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Gabriel Espinosa Pineda
     
               
               
Las aves acuáticas, en su conjunto, fueron vistas por las
culturas prehispánicas —entre otras cosas— como un complejo sistema de mensajes cifrados, como una ventana abierta hacia el resto del cosmos, un código sagrado y mágico que exhibía los secretos, las leyes ocultas del actuar del universo, de los dioses, del tiempo…; las aves acuáticas delataban ante los ojos humanos las fuerzas invisibles que tejían el futuro, el destino, la historia misma. A través de ellas era más fácil leer la naturaleza, el capricho de los elementos, la relación con otras regiones del mundo.
 
Su presencia era de una enorme importancia para grandes regiones de Mesoamérica; por ello, su existencia marcó profundamente la cosmovisión mesoamericana en su conjunto, aunque esa marca haya adoptado rasgos particulares en cada región. Tomaré como ejemplo en este artículo solamente una de estas regiones, el Altiplano Central, considerando sobre todo el sistema lacustre de la Cuenca de México.
 
Sería cansado enumerar todas las especies de aves que habitaban en los lagos de esta cuenca: pero debemos al menos dar una idea de su variedad: residían ahí durante todo el año, varias especies de aves emparentadas con la grulla, pero de menor tamaño, que tienen el aspecto típico de una gallina de agua; son las que se conocen como gallaretas y rálidos. Algunas de ellas nadan aguas adentro, pero la mayoría más bien caminan sobre la vegetación acuática; han desarrollado unos larguísimos dedos que les permiten distribuir su peso, y pisar sin hundirse sobre las hojas flotantes de los nenúfares, como sobre una alfombra acuática. También era usual encontrar algunos zambullidores o aves que no solo se zambullen, sino que también nadan hábilmente bajo la superficie que es donde encuentran los peces con los que se alimentan; son animales que parecen sentirse tan bien dentro del agua, que se podría creer que nunca vuelan. En estos lagos, convivían con las especies descritas, algunas garzas, tanto diurnas como nocturnas, y unos tres o cuatro tipos de patos.
 
Sin embargo, el verdadero prodigio de las aves acuáticas lo representaba la llegada de las especies migratorias; en esta temporada no solamente se multiplicaban las poblaciones de la mayoría de las aves residentes, sino que arribaban a los lagos cantidades abrumadoras de muchas otras que no dejaban ninguna población residente. Llegaba más de una veintena de diferentes anátidos; entre ellos desde luego los gansos, pero lo que más destacaba era la impresionante cantidad de diversas clases de patos: patos de superficie, patos buceadores, arborícolas y mergos; también llegaban pelícanos y varios cormoranes, aves que generalmente asociamos con el mar; junto a ellos venía la anhinga, emparentada también con aquéllos, la grulla, y otras gallaretas y rálidos, amén de más de treinta caradriformes: chorlitos, avocetas, agachonas, abundantes y variados chichicuilotes, diversas gaviotas y hasta alguna golondrina marina; arribaba también una amplia colección de garzas, cada una de diferente tamaño y especializadas en la pesca a diversas profundidades de la laguna y que, junto con las cigüeñas e ibis, sumaban quince especies de ciconiformes; si al águila y a los martines pescadores les agregamos algunos pájaros emparentados con los zanates, que las culturas prehispánicas parecen haber asociado también al agua, tendríamos en total más de cien especies de aves acuáticas, la gran mayoría migratoria. A veces la población de una sola de estas especies parecía oscurecer el cielo al remontar el vuelo.
 
