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Salvador Gallardo Cabrera |
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Para Ernesto Gallardo Cabrera
Qué bellas y formidables batallas trabaron los modernos
contra los antiguos. Cómo se solazaron los modernos con las melancólicas especies del peripato. Los primeros principios, las formas sustanciales, fueron desmontadas y en su interior los modernos supieron encontrar siempre cacharros viejos, telas de araña y una jerga gastada, suntuosa, impracticable. Se dedicaron con fruición a observar las costumbres escolásticas. Sí, se atrevieron en esas oscuras cámaras, vaciaron los cajones, abrieron ventanas: nunca hallaron las imperecederas cualidades ocultas. Si los antiguos llegaban a reaccionar, con esa aburrida intransigencia escolástica, y mostraban sus argumentos de autoridad, los modernos respondían con métodos precisos para la investigación real de la verdad. La física nueva, el estudio de la naturaleza, la experimentación.
Ciertamente, se dirá, eran arietes formidables; pero ¿no es exagerado ver batallas ahí donde sólo hay ataques unilaterales, alevosos y ventajosos? ¿No implica una batalla la posibilidad de respuesta? ¿Se puede batallar con muertos? Bien, bien, y con todo la reciprocidad no es sinónimo de justicia. Además, una nueva ciencia no podía nacer de la ausencia de otra, ni de sus fracasos, ni de sus problemas irresueltos. Y los antiguos eran esa ausencia. La Antigüedad clásica, si servía para algo, podía mostrar el enrarecimiento de la antigüedad más próxima o ser algo así como una reserva para contrastar saberes y prácticas metódicas. Los modernos reinventaron la ironía para desgajar los macizos de la Antigüedad clásica. Era una línea de sus estrategias de fortificación —y ya se sabe que, como decía Perrault, en el arte de la fortificación los modernos también sobrepasaban a los antiguos. La sabiduría clásica grecorromana llegó a pensarse como un mero cúmulo de falsificaciones modernas. En una famosa disertación —¿no era de Bentley el bibliotecario de St. James?— se sostenía con ardor que Las fábulas no eran obra de Esopo sino de algún autor moderno parapetado. Así batallaban los modernos contra los antiguos.
Pero los modernos se cansaron pronto de esas escaramuzas con fantasmas y comenzaron a pelear entre sí. Hobbes batallaba, por ejemplo, y Descartes lo ignoraba, Malebranche disputaba con Arnauld y Locke. El padre Mersenne llevaba y traía los mensajes emponzoñados, etcétera.
En el Nuevo Mundo, durante el siglo XVIII, los modernos luchaban aún contra las sombras del saber antiguo. Era una lucha extraña, revuelta y sorda. Estos modernos —jesuitas en su mayoría— recuerdan el linaje ambiguo de sus primeros padres: tenían en el rostro el estigma de los practicantes de la nueva ciencia, pero las manos eran de curas obsequiosos con el orden antiguo. Por eso se aconsejaban entre sí defender “las orientaciones de la buena física” con “un poco de hipocresía ante los peripatéticos y escolásticos…”. Eran, por decirlo de algún modo, “modernos” que no alcanzaban a ser “ilustrados”, como lo pedía el nuevo siglo.
Quizá esa ambigüedad sea una de las razones por las que en México se ha llamado a esos jesuitas “humanistas” y no “modernos” o “ilustrados” a secas.
Francisco Javier Clavijero (1731-1787) fue uno de ellos. Es bien conocido su suelo nutricio: las derivas del sistema cartesiano; la distinción entre física y metafísica, la admisión en el estudio físico de la naturaleza del método moderno de observación y experimentación; la aceptación del atomismo dentro del campo físico y la afirmación de la generación seminal en plantas y animales. Sabido es también su afán por actualizar la enseñanza en los seminarios, el destino desconocido de sus obras filosóficas y la buena puntería de sus trabajos históricos. Uno de estos últimos llenó un capítulo entero de una de las más prolongadas batallas fraticidas entre los modernos. Antonello Gerbi la llamó “la disputa del Nuevo Mundo”; batalla mantenida durante siglos, en diversos frentes, y de la cual se dará cuenta en lo que toca a la participación del noble jesuita mexicano.
