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Juan Carlos Martínez García |
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La palabra ciencia proviene del vocablo latino scientia
y se refiere a lo que se sabe por haberlo aprendido y que se tiene por verdadero. Esta noción define conocimientos y estudios caracterizados por un objeto inherente y un método de adquisición determinado, fundamentado sobre relaciones objetivas. En cuanto al arte, lo caracteriza la indefinición en lo que respecta a su significado y valía social y cultural. Por otro lado, arte deriva del latín ars, equivalente filosófico del término griego techne, que refiere tanto a la técnica como al oficio asociado. Así, toda noción de arte habla a la vez de la creación de objetos y de la habilidad de quien los crea.
Maurice Blondel recuerda que en la tradición escolástica el artifex define a quien, encarnando una idea, crea con habilidad un ser no provisto por la naturaleza, un artificiatum, que se subordina a fines prácticos o bien a ideales de la cultura. La hibridación de estos términos explica por qué en los albores de la humanidad lo artístico poseía un aspecto mágico, manifestado en las pinturas de la gruta Chauvet, por dar un ejemplo, que vehiculan la potestad chamánica del artista. La devoción a su obra por parte del artista se gesta en la hibridación que confunde al creador con lo creado, lo que lleva a considerarlo como médium de su cultura, como canal de expresión del inconsciente colectivo postulado por Carl Gustav Jung. La adoración entregada a los productos del arte por quienes se distinguen a sí mismos como los más civilizados, en el sentido de Norbert Elias, se explica por la intención mística de lo artístico. La rendición ante el culto no es ajena a la voluntad de dominio que, sirviéndose de la imposición de cánones estéticos, caracterizó a los privilegiados del Ancien Régime y sigue caracterizando a quienes hacen de los templos del arte vitrinas para el lucimiento de sus riquezas y la promoción de sus privilegios de casta. La ciencia existe en el territorio de la razón y el arte está donde la razón no es bienvenida, sin que a este rechazo le sean ajenas conveniencias de quienes detentan el control de las estructuras sociales, aun sin el acuerdo del artista. Esta diferencia conlleva costos para la ciencia y el arte, más para éste que para aquella. La importancia de la ciencia radica en su legitimidad epistémica como proveedora de conocimiento cierto, mientras que del arte se dice que es importante, aunque no sea fácil decir por qué. La fortaleza de la ciencia reposa en sus límites epistémicos; en cuanto al arte: la tensión mística complica el afirmar en qué sentido el arte es legítimo o para quién o para qué lo es. La historia del arte es la de su búsqueda de legitimidad y el estudio de su significado se ha servido de la comparación con lo científico. Así, se ha analizado en qué sentido el arte gozaría de la legitimidad epistémica de la ciencia, expresada al proveer conocimiento proposicional, definido por la gnoseología como fundamento. Al arte no se le reconoce tal virtud, ya que lo que comunica de lo real se obtiene de manera más eficiente por otros medios, la ciencia, por ejemplo. Pensadores contemporáneos argumentan que provee “conocimiento modal”, conocimiento sobre lo concebible. El arte sería entonces un medio de delimitar no lo que es, sino lo que puede ser, lo que lleva de nuevo a la consideración del artista como médium de los alcances de su cultura. No es fácil delimitar hasta qué punto esta búsqueda se encuentra condicionada por motivos de utilidad social. ¿Puede auxiliar la ciencia a este respecto? Es obvio que la interacción de artistas y científicos no es ajena al conflicto que se da por la búsqueda interesada de legitimidad. Un análisis somero llevaría a concluir que la ciencia ha triunfado y que el arte no abandona su extravío y que no le es útil al cuerpo social. No obstante, esta conclusión es precipitada, ya que la plasticidad social posibilita nuevas relaciones entre el arte y la ciencia, virtuosas inclusive. Los términos del debate
La discusión sobre la interacción del arte y la ciencia está presente en el debate cultural contemporáneo, sin que esto sea novedoso. La institucionalización de la ciencia en la Europa del siglo XIX llevó a Víctor Hugo a reflexionar a este respecto desde la perspectiva epistémica. En tal visión romántica, el arte y la ciencia se relacionan con el conocimiento de forma dicotómica y es la potestad creativa del arte lo que establece una barrera infranqueable con respecto de la ciencia. A ésta se le adjudicó la indagación de lo verdadero y al arte el rol de vehicular principios a los que la sociedad debe subordinarse, confiriéndole así un estatus de superioridad cultural sobre la ciencia, priorizando la expresión de los sentimientos por encima de la razón. Sin embargo las hecatombes bélicas de la primera mitad del siglo XX colapsaron el romanticismo, modificando el sentido social del arte y la ciencia, privilegiándose en el debate la praxis sobre lo epistémico.
