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Alan Heiblum Robles
     
               
               
Se suele aceptar que una imagen vale más que mil palabras
sin reparar que di­cha afirmación no se presenta con imá­genes sino con palabras. Bajo ar­di­des semejantes, las imágenes han sido rebajadas en múltiples ocasiones a un segundo plano donde fungen como me­ras acompañantes de texto, limitan­do sus funciones —en el mejor de los casos— a las de didáctica, como ayu­dan­tes en la comprensión de la lectura, algo que ocurre frecuentemente en los textos científicos, en particular aque­llos de divulgación. Hay un caso famoso, el de un grabado publicado por el as­tró­no­mo francés Camille Flammarion, el cual ha sido utilizado en nume­rosas ocasiones como un mero adorno sin pres­tar atención a su intrincado dis­cur­so visual y origen.
 
No sabemos la fecha ni la identidad del autor, ni siquiera el lugar en donde fue creado este fascinante grabado. Fue­ra de la nube de rumores que lo en­vuel­ve, el registro más antiguo con que con­tamos es su publicación en 1888 por Flammarion en la tercera edición de su voluminoso texto de ochocientas pági­nas La atmósfera: meteorología popular —razón por la cual se le conoce como el grabado Flammarion. La ima­gen se en­cuentra en el libro doce (“Los fenó­me­nos ópticos del aire”), en la pá­gi­na 163 del capítulo uno, cuyo título es “El día”, en el subcapítulo “La forma del cie­lo–La luz”. En la inscripción de la ima­gen se lee: “Un misionero de la edad me­dia había encontrado el punto don­de el cielo y la Tierra se tocan”.
 
Meteorología popular es un largo tra­tado que, bajo la consigna de que es la atmósfera la que organiza la vida, in­ten­ta agotar sus distintos aspectos: su composición química, sus propiedades físicas, sus ocasionales inclemencias para los viajeros aeronáuticos, etcétera. El libro reúne decenas de hermosas ilustraciones de múltiples estilos. Mu­chas de ellas cuentan con firma, otras más quedaron desprovistas de sus debidos créditos. Entre estas últimas luce el grabado que aquí nos convoca, cuyo estilo no es compartido por ningu­na otra de las ilustraciones; la calidad de la línea, su marco, la forma de relleno son visiblemente diferentes del resto. Una página antes de la ilustración, Flammarion escribió: “Un ingenuo mi­sionero de la edad media contó que, en uno de sus viajes en búsqueda del paraíso terrestre, alcanzó el horizonte don­de el cielo y la Tierra se tocan, y que encontró un punto donde éstos no estaban soldados, por el que pasó los hombros flexionados bajo la cubier­ta de los cielos... ¡Pero esa bella bóveda no existe! Ya me elevo en un globo ae­rostático más alto que el Olimpo griego, sin nunca llegar a tocar esa carpa que se fuga de aquellos que la persiguen, como las manzanas de Tántalo”.
 
Flammarion, haciendo gala de cier­tos típicos prejuicios decimonónicos (que incluyen un desprecio al Medio­evo como una época oscura e ignoran­te y una complacencia al conocimien­to natural de los antiguos griegos como primeros destellos de un conocimien­to protocientífico), considera que antes de Copérnico, cuando se hablaba de las esferas celestes, incluida la atmósfera, se pensaba estrictamente en esferas duras, materiales y cristalinas. De cara a una historia o filosofía de la ciencia ri­gurosa, una afirmación así de sim­plis­ta tiene muy poco interés y puede ser tildada de anacrónica. No hay sen­ten­cias fáciles que puedan resumir a caba­lidad el pensamiento a través del tiem­po. Así, en general, los li­bros de Flam­marion tienen múltiples bondades pero su profundidad no es una de ellas, y es que el astrónomo es­taba mucho más interesado en impac­tar a su público con datos científicos que en efectuar un recuento histórico cuidadoso o un escrutinio detallado de los argumentos en juego.
 
¿Quién fue Flammarion?
 
Antes de proseguir con el análisis del grabado me parece pertinente mostrar un poco más quién fue Flammarion. Astrónomo, escritor de ciencia ficción, místico, asiduo al espiritismo y a la hip­nosis, Camille Flammarion arrancó su carrera como divulgador de la ciencia con el pie derecho. Su primer libro, La pluralidad de los mundos habitados, pu­blicado en 1862, fue todo un éxito. Como su título lo indica, el libro está de­dicado a explorar las posibles formas de vida fuera de la Tierra. Este tema fue uno de sus favoritos y más re­cu­rren­tes.
 