Los hombres idearon métodos ingeniosos para echarle mano a estas aves, por lo que, además del uso de armas diversas arrojadizas como por ejemplo: fisgas, o especies de lanzas con varias puntas; palos y piedras —incluido el uso de la honda—; el atlatl o lanzadardos, la cerbatana, etcétera, desarrollaron varios métodos para atrapar a las aves vivas; entre ellas se pueden mencionar distintas formas de redes y lazos, algunos de ellos corredizos, o métodos aún más elaborados como el de las ligas, que consistía en colocar una barrera de ramitas mojadas en una sustancia pegajosa (obtenida a su vez de un tubérculo) adecuadamente situadas y camuflajeadas en un paraje al que el cazador atraía a los chichicuilotes machos imitando el canto de la hembra; al acudir aquéllos, quedaban adheridos a la trampa gracias a la “liga”.1 Esto presupone desde luego un largo proceso de observación de las costumbres de las aves; del ensayo con diversos materiales y métodos para atraparlas e incluso, del desarrollo de una eficaz capacidad de imitación. Pero no solo eso, quizá lo más interesante radica en un proceso de interacción mágico-religiosa intensísima y de muy larga duración, pues para las culturas que desarrollaron estos métodos, el problema que se les presentaba tenía un enfoque muy distinto al que le daríamos nosotros: no se trataba solamente de cazar un ave para comérsela, sino que esto implicaba una compleja relación con fuerzas de diverso orden: con la deidad, o con varias deidades; con el ave misma, que puede de por sí ser una deidad, una advocación, una criatura sagrada o una entidad vinculada, ya sea a realidades míticas o sobrenaturales, como a otras regiones del cosmos, al cazador mismo o todo ello a la vez.
 
El largo proceso durante el cual una cultura desarrolla un método de caza debe estar lleno de peligros mágicos, porque el hecho de realizar acciones que rompan el equilibrio en un orden cósmico imaginado, debe ser algo que cause gran temor y, aunque las necesidades prácticas se abran paso finalmente, siempre lo harán de manera compleja, entrelazada con las creencias y con multitud de acciones paralelas: oraciones, conjuros, rituales, representaciones, propiciaciones… 
 
El conocimiento de la conducta de las aves no debe verse entonces simplemente como un saber pragmático (en un sentido moderno) dirigido exclusivamente a resolver un problema alimenticio. Es mucho más que eso: es también una relación con lo sagrado, un intento de comprender no solo —digámoslo así— las leyes que rigen la conducta de las aves, sino también las que rigen la conducta de los dioses y, en la medida en que un ave pueda considerarse vinculada —por ejemplo— al inframundo o al propio cazador, será también un intento por comprender la naturaleza del inframundo o nuestra propia naturaleza.
 
El cazador de aves acuáticas tiene ante sí mucho más que un problema de conducta animal. Cada ave, cada hábito, cada una de sus acciones es una señal; un mensaje cifrado a través del cual el cosmos (una parte de él) se manifiesta, descubre sus secretos, su porvenir. Los dioses pueden manifestar a través de las aves, no solo su voluntad, sino también sus debilidades y caprichos; pero así como ocurre esto con las aves, ocurre también con el resto de la naturaleza, y la relación de las aves con otras entidades naturales multiplica aún más la complejidad del problema.
 
Un ave que pesca se vincula con los peces, y por lo tanto con otros dioses, con otras partes del cosmos ligadas, a su vez, a los peces; un ave que depreda a otra ave, un ave que desentierra tubérculos acuáticos, un ave que come serpientes… no solo son entidades animadas y con personalidad que interactúan entre sí, sino que incluso son regiones de lo sagrado que se tocan; elementos del cosmos que entran en movimiento conjunto; un ave que duerme de día se vincula con la noche; un ave que emite un reclamo especial en cierta época del año se relaciona con esa época… o con lo que ocurre en esa época.
 
Observando a las aves acuáticas, la cultura codifica el tiempo; codifica el acontecer en este mundo y en otros, tanto en este momento como en otros, en el nivel individual y en el colectivo…
 
Continuando con el ejemplo de la Cuenca de México, ilustremos estas afirmaciones con algunos datos:
 
