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Rafael Martínez Enríquez |
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Una leyenda antigua relata que la división del día en horas surgió de observar la regularidad con que un simio sagrado, el cinocéfalo, expulsaba sus excrementos…
Edward J. Wood
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Historia poco delicada, pero que revela fuentes a las que
puede recurrir el intelecto para buscar explicaciones de aquello que se pierde en el pasado: la medición del tiempo. Sin importar que la ciencia siga aún descubriendo qué es el tiempo, lo cierto es que los primeros grupos humanos debieron acomodar sus actividades según ciertas señales que no por casualidad encontraron correspondencias en los ritmos naturales.
El sentido común sugiere que el alba y la puesta del Sol debieron ser las primeras señales que marcaron etapas en el transcurrir del tiempo. De aquí se desprenden dos hechos: uno, muy notable, que aquello que se esconde bajo la palabra tiempo —y que, según San Agustín, nadie entiende, si bien todos lo conocen cuando de él se habla— ha sido medido de múltiples maneras, y el otro, de tipo práctico, aunque no por ello menos importante, que han sido los movimientos de los astros sobre la bóveda celeste lo que por milenios marcó el pulso del tiempo.
Quienes primero entendieron los ciclos celestes se convirtieron en una casta que gracias a sus conocimientos se situó en la cúspide de las sociedades antiguas. Aunque nos parezca contrario a lo que siempre supusimos, originalmente la tarea principal de estos sacerdotes no era cuidar las almas, sino el calendario. Sus miembros eran consejeros de los agricultores más que de espíritus acongojados. Su confianza en la repetición de los ritmos planetarios se sumó a las ventajas conferidas a quienes por sus conocimientos se colocaban al lado de los poderosos. Así, presidiendo los ritos y ceremonias que marcaban los actos sagrados que se reflejaban en los astros —solsticios, equinoccios, etcétera—, se beneficiaban de las ofrendas que se creía propiciaban los grandes eventos estelares. Su negocio era expulsar al invierno, guiar al Sol en su ruta y, tomando sus riesgos, llegaban a convocar las lluvias.
Los eclipses, impresionantes aún en nuestros días, ya eran anunciados por los sacerdotes-astrónomos de Babilonia, quienes sabían de su ocurrencia cada 18 años o, siendo más precisos, cada 223 lunas. Sabedores de que era más peligroso fallar en no anunciar un eclipse que predecir uno que no ocurriera —a fin de cuentas, esto sólo mostraría que los ruegos habían logrado prevenir su aparición y las calamidades asociadas con él—, anunciaban todos los posibles eclipses.
Pensar lo que fue el tiempo entre los antiguos remite al objeto o instrumento con que era medido. En muchas de las viejas culturas el Sol va con el tiempo, su presencia o ausencia es la causa del suceder del día y de la noche. Dador de vida, tal vez también sería el hacedor del tiempo. Por siglos, las imágenes primitivas permanecieron en la mente de la humanidad y, tomando a la Biblia al pie de la letra, el pensamiento medieval en sus últimos alientos se negaba a creerle a Copérnico:
“¡Sol, permanece quieto sobre Gabaón: y tú, Luna, sobre el valle de Ayalón”.
Y el Sol se detuvo y paróse la Luna hasta que el pueblo [de Israel] se hubo vengado de sus enemigos... Paróse, pues, el Sol en medio del cielo, y no se apresuró a bajar casi un día entero”.
A las mentes del Medievo debió parecerles, sin duda, que al detenerse el Sol y la Luna también se detendría el paso del tiempo, lo cual ya para el racionalismo decimonónico era algo francamente aberrante. Para un científico de entonces sería natural preguntarse cómo es que, si el tiempo no transcurría, los israelitas pudieron medir el paso del tiempo hasta completar un día. También cabría que se preguntaran si el tiempo cesó de transcurrir en las otras partes del orbe. Ejercicio ocioso, pues indudablemente los representantes de Dios aquí en la Tierra tendrían todo un catálogo de respuestas que en última instancia colgarían de la fe, y quien no las aceptara bien podría ir pensando en todas las nuevas amistades que haría en los separos del Santo Oficio.
Restringiéndonos a la sociedad medieval inglesa —sobre la que mucho se ha escrito— sabemos que para el inglés típico los horizontes temporales eran tan limitados como los espaciales, ya que la mayoría vivía en zonas limitadas por bosques o en pequeñas aldeas que nunca abandonaban, esencialmente por no existir razones ni vías de comunicación seguras para hacerlo. Los viejos caminos romanos habían caído en desuso y casi nadie se aventuraba más allá de los dominios de su parroquia; es un hecho que pocos habitantes del interior del país habían llegado a conocer el mar. Aun para Chaucer, hombre culto y con varios viajes en su haber, Escocia no era sino un “país desconocido, muy al norte, no puedo decir dónde”. Adán no estaba tan lejano en el tiempo —según la Biblia sólo 75 generaciones lo separaban de Cristo— y el Día del Juicio Final estaba por llegar, lo cual hacía que la eternidad no fuera algo de este mundo.