La ciencia y el arte abandonaron el terreno filosófico y devinieron un conjunto de herramientas de la ingeniería social. La era de los conflictos mundiales gestó la llamada “Gran ciencia”, la que depende de recursos inmensos bajo la promesa de potenciar el control de la naturaleza, e hizo del arte propaganda política, vehículo de postulados ideológicos de agentes sociales que reclamaron para sí la representatividad de la voluntad social. La pregunta ¿qué es el arte? dejó de tener sentido y se formuló un nuevo cuestionamiento en torno a su potencialidad para el control social. Esto alcanzó su extremo en las naciones industrializadas confrontadas militarmente durante la Segunda Guerra Mundial, y fue en las sometidas a regímenes totalitarios, específicamente en la Alemania nazi y la Unión Soviética bajo Stalin, donde la ciencia y el arte se plegaron a requerimientos ideológicos y pragmáticos, anulándose la autonomía y la soberanía de artistas y científicos. Se justificó entonces su utilidad social por su contribución al destino de la raza que domina mediante la fuerza, en el caso nazi-alemán, y como auxiliares en la construcción de la realidad social determinada por “necesidades intrínsecas de la historia”, en el caso soviético. Sin alcanzar tales extremos, en el mundo anglosajón de las democracias promotoras del libre mercado, la ciencia y el arte también se supeditaron a la clase dominante. Aunque este proceso de sumisión se exacerbó en las naciones industrializadas, también afectó a las periféricas. En México esto se vio reflejado en la creación, desde el Estado bonapartista, de las instituciones educativas y científicas nacionales y en la promoción del “Gran arte” de corte nacionalista. Éste dio lugar a elaboraciones artísticas ambiciosas, tales como la música sinfónica y el muralismo pictórico, inspirados por decreto en un pasado prehispánico idealizado. Se le asignó así al arte la tarea de educar a las masas en la visión del destino nacional, emanada del contrato social que dio fin a la etapa armada de la Revolución Mexicana de 1910. Este proceso tuvo triunfos culturales de resonancia universal, aun a costa de coartar la libertad de quienes se resistieron a obedecer los dictados del poder. La Guerra Fría ocurrió en el contexto del conflicto geopolítico que siguió a la Segunda Guerra Mundial, consolidándose la tecnociencia y la vertiente propagandística del arte. Para ambos bandos, la ciencia valía como herramienta para el desarrollo y el arte funcionaba como escaparate de sus visiones de la existencia humana. Cabe mencionar que uno de los debates más álgidos en el ámbito de la crítica del arte concierne la influencia de actores de Estado en el desarrollo de estilos pictóricos dominantes en la segunda mitad del siglo XX. La consolidación de Estados Unidos como potencia máxima se vio acompañada por la promoción desde la Agencia Central de Inteligencia (CIA) del expresionismo abstracto, llevándolo a dominar el arte mundial, en oposición al surrealismo europeo occidental y al realismo soviético. La gestación del Museo de Arte Moderno de Nueva York se debe a la interacción de los servicios de inteligencia estadounidenses y la oligarquía neoyorquina encabezada por Nelson Rockefeller quien, en 1934, ordenó la destrucción del mural de Diego Rivera ubicado en el Centro Rockefeller de Nueva York (en respuesta a la inclusión del retrato de Lenin) y solía referirse al expresionismo abstracto como “pintura de la libre empresa”. El estatus adquirido por Nueva York, a costa de París, de capital de la vanguardia artística mundial constituye la victoria cultural más importante de la oligarquía estadounidense.