La disputa del Nuevo Mundo
UNO. Clavijero escribió su Historia antigua de México con el lápiz bicéfalo de las determinaciones ideales y los impulsos naturales. Elías Trabulse anota que Clavijero se vio influido por los nuevos métodos de investigación histórica. Por un lado, buscó no caer en el exceso de clasificaciones y acumulación de detalles insignificantes como era práctica de la historia anticuaria-erudita, y por otro, trató de acercarse en todo momento a las fuentes primarias y secundarias evitando la demasía generalizadora y apriorística de la “historia filosófica” que dominaba los círculos intelectuales europeos.
Mas, como se verá adelante, el surgimiento de la historia natural, que es el resorte de la polémica, respondía a otras necesidades, a una nueva concepción del trabajo histórico. Y no exclusivamente a los factores descritos por Trabulse.
Además, no se puede pasar por alto que su Historia sostiene sus acercamientos empíricos en un factor capital que se concibe como motor de la historia humana. Flota en esas páginas, así sea de manera distante y no en los tramos históricos singulares de los que se da cuenta, el aviso del cumplimiento de una teofanía.
Con este bagaje, Clavijero emprendió la reconstrucción de la historia de México anterior a la Colonia. No se trata de una historia que relate neutralmente tal o cual hecho, sino de una historia polémica, una respuesta a la mirada de los europeos.
Joan Luis Maneiro, biógrafo de Clavijero, decía que la Historia tenía como antecedente varios trabajos del propio Clavijero, entre ellos, cierto diccionario acerca de las antigüedades prehispánicas. Mas esa señal no puede deponer el carácter de inmediatez polémica que tiene el texto mencionado.
En esencia, Clavijero escribe la Historia, y especialmente las nueve disertaciones que funcionan como excursos, desde un punto de reacción a las obras de Buffon (1707-1788) y Cornelius de Pauw (1739-1799).
DOS. ¿Cómo se gestó esta batalla? En el prólogo de su obra, Clavijero dice haberla emprendido por tres causas: primero, para evitar “la fastidiosa y reprensible ociosidad”, segundo, para servir a su patria, y tercero, “para restituir a su esplendor la verdad ofuscada por una turba increíble de escritores modernos…”. Acto seguido, muestra sus cartas credenciales: ha leído con diligencia todo cuanto se ha publicado sobre la materia, ha estudiado muchísimas pinturas históricas de los mexicanos y ha consultado a muchos hombres prácticos del país. Además, vivió treinta y seis años en algunas provincias del reino, aprendió la lengua mexicana, convivió con los propios mexicanos y estudió la historia natural en sus máximos exponentes.
En esas cartas credenciales se trasluce que las tres causas esgrimidas se reducen a una: formar un grupo compacto de argumentos apoyados en el dominio “total” del tema, en la ascendencia sobre ese tema que le da su linaje de criollo, para restituir la verdad ante la turba de escritores europeos modernos.
¿Qué había que restituir si lo racional era el modelo de esta disputa? La ciencia y sus métodos eran postulados como universalizables. Pero es justamente este presupuesto universal el que resulta desequilibrado en su dominio ante la diversidad o las semejanzas que acentúan más las diferencias entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Lo universal, propuesto como tal desde el localismo europeo, tropieza con lo local americano que resulta irreductible. En ese punto se gesta la batalla. Ese es el fondo de la reacción de Clavijero: los modernos ilustrados y enciclopedistas europeos han erigido sus postulados teóricos en arquetipos a los cuales incluso la realidad americana se debe ajustar. Si la realidad del Nuevo Mundo no se emparejaba con tales postulados, peor para tal realidad.
