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Héctor T. Arita | |||||||||||||||
A regañadientes acepté la invitación de mi amigo. De acuerdo, juntos habíamos experimentado toda clase de aventuras. Nuestras correrías iban desde travesuras infantiles —aquella vez que iniciamos un incendio en el terreno baldío que había en la esquina de la casa— hasta diversiones más de adultos (y por tanto mucho más caras) como la ocasión en que nos atrevimos a lanzarnos en paracaídas. Habíamos vivido grandes emociones y jurado nunca rajarnos, pero explorar una cueva, ¿a quién se le podría ocurrir? A Javier, me imagino.
Debo aclarar que Javier no es una persona normal, sino un biólogo. Este biólogo en particular, además de las extrañas aficiones compartidas con sus colegas (coleccionar toda suerte de bichos singulares, pasar semanas enteras en el campo subsistiendo con una dieta de atún y sardinas, etcétera) posee otra que lo distingue de la mayoría: su amor por el peligro. Es por esta combinación de excéntricas inclinaciones que Javier se ha dedicado a la biospeleología, el estudio de los organismos cavernícolas.
Todavía no sé cómo me convenció. No recuerdo si fue su incansable parlotear sobre lo que él describía como fascinantes animales cavernícolas o su emocionada reseña de las estalactitas, estalagmitas y demás “itas”. Lo que sí recuerdo es su incesante uso de terminajos extraños que yo nunca había oído: “vamos a observar numerosos troglobios que aprovechan el microhábitat entre los espeleotemas, donde se percolan los nutrimentos que exudan de las raíces de los Ficus”, creo que dijo. Me parece que entendí más en aquella película alemana sin subtítulos que vi el otro día. En cualquier caso, el hecho es que finalmente acepté acompañar a mi amigo a aquella cueva. Una sonrisa de maquiavélica satisfacción asomó a su rostro.
A las nueve de la mañana llegamos a la entrada: un hueco de poco más de un metro en el piso calcáreo. Me asomé y, por supuesto, no vi absolutamente nada. “Tenemos que entrar y acostumbrarnos a la oscuridad”, sentenció Javier con su estúpido tono paternalista que tanto me irrita. Angélica y Marco, compañeros de aventuras subterráneas de mi amigo, montaron con impresionante celeridad el sistema de cuerdas y aparatos que nos permitirían descender a aquel mundo de silencio y oscuridad. “El árbol del que están amarrando la cuerda es un amate, un Ficus”, me explicó Javier; “fíjate cómo las raíces se extienden varios metros bajo el suelo. Un investigador de Hawái mostró que el intercambio de materia orgánica en las raíces de estos árboles es una de las fuentes más importantes de nutrimentos para los ecosistemas de las cuevas”. “Genial”, musité burlonamente.
Bajó primero Marco y nos informó que el tiro era de unos ocho metros. Mientras Angélica recogía y se acomodaba los mosquetones y la “marimba”, para iniciar su descenso, Javier me explicó que en las cuevas no existe fotosíntesis y que, si bien hay bacterias capaces de sintetizar materia orgánica usando energía química, los ecosistemas cavernícolas prácticamente dependen en forma total de fuentes externas de nutrimentos: ramas y partículas arrastradas por el agua, sustancias disueltas que se filtran por las fisuras o a través de las raíces de los árboles, o excrementos de animales que entran y salen de las cuevas, como los murciélagos. Hice una mueca al tratar de imaginarme el aspecto que podría tener el excremento del conde Drácula.
Haciendo caso omiso de mis payasadas, mi amigo continuó su disertación. Tomó una ramita y removió la hojarasca del piso. “¿Ves la cantidad de hojas y ramas que hay aquí? Esta abundancia de materia orgánica favorece el desarrollo de comunidades muy ricas de artrópodos”. Removió con mayor vigor los sedimentos y una espantosa alimaña se retorció con rapidez. “¡Es una escolopendra!”, exclamó Javier con tanto gusto como si tuviera enfrente el último calendario de la Bibi. “Si te fijas con cuidado notarás que existe una gran abundancia de artrópodos”. Efectivamente, detecté muchísimos bichos de variadas formas y tamaños: hormigas, cochinillas, arañas de todo tipo, chapulines y hasta una rana distraída pasaron frente a mis ojos.
