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Índice de las Gacetas
de literatura de México de José Antonio Alza
R047B05  
 
 
 
Ramón Aureliano, Ana Buriano y Susana López (coordinadores),
Instituto Mora, 1996
 
                     
Don José Antonio de Alzate y Ramírez Cantilla
nació en Ozumba el 20 de noviembre de 1737, cuando gobernaba torpemente la Nueva España el arzobispo-virrey Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta y regía su imperio, con ya débil mano, el rey Felipe V. Santa María de Ozumba era un pueblo de cierta importancia en el siglo XVIII, que dependía de la jurisdicción de Chalco. La riqueza agrícola de la zona, auténtico granero de la Ciudad de México, había atraído a la familia Ramírez a radicarse allí desde el siglo XVI. De esta vieja estirpe criolla, cuya cumbre femenina encarnó en sor Juana Inés de la Cruz, provenía directamente la madre de Alzate, doña Josefa Ramírez Cantillana. El padre de nuestro personaje, en cambio, era español. Se llamaba Juan Felipe de Alzate y había nacido en las Vascongadas. Llegado desde joven a la Nueva España en busca de fortuna, la encontró al enamorar a la criollita, con cuya dote pudo arrendar una hacienda agrícola, comprar una casa de campo en San Antonio de las Huertas y establecerse definitivamente en México, con floreciente negocio de panadería en una magnífica casa frente a la estampa del Amor de Dios, lo que nos permite considerarlo un hombre rico, muy al contrario de lo que han dicho ciertos biógrafos de Alzate, picados de romanticismo.
 
Como no hay ningún retrato auténtico suyo no podré decir nada sobre su aspecto físico. Sobre su temperamento, vale la pena destacar algunos rasgos. Era un individuo extraordinariamente trabajador y dedicado. Su trato debe haber sido difícil porque tenía marcadas tendencias a la acritud, incrementadas hacia su vejez por las razones que adelante se verán. Mostró muy a las claras ser retraído y enormemente vengativo. Era —y quién no— vanidoso, orgulloso y quisquilloso. Era, por lo mismo, fuertemente combativo y violento. Era en ocasiones, pero siempre por conciencia, de tan impetuoso, imprudente. Era un hombre poseído de tanto amor, que supo entregarse apasionada, devota y enteramente. De su enorme curiosidad y rara inventiva dan abundante prueba algunas de sus ocurrencias, de las que quiero dar ejemplos. Ha de considerársele el inventor del jabón de aceite de coco, que pudo ser un buen negocio de Alzate si no hubiera topado con los intereses de los tocineros de la Ciudad de México. Propuso, en otra ocasión, que se hicieran cuidadosas observaciones y experimentos para averiguar cómo podía una mosquita de las lagunas penetrar en agua envuelta en una burbuja de aire, a fin de usar el principio con seres humanos. Se adelantó a la ciencia europea de su tiempo al llamar la atención sobre la posibilidad de que las manchas solares tuvieran relación con los ciclos agrícolas. En unas observaciones sobre las virtudes cauterizantes de la “yerba del pollo”, experimentadas a costa de patas de plumíferos vivos, mostró unas preocupaciones similares a las de Lamarck y Erasmus Darwin, cuando escribía: “hago esta reflexión: en quitando las alas a una gallina y un gallo, y a los descendientes de éstos se ejecutase la misma operación, ¿se conseguiría una especie de aves sin alas?”, pensamiento ocasional que Alzate mismo calificó de “vagas ideas, acaso dimanadas de un cerebro preocupado”. Otra de éstas, en el mismo documento, arrancó del científico la siguiente exclamación: “!Hechos, más hechos y la crítica observadora decidirían lo que no me atrevo a proferir!”
 