Sólo a partir del siglo XIX, cuando geólogos y biólogos lograron entrever el significado de las múltiples evidencias que la naturaleza ponía ante sus ojos, se pudo tener conciencia de las escalas de tiempo involucradas en los cambios que ocurrieron sobre la Tierra. Mientras tanto, para el hombre común que marchaba en peregrinaje a Canterbury, a Stonehenge, a cualquier otra ruina sajona o hacia los restos de una muralla romana, estas construcciones eran consideradas igualmente “viejas”, sepultadas en la memoria del “hace mucho tiempo”, donde Alfredo el Grande era tan real como Adán y Eva y, todos ellos, igualmente infechables.
Afortunadamente esta condición no se extendía a toda la sociedad y, en cierto modo, la iglesia a la que tanto se ha culpado de retrasar el avance del conocimiento, se ocupó de mantener una estructura que permitió dar cuenta de lo que después se consideraría historia. Esta institución, al hacerse cargo de establecer los calendarios, recurrió a los ciclos del Sol y de la Luna, y de paso provocó la maraña de días festivos que había que acomodar una y otra vez para salvar las múltiples contradicciones a las que daba lugar.
Las fechas más importantes —nótese el carácter religioso de la necesidad— por determinar eran las Pascuas, ya que todo lo demás se supeditaba a dicho periodo. La tarea no era sencilla pues desde el siglo II d. C., había controversias acerca de cuándo debían celebrarse. Para los hebreos se iniciaban el día 14 —día de Luna llena— de su primer mes, durante el equinoccio de primavera. Por su parte, la mayoría de las sectas cristianas coincidían en que la Pascua florida o de Resurrección debía caer en domingo. El Concilio de Nicea (325 d. C.), además de resumir en el Credo lo que todo cristiano debía creer, fijó la Pascua de Resurrección en “el domingo que cayera en o después de la Luna llena correspondiente al equinoccio de primavera”.
Inevitablemente, esta regla provocó que en ocasiones la Pascua cristiana coincidiera con la hebrea y la de algunos grupos calificados de heréticos, y como esto no era permisible para quienes encabezaban la cristiandad, se decidió que cuando esto sucediera, el día de Pascua debía posponerse una semana. Pero como la cuestión de asignar fechas tomaba en cuenta tres ciclos que no guardaban relación entre sí —la semana, el mes lunar y el año solar— el asunto se convirtió en una especie de juego de ajedrez en el que las piezas se desplazaban siguiendo reglas impuestas tanto por los movimientos astrales como por “números dorados” asociados con ciclos lunares de 19 años y las letras “dominicales” ligadas a los días de la semana.
El Año Nuevo también ha deambulado a lo largo del calendario y, civil o religioso, ha sido celebrado el 25 de diciembre, el 1 de enero o de marzo, el 25 de marzo, en Pascua o el 1 de septiembre. Un viajero que partiera de Venecia en su Año Nuevo (1 de marzo) de 1245, llegaría a Florencia en 1244, a Pisa en 1246, y si llegara a Francia antes de Pascua (la francesa), estaría en 1244.
Los tiempos
En el Medievo cristiano es posible distinguir dos tipos lineales de tiempos, otro cíclico y además una multiplicidad de tiempos sociales. El primer tiempo lineal es el cronológico, que toma como modelo —para señalar límites calendáricos— primero el tiempo del periodo consular romano y luego el de los emperadores cristianos. Más adelante se utilizó un sistema que agrupaba periodos de 15 años julianos y que tomó como inicio lo que consideró el año de nacimiento de Jesucristo. Esto aconteció en el 532 d. C., gracias a la insistencia de Dionisio, quien en su Libellus de Ratione Paschae puso a punto un calendario que giraba alrededor de la determinación de la Pascua.
Más tarde, en el 725, un monje inglés conocido como el Venerable Beda, presentó el tratado más completo de la Edad Media para el cómputo de los años, el De temporum ratione. Aceptado en Francia —a pesar de las rivalidades que de religiosas derivaban en políticas y, en este caso, en “calendáricas” — a fines del siglo VIII, igual sucedió en Alemania en el IX y, para los territorios dominados por el Papa, hubo que esperar hasta el X para que la razón superior del calendario de Beda fuera aceptada.
El segundo tipo de tiempo lineal es de carácter teológico: va desde la creación del mundo hasta el día del Juicio Final, con un acontecimiento intermedio, la Encarnación de Dios Padre en Jesucristo. Este tiempo apunta hacia la eternidad, y produce a lo largo del camino una decadencia en los valores y los actos de la humanidad. Es la concepción pesimista del tiempo humano que San Agustín transmitió a la cristiandad.
Es obvio que la concepción cíclica del tiempo, de la que ya se habla en las tradiciones asirio-babilónicas y las heredadas del pensamiento hindú, no podía ser relegada al olvido. Sustentada en la observación de la naturaleza, en los movimientos de las luminarias que colgaban de la bóveda celeste, en la sucesión de las estaciones, a medida que se fueron desarrollando las civilizaciones se fue afirmando la idea de un tiempo que circulaba y de una historia que eternamente retornaba, un tiempo a cuyo paso las cosas se reproducían una y otra vez, en una danza eterna. Según esta idea, sobrepuesto a un ciclo general había ciclos más pequeños, anuales, en los que se repetían las fiestas, los días fastos y los nefastos. Para comprender la importancia que tenían ciertas fechas y cómo alteraban los ritmos de trabajo normal, baste recordar que para los hebreos de los tiempos bíblicos las fiestas del Sabbath impedían que se realizaran 39 tipos de trabajos. Una elaboración de esta idea de los descansos llevó a que para ciertos terrenos de siembra —los viñedos en particular cada séptimo año era considerado “sabático”, y durante ese año no se debían sembrar. Las bondades de esta ley han llegado hasta nuestros días, y gracias a ella muchos profesores universitarios pueden relajarse y, con algo de suerte, saldar algunas deudas de carácter económico.