Si bien las formas contemporáneas del arte y la ciencia fueron moldeadas por el conflicto geopolítico terminado en 1991 con el fin de la Unión Soviética, esto no significó que la resistencia a patrones de homogeneización y de dependencia del entorno ideológico haya estado ausente. Aun bajo el autoritarismo más brutal, sobrevivieron resquicios de libertad fincados en la defensa de la praxis de la ciencia y el arte sin retenciones, lo cual también sucedió en presencia del libre mercado. La rebeldía le es consustancial al arte y a la ciencia. Así como en la Unión Soviética Nikólai Vavilov resistió el absurdo lisenquista y Anna Ajmátova se negó a dejar de expresar su soledad por medio de la poesía, en Francia, Alexander Grothendiek expandió el conocimiento matemático, resistiendo el mandarinato científico auspiciado por el estamento militar promotor de la visión productivista de la ciencia. La genialidad de Andréi Tarkovski, escultor de la luz, brilló aún en la grisura soviética. De la misma manera, Jackson Pollock, habitante del imperio estadounidense, promotor de lo banal, de lo desechable, exploró las posibilidades del automatismo en lo pictórico. Abundan los ejemplos de libertad creativa en la ciencia y el arte. El fin de la Guerra Fría debilitó la confianza en el potencial de la ciencia como agente del desarrollo y los efectos perniciosos de la tecnociencia mellaron su prestigio, poniendo en duda su neutralidad ética. Esta desilusión se manifiesta en la crítica ecologista ante la irresponsabilidad criminal de la tecnociencia motivada por el lucro, que ha dado lugar a la degradación de la biósfera. El uso descontrolado de animales en la investigación biomédica y el debilitamiento del anonimato asociado a la proliferación de las tecnologías de la información son otros ejemplos de los males provocados por aplicaciones nocivas del conocimiento científico. En cuanto al arte, se ha debilitado su fortaleza ideológica y su papel como vehículo de ideales culturales. Se ha fortalecido la visión que lo considera desde la óptica del libre mercado, la cual es acompañada por la visión de la ciencia como mera generadora de mercancías. La ciencia y el arte han sido gangrenados por la corrupción. Se impone así la necesidad de reformular la interacción del arte y la ciencia desde la lógica de la resistencia a la disolución del tejido social. Por ello, nuestra intención se encamina a establecer nuevas relaciones entre arte y ciencia, privilegiando la autonomía del artista y del científico como medio para combatir las relaciones sociales de desigualdad. Modos sistematizados
La ciencia, sistematización de la curiosidad, y el arte, como sistematización de la creación, son modos de la praxis del conocimiento, reflexión convertida en experiencia decidida. La ciencia indaga lo absoluto en lo real, lo cuantificable, y como producto de la reflexión ontológica elucida lo verdadero en el sentido postulado por el materialismo filosófico, el cual ha concluido la inaccesibilidad desde la razón a lo verdadero que no requiere definiciones para serlo. Por ello toda verdad científica en torno a lo axiomáticamente aceptado como real es perfectible. El arte, también praxis, no indaga lo que en lo real es absoluto, lo crea bajo la forma de experiencias sentidas. Es ésta la esencia del arte. En términos ontológicos, el arte es conocimiento que no pregunta, sino que afirma. Las obras de la ciencia son reportes preliminares de lo aprendido. En contraste, para quien se reconoce en el arte, cada obra artística legítima es absoluta y perfecta, porque así se le siente. El romanticismo contemporáneo asiente que la ciencia acumula conocimiento sobre lo que define como real, mientras que el arte le da nuevas formas de existencia. El arte, a diferencia de la ciencia, no acepta limitantes impuestas por la materialidad del mundo, lo que explica su papel en la construcción occidental de la visión espiritual de la existencia. Esto a su vez le ha dado las formas del pensamiento que privilegian los sentimientos, la vida interior de la persona, por encima del racionalismo centrado en la exterioridad de lo humano. La praxis artística evidencia entonces los límites de la razón en la comprensión de la totalidad de lo que es la existencia, robusteciendo el tejido de creencias que interpreta lo experimentado en la búsqueda de sentido para la existencia. La perspectiva