Un ejemplo más, que a mi me encanta. En su célebre Memoria sobre la grana cochinilla refiere haber oído que del excremento de las gallinas que hubieran comido grana se obtenía un “carmín finísimo”. Alzate lo cree por haber observado excrementos de pájaros que habían comido tuna roja, y aunque no sabe si estos últimos serían de utilidad para producir tintes, escribe que “es digno de verificarse, pues para un físico (quien lo es verdadero, lo es amante a la patria y reduce sus anhelos a la comodidad pública, a pesar de los sinsabores que se pueden ofrecer) no hay cosa, por útil que parezca, que no indague y que no procure verificar”. Así era Alzate, y creo que basta de ejemplos. Alentado, quizá, por el cariz que tomaban los cosas, se lanzó el inquieto sabio a otra empresa. Con motivo de un viaje a Cuernavaca exploró, en diciembre de 1777, las ruinas de Xochicalco. Escribió una preciosa memoria ilustrada con incomprensibles láminas, que pasó al virrey Bucareli, con una dedicatoria en que le decía varias lindezas sobre su gobierno. Es evidente que Alzate quería que la publicaran. Lo que aún no había aprendido es que debía cuidarse de no decir imprudencias. Para su infausta suerte en el entusiasmo por el elogio de los indios mexicanos, se le escapó la siguiente reflexión entre otras del mismo porte:
 
Los mexicanos son bárbaros porque hacían sacrificios de sangre humana: ¿y qué hacen todas las naciones?, ¿no arcabucean a un hombre tan solamente porque ha desertado?, ¿no pasan a degüello a un vecindario entero, a una guarnición de plaza? Algunos soberanos de Europa, ¿no sacrifican a sus vasallos por un motivo tan ligero como es el de recibir cierta cantidad de dinero?, etcétera; pues si todo esto se hace en virtud de la legislación y no es barbaridad, ¿por qué lo ha de ser respecto de los mexicanos, cuando sus leyes así lo preceptuaban? Lo mismo es que un hombre muera con el pecho abierto a manos de un falso sacerdote, como que muera por un balazo o al filo de la espada. Ya mis escuchas comprenderán que no era lo mismo a los ojos del virrey, por lo cual se le impidió la publicación de frases tan peligrosas. En el ejemplar de Alzate, puso el presbítero de su puño la siguiente frase: “éstas que es una reflexión filosófica llena de humanidad, se juzga reprehensible”.
 
A finales de 1779, y ante los temores que ya referí de la próxima contienda con Inglaterra, el ministro José de Gálvez dejó que le tomara el pelo un francés llamado Salvador Dampier, quien dijo poseer un secreto para afinar mejor los salitres para fabricar pólvora. Pedía cuarenta mil pesos por la revelación, pero el ministro resolvió enviarlo a la Nueva España a hacer la prueba. El enorme expediente es divertidísimo y muy aleccionador. Es el caso que, después de muchos forcejeos para que soltara de una buena vez el mentado secreto, se hartó el ilustrador fiscal con Ramón de Posada y pidió al virrey que nombrara a Alzate para descubrir la verdad. Como ya imaginarán, no había tal secreto, y consta de diligencias que puestos ambos, Alzate y Dampier, cada cual a refinar su propio salitre, el francés observó por encima del hombro las operaciones del presbítero y sólo así pudo salir del atolladero. Posadas se lo escribió a Gálvez y éste contestó que Alzate sería atendido oportunamente. En 1790 el sabio se quejaba al rey de que la oportunidad “no ha llegado todavía”. Quizá les interese saber que, por su parte, el francés se marchó de la Nueva España tan rico como quejoso de su suerte.
 
Entre 1784 y 1787 satisfizo sus impulsos de periodista gracias al cobijo que le brindó Valdés en su Gaceta de México. Pero a partir de marzo de 1787 inició las Observaciones sobre la física, historia natural y artes útiles, cuando gobernaba la Nueva España su prelado.
 