En los estudios sobre esta disputa y en particular el capítulo acerca de sí mismo, se asienta casi sin variaciones la idea de que ante la incomprensión europea, ante su mirada torva y parcial, Clavijero muestra que lo indígena y lo americano en general tienen una racionalidad propia. Luis Villoro, en su libro Los grandes momentos del indigenismo mexicano, escribe que es lo indígena como realidad específica lo que libera de la “instancia” ajena, europea: la “instancia” europea sería una especie de intermediario que escoge la providencia para revelar el Nuevo Mundo. América dependía de los juicios ajenos y se sabía enajenada por ellos. Era un objeto acotado, declarado inferior y además los europeos pretendían que se aceptase ese punto de vista como el único válido. El Nuevo Mundo es espejo del antiguo, destinado a devolverle a éste su propia imagen, sin poder darle nada propio.
De ahí, continúa Villoro, que Clavijero presente la “instancia” indígena como totalmente distinta de la europea; una “instancia” que no puede ser completamente determinada por los juicios europeos.
Lo indígena es lo más diverso de lo occidental, es el rango que otorga consistencia propia. Por ello, la función del indigenismo, escribía Uranga, consiste en buscar en el indio un elemento sustancial que presentar ante la mirada del otro.
Del centro clasificador y sus pretendientes: Buffon y la historia natural
UNO. Se ha tratado de contestar a la pregunta de cómo se gestó esta batalla. Antes de revisar las estrategias con las que se llevó adelante, es prudente analizar la configuración de la teoría de Buffon. Esto es necesario porque entre los escritores que se han ocupado de este capítulo de la disputa del Nuevo Mundo, casi sin excepción, se encuentra el mismo esquema argumentativo: la ceguera europea ante la especificidad americana. O la reivindicación que emprende Clavijero ante los desvíos de Buffon y De Pauw. En cualquier caso, se sitúa a Clavijero empeñado en desbaratar los disparates de los europeos; la luz que busca destruir los prejuicios de la oscuridad. ¿Era así? ¿El ilustrado Clavijero contra los obcecados representantes de Occidente, instrumentos de dominación de la razón universal que mostraban el lado oscuro de la ilustración?
En primer lugar, como ya se acotó, en esta batalla todos dicen representar la razón. Y esa razón es la razón occidental. Una de las estrategias preferidas de Clavijero es indicar que su objetividad está garantizada al ser, él mismo, hijo de europeos. Faltaba mucho para considerar que la razón occidental era totalitaria.
Cierto, Clavijero destaca algunos excesos en las concepciones de Buffon. Pero lo importante sería tener claro de dónde provienen dichos excesos; si se forman a partir de una necesidad extendida en el centro conceptual que elabora Buffon o si son meros exabruptos.
En el vértice de tales cuestiones se encuentra el surgimiento de la historia natural. En Las palabras y las cosas, M. Foucault (1926-1984) ha explicado que hay una visión que marca el surgimiento de la historia natural en el momento del decaimiento del mecanicismo cartesiano.
Pero para Foucault las cosas no son tan sencillas: “de hecho, la posibilidad de la historia natural, con Ray, Jonston, Christoph Knaut, es contemporánea del cartesianismo y no de su fracaso. La misma episteme autorizó la mecánica de Descartes hasta D’Alambert y la historia natural de Tournefort a Daubenton”.
Tan era así que Buffon sostenía la importancia de unir la herencia de Descartes con las experiencias de Newton: basarse en ideas claras y distintas, pero obtenidas por medio del análisis y la observación.