“¡Te va!”. Sentí un escalofrío al darme cuenta de que era mi turno para entrar a la cueva. Tenía ya experiencia en el manejo de los aparatos, pero eso de no poder ver por dónde va bajando uno es de veras horripilante. Me ajusté el arnés y me cercioré de que el mosquetón de seguridad estuviera bien colocado. Acto seguido, me colgué de la cuerda y di el primer paso hacia atrás, y luego el segundo y el tercero. Noté inmediatamente la diferencia entre el mundo exterior y el de la cueva: la temperatura era mucho menor y la humedad más alta sólo unos centímetros dentro de la cueva. A medida que bajaba me parecía que el orificio de la entrada se hacía más y más pequeño, hasta convertirse en un pequeño círculo de luz a ocho metros de altura.
En lo que bajaba Javier, exploré los alrededores. El cono de luz de mi lámpara apenas me servía para iluminar parcialmente el piso y las paredes de aquel lugar. Noté inmediatamente la diferencia con el exterior: en el piso de la cueva apenas y vi unos cuantos insectos dando vueltas, comunidad paupérrima en comparación con la de afuera. Cuando Javier terminó su descenso y se retiró el arnés, señaló lo que a mí me pareció un bosquecito de plantitas subdesarrolladas, una selva bonsái. “Son plántulas de ramón”, señaló Javier. “Y a mí qué me importa que el tal Ramón haya venido a dejar sus huellas aquí”, pensé con sorna. Sin fumarme, Javier prosiguió: “El ramón, Brosimum alicastrum, es un árbol de la familia de las moráceas cuyas semillas son dispersadas por murciélagos. Las plántulas que ves aquí son producto de la germinación de las semillas que fueron acarreadas por algún quiróptero, probablemente el murciélago zapotero, Artibeus jamaicensis. El destino de estas plántulas es triste, la inmensa mayoría de ellas morirá al no recibir la luz necesaria para subsistir; sólo una entre miles logrará crecer y desarrollarse como el Ficus del que nos colgarnos. Su existencia no es del todo inútil, ya que toda una serie de insectos y otros artrópodos se desarrollan gracias a la materia orgánica que se acumula junto a las plántulas. Este es un ejemplo más de la incansable labor de los murciélagos que funcionan como eslabones móviles entre el ecosistema de las cuevas y el mundo exterior”. A pesar del tono pedante de mi amigo, quedé sinceramente impresionado al comprender de pronto la interconexión de las cuevas y el ambiente exterior.
Comenzarnos a caminar por una estrecha galería tapizada de estalactitas rotas y cristales incompletos, prueba constante de la presencia humana. Casi al final de la galería, Javier pidió silencio. “Escucho chillidos de murciélagos”, dijo en voz baja. Acercándose sigilosamente y apuntando su luz con cautela, mi amigo localizó al grupo de murciélagos moviéndose nerviosamente en el interior de un pequeño hueco en el techo. “¡Son Artibeus!” Con un rápido movimiento Javier se acercó, colocó una red de mano en el hueco y capturó un par de animales. Con dificultades ocultaba su emoción mientras con la mano enguantada extraía uno de la red. Al ver al animalillo aquél en la mano de mi amigo, mi impresión sobre los murciélagos cambió radicalmente. No puedo decir que sea un animal bonito, pero había algo en esos ojos grandes y en el movimiento constante de las orejas que despertaba cierta ternura. No se trataba de una bestia monstruosa, como la mayoría de la gente piensa.
Comenzó otra de las clásicas disertaciones de Javier. “Observen cómo la colonia de los murciélagos se encuentra en este hoyo de disolución en el techo de la cueva. Probablemente se trata del harem de un macho y sus numerosas hembras. Fíjense también en el piso, justo debajo del hoyo”. Apunté mi lámpara y vi una pequeña pila de un material extraño. “Es una pila de guano, excremento de murciélagos acumulado ahí a lo largo de los años”. Me acerqué con cuidado y pude ver una multitud de puntitos rojos moviéndose por todos lados, “ácaros, unos artrópodos emparentados con las arañas y garrapatas”, según Javier. Había también lo que identifiqué como asquerosos gusanos y que Javier llamó larvas de mosca y de escarabajo. Noté que si me movía unos cuantos centímetros fuera de la pila de guano, no encontraba ninguno de esos bichitos. Adelantándome a la inevitable perorata de Javier, deduje que era la materia orgánica contenida en el guano la que mantenía a las poblaciones de esos bichos, y que en las zonas sin ese guano los animaluchos no podían subsistir.