Cuando se inició el gobierno del segundo Revillagigedo en 1789, contaba el presbítero con 53 años de edad; era un hombre de amplia sabiduría; gozaba del reconocimiento de sus contemporáneos; había sido nombrado corresponsal de la Academia de las Ciencias de París (desde muy joven), del Jardín Botánico de Madrid y de la Sociedad Vascongada; tenía tras de sí una larga carrera de servicios al Estado; se le había ofrecido una prebenda y que se le atendería en su oportunidad; disfrutaba de un trabajo seguro y tranquilo que, además, le daba la inmunidad —ya muy vapuleada— de los eclesiásticos; acababa, para colmo, de recibir una bonita herencia, con la que inició su gran obra: la Gaceta de Literatura de México y, por último, había desaparecido ya el ministro Gálvez y el rey Carlos III, que tan indiferentes se habían mostrado al mérito del eclesiástico novohispano. Un nuevo rey, a quien no se conocía, daba trazas de estimular los estudios de los ilustrados. Un nuevo virrey, criollo por añadidura, mostraba una inhumana energía en atender todo y se había rodeado de funcionarios destacados, con lo que pretendería cambiar la apática situación de la Nueva España.
 
En octubre apareció el último número de su Gaceta de Literatura de México, suspendida por orden superior, en condiciones que no conozca, pero que, sin duda, van ligadas, a más del problema con Revillagigedo, con la violenta marcha atrás del Estado español ante el pensamiento ilustrado, con motivo de la Revolución Francesa. La Gaceta había durado ocho años y Alzate se encontraba en ánimo y con proporción de continuarla, según los avisos que insertó para la nueva suscripción. Branciforte ni intentó ni podía, como funcionario que era del Estado, proteger a Alzate. Éste había perdido la partida y tendría que sufrir el castigo. Algún barrunto o premonición tuvo Alzate del fin de sus Gacetas, porque en el último párrafo del último número dejó esta frase: “Algunos indiscretos piensan que las noticias que presentan las gacetas son efímeras; no es así, reviven a cierto tiempo y son el verdadero archivo de que se valen los que intentan escribir la historia de un país.”
 
Ni siquiera en nuestro país una vida entregada tan apasionadamente al servicio de los demás pudo pasar en la indiferencia. Desde muy poco después de su muerte empezó Alzate a recibir el reconocimiento que sobradamente merecía. A lo largo de más de 150 años se ha ido conformando su imagen, que incluso ha llegado a nosotros algo acartonada y poco simpática, porque lo que yo les he venido relatando ha permanecido ignorado.
 
Para mí todo esto nada más prueba que el intelectual deja de ser peligroso sólo a su muerte. Fúnebre condición que lo convierte en digno de homenajes y recordaciones. Cambió el Estado borbón a Estado mexicano, pero el reconocimiento de nuestro país a la obra de Alzate fue, como no podía ser menos, de lo más aséptico. Todos los premios post mortem, todas las remembranzas, todas las imposiciones de su nombre a calles, pueblos, presas, sociedades, insectos, barcos y demás, tal como todas las biografías monográficas, ensayistas o documentales, se han limitado al Alzate “científico”. Ocultamiento, consciente o no, de su verdadero mérito, que pienso, es el de mostrar que el ineludible papel del intelectual desde la creación del Estado moderno —y en México parece ser el Estado colonial borbón— es el de trabajar con tanto amor y con cuanta energía sea necesaria en servicio del “bien común”, esto es, de la sociedad a la que se pertenece, con el Estado, sin el Estado o contra el Estado. No es otro, me atrevo a creer, el sentido universal de la vida entera de Alzate; aunque con frase de mi héroe, pueda admitir que sean estas vagas ideas de un cerebro preocupado.
 
De su valor, juzgado en el tiempo que le tocó, sólo puedo decir que don José Antonio de Alzate y Ramírez Cantillana es, en el renovado bosque de nuestro siglo ilustrado, el más robusto de los árboles, el más descollante y el más frondoso. A formarle un claro para mejor verlo, a su cultivo amoroso bajo su ancha sombra, ha dedicado doce años de su existencia quien hoy, con rendida gratitud, recibe humilde la venera de esta Academia Mexicana de la Historia.
 
  articulos  
Fragmento de la introducción      
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Roberto Moreno de los Arcos      
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Aureliano Alarcón, Ramón. Buriano Ana, López Susana. 1997. Índice de las Gacetas de literatura de México de José Antonio Alzate y Ramírez. Ciencias, núm. 47, julio-septiembre, pp. 68-70. [En línea].
     

 

 

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