Flammarion afirmaba tanto la exis­tencia de la vida extraterrestre como la transmigración de las almas. En Relatos del infinito (1872) y en La astronomía popular (1880) —que fue su libro más ce­lebrado— juntó ambas ideas en una serie de cuentos donde las almas reen­carnan en alienígenas no antropomor­fos de otros mundos.
 
Una anécdota de lo más interesan­te se tiene en la primera copia de su Tie­rras del cielo (1882). El ejemplar lleva inscrito en letras de oro: “Cumpli­mien­to piadoso de un deseo anónimo / en­cua­dernación en piel humana (mujer)”. La historia va así. Resulta que había una condesa enamorada de Flammarion que cuando supo que no sob­re­viviría la tuberculosis que la aque­ja­ba hizo ju­rar a su medico que le lleva­ría su piel al autor que tanto amaba. La sor­presa no termina ahí, para colmo la condesa había hecho tatuarse el rostro de Flammarion en la espalda, así que cuan­do Fla­mmarion encuadernó su nue­vo li­bro, contó además con su ros­tro en la contraportada. No obstante, esto no es tan extraño como aparenta, la biblio­pe­gia antropodérmica fue una prác­ti­ca co­mún desde el siglo xvii. Así, por ejem­plo, pueden encontrarse dos copias de la constitución francesa (17891793) fo­rradas en cuero humano.
 
Flammarion entonces fue un ce­le­bre autor que publicaba principal­men­te en la editorial de su familia. Tuvo con­tacto con múltiples ilustradores y él mismo hizo de ella uno de sus ofi­cios. Lamentablemente no nos dejó más información respecto del graba­do que posteriormente recibiera su nom­bre. A lo largo del tiempo, el famoso gra­bado ha sido interpretado de dis­tintas maneras. En 1958 el psicoanalis­ta C. G. Jung ofreció una de tantas. En su opinión el tema central de la imagen es la iluminación según los rosacruces, el personaje es un peregrino es­piritual y lo que observa son proyec­ciones del mundo interior.
 
La primera interpretación de la que se tiene registro es justamente la de 1888 de Flammarion ya citada. ¿Fue él el autor de dicho grabado? Es la opinión de algunos. Mas no es la mía, por dos razones. La primera: Flammarion apro­vecha poco o nada la potencia del gra­bado, ignora su tema cosmológico cen­tral y evade su simbolismo (un im­portante ejemplo de ello es la figura que aparece en la esquina superior iz­quier­da: se trata de la doble rueda de las vi­siones del profeta Ezequiel). La segunda: en la revista Science et Vie (nú­mero 22 especial) de 1952 existe una versión del grabado que parece ser in­depen­dien­te del publicado por Flammarion.
 
De imágenes a palabras y viceversa
 
Cuando se trata de interpretar una obra visual es importante recorrer el cami­no que va de las imágenes a las palabras pero también el camino de vuelta. Se conoce como écfrasis a la “traducción” en palabras de una imagen. Se tra­ta de una descripción que debe ser precisa y detallada aun cuando la ima­gen no exista. El ejemplo más famoso es la sugerente descripción del escudo de Aquiles que Homero ofrece en la Ilía­da. El caso reverso a la écfrasis, par­tir de un texto y arribar a una imagen precisa y detallada, es un proceso que no cuenta con un nombre específico. Se podría decir que en tanto imaginar es crear imágenes, “imaginación” sería entonces la palabra correcta. Pero no lo es, desde hace milenios la palabra “ima­ginación” ha sido reservada para usos más amplios. Tampoco “ilustrar” termina de ser una solución afortu­na­da, pues no hemos logrado del todo com­batir el prejuicio que hace de las ilustraciones ornamentos o acompañantes del texto.
 
Haciendo a un lado el término con el que se describa dicha metamorfosis que va de palabras a imágenes, es claro que el concepto inunda la pintura, y aunque un ejemplo obvio son los fa­mo­sos dibujos policiales, donde el ne­buloso retrato hablado de un descono­cido se vierte en un identificable ros­tro de carboncillo. Otro ejemplo bien pudiera ser, justamente, el grabado que es­tamos escudriñando.
 
La interpretación que aquí ofrezco es que el grabado Flammarion no es sino la puesta en imagen del argumen­to cosmológico de Arquitas de Tarento, formulado entre los siglos v y iv a.C., el cual nos llegó gracias a Eudemo, casi contemporáneo de Arquitas, y Simpli­cio, un comentarista de la obra de Aris­tóteles que vivió en el siglo v d.C., bajo la siguiente forma: si el Universo fuera finito tendría un límite; pero situado frente al límite, un viajero siempre po­dría extender su mano o bastón exten­diendo a su vez el límite. Frente al nue­vo límite podría repetir la operación. La conclusión es que el Universo es in­finito en potencia. Ahora bien según Ar­quitas lo que es eterno no conoce di­ferencia entre acto y potencia, y como el Universo es eterno, entonces es infinito. No hace falta insistir mucho para reconocer que el grabado es una ilus­tra­ción de este elegante argumento. Allí está el límite de los cielos, están el viajero, la mano y su bastón.
 