Pero las nociones de tiempo se mezclan y coexisten unas con otras y, sobre las ya mencionadas, se superpone lo que podría ser llamado tiempo litúrgico, mismo que consiste en la sucesión a lo largo de un año de la conmemoración de los acontecimientos importantes de las vidas de Jesús y de la Virgen María. Este calendario se entrelaza con el que deriva de las transformaciones de la naturaleza en cuatro estaciones y que, plagado de simbolismos, fue maravillosamente descrito por Jacopo della Voragine. Es en su obra, La leyenda dorada —colección de relatos teológicos y hagiográficos—, donde encontramos nociones tales como las razones del ayuno en cada una de las estaciones: durante la primavera, siendo cálida y húmeda, se ayunaba para temperar el humor de la lujuria; en el verano, caliente y seco, para castigar el calor que es la avaricia. Por otra parte, el ayuno de otoño, éste frío y seco, servía para calmar la aridez del orgullo. Finalmente, asociado al frío y la humedad del invierno, estaba el ayuno que dulcificaba el frío de la infidelidad y de la malicia.
Había además otros tiempos sociales, pero el instaurado por la Iglesia en su ascenso al poder sentó sus reales en la sociedad medieval, gracias a lo cual dicha institución se apropió de la medida y de la notificación del tiempo. Al cuadrante solar, a la clepsidra, pequeños artefactos de registro del tiempo fabricados para ser utilizados en pequeñas comunidades, se sumó en los siglos VI y VII la campana, el nuevo instrumento de iglesias y monasterios para anunciar los ritmos del día y convocar a la comunidad a los nuevos ritos litúrgicos.
La hora al alcance de todos
Fuera de los monasterios, los únicos momentos del día que no eran de disputa respecto a cuándo ocurrían, eran el amanecer, el mediodía y la puesta del Sol. De ellos, sólo el mediodía guardaba una relación fija con los intervalos marcados en el reloj de Sol vertical que se esculpía en las paredes orientadas al sur. En el hemisferio norte ésta era la pared donde tenía sentido medir, mediante las sombras proyectadas por el gnomon o agujeta, los intervalos en que se dividía el día. Dados los cambios en la inclinación con que el Sol recorría los cielos a lo largo del año, las marcas que señalaban el transcurso de un cierto intervalo de tiempo en una época no servían para otra, pues las sombras proyectadas tenían distintas longitudes.
Entre los siglos VI y X los intervalos que se marcaban en el reloj de Sol eran sólo cuatro, los llamados tides, vocablo inglés que originalmente se refería a intervalos de tiempo de aproximadamente 3 horas, y que hoy día sólo significa “marea”. Más adelante, y con el fin de hacer más preciso el momento del día del cual se hablaba, se agregaron marcas al reloj de Sol, pero éstas sólo lograban proyectar las sombras del gnomon —en ángulo recto con la pared de manera que coincidieran con la hora real en cuando más cuatro ocasiones en el año. Y la diferencia entre la hora real y la marcada aumentaba conforme se iba más al norte y se hacía más patente la diferencia entre la duración del día y de la noche.
Había otro problema que considerar, y éste surgía de que si bien el Sol y las estrellas aparentemente toman un día en completar su periplo alrededor de la Tierra, en realidad el día “solar” dura un poco más de 4 minutos que el real, de manera que después de un año se acumula un error de casi un día. Para empeorar las cosas, el retraso no es uniforme a lo largo del año y la diferencia entre la hora aparente dada por un reloj de Sol y la que marcaría un reloj moderno llega a ser de hasta 16 minutos. Aunque esto, en la Edad Media, poco importaría.
Si dejamos de lado la salida y la puesta del Sol, la gente común y corriente para saber la hora sólo tenía que contar los tañidos de la campana del monasterio o iglesia cercanos que señalaban cuándo iniciar el trabajo en los campos y cuándo terminarlo. Este tañido también llamaba al servicio religioso y anunciaba el llamado “toque de queda”, después del cual quien fuera visto en las calles podía ser detenido y enviado a prisión —claro está, si no era un personaje conocido en la comunidad como alguien respetable. En ciertos lugares también participaba la campana del señor feudal, que informaba que el horno estaba libre para que los campesinos acudieran a hornear su pan, o la campana que convocaba al mercado, a la fiesta o al funeral, y también la que daba la señal de alarma, fuera por motivo de un incendio o por la aparición de alguna fuerza invasora.