sociológica materialista La sociología reconoce a la ciencia y al arte como campos sociales, situaciones que se dan al presentarse el individuo ante ellos. Al considerar la realidad social en términos de una economía de bienes materiales y culturales, todo individuo, en función de los capitales económicos y simbólicos que lo componen, es influenciado por lo social y lo influye. Lo artístico y lo científico resultan de las interacciones de los individuos con los campos sociales respectivos. Toda obra de arte, producto de la praxis del artista, es un producto individual y un proceso social, y lo mismo acontece con lo científico, resultado de la praxis del científico. La interacción que se da entre un individuo específico y un campo social es regida por un juego moldeado por procesos de dominación. Ni lo científico ni lo artístico pueden darse fuera del incierto conflicto social y las interacciones sociales toman la forma de luchas por la distribución del poder, la capacidad de fijar las reglas del juego social. La ciencia sociológica nos informa que arte es lo que las clases dominantes reconocen como tal en función de lo que les conviene y artista es aquel al que se le ha asignado el papel, legitimado desde el poder, de crear obras de arte, lo cual les proporciona a éstas el estatus de símbolos de legitimidad de los que dominan y que por ello poseen lo creado por el arte. Esto ha sido así en el pasado y lo es hoy en día. Algo similar le acontece a la ciencia: sus resultados requieren, para ser socialmente aceptados, de la legitimación institucional, construida en torno a la cuantificación de su utilidad social. A este respecto los códigos de legitimación de lo artístico y de lo científico son distintos, aunque de naturaleza similar. Si científico es lo que se reporta en revistas regidas por reglas aceptadas del el universo social de la ciencia, tales como la aceptación condicionada por un comité de pares a la reproducibilidad de lo reportado, artístico es lo que se presenta a individuos que comparten un código de apreciación interiorizado socialmente construido, para ser reconocido como tal en un sitio legitimado por especialistas reconocidos como tales. En ambos casos, algunas de las interacciones toman la forma de rituales que regulan las transferencias de capitales —aceptación del científico en una sociedad científica, inclusión de obra del artista en una colección renombrada, por ejemplo. El artista y el científico son sacerdotes de sus respectivos cultos, cuya liturgia está sujeta a equilibrios sociales que marcan el ritmo del flujo de las relaciones de sujeción y dominación. Campos de batalla Es importante resaltar una diferencia fundamental entre el arte y la ciencia: en términos de la transparencia con la que se presentan ante la reflexión los mecanismos de regulación que legitiman el conocimiento, ésta es mayor para la ciencia que para el arte. La construcción de la visión científica está ligada a las luchas sociales que configuraron Occidente tras el fin del Ancien Régime. El racionalismo científico es parte del andamiaje que tomó forma al ser rechazados los supuestos estamentos de origen divino. La ciencia, al privilegiar la descripción cuantitativa y explicativa de procesos que le son propios, reviste lo científico con objetividad institucionalmente certificada, rechazando todo principio de autoridad. Esto se quiere transparente y en esencia lo es, aunque la presencia innegable del científico suele orientar el quehacer en este campo, en función de intereses de individuos concretos. En el caso del arte, la transparencia brilla por su ausencia, ocultando su papel legitimador de mecanismos de dominación social por medio de construcciones axiomáticas en las que se da por real y no negociable la existencia de criterios de apreciación absolutos de lo artístico. Estos se suponen propios de privilegiados poseedores de propiedades abstractas no definibles ni discutibles, como el buen gusto, un neto producto educativo. El arte es un bastión de agentes dominantes que prescriben lo sentido como un mecanismo de control social. En el arte prevalece la interiorización extrema de lo social bajo la forma de valores estéticos e incluso éticos, postulados como ajenos al juego social y, por ello, no cuantificables, asignándoles un envolvente de creencias que tienen mucho de común con lo religioso. En el campo social