Para que apareciera la historia natural fue necesario que la Historia se volviese Natural; que pusiera una mirada minuciosa sobre las cosas mismas y transcribiera, después, lo que había recogido, estableciendo una marca de diferenciación entre la observación, el documento y la fábula. Palabras aplicadas sin intermediario alguno a las cosas mismas. Las plantas y los animales fueron despojados de toda esa red semántica de leyendas y blasones en los que figuraban, y separadas de los medicamentos que se elaboran con sus sustancias. Ahora son presentados de acuerdo con sus rasgos comunes “y, con ello, virtualmente analizados y portadores de su solo nombre”. Se tiene entonces, de acuerdo con Foucault, una nueva manera de anudar las cosas con la mirada y con el discurso; una nueva manera de hacer historia: el conocimiento de los individuos empíricos sólo podrá ser adquirido sobre el cuadro continuo, ordenado y universal de todas las diferencias y las identidades posibles
DOS. Buffon piensa que la extensión de la que están constituidos los seres de la naturaleza puede ser afectada por cuatro variables: la forma de los elementos, la cantidad de esos elementos, la manera en que, distribuidos en el espacio, se relacionan unos con otros, y la magnitud relativa de cada uno. El número y la magnitud se asignan por medio de una medición o de una cuenta, las formas y las disposiciones se describen por su identificación con figuras geométricas o por analogías. Así, se cuenta con un “método de inspección” (Buffon dixit) que permite, a la vez, “designar muy precisamente todos los seres naturales y situarlos en el sistema de identidades y de diferencias que los relaciona y los distingue unos de otros. La historia natural debe asegurar… una designación cierta y una derivación dominada”.
De esta manera se tiene la estructura (número, magnitud, forma y disposición) de un determinado ser y también su carácter; lo que distingue unos seres de otros. ¿Cómo se establecerían las identidades y las diferencias entre todos los seres naturales si se tomara en cuenta cada uno de los rasgos que pudieran ser descritos? Dado que sería una tarea infinita, lo que procede es limitar la labor de comparación; ya sea haciendo comparaciones totales en grupos en los que el número de semejanzas conlleva una enumeración limitada de las diferencias o eligiendo un conjunto limitado de rasgos en el que se estudiará las constantes y las variaciones de los individuos que se presenten.
TRES. Foucault observa que Buffon va de las identidades y las diferencias más generales a las que son menos, como en un movimiento de sustracción, para hacer surgir relaciones verticales de subordinación. Pero no distingue con fuerza que ese movimiento deductivo se basa en un uso extendido de la comparación. Aún más, conocer es comparar: “Por poco que se haya reflexionado acerca del origen de nuestros conocimientos, es fácil darse cuenta de que no podemos adquirirlos más que por vía de la comparación…”. “Lo que es absolutamente incomparable es enteramente incomprensible”, escribe Buffon.
Son cuatro las principales derivas que tiene el método de Buffon en esta disputa:
1) De la asimilación del conocimiento a la comparación surge el problema de la variabilidad de las especies. ¿Qué hacer con esas especies americanas semejantes a las del Viejo Mundo pero diferentes al fin? ¿Cómo operar con caracteres naturales vinculados entre sí por analogías bien sustentadas más distanciados por rasgos individuales irreductibles? ¿Cómo atender al orden del método con tal diversidad de por medio? Como en esa época no existía el concepto acabado de la variabilidad, Buffon introduce el de la degeneración, la historia de las formas.
2) El concepto de especie que usaba Buffon provenía del naturalista inglés John Ray, que definía la especie por interfecundidad. Así, no hay lugar para la transformación de las especies. Para salvarse de esta rigidez, Buffon introdujo la idea de la “geografía zoológica”, que le permitió inducir algunos gérmenes de desarrollo temporal —la teoría de la degeneración de las especies— que estaban implícitos en la subordinación derivada del proceso de deducción.
3) Como el método exigía partir de las identidades y diferencias más generales a las que son menos y, por otra parte, los modelos analógicos debían tomarse de los seres mejor articulados, Buffon crea sus series de comparación a partir de los animales más grandes al inferir que son los mejor articulados. “La mosca no debe ocupar en la cabeza de un naturalista más sitio del que ocupa en la naturaleza”, repetía siempre.