Para quienes vivían fuera del alcance del sonido de la campana, los únicos recursos para estimar el tiempo transcurrido durante la noche eran la lámpara de aceite y las velas, que mediante marcas para medir el nivel del aceite o la longitud del tronco de cera, permitían estimar los lapsos transcurridos. Las velas eran un lujo rarísimo hacia el siglo X. Según una antigua crónica, el rey Alfredo el Grande (849-901) determinó las dimensiones que debían tener seis velas para que ardiendo una después de la otra duraran un día. Como dichas velas no se consumían de manera uniforme si las afectaban corrientes de aire, Alfredo “inventó” la lámpara, que consistió en una cubierta protectora hecha con trozos de películas transparentes de cuernos de vaca, lo que de paso explica el origen de la palabra inglesa para lámpara: de lanthorn (cuerno iluminado) se pasó a lantern.
En el siglo XI los árabes mejoraron el sistema del reloj de vela cubriendo la vela reglamentaria con una lámpara de seis caras, cada una graduada con una escala de horas distinta y que se usarían según la estación del año. Conocido como horologium nocturnum, se utilizó hasta bien entrado el siglo XIV.
Máquinas del tiempo
Dadas las preocupaciones monásticas no es de extrañar que los primeros mecanismos de relojería que usaron ruedas y pesos hayan aparecido en los monasterios, donde los encargados de avisar de los cambios de actividades seguramente estarían fastidiados de mantener funcionando los relojes de agua o prendidas las velas. El nuevo reloj no tañía la campana de la torre, pero sí pequeñas campanillas que avisaban al sacristán en qué momento debía jalar las cuerdas de la campana. El invento de este reloj es atribuido al papa Silvestre II —un “científico” que los azares de su tiempo colocaron en la curia papal— y al año 996; sin embargo, lo que sorprende es que su uso aún no se hubiera extendido 300 años después de su aparición.
Analizando el caso, da la impresión de que la necesidad no había presionado a quienes, conocedores de las ruedas dentadas que se usaban en los molinos de agua y de viento, bien podrían haberlo diseñado para entonces. El uso de pesos como fuente de fuerza motriz tampoco era desconocido, así que no se hubiera necesitado mucho esfuerzo para diseñar un mecanismo que cada hora golpeara un metal en señal de que cierto tiempo había transcurrido. Al principio estos relojes no tenían manecillas y señalaban la hora mediante el número de tañidos de campanillas, lo cual resultaba novedoso, como lo atestigua una vieja descripción de 1309 acerca de un reloj milanés de hierro:
“… un gran martillo golpea la campana 24 veces al día… y en la primera hora suena una vez, dos en la segunda... distinguiendo así las horas, lo cual resulta muy útil a los hombres de cualquier rango.”
Los idiomas europeos en uso en las zonas donde el conocimiento era objeto de interés de sectores importantes de la sociedad, reflejan algunas etapas en el desarrollo de la relojería. La palabra clock originalmente denotaba un instrumento que medía el paso del tiempo y sonaba periódicamente una campanilla, sin que, las más de las veces, tuviera una manecilla. Los relojes que poseían una manecilla o flecha eran denominados watch (en singular), aun cuando no fuera posible transportarlos de un lugar a otro, como sucede con lo que hoy se conoce con dicho nombre. Un horloge —en francés actual es el reloj de pared— era cualquier instrumento que marcara el tiempo sin recurrir al Sol. Un dial —lo que implica una flecha o manecilla— sería un reloj de sol o cualquier carátula de reloj.
En la Edad Media era obvio que había una diferencia sustancial entre medir el tiempo y medir una longitud. Para esto último bastaba cualquier palo o varilla que pudiera ser utilizada como patrón una y otra vez. Para medir el tiempo ocurría algo curioso: cualquier intervalo que se tomara como patrón dejaba de serlo en cuanto era definido como tal. En su esencia misma estaba que el tiempo era algo que fluía y no se dejaba atrapar, por lo que no se podía usar repetidas veces. Sin embargo, la situación no era trágica, ¿desde cuándo un impedimento que se genera en la racionalidad constituye razón suficiente para frenar a práctica? Como ya hemos visto, bastaba con elegir un intervalo entre acontecimientos naturales cuya repetición ocurriera de manera más o menos regular —según lo estimara la “práctica” — o, mejor aún, construir un mecanismo que marcara la repetición de estos intervalos.
Lo esencial en esta nueva empresa era acomodar tres elementos: una fuerza motriz, un conjunto de ruedas dentadas de diferentes radios para disminuir la tasa de movimiento, y un sistema para regular la velocidad de rotación.
Sobre estos mecanismos sabemos muchas cosas, directa o indirectamente. Ejemplo de lo último es un relato acerca del incendio que ocurrió el 23 de junio de 1198 y que consumió parte de la iglesia de Bury St. Edmunds, en el norte de Inglaterra. El texto en cuestión dice que: “… corrimos todos y encontramos que las llamas habían alcanzado el refectorio… y los jóvenes de entre nosotros corrieron por agua, algunos hacia el pozo y los otros al reloj…”. Se preguntará uno para qué podría servir un reloj en este caso. La respuesta es que para entonces ya existían relojes cuyo funcionamiento dependía del agua almacenada en un depósito. Estos relojes representaban un grado de adelanto muy grande respecto de las antiguas clepsidras, que a la manera de un reloj de arena en lugar de ésta utilizaban agua. Su desventaja era que en noches de invierno el agua podía congelarse, inutilizando así el dispositivo.