del arte, la subjetividad es impuesta por la comunidad de agentes dominantes como una objetividad obvia para el que domina, pero inaccesible a quienes participan en el juego social desde la sumisión. El “Gran arte” pertenece al ropaje privilegiado de la aristocracia del espíritu, defensora de sus privilegios de clase, que lo concibe como marca de distinción glorificadora de su vida interior, como una presunción de una calidad superior a la de los que no pueden sentir porque no les es propia la espiritualidad del elegido. En los campos sociales del arte y la ciencia, campos de batalla, se proyecta el conflicto social, el cual ha aceptado como norma la vigencia de la honestidad en tanto que proceso regulador del quehacer científico. Ésta sigue siendo una ley de la guerra social y es una gran victoria libertaria nacida desde la resistencia a los privilegios de clase. Sin embargo, la fragilidad no le es ajena a esta ley social, como testimonian los abusos de la tecnociencia. En el campo del arte se dan grandes luchas durante la construcción de la nueva realidad social que ha surgido con el proceso de debilitamiento catastrófico de los regímenes occidentales basados en el estado de bienestar. Esto condiciona la negociación de las leyes de la guerra social. En el contexto de México, el debilitamiento del Estado nacional y el proceso de aniquilamiento de su papel atenuador de la desigualdad se traduce en el menosprecio y temor con el que se trata la ciencia y la promoción de la lógica de libre mercado en todos los aspectos de la dinámica social. Lo exterior y lo interior en la existencia humana se supeditan así a procesos de oferta y demanda. Hoy, las últimas trincheras del nacionalismo revolucionario mexicano se encuentran bajo la ofensiva de las élites oligárquicas corrompidas y envilecidas por el debilitamiento del Estado. Esto es particularmente trágico en el caso de los museos de arte públicos, en proceso de convertirse en galerías comerciales privadas sostenidas con recursos del erario, mediocres aparadores de supuestas obras de arte concebidas al interior del discurso estético promovido desde las metrópolis dominantes, banales muestrarios de lo que la riqueza económica puede comprar. El arte adquiere entonces un rol propagandístico que legitima el status quo, fortaleciéndose el andamiaje interior que en las mayorías celebra la sumisión al poderoso y a sus símbolos de poder. Esto hace del artista un vulgar y domesticado fabricante de mercancías que adquieren su valor como resultado de combates rituales entre los dueños del capital. Nuevas relaciones desde la honestidad La construcción de nuevas interacciones de los campos sociales de la ciencia y el arte exige tomar partido. La reflexión aquí expuesta nace desde la ciudadanía de la ciencia, que no acepta privilegios de clase y por ello los combate explorando los territorios del arte, para debilitar el dominio de los poderosos a todo lo largo y ancho del mundo social en alianza íntima con los artistas. Esta lucha se orienta a extender los dominios de la libertad, la cual necesita de la autonomía del artista y del científico al interior de sus respectivos campos sociales. Es un posicionamiento político. La construcción de la libertad exige que el artista y el científico se constituyan en agentes dominantes de sus juegos sociales como condición necesaria para construir relaciones sociales libertarias que permeen la totalidad de lo social. La forma concreta de todo proyecto arte-ciencia desde la perspectiva expuesta sólo puede moldearse alrededor de la honestidad, ley máxima del conflicto social arduamente ganada. La defensa de la honestidad como deber ético se impone como línea directiva de todo proyecto orientado al rediseño de la interacción arte-ciencia, en oposición frontal a la banalización del arte y la ciencia promovida por el estamento oligárquico. La noción de honestidad, con toda la carga moral que la acompaña, denomina aquello que dota al individuo de la capacidad de valorarse a sí mismo en función del respeto de su integridad y la de los otros. La integridad es requerimiento básico del quehacer artístico y científico. Tanto para quien explora como para quien crea, el ser honesto significa anteponer la dignidad propia en el trato con los otros, respetándolos a su vez en su dignidad. Bajo la guía de la probidad, el científico y el artista son honestos