Que algunas aves se asocian a dioses puede quedar ilustrado con un grupo de aves acuáticas a las que he llamado “las aves de Ehécatl2, por su vínculo con el viento; estas aves tienen en común una serie de características, entre las que destaca su capacidad de sumergirse y bucear activamente, apresando peces bajo el agua; son aves que no caminan, o que casi no lo hacen, ya que están en el agua o en el aire; parecen vincular especialmente bien estos dos elementos; con frecuencia tienen algún penachillo, que llega a ser vistoso hasta el punto de recordar el tocado de algunos dioses, como en el caso del ehecatótotl, un ave que en su nombre mismo llevó asociado el viento. Este ehecatótotl es un pato mergo3 y tiene en común con otros mergos el de contar con un pico que parece dentado, tal como se representa la máscara bucal de Ehécatl-Quetzalcóatl en códices como el Magliabechiano.4 De hecho, he propuesto que la máscara bucal de la deidad del viento es un pico de mergo.5 En este grupo, además de los mergos, se encuentran los zambullidores (asociados al acitli de las fuentes), los cormoranes, la anhinga (asociada al acóyotl) y los pelícanos (o atotoltin); estos últimos constituyen la única excepción a la regla, pues no se zambullen; no obstante, están sin duda alguna ligados a Ehécatl. Sahagún describe al acitli, al acóyotl y al atotolin como aves con poderes mágicos, capaces de llamar al viento en su auxilio,6 dato confirmado por Hernández para el acitli.7
 
El carácter depredador de estas aves parece haber influido también para resaltar su importancia a los ojos de una cultura de pescadores; en particular la portentosa capacidad pescadora del pelícano parece ser el motivo de que se le haya cazado y consumido, no tanto como una presa para saciar el hambre, sino como un ritual para adquirir los poderes pescadores del ave. Todo el proceso de su caza parece haber estado altamente codificado y lleno de significados simbólicos; el consumo, como lo describe Sahagún era una solemne ocasión, en la que “comían la carne de esta ave todos los pescadores y cazadores del agua; repartíanla entre todos y a cada uno cabía poquita, y teníanlo en mucho por ser aquella ave corazón del agua”;8 es decir, su consumo recuerda más al canibalismo ritual que a una verdadera comida.
 
La conducta de algunas aves acuáticas se interpretaba como señal premonitoria de la lluvia, tanto en un sentido inmediato (por ejemplo, de acuerdo con la conducta del atapálcatl se preveía el próximo aguacero), como en un sentido más estacional (de acuerdo con el canto del ateponaztli podía esperarse una buena o mala temporada de lluvias).
 
De otras aves podía deducirse la hora del día; por ejemplo, del canto del acachichictli los pescadores tomaban señal de que ya iba a amanecer.
 
Había aves cuyos patrones migratorios se usaban para sincronizar determinadas actividades estacionales; la llegada de las gaviotas o pipixcan eran una señal de que era tiempo de recoger el maíz.
 
Estos ejemplos9 ilustran un hecho más general: la utilidad en la observación de la conducta de las aves para diagnosticar tiempo meteorológico y, por lo tanto, otras actividades en las cuales la meteorología resulta importante, incluyendo las mismas actividades agrícolas. Cabe anotar que muchas de estas ideas cuentan con una base material muy sólida; las aves —efectivamente suelen percibir cambios en el estado de la atmósfera, en el adelanto o retraso de los fríos o humedad estacionales, que nosotros no percibimos. La cultura extenderá estas habilidades de las aves, sin embargo, a otros terrenos, confiriendo poderes mágicos a muchas de ellas y usándolas para adivinar no solamente heladas o lluvias, amaneceres u hora nocturna, sino también el destino humano; el destino del que escucha o avista un ave determinada; el destino de la comunidad, del tlatoani, del Estado entero.
 
Al parecer son las aves que en la cabeza portan alguna señal como un color vivo, o mejor aún, sin plumas en alguna región de la cabeza, las que más se vinculan con la adivinación y los augurios; así el quapetláhuac, de cabeza calva —según Sahagún— prefiguraba un augurio nefasto al ser cazado. El quatézcatl también lo era con sólo avistarse; se describe a esta ave con un espejo en la cabeza. Otras aves también anuncian desgracias al ser cazadas (como el tenitztli), pero además existen aves cuyo augurio es desventurado o venturoso, según el caso; al atotolin se le abrían las entrañas y, según lo que se hallara en la molleja, era la premonición. El oactli también podía lanzar un buen o mal augurio según la forma de su canto; como esta ave comía culebras, era invocada contra “el dolor de las tripas, que ellos comparan a las culebras con su enroscarse y retorcerse”, según Jacinto de la Serna.10 
 
Las aves acuáticas conforman entonces un complejo código que al ser leído permite prever el futuro; un futuro casi mítico, en el que se hallan entrelazados el destino humano, la próxima lluvia, el destino del Estado, el de las cosechas… la observación de la naturaleza y la adivinación se entrelazan inextricablemente.
 