Los nuevos relojes de agua añadían a su funcionalidad un elemento que se adaptaba a las cambiantes duraciones del día a lo largo del año. Con ello se alcanzó un registro relativamente preciso de cómo iban pasando las horas.
Con mecanismos de relojería tan adelantados el problema de conocer las horas en días nublados —lo que hacía inútil el recurrir al reloj de Sol y durante las noches quedaba resuelto. El monje encargado de hacer sonar las campanas ya no tenía que depender de que su propio reloj de agua le indicara los momentos en que debería entrar en acción. En la Regla de una orden cisterciense se estipula que el sacristán “al ser alertado por el sonido del reloj, procederá a tocar la campana”.
Es indudable que los primeros relojes mecánicos tenían un aspecto bastante burdo. Con un peso para mantener el movimiento, se recurría al mecanismo de regulación o “de escape” —mediante el cual la energía “escapa”— para transformar el movimiento rotatorio adquirido por la rueda al bajar un peso en el ir y venir de una balanza. Éste debió ser el origen del llamado “árbol de volante” de un reloj, y que consistía en una varilla con pesos en cada extremo que giraba libremente montada sobre un pivote. Dos pequeñas paletas sobresalían y enganchaban los engranes de una gran rueda horizontal, produciendo con ello un movimiento intermitente y, de paso, el tan peculiar tic, tac, tic, tac de los relojes mecánicos.
Evidentemente, el resultado de estos movimientos era algo irregular, y un error de unos veinte minutos cada día era algo normal. Esto no hubiera sido tan grave si el retraso fuera constante, pero no resultaba así y, por lo tanto, dichos relojes requerían de la frecuente atención de un experto que los ajustara. Tan grave era el problema que cuando murió el “maestro” del gran reloj de Pavía (siglo XV), éste se detuvo para siempre porque no había quien entendiera su funcionamiento, aun cuando se contaba con instrucciones escritas para su manejo.
Tan importante era poseer un reloj que rigiera la vida en las cortes, que el puesto de relojero adquirió (siglo XIV) cierta relevancia, y aparecieron nombramientos tan rimbombantes como “Ciudadano del gran reloj de nuestro Señor el Rey, en el palacio de Westminster”. Merece mencionarse que este tipo de puestos no exigía que sus ocupantes fueran del sexo masculino. Las damas también podían alcanzar tal honor, y se sabe que en la catedral de Lincoln, en Inglaterra, durante un tiempo fue una mujer quien se encargó del reloj, si bien la razón subyacente no fue tan halagadora. La dama en cuestión ocupaba el puesto para que “con celo cuide el reloj, y despierte temprano a las otras damas para que se ocupen de sus trabajos”.
La vida pública de la localidad debía estar regida por algún reloj situado en un edificio de importancia —la catedral, la sede de gobierno edificios situados, por regla general, en la plaza principal—, y cuanto más espectacular fuera el señalamiento de las horas más ascendencia adquiría entre los usuarios. Al igual que las campanas, los primeros grandes relojes aparecieron en los monasterios (siglo XII) y de ahí pasaron a las catedrales y finalmente a los edificios públicos (siglo XV).
El reloj astronómico de la catedral de Wells (Inglaterra), que un contemporáneo nuestro observaría sin comprender gran cosa de lo que nos informa, es un hermoso recuerdo de cuando el mercader y el “cirujano”, el rey y el viajero, consultaban las estrellas para saber cuándo iniciar el viaje, cuándo extirpar un diente y qué fortuna le esperaba al recién nacido. Para quien vive nuestra “modernidad”, esta “información” ya viene digerida en los horóscopos que aparecen en múltiples revistas, periódicos y que, últimamente, se puede recabar vía telefónica. En la Edad Media las posiciones estelares servían a muchos que siguiendo reglas más o menos elementales, aprendidas como parte del adiestramiento que a su oficio correspondía, creían leer en los cielos los tiempos propicios y los adversos. Relojes como los de la catedral de Wells —en una época en que sólo en las cortes y en bibliotecas conventuales se lograba obtener información escrita— eran la única fuente de información acerca de las horas y de las moradas astrales.
En 1481 los pobladores de la ciudad de Lyon pidieron un reloj público para “que más gente acudiera a las ferias —la fama de las telas de Lyon y de las ferias que reunían a los comerciantes de toda Europa se remonta a esos años— y que los ciudadanos estén satisfechos y felices y que lleven una vida más ordenada”. Al ser anunciadas las horas mediante el tañido de la campana, pronto se hizo evidente que los intervalos iguales entre las horas que marcaba el reloj discrepaban con los que marcaban los viejos relojes de Sol. Esto llevó a mejorar el diseño de estos últimos y, curiosamente, a que fueran utilizados para corregir la hora señalada por los relojes mecánicos. Con este propósito, algunos de los primeros relojes tenían integrado su propio reloj de Sol.