4) Resulta así también que su teoría de la generación de las especies es una mezcla de newtonismo (las moléculas orgánicas en lugar de los gérmenes preexistentes) más una preformación por “moldes interiores”. Esto produce lo que Gerbi llama “un sistema amplificado de la generación espontánea” basado en las observaciones del microscopista Needham, que había visto miles de infusorios en el caldo caliente de sus redomas mal selladas. Un error que creó la sugestión en Buffon de que de la humedad y la podredumbre nacían formas inferiores de vida.
CUATRO. Para explicar la ruptura de su sistema de comparaciones y analogías, esa ruptura alargada e insalvable, producto de la intrusión de las diferencias, Buffon deduce la “inmadurez” de América. Esta inmadurez o debilidad puede apreciarse en tres caracteres visibles:
1) La inexistencia de grandes animales. El tapir americano es el “elefante” del Viejo Mundo. El león americano “es mucho más pequeño, más débil y más cobarde que el verdadero león”.
2) La hostilidad de la naturaleza. “Hay, en la combinación de los elementos y de las demás causas físicas, alguna cosa contraria al engrandecimiento de la naturaleza viva en este Nuevo Mundo…”. De ello resulta la frígida humedad del ambiente que, incluso, provoca la decadencia de los animales domésticos europeos trasladados a América.
3) La impotencia del salvaje americano. Los hombres americanos son “fríos e inertes, recientes e inexpertos”.
A Buffon, por las circunstancias explicadas líneas arriba, le repugnaba la humedad. La consideraba generadora prolífica de diminutos y malvados animalejos. Y sabía por relatos de viajes que la humedad imperaba en el Nuevo Mundo. Si a esta repulsión se le suma que no encontraba en América grandes fieras, es más sencillo comprender su concepción de la debilidad o inmadurez orgánica del Nuevo Mundo. Todo ello expuesto en la necesidad de clasificar las diferencias por medio de una taxonomía dislocada por clases impuras, géneros escurridizos, genealogías cruzadas.
Clavijero: plano estratégico
UNO. Es tiempo de revisar las estrategias de Clavijero. Ya se dijo que este autor escribe conjuntando las determinaciones ideales y los impulsos naturales. De ahí resulta una escritura dividida: desea explicarse de acuerdo con los derroteros marcados por la razón moderna pero, a la vez, recurre a los viejos fundamentos ideales. Por un lado, golpea al mostrar las limitaciones de las nuevas orientaciones de la historia natural, y por el otro, golpea también aduciendo los fines sobrenaturales de la historia, el argumento de autoridad por excelencia.
Clavijero se percató muy claramente que lo que estaba en juego era la cuestión del origen. Quien poseía el origen tenía la ascendencia. Pero sabía que disputar por el origen era asunto perdido. Tanto las Sagradas Escrituras como la moderna historia natural estaban de acuerdo en que el origen pertenecía al Viejo Mundo. Por ello, lo que discute Clavijero es la procedencia en línea directa de lo americano con respecto al origen. Y así, ahonda en una estrategia del tránsito. Se trata de desplazar el problema del origen al tránsito. ¿Cómo transitó el origen hasta América? Todos los hombres y todos los animales son descendientes de los hombres y los animales que subieron con Noé en la barca al llegar el diluvio. Como los continentes estaban unidos, por esos pasos llegaron los descendientes de Noé al Nuevo Mundo. Hay que salvar algunos problemas —cómo transitaron los perezosos; por qué no pasaron las vacas y los caballos; cómo olvidaron los hombres el uso del hierro— pero la estrategia del tránsito es moderna, salva a Clavijero de la teoría de los ángeles descargando a los animales en el Nuevo Mundo, y cuenta también con sustento en las Sagradas Escrituras. Por si fuera poco, los propios mitos indígenas refieren hechos tales como el diluvio, la dispersión y la confusión de las lenguas.