Continuamos con nuestra exploración y pronto llegamos a una laguna. El agua era increíblemente transparente y el reflejo de nuestras lámparas iluminaba con destellos las estalactitas y los cristales. Era un espectáculo realmente fascinante que nos dejó atónitos por un buen rato. No aguantando más la tentación, entré a la laguna y comencé a caminar. A los dos pasos me di cuenta de mi error: al remover el fondo levanté una cortina de finísima arena que enturbió de inmediato el agua. “¡Ahora ya no podremos ver a los peces ciegos!”, chilló Javier. Sentí ganas de contestarle que ahora la situación estaría pareja porque ellos no podían vernos a nosotros, pero me contuve al ver que mi amigo estaba genuinamente consternado. Me explicó que existen en estas cuevas varias especies de langostinos y peces completamente blancos y ciegos y que tienen sumamente desarrollados otros sentidos. Me puso por ejemplo a los langostinos que tienen antenas tres veces más largas que el cuerpo; estos son ejemplos clásicos en los textos de evolución.
Los ánimos se calmaron cuando encontramos otra poza y alcanzamos a ver, nadando apaciblemente, a uno de los tan mentados peces ciegos. “¡Es un Pluto infernalis!”, sentenció mi amigo, y yo pensé “al rato aparece el Tribilín del averno”. Sin embargo, al observar cómo aquel sorprendente pez se alejaba nadando con toda la tranquilidad del mundo, como si los de su estirpe tuvieran todo el tiempo para evolucionar, comprendí por qué las cuevas son sitios tan especiales. Sentí una extraña tranquilidad interior cuando la criatura finalmente desapareció de nuestra vista.
Volví a la realidad cuando Javier comenzaba otra de sus lecciones. “Los animales que, como este Pluto infernalis, son exclusivos de las cuevas, se llaman troglobios. Generalmente presentan adaptaciones extremas a las condiciones de las cuevas, como las que vimos en este pez. Otras especies, que pueden completar su ciclo de vida dentro de las cuevas, pero que también se han encontrado fuera de ellas, son llamadas troglófilos, como la mayoría de los artrópodos que vimos en el guano de los murciélagos. Otros animales, como los murciélagos, necesitan forzosamente salir de las cuevas para alimentarse o completar su ciclo de vida y son conocidos como trogloxenos. Finalmente, existen otras especies que han sido reportadas en cuevas, pero que seguramente llegaron a ellas en forma accidental”.
Pasando la laguna penetramos en un túnel que ascendía rápidamente. A cada paso sentía que me ahogaba. Al llegar al final del túnel el calor era ya tan insoportable que no me percaté de los chillidos que llenaban el lugar. Cuando reaccioné me quedé estupefacto: cientos, miles de sombras surcaban velozmente el reducido espacio de aquella cámara, evitando ágilmente las colisiones con las estalagmitas y con nosotros. “¡Ah!, una colonia de Natalus”, dijo Javier suspirando como si hubiera encontrado una hielera llena de cervezas frías. Un movimiento ágil de la red y Javier tenía ya en sus manos un murciélago: era pequeño, con patas muy largas y un extraño rostro en el que los diminutos ojos apenas se distinguían, perdidos en el vórtice de las enormes orejas en forma de embudo: un Natalus stramineus típico. A los pocos minutos Javier ya había capturado e identificado otras cinco especies de murciélagos.
“Esta”, comenzó Javier su nuevo discurso, “es una sección de lo que los espeleólogos cubanos llaman una cueva de calor, por razones obvias: la cámara se encuentra por arriba de otras y no tiene sino una salida estrecha; el calor se concentra, creando un ambiente ideal para las grandes colonias de murciélagos.” Angélica, que había estado tomando medidas de temperatura y humedad, nos informó que en ese lugar la temperatura era de 34 grados Celsius y la humedad relativa era del 100%. “!Santa vaporera, Batman!”, exclamé. La temperatura en la zona de la laguna, apenas unos metros más abajo era de 24 grados.
Desde que entramos en esa cámara sentí algo raro en el suelo, y cuando miré comprendí la razón: mis botas estaban completamente hundidas en guano. Aquí éste tenía un aspecto diferente, parecía estar formado por pequeñas pelotitas que se movían. En efecto, era tal la concentración de larvas de mosca y de escarabajo que el sustrato literalmente se movía. Yo mismo me sorprendí de no sentir asco y de estar verdaderamente embrujado por la inmensidad de aquella colonia de murciélagos y por la riquísima fauna de artrópodos que se desarrollaba en el guano.