Esta es la razón principal, creo, por la que en los llamados “Jardines” de los tlatoque como Moctezuma o Nezahualcóyotl se concentraran aves específicamente acuáticas11 al lado de las plantas rituales y medicinales.12 Estos espacios —a pesar de lo que nos dicen los cronistas— debieron de haber sido no tanto “Jardines” para la “recreación” y goce del soberano sino espacios rituales de la religión oficial de Estado; espacios en los que se concentraron elementos vivos portadores de fuerzas sagradas de especial importancia y en los que la observación de las aves acuáticas ahí concentradas debió de haber tenido una función adivinatoria y religiosa de importancia. No eran “zoológicos” o colecciones caprichosas y curiosas de ejemplares que se adocenan y reponen cada vez que mueren, sino centros cuidadosamente planeados, en donde existían especialistas que alimentaban y cuidaban de las aves, curándolas cuando enfermaban y empleando sin duda diversos métodos de curación, drogas y cirugía.
 
Era importante tener aves acuáticas cuidadosamente tratadas en cautiverio, como reliquias en los templos; era importante contar en la ciudad misma con la presencia mágica de estos seres vinculados al tiempo, a los dioses, al agua y a la atmósfera. Era importante también propiciar la feliz llegada estacional de las aves acuáticas a los lagos. Entre los mexicas esto ocurría durante el mes de etzalcualiztli; entonces, altos sacerdotes iban a las ayauhcalli o casas de niebla a orillas del agua, cuatro templos orientados hacia los cuatro rumbos del mundo; en ellas llevaban a cabo un rito de una intensidad —sin duda literalmente— alucinante: durante cuatro días seguidos estos sacerdotes adoptaban la personalidad de las aves acuáticas “…se arrojaban en el agua; comenzaban luego a chapotear en el agua con los pies y con las manos, haciendo grande estruendo, comenzaban a vocear y a gritar, y a contrahacer las aves del agua; unos a los ánades, otros a unas aves zancudas del agua que llamaban pipitzin, otros a los cuervos marinos, otros a las garzotas blancas, otros a las garzas”.13 El esfuerzo era sobrehumano, y al regresar sólo alcanzaban a echarse en unos petates hechos de un tule especial para intentar dormir; hablaban en sueños, se levantaban, daban gemidos durmiendo… sin duda continuaban poseídos después de cuatro días de aquel frenesí y sólo poco a poco se recuperaban.
 
No es necesario comentar el grado de empatía que estos sacerdotes desarrollaban con las aves y la extraordinaria antigüedad que podrían tener estos ritos. El calendario de los agricultores mesoamericanos, con sus fiestas anuales, no surgió de un día para otro. Es sin duda heredero ya lejano de aquellos sistemas calendáricos en que los cazadores-recolectores codificaron los ritmos estacionales del ecosistema en el que vivían; en ritos como el mencionado de etzalcualiztli podríamos tener —como un fósil viviente— el alma ancestral de un calendario milenario, nunca escrito, anterior a la agricultura.
 
El caso de las aves acuáticas, creo, debe ser tomado no como un caso insólito, sino más bien como un ejemplo de una relación mucho más amplia con otros grupos animales y vegetales. Aparece así en toda su complejidad un problema hasta hace poco soslayado: la lectura del ecosistema en su conjunto por las culturas prehispánicas. Hace tiempo se concebía como “ecosistema” o relación “ecológica” una gran simplificación del verdadero ecosistema: importaba casi exclusivamente aquello que el hombre comía, o acaso aquello que lo amenazaba o que podía explotar de una u otra forma. Resulta sin embargo que a la cultura no solamente le importa qué se come y qué no se come, sino también cómo se relacionan todas las diversas criaturas del cosmos entre sí, cómo la conducta de unas evidencia la conducta de otras; cómo desde el ciclo vital de una mariposa puede interpretarse lo que a su alrededor ocurre; cómo se relacionan las hormigas con la lluvia; la lluvia con los cerros, los cerros con el fuego, el fuego con el calor, el calor con el frío, el frío con el agua y el agua con un chichicuilote. A la cultura le importa mucho más que lo que se come: le importa todo, literalmente todo, porque vive inmersa en un mundo de relaciones, de movimiento, y sólo a través de esas relaciones y de ese movimiento puede entenderse lo más elemental, lo más inmediato incluso.
 