cuando lo que resulta de sus respectivas praxis es ajeno a la impostura. La exigencia de la honestidad en la interacción arte-ciencia ha de tomar la forma del respeto a códigos, reglas y normas de relación resultantes del consenso entre quienes colaboran en el territorio asignado para armonizar la creación y el descubrimiento. De la misma manera que la deshonestidad científica debilita la legitimidad socio-cultural de la ciencia, prohijando su mal uso, la falta de honestidad en el artista da lugar a discursos estéticos artificiales y degradados, mercadotécnicos, carentes de espontaneidad y de pasión. Al implantarse la impostura, dichos discursos suelen servirse con desparpajo de conceptos acuñados por la ciencia, —caos, complejidad, emergencia, por dar algunos ejemplos—, sacados del contexto que les es propio y utilizados como un barniz conceptual obtuso que oculta la vacuidad ofensiva de las piezas que se ofrecen al público, ya no como arte, sino como mero entretenimiento banal y acrítico, alimento predigerido para sentidos domesticados. En cuanto a qué agenda seguir para la interacción virtuosa de la ciencia y el arte, sería pretencioso listar en este espacio proyectos específicos y metas concretas. Cabe sin embargo argumentar que toda respuesta a este cuestionamiento no tendrá sentido sin abordar el rediseño de los modos sociales de producción, de difusión, de reproducción y de disfrute de las obras de la ciencia y del arte. Quizás convendría estructurar la agenda en torno al desarrollo de medios de permeabilización de la frontera que separa a la persona, en su ser emocional, de su ser social. De esta manera la interacción tomaría la forma de un proceso civilizador. En resumen, la línea de lo aquí delineado se centra en el incremento de los niveles de autonomía de científicos y de artistas, bajo el condicionamiento de debilitar relaciones sociales promotoras de la desigualdad. Esto implica la defensa radical de los territorios del arte y de la ciencia y la integración de la visión libertaria hegemónica en las instituciones a las que la sociedad ha asignado el rol de formadores de artistas y científicos. El proyecto arte-ciencia aquí intuido se concibe como catalizador del intercambio y acrecentamiento de autonomías en el marco de compromisos libertarios, pensados como frenos urgentes de los procesos descivilizatorios en curso, so pena de ver la ciencia y el arte hermanados por la impostura. |
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Referencias Bibliográficas
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Elias, Norbert. 2009. El proceso de la civilización: Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. FCE, México. Flannery, Kent y Joyce Marcus. 2012. The Creation of Inequality: How Our Prehistoric Ancestors Set the Stage for Monarchy, Slavery, and Empire. Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts. Groys, Boris. 2013. Art Power. The MIT Press, Cambridge, Massachusetts. Lalande, André et al. 1993. Vocabulaire technique et critique de la philosophie, Vol. I. A-M. Presses Universitaires de France, París. Stokes, Dustin. 2004. ”Charley’s World: Narratives of Aesthetic Experience”, en Kieran, Matthew y Dominic McIver Lopes (eds.), Knowing Art: Essays in Aesthetics and Epistemology. Springer, Países Bajos. Pp. 83-94. Stonor Saunders, Frances. 1995. “Modern art was Cia ‘weapon’: Revealed: how the spy agency used unwitting artists such as Pollock and de Kooning in a cultural Cold War”, en The Independent, 22 de octubre, Londres. EN LA RED goo.gl/SzOBf5 |
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Juan Carlos Martínez García
Departamento de Control Automático,
CINVESTAV-IPN.
Juan Carlos Martínez García es ingeniero mecánico electricista, obtuvo su maestría en Ingeniería Eléctrica en el CINVESTAV-IPN y es doctor en Teoría Matemática del Control Automático por la Escuela Central de Nantes, en Francia. Sus intereses en la investigación incluyen el control de los sistemas dinámicos, así como la elucidación de los automatismos que rigen a los sistemas biológicos naturales y a los sistemas artificiales, incluyendo los sistemas socioculturales.
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cómo citar este artículo → Martíez García, Juan Carlos. 2014. Nuevas relaciones entre el arte y la ciencia. Ciencias, núm. 113-114, abril-septiembre, pp. 52-62. [En línea]. |