“Debe haber al menos unos 40000 individuos”, sentenció Javier. “En otros lugares de México hay una especie, el murciélago guanero, Tadarida brasiliensis, que forma colonias de hasta 40 millones de individuos”. “40 millones”, dije, “es como si estuviera todo el padrón electoral de México en una sola cueva, y sin rasurados.” Sin inmutarse, Javier continuó con su explicación: “en varias cuevas del norte de México y de Estados Unidos, el murciélago guanero forma lo que se llaman colonias de maternidad, que son grupos de hembras con sus crías. Un investigador norteamericano demostró hace algunos años que las hembras que regresan a la cueva después de su excursión nocturna en busca de alimento, son capaces de localizar a su propia cría en un mar de millones. ¿Cómo logran eso?, es uno de los grandes misterios de la naturaleza”.
“Estas grandísimas colonias de murciélagos —añadió— forman enormes acumulaciones de guano en el suelo de las cuevas, que proveen de alimento a comunidades de artrópodos completamente diferentes a las que encontramos en otros lugares. Aquí el alimento es superabundante y permite el desarrollo de grandes poblaciones de escarabajos y otros insectos”.
No pudimos soportar mucho tiempo en aquella cámara. El calor y la humedad sofocantes, y el intenso olor a guano de murciélago nos obligaron a salir del recinto y retornar a la galería por la que habíamos entrado. Notamos inmediatamente el cambio de temperatura al sentir el frío y la humedad condensada en nuestras ropas. Mientras recobrábamos la respiración, mi amigo explicó que entre los espeleólogos existe el temor de contraer la histoplasmosis, una enfermedad causada por el hongo Histoplasma capsulatum, y que puede producir la muerte. En realidad, el hongo es capaz de desarrollarse en cualquier lugar donde hay grandes acumulaciones de materia orgánica; incluso es un gran problema en gallineros mal ventilados. Javier nos indicó que los sitios más peligrosos son los túneles donde hay guano de murciélago y el ambiente es seco, pues esto propicia que el polvo depositado en el piso (y con él las esporas del hongo) se levante con cada pisada. En cuevas húmedas, como en la que estábamos, el riesgo es menor, aunque no despreciable. Javier hizo énfasis en el hecho de que no se puede considerar la histoplasmosis como una enfermedad transmitida por los murciélagos; simplemente el hongo encuentra en el guano el sitio idóneo para su desarrollo.
Continuamos por un túnel paralelo al que conducía a la cámara de los murciélagos y que, según Marco, nos llevaría a otra salida. Caminábamos por una de las estrechas galerías cuando vi en el piso lo que parecía un charco de sangre coagulada. “Ya encontré el refugio de Drácula”, exclamé burlonamente. Javier, tratando de ocultar su enojo, me regañó: “cállate y apunta cuidadosamente tu luz hacia arriba”. Y lo que vi me dejó helado. Colgado dentro de una grieta en el techo, a unos tres metros de altura, se encontraba un grupo de murciélagos, de aspecto agresivo, que chillaban secamente por la intensidad de la luz que yo enfocaba sobre ellos. “Son vampiros, Desmodus rotundus”, advirtió Javier. “No se preocupen, si no los tocamos, no atacarán.”
Nuevamente mi amigo hizo gala de su agilidad y capturó a uno de los individuos. Tenía un aspecto amenazador; atrapado en la mano enguantada de Javier, movía la cabeza de un lado a otro tratando de morder con sus afiladísimos dientes. Javier nos hizo notar que los incisivos, y no los colmillos, son los dientes más desarrollados en este animal. Los vampiros los usan para cortar la piel de los animales de los que se alimentan, como vacas y caballos. Contrariamente a la creencia popular, los vampiros no chupan sino que lamen la sangre que fluye de las heridas que provocan. Poseen una sustancia anticoagulante en la saliva que hace que la sangre fluya varios minutos.
“La gran mayoría de las especies de murciélagos son benéficas”, indicó Javier. “Por ejemplo, algunas de ellas polinizan las flores o dispersan las semillas de plantas de importancia económica; otras, como el murciélago guanero, consumen toneladas de insectos que pueden formar plagas en los cultivos. En México, de las más de 135 especies de murciélagos sólo tres son vampiros, y de ellas sólo una, el Desmodus rotundus, es lo suficientemente abundante para ser considerada plaga entre los ganaderos. Desafortunadamente, muchas de las campañas de control del vampiro han afectado las poblaciones de otras especies, pues los encargados no saben distinguir entre los diferentes tipos de murciélagos. Este es un problema muy serio en toda América Latina”.
Cuando Javier soltó al vampiro y éste comenzó a desplazarse velozmente por entre las grietas, saltando casi como un sapo, dejé de sentir horror. El animal, ya en su ambiente natural, no se veía tan amenazador. Entonces me di cuenta de que gran parte del miedo que la gente tiene a estos animales proviene de la total ignorancia sobre ellos. Me percaté también de las tremendas consecuencias que las campañas de control de vampiros, sustentadas en esta ignorancia, tienen sobre otras especies de murciélagos.