En la cosmovisión se halla codificada —entre muchas otras cosas— una milenaria observación de la naturaleza: una naturaleza que se integra al resto del cosmos, a las relaciones humanas, a las relaciones con lo sobrenatural, al pasado mítico, al futuro prefigurable: en el movimiento de un gusano puede estar la clave de todo lo que existe.
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Referencias Bibliográficas

 

Albores, B., 1992, El modo de vida lacustre en el Alto Lerma, tesis de doctorado en antropología, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México. (NOTA: Se halla en prensa una versión que será publicada como libro científico).
Códice Magliabechiano, 1983, Publicado por Zelia Nurtal: The book of the life of the Ancient Mexicans, University of California Press, Berkeley y Los Angeles.
Cortés, H., 1963, Cartas y documentos, Biblioteca Porrúa No. 2, Porrúa, México.
Espinosa, P. G., (en prensa), El embrujo del lago. El sistema lacustre de la Cuenca de México en la cosmovisión mexica, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México.

Heyden, D., 1983, Mitología y simbolismo de la flora en el México prehispánico, Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM, México.
O’Mack, S., 1991, “Yacateuctli and Ehecatl-Quetzalcoatl: Earth-Divers in Aztec Central Mexico”, en Ethnohistory, 38: 1 (Winter 1991), American 368, México.
Notas
1. Albores, 1992: 276-288 y 476-479. Para una discusión de los métodos de caza prehispánicos de aves acuáticas, véase el excelente material de Beatriz Albores, referido a la cuenca del Alto Lerma, y en particular la descripción del método de la liga (p. 280-282), registrado etnográficamente y su uso documentado desde el siglo XVI (p. 479).

2. Espinosa, en prensa: cap. VI.

3. Los mergos conforman una tribu o supergénero de patos especialmente adaptados para la depredación subacuática de peces; el mergo que se ha identificado con el ehecatótotl es Lophodytes cucullatus.

4. Códice Magliabechiano: 61r. En imágenes claramente prehispánicas también llega a ser evidente la forma de pico de mergo; véase la fecha 4-viento de la caja o plataforma mexica que tiene las fechas cósmicas en el Museo Nacional de Antropología, México D. F.

5. Espinosa, en prensa, cap. V, Véase también O’Mack, 1991, quien por un camino diferente llegó a la misma conclusión.

6. Sahagún, 1985, XI: 634-635.

7. Hernández, 1959, III: 350.

8. Sahagún, ibid.

9. Todos ellos y los del párrafo siguiente se hallan en Sahagún, ibid.: 633-641, salvo otra indicación.

10. Serna, 1953, XIII: 219-220.

11. Véase por ejemplo Cortés, 1963: 77-78; los estanques de estos jardines eran para aves acuáticas; otras aves tenían sitios especiales diferentes (ibid.: 78).

12. Heyden, 1983: 45 y ss.
13. Sahagún, ibid.: 114-115.
     
Gran parte de este artículo se encuentra basada en una investigación más amplia titulada: El embrujo del lago. El sistema lacustre de la Cuenca de México en la cosmovisión mexica (en prensa); la mayoría de los argumentos que aquí presento, se exploran con mayor detenimiento en los capítulos V, VI, VII, X y XI de esa obra.       
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Gabriel Espinosa Pineda
Instituto de Investigaciones Históricas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo
Espinosa Pineda, Gabriel. 1994. Las aves acuáticas, un medio prehispánico de interpretación del cosmos. Ciencias, núm. 34, abril-junio, pp. 17-22. [En línea].
     

 

 

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