Para profundizar su estrategia Clavijero adopta dos líneas: muestra la civilización del antiguo México en una postura clásica. Villoro escribe que “considerar una época como clásica, implica dotarla de cierta comunidad con el presente… al elevar a un pueblo a la categoría de clásico reconocernos en él una doble potenciación de trascendencia: por un primer movimiento, vemos realizada nuestra propia trascendencia; por un segundo, postulamos que esta trascendencia realizada se eleva a la universalidad”. Rizando esa línea, Clavijero va a coincidir con el diagnóstico sobre la inmadurez de América sólo que por otro camino: la civilización de los antiguos mexicanos tenía en germen los elementos para alcanzar la estatura de cualquier gran civilización antigua-clásica.
La otra línea es mostrar los postulados de Buffon como exabruptos. Atajarlos, reducirlos ad absurdum. De ahí que dirija sus baterías preferentemente a las extremidades del método buffoniano, a las características que Buffon adujo para explicar el corte en las series de comparación y analogía por la intrusión de la diferencia americana.
Sobre el corazón del método, a Clavijero le basta preguntar si se ha hallado ya el verdadero carácter distintivo de las especies. Y a la mirilla clasificadora de Buffon, Clavijero contrapone una clasificación según la utilidad, la ascendencia nativa o extranjera y la nocividad de plantas y minerales. Algo “más acomodado a la inteligencia de toda clase de personas”, como en la historia de la naturaleza de Plinio. En ese mismo movimiento, Clavijero ataja la cuestión de la diversidad no desde las diferencias o las identidades sino a partir de un procedimiento extendido de comparación de magnitudes: la ferocidad, la malignidad, la pequeñez, la aclimatación.
En esta labor, De Pauw es más un aliado que un enemigo. Sus Recherches philosophiques sur les américains, denotan tal candidez en la creencia del progreso de Occidente y tanta mala fe en el análisis de América, que no sólo vuelve plana y previsible su crítica, sino que al mismo tiempo facilita la tarea de Clavijero al proporcionarle la posibilidad de revertir los despropósitos desde el otro lado del mismo razonamiento.
El hombre no es nada por sí solo, escribe De Pauw. Cuanto es, se lo debe a la sociedad; hasta el más grande metafísico abandonado durante diez años en la Isla Fernández, regresaría de ella embrutecido, mudo, imbécil, sin reconocer nada en toda la naturaleza. Si eso le pasaría al más grande metafísico, hay que imaginarse entonces a esos salvajes americanos sin sociedad: algo peor que el sujeto frío e inerte, reciente e inexperto descrito por Buffon. Para De Pauw el americano no es un animal inmaduro, sino un animal degenerado igual que la naturaleza americana no es imperfecta sino es decaída y decadente.
La naturaleza es débil por estar corrompida, es inferior por estar degenerada. De ello hay que preguntarle a los dibujantes quienes se vieron en aprietos para representar a los cuadrúpedos americanos porque éstos tenían una talla poco elegante y mal torneada. Hasta los caimanes americanos son flojos y bastardos. Para De Pauw, América es la tierra de los más y los menos. Los insectos, las serpientes y los bichos son más grandes, más gordos, más temibles y más numerosos que en el Viejo Mundo. Por otra parte, los hombres tienen menos corazón, menos sensibilidad, menos humanidad, menos gusto, menos instinto y menos inteligencia que los hombres del Viejo Mundo.
Sin coraza y de pecho se presentó De Pauw a la batalla. Clavijero, sabio luchador que únicamente peleó las batallas en las que podía triunfar, reduce sus postulados y, de paso, generaliza la descalificación a otros combatientes. Buffon, por cierto, había cambiado su opinión sostenida en Animaux communs aux deux continents (1761), fuente de la disputa, por otra en que los excesos eran menos.