Al principio, las carátulas de los relojes marcaban sólo seis horas y la manecilla daba cuatro vueltas en un día. La falta de exactitud en su funcionamiento hacía inútil que hubiera otra manecilla que marcara intervalos de tiempo tales como nuestros minutos, pero se sabe que para 1500 el reloj de Wells marcaba los cuartos de hora. Si se necesitaba medir tiempos más cortos había que recurrir al reloj de arena. Por ello, cuando en tiempos de Isabel I de Inglaterra alguien preguntaba por la hora —What o’clock it is?— sólo significaba desear saber cuál era la última hora que había sonado.
Construidos según requisitos más numerosos que los actuales, los relojes de las postrimerías del Medievo transmitían más datos que la simple hora del día. El gran reloj de Estrasburgo, construido en 1352 y considerado en su época una de las grandes maravillas de Alemania, incluía un calendario que variaba según las fiestas movibles del año religioso, y para 1574 le había sido añadido un sistema planetario ¡copernicano! donde se mostraban las fases de la luna, eclipses, tiempos siderales y la precesión de los equinoccios. Una de las manecillas señalaba los santos y los días que les correspondían, en tanto que los cuartos de hora eran anunciados por las figuras de la Infancia, Adolescencia, Edad Adulta y Vejez, mismas que golpeaban una campanilla. A mediodía aparecían los 12 apóstoles, seguidos de un gallo cacareando y carrozas llevando deidades paganas que representaban los días de la semana. Tan complicado era su mecanismo que cuando falló —en el siglo XIX— tardaron cuatro años en arreglarlo.
Para mediados del siglo XV, cuando el espíritu aventurero de algunos osados marinos recibió el apoyo de reyes y de no menos arriesgados comerciantes, la navegación comenzó a depender cada vez más de instrumentos que midieran el paso del tiempo. El reloj de arena seguía siendo por entonces el único dispositivo para medir la velocidad de un barco, lo que se lograba contando el número de nudos de una cuerda que caían por la borda de un barco durante un intervalo de tiempo medido con el reloj de arena, y que usualmente era de alrededor de medio minuto. Si caían siete nudos se decía que la velocidad era siete millas náuticas por hora.
Desafortunadamente el procedimiento anterior no resultaba eficiente cuando se intentaba medir velocidades en tierra firme. Aun así, el uso del reloj de arena ya era algo común en muchas actividades de la vida diaria, en particular en la medición de las jornadas de trabajo o en el cocimiento de algún manjar, y salvaba el tener que recurrir a lapsos medidos mediante la repetición de Padres Nuestros o de Misereres. Su utilidad es innegable al considerar que en 1483, en ciertas partes del norte de Europa, se implantó una ley que obligaba a los oficiales religiosos a colocar un reloj sobre el púlpito. Seguramente esto fue a consecuencia de las múltiples quejas de una grey hambrienta que buscaba que el predicador estuviera consciente de que su público notaba que se estaba excediendo en la duración del sermón.
Se sabe que para 1410 el afamado arquitecto Filipo Brunelleschi ya estaba construyendo relojes que se servían de un resorte para mantener el sistema en movimiento. Mejorando el funcionamiento mediante el uso de tornillos y de una cuerda enrollada dentro de un tamborcillo para regular la disminución de la tensión del resorte, la nueva máquina resultó de dimensiones más pequeñas, dando paso al reloj portátil, y con ello al sometimiento cada vez mayor del hombre a los pulsos del tiempo.
Los primeros relojes portátiles no eran tan pequeños como los actuales; iban encerrados en cajitas con forma de huevo, libro de oraciones, calaveras y otras figuras que la imaginación sugería a los artesanos-artistas que los fabricaban, y las personas se los colgaban del cuello o de la ropa.
Que el reloj pasó a ser símbolo de riqueza y de elegancia lo constatamos en una obra de Ben Johnson, donde uno de los personajes afirma que “anoche he prestado mi reloj a alguien que hoy cena con el sheriff”. Mucho más importante fue que la ciencia también se sirvió de él, convirtiéndolo en objeto de algunas de sus teorías y mejorándolo para que la sirviera con mayor eficacia.
La Ilustración
En cuanto a avances teóricos, Galileo fue el primero que realizó una aportación revolucionaria al darse cuenta que un péndulo oscilaba de manera casi periódica, sobre todo cuanto más pequeño fuera el arco de oscilación. Con base en ello, diseñó un mecanismo de relojería novedoso, aunque nunca se le ocurrió dotar a su modelo de manecillas y carátula. Christian Huygens sí lo hizo y, además de adaptarle un nuevo sistema de pesos, le añadió una banda flexible de metal en el punto donde se sujetaba el péndulo, logrando con ello que la oscilación fuera elíptica. Con estos añadidos construyó un péndulo de 39 pulgadas de longitud que realizaba una oscilación completa en un segundo.
En ese momento de la historia irrumpieron los ingleses, vía Roberto Hooke y su conocida ley ut tensio sic vis, que describe la fuerza F que ejerce un resorte elongado una distancia x a partir de su longitud normal (F = – kx). El mismo Hooke diseñó un sistema con pequeños resortes en espiral que adaptó a las balanzas de un reloj, con lo que logró una mejora tal en la medición del tiempo que por primera vez tuvo sentido agregar otra manecilla que marcara el transcurso de los minutos. De paso obtuvo, una vez más, el sonido producido por la paleta y el engrane, tic al engancharse, toc, al soltarse.