Caminamos en silencio el resto del camino. Yo reflexionaba sobre todo lo que había aprendido ese día y lo fascinante que había resultado, después de todo, el mundo subterráneo. Al final del túnel noté un circulito de luz que comenzó a hacerse cada vez más grande: la salida. Deseando prolongar lo más posible mi estancia en la cueva, pedí a Javier que nos sentáramos a descansar antes de salir.
Con visible satisfacción, mi amigo accedió. Nos sentamos, o más bien nos dejamos caer, sobre unas rocas junto a una pared. Javier aprovechó nuestro estado de ánimo para explicar los peligros que afrontan los organismos que viven en las cuevas: “los ecosistemas de las cuevas se encuentran entre los más amenazados del mundo. Cuando pensamos en sitios en peligro nos imaginamos selvas, arrecifes coralinos o grandes ríos y lagos. Las cuevas no figuran normalmente en los planes de conservación biológica porque son sitios muy poco conocidos e inconspicuos.
“Sin embargo —continuó—, debido a que los organismos cavernícolas están adaptados a condiciones ambientales muy específicas y poco variables, cualquier cambio en su entorno puede conducir a su extinción. Por ejemplo, si un constructor clausura la entrada a una cueva, inadvertidamente puede cambiar el microclima de las galerías profundas, afectando a las colonias y murciélagos y, por consiguiente, a las comunidades de artrópodos asociadas al guano. De igual forma, la contaminación de las aguas en la superficie puede alcanzar los mantos subterráneos y determinar la desaparición de especies como el pez ciego que vimos. El problema es que muchos de estos efectos tienen lugar sin que nadie se dé cuenta”.
Simplemente nosotros —detalló Javier—, por muy cuidadosos que hayamos sido, podríamos haber modificado temporalmente el microclima de algunas áreas con nuestra presencia. El calor generado por nuestras lámparas, el bióxido de carbono que exhalamos o el polvo que levantamos con nuestras pisadas pueden haber generado cambios dramáticos desde la perspectiva de un troglobio. Ahora imagínense el efecto de la gente irresponsable que se mete a las cuevas con antorchas, pinta las paredes, deja basura en el interior y se lleva una serie de recuerdos de su viaje. Su efecto puede ser simplemente desastroso.
“Es por todo esto que un espeleólogo americano, Gary MacCracken, ha propuesto su clasificación de cuevas verdes y rojas.” Aquí estuve a punto de decir “ni que fueran enchiladas”, pero el ambiente no era el propicio, supongo. Las cuevas rojas —continuó mi amigo— son los sitios a los que no se debería permitir el acceso a las personas. Por el contrario, las cuevas verdes podrían ser visitadas sin riesgo alguno. El problema para aplicar este sistema en México es que no contamos con un catálogo lo suficientemente completo como para intentar tal clasificación. En cuanto a los organismos cavernícolas el desconocimiento es aún mayor. Prácticamente cualquier estudio biospeleológico en alguna cueva encuentra varias especies nuevas, lo que indica que el trabajo descriptivo de las faunas es sumamente primitivo, y ya no digamos el ecológico.
“El mundo actual —sentenció finalmente Javier— se enfrenta al problema de la pérdida vertiginosa de la biodiversidad, y es peor en ecosistemas como los de las cuevas porque ni siquiera sabemos la magnitud de esa pérdida. Aún más triste: tal vez nunca nos enteremos de tal pérdida, a no ser por los efectos indirectos.”
Todos guardamos silencio por varios minutos, sentados sobre rocas de un mundo extraño que yo apenas había aprendido a apreciar y que podría estar en riesgo de desaparecer. Habíamos apagado las lámparas y eso aumentaba el efecto sobre nuestro estado de ánimo.
Salimos. Nos deslumbró la luz solar y me sentí sorprendido de ver tanto verde: plantas por todas partes. Evoqué las maravillas del lugar en donde había estado, donde la vida no depende directamente de la clorofila, esa sustancia que daba color al paisaje que tenía frente a mí. Entendí de golpe el concepto de biodiversidad y la enorme pérdida que significaría la desaparición de ecosistemas únicos como las cuevas. Y sentí una gran tristeza al imaginarme un mundo en el que no existiera la vida bajo la tierra.
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Héctor T. Arita
Centro de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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cómo citar este artículo →
Arita, Héctor T.. 1994. La vida bajo la tierra. Ciencias, núm. 36, octubre-diciembre, pp. 50-58. [En línea].
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