Un final sin moraleja
UNO. Bien se ve que las reyertas de los modernos tenían varios estratos de confrontación, escenarios diversos para la argumentación y la intriga. Nadie era inocente, eso es seguro. Clavijero reivindica al Nuevo Mundo proclamando las bondades de la razón —pero muchas de sus pruebas son premodernas, meros argumentos de autoridad: “mis pensamientos los someto al juicio de los doctores cristianos y sabios; pero no al de ciertos filósofos incrédulos y caprichosos, que ni respetan la autoridad divina ni quieren escuchar la razón”. O despliega sus contraejemplos utilizando la misma mecánica discriminatoria de sus oponentes, sólo que arremetiendo contra los asiáticos y los africanos: el aspecto de algún angoleño, mandinga, congo, lapón, samoyedo o tártaro oriental, su imperfección, su cara cubierta de lana negra o aplastada y larga, sus ojos amarillos o de color sangre, los párpados estirados hacia las sienes, la nariz gruesa, el color de su cuerpo, ¿no bastan para persuadir a cualquier observador de que los americanos están más cerca del ideal europeo?
Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, es un ilustrado, pero su concepción de la marcha de la especie humana proporcionó, como dice Michéle Duchet, la justificación para que el hombre “civilizado”, en tanto sujeto, civilizara al “salvaje”, en tanto objeto.
La argumentación de Clavijero participa de ese mismo afán civilizador. Se trataba de mostrar que los indígenas poseían una organización comprensible en los términos occidentales. Antiguo afán que todavía comparte cierto grupo que tutela a los indígenas como si se tratara de menores de edad.
La “instancia” indígena es irreductible desde sí misma o desde el otro lado de la diferencia, sea Occidente u Oriente. Como cualquier diferencia extendida, no puede equilibrarse porque no existe algo así como una regla de juicio que contenga ambos lados de su extensión.
Si aún fuera posible marcar un índice de diferencialidad contra la densidad canónica que nos impone “La Historia” de la filosofía y de la ciencia, ahí donde nosotros no tenemos más remedio que hacernos cargo de las diferencias entre unas prácticas discursivas o repetir las runas con que escribe la autoridad; si todavía se pudiera formar algo con los desechos de un lenguaje quemado por la especificidad, por continuidades que nunca fueron identidades, y se lograra con ello despejar los espacios de representación fundante, hendirlos, desventrarlos con una nueva paciencia casi topográfica, entonces sería posible recolocar los vértices donde la densidad canónica ha establecido sus líneas argumentativas, sus estratos de normalización y redundancia.
Ya es tiempo de vivir nuestras diferencias sin buscar una regla universal para unificar las líneas de heterogeneidad. Esta disputa queda sin moraleja. Las batallas nadie las pierde o las gana enteramente. Quedan, eso sí, los restos, la terrible soledad de un pensamiento que no podía pensar la diferencia.
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Referencias Bibliográficas
Clavijero, Francisco Xavier, 1987, Historia antiguo de México, Porrúa, México.
Navarro, Bernabé, 1964, Cultura Mexicana Moderna en el siglo XVIII, UNAM, México. Georges, Louis Leclerc, comte de, 1984, Histoire Naturelle, Gallimard, París. Buffon, 1986, Del Hombre —escritos antropológicos—, FCE, México. Trabulse, Elías, 1988, “Clavigero, historiador de la Ilustración Mexicana”, en Francisco Xavier Clavigero en la Ilustración Mexicana 1731-1787, COLMEX, México. Villoro, Luis, 1987, Los grandes momentos del indigenismo mexicano, SEP/Lecturas Mexicanas, México. Foucault, Michel, 1986, Los palabras y las cosas, Siglo XXI, México. Gerbi, Antonello, 1960, La disputa del Nuevo Mundo, FCE, México. |
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Salvador Gallardo Cabrera Editor de los cuadernos Observación y Criterio publicados por Vértice. |
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cómo citar este artículo →
Gallardo Cabrera, Salvador. 1997. La disputa por la diferencia. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 10-16.
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