El progreso hacia la exactitud en la medición del tiempo alcanzó en el siglo XVI niveles inimaginables para hombres como Tycho Brahe, Kepler y toda su generación de astrónomos y científicos. Los nuevos dispositivos hicieron más exacta y más autosuficiente la marcha del reloj: un barril que permitía dar cuerda al reloj sin que se detuviera su funcionamiento durante dicha acción; un pedómetro, que no es lo que el lector piensa, daba cuerda al reloj conforme un peso giraba impulsado por el movimiento del usuario. Se puede afirmar que la horología, en esta etapa, se empezó a establecer como una ciencia, alejándose de las viejas prácticas artesanales.
Al tomar cada vez más en serio lo que decían las Escrituras respecto a que el Creador hizo al mundo según reglas que ordenan el número, el peso y la medida, las mediciones alcanzaron una exactitud nunca antes soñada, hasta el punto que la Royal Society estableció los patrones de longitud, volumen y peso. Y como el vernier y el micrómetro ya existían, lo que faltaba era el instrumento que permitiera realizar una medición precisa y repetible, con un patrón supuestamente inalterable, del paso del tiempo. Aunque los físicos ya podían medir dos de las que después serían consideradas unidades fundamentales, la longitud y la masa, lo que faltaba —si se querían cuantificar cualidades secundarias, como la velocidad, pero que en el contexto del siglo XVI adquirían una importancia teórica extraordinaria— era medir el tiempo.
Sin aparatos ni procedimientos confiables para determinar los momentos en que ocurrirían los eventos, ni la velocidad, ni la aceleración, y por ende tampoco la fuerza, podían ser calculadas. Igualmente, la más fina observación del paso de un astro resultaba imposible si no se establecía el momento del evento. Más importante aún para un mercantilismo que buscaba nuevos horizontes, si no se contaba con un dispositivo relativamente exacto para medir el tiempo, los viajes interoceánicos eran poco menos que aventuras de locos, tanto para quienes iban en las naves como para quienes arriesgaban sus capitales en el patrocinio de la expedición.
La navegación y la medición del tiempo participaron en un proceso de retroalimentación que ilustra de manera fehaciente los beneficios que la ciencia puede aportar la sociedad cuando ésta presta atención a las necesidades de la ciencia. El problema que se planteaba era de orden práctico: determinar a qué distancia se encontraba un barco de su destino, o de su punto de partida, cuando lo único que se tenía como referencia eran el cielo y sus estrellas. La respuesta, teóricamente, era simple. Si se conoce la hora exacta en que ocurre un evento —un eclipse, por ejemplo— en algún sitio de la Tierra, y si además se puede determinar para el mismo evento la hora exacta que corresponde al punto donde se encuentra el observador, la diferencia entre ambos tiempos es una medida de la diferencia en longitud entre los sitios que se están tomando en cuenta. La latitud, por su parte, se medía fácilmente con el viejo astrolabio o con la llamada escuadra del agrimensor. Con ambos datos, longitud y latitud, la posición del barco quedaba perfectamente determinada.
Varios elementos novedosos se conjugaban para proporcionar información sistemática que hiciera confiable el método arriba mencionado. Uno de ellos fue el que Jean Dominique Cassini, astrónomo de la Académie Royale des Sciences, presentó en 1669: unas tablas que daban cuenta de los tiempos en que ocurrían los eclipses de las lunas de Júpiter. Éstos ocurrían casi a diario, lo cual los hacía, en este caso, más útiles que los de nuestra propia luna. Cassini había calculado los tiempos de ocurrencia a lo largo de un meridiano estándar y, por lo tanto, quien quisiera determinar la longitud terrestre de un sitio en particular, sólo tendría que comparar los datos de Cassini con el tiempo local de ocurrencia del fenómeno. Lo único que faltaba para que este procedimiento diera los frutos esperados era contar con un sistema suficientemente exacto para determinar la hora.
Hasta entonces el reloj más exacto era el diseñado por Huygens (1650), pero éste, al ser utilizado en alta mar por Jean Richer (1671), se atrasó un promedio de 2.5 minutos diarios. Al regresar al punto de partida grande fue la sorpresa de Richer al encontrar que había ganado en promedio 2.5 minutos diarios, ¡los mismos que había perdido de ida! Huygens en persona se encargó de explicar la razón de estos cambios, y la encontró en las variaciones de la fuerza de gravedad en los distintos sitios por donde pasó el navío. Con ello ilustraba, de paso, la diferencia entre “peso” y “masa”. Pero entender la causa del error no remediaba que éste ocurriera, y lo que había que hacer era diseñar un mecanismo que midiera el tiempo y que de alguna manera evitara los errores de origen gravitacional. La empresa no resultó sencilla; los esfuerzos para mejorar el reloj de Huygens fueron infructuosos por no poder contrarrestar el efecto del movimiento del barco y las alteraciones en la longitud del péndulo ocasionadas por los cambios en la temperatura ambiente.
