad ideal atribuida a Fra Carnevale y tantas otras obras que impactan por la sensación de percibir la geometría como sustento inevitable de la composición de la obra. Para entonces los escritos teóricos y con altas dosis de geometría de Alberti, della Francesca y de Jean Pèlerin, Viator, ya habían dejado su estampa. Hemos presentado aquí, sin aportar justificación teórica —los artesanos-pintores por lo general no la requerían— una de las vetas que enriquecieron la búsqueda de la representación realista tal y como la practicaron los pintores en el Renacimiento. Sus consecuencias fueron tan ricas que alcanzaron la cartografía, la astronomía y la anatomía, y contribuyeron a logros tan apartados culturalmente como el llamado descubrimiento de América, las representaciones realistas del cuerpo humano —ya no más el templo donde lo divino hace su morada temporal— y el vuelo de la imaginación que, apoyada en la experiencia pictórica, hizo de la Luna un cuerpo del mismo calibre y materia que la Tierra en la que habitamos.
Agradecimientos
El autor agradece el apoyo en el manejo de imágenes por parte de Santiago Robles Bonfil y Rafael Reyes Sánchez. |
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Referencias bibliográficas
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José Rafael Martínez Enríquez
Facultad de Ciencias,Universidad Nacional Autónoma de México. José Rafael Martínez Enríquez obtuvo la licenciatura en física en la Facultad de Ciencias, en la UNAM, hizo un master en filosofía en The Open University, en Inglaterra. Actualmente es profesor de tiempo completo en la Facultad de Ciencias, UNAM. Ha publicado artículos de investigación, de difusión e historia de la ciencia. Sus áreas de interés son la historia de las matemáticas, la filosofía natural y las relaciones entre las ciencias y las artes desde la época antigua hasta el Renacimiento. |
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como citar este artículo →
Martínez Enríquez, José Rafael. (2014). Al mal tiempo, buena resiliencia. Ciencias, núm. 111-112, abril-septiembre, pp. 4-19. [En línea].
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