Tan importante era poder determinar la longitud a la que se encontraba un barco en alta mar que en Inglaterra se ofreció, en 1714, un premio de 20000 libras esterlinas (para darse una idea de lo que esta cantidad significaba en aquella época, he aquí algunos datos: un poeta como John Dryden vivía con una pensión anual de 200 libras esterlinas; Newton, por su puesto en la Casa de Moneda recibía 400 libras anuales; una casa para un funcionario se rentaba a razón de 40 libras anuales) a quien pudiera hacerlo con un error máximo de 45 km después de 6 semanas de viaje. Esto requería, si se usaba un reloj, que su error diario no excediera de 3 segundos. La mitad del premio le fue otorgada en 1765 a John Harrison, carpintero inglés, quien después de presentar varios relojes que no satisfacían los requisitos propuestos, finalmente construyó un aparato que después de 156 días de viaje perdió 54 segundos.
El reloj, que tenía un costo muy elevado (450 libras esterlinas), y permitió fijar la posición de un barco después de un viaje a lo largo del Ecuador, en donde el error que se comete es máximo, con una incertidumbre inferior a 12 km. Mejoras posteriores, avaladas por el viaje de circunnavegación del capitán Cook (1772), y la intervención personal del rey Jorge III (no todas las autoridades se desentienden de la ciencia y su potencial), le valieron al Sr. Harrison que en 1776 se le otorgara el premio completo.
Una manera de apreciar los avances logrados por la relojería en tan corto tiempo es contrastar las mejoras que tuvieron lugar desde los tiempos antiguos hasta muy entrado el siglo XVII, y contrastarlos con los que como avalancha llevaron a que el instrumento diseñado por Huygens sólo fallara en 10 segundos diarios y que con una mejora posterior —debida a un mecanismo que compensaba los cambios en la temperatura— redujera el error a un segundo cada día. El último reloj de Harrison llevó a 1/7 de segundo diario este error, haciendo de su reloj un mecanismo cien veces más exacto que el de Huygens.
Mientras esto sucedía, Christopher Wren había levantado el Observatorio Real en Greenwich (1675) —“un poco para presumir”, nos lo dice él mismo—, y con ello el nombre de este pequeño puerto cercano a Londres comenzó a recorrer el mundo, llevado por los navegantes ingleses que utilizaban la hora de su meridiano como tiempo de referencia.
El tiempo vuela
Tempus fugit (el tiempo vuela) fue la imagen romana que equiparó el tiempo con el clima. De ahí en adelante el tiempo sopló como viento romano, voló imitando el ave y caminó junto al anciano que carga una guadaña. Compañero inseparable de algunos de los primeros enigmas filosóficos, fluyó cual río, abriendo el cauce de la eternidad.
El tiempo fue movimiento, y todos entendieron que el tiempo real debería medirse usando algún tipo de modelo físico: un objeto que al moverse recorriera espacios iguales, repitiéndose como el Sol al cruzar el firmamento, como péndulo que busca los extremos, como resorte que controla el reloj, como cristal que vibra en el reloj digital.
Ha sido una larga historia la de medir el tiempo. Tan larga que sus propósitos de origen sólo los imaginamos, y únicamente recordarnos que los primeros relojes de agua griegos no eran sino simulacra, imitaciones de cómo funciona el cosmos. Su fin era exclusivamente alcanzar la satisfacción estética de construir un instrumento que imitara los movimientos planetarios, como la Torre de los Vientos en Atenas, erigida para consignar la belleza y simplicidad de la danza de las esferas celestes.
Y llegó la Edad Media, y con ella la disciplina y la vida controlada que los monasterios y la Iglesia reclamaron para sus seguidores: las horas para orar, los momentos de descanso y las citas en el refectorio. Pronto la necesidad de exactitud en la medición del tiempo se extendió a la sociedad entera, y marinos y comerciantes hicieron de los relojes piezas indispensables de trabajo e, inevitablemente, se acuñó la frase Time is money.
Y queda para la discusión la idea de Lewis Mumford de que “…fue el reloj, y no la máquina de vapor, el instrumento clave en el surgimiento de la época industrial moderna”.
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Referencias Bibliográficas
L. Sprague de Camp, 1990, The ancient engineers, Technology and invention from the earliest times to the Renaissance, Dorset, NY.
James Burke, 1985, The day the Universe changed, Little, Brown & Company, Boston. Anthony Aveni, 1989, Empires of time, Calendars, Clocks and Cultures, Basic Books, USA. James Burke, 1978, Connections, Little, Brown & Company, Boston. Carlo M. Cipolla y Dereck Birdsall, 1979, The Technology of Man, Holt, Rinehart & Winston, N.Y Lancelot Hogben, 1972, Astronomer Priest & Ancient Mariner Heinemann, London. Henry C. King, 1957, The Background of Astronomy, C. A. Watts & Co. LTD, London. George Sarton, 1959, A History of Science, Harvard University Press, Cambridge, USA. J. D. North, 1989, Stars, Minds and Fate, The Harnbledon Press, London. Colin Ronan, 1976, Lost Discoveries. The Forgotten Science of the Ancient World, Bonanza Books, N.Y. |
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Rafael Martínez Enríquez
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Martínez Enríquez, J. Rafael 1994. Historias del tiempo. Ciencias núm. 35, julio-septiembre, pp, 26-39. [En línea].
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