El argumento cosmológico de Arquitas es elegante y contundente, pero no convenció a sus contemporáneos. Desde el punto de vista de Aristóteles, el argumento sencillamente no funcio­na. Para El Estagirita las cosas están lo­calizadas, es decir, como no pueden es­tar en sí mismas, están en algo más: así la Tierra está en el agua, el agua en el aire, el aire en el éter, el éter en el cielo, pero el cielo no está en ningún lugar por­que no hay ninguna otra cosa que lo contenga. Según Aristóteles, el viaje­ro, en tanto compuesto de los diferen­tes elementos, ni siquiera podría alcan­zar los cielos y, aun suponiendo que lo hiciera, no podría rebasar su límite, pues más allá de los cielos simplemen­te no hay lugar.
 
El argumento de Arquitas también falla desde el punto de vista moderno. El problema está en la primera línea. No es cierto que lo finito es necesaria­mente limitado. Por ejemplo, la su­per­fi­cie de una esfera puede recorrerse de manera indefinida sin impedimen­to alguno y es, por tanto, finita pero ili­mi­tada.
 
Arquitas de Tarento
 
Hace más de dos mil años, disfrazado bajo un manto de bucólica fertilidad se escondía un furioso volcán. El 24 de agosto del año 79 de nuestra era, la erup­ción del Vesubio sepultó las ciu­da­des de Pompeya y Herculano. Nu­me­ro­sas personas perecieron, entre ellas el famoso historiador Plinio el Vie­jo, quien había acudido a las faldas del mon­te preso de curiosidad, sin saber que se dirigía a su tumba. Durante los siglos posteriores nunca más se supo de estas ciudades y, cuando ya parecían más leyenda que sitios históricos, en 1720 el príncipe d’Elbeuf desenterró, accidentalmente mientras busca­ba mármol, los restos de Herculano. En­tre las esculturas que fueron halla­das se encuentra un busto en bronce oscu­ro, conservado hoy día en el Museo Ar­que­ológico Nacional de Nápoles; se trata de la imagen de Arquitas de Ta­rento.
 
De Arquitas sabemos muy poco, te­nemos una única imagen y ninguna obra completa. Se trata de un perso­na­je mucho menos conocido y reco­no­ci­do que Platón y Aristóteles —sus contem­poráneos— pero no menos tras­cendente. Diógenes nos cuenta que hay otros tres Arquitas que no deben ser con­fundidos: un músico de Mitilene, Grecia; un poeta epigramático —“¿Qué es un epigrama? Un todo ena­no, cuer­po breve, alma aguda”; y el autor de un libro de agricultura.
 
Aun así, lo primero que uno advier­te es que nuestro Arquitas fue tan pro­lífico como multifacético, pues también fue músico y escribió acerca de la armonía y las cualidades del sonido; no­tablemente fue uno de los primeros en sentenciar que la música tenía una gra­mática. No fue poeta pero fue recono­ci­do por sus escritos. A él también de­be­mos una de las más maravillosas de­mostraciones matemáticas de todos los tiempos, uno de los primeros autó­matas de la historia y otras aportaciones que han ayudado a dibujar el rostro académico de Occidente.
 
La tradición lo llama pitagórico y es posible que así haya sido, sobre todo si, como se asegura en los testimonios re­cogidos en el siglo i a.C por el escritor romano Marco Tulio Cicerón en su obra Catilinarias, Arquitas fue alumno de Fi­lolao, el pitagórico más prominente de su tiempo. En el mismo sentido apun­ta el hecho de que cultivó la música y sos­tuvo la preeminencia de los núme­ros, aspectos fundadores del pensa­mien­to pitagórico.
 
Pero también es posible que Arqui­tas no haya pertenecido a dicha secta. En favor de esta suposición hablan las escasas referencias explícitas (ni Pla­tón ni Aristóteles lo llaman pitagórico) y la to­tal ausencia de la metempsicosis (trans­migración de las almas) en sus frag­mentos o testimonios; esto es so­bre­sa­liente si consideramos que la me­tem­psi­cosis era una cuestión inne­go­cia­ble para la per­tenecía a la orden pi­tagórica. La cues­tión interesante es que Arquitas es llamado pitagórico sin re­parar que di­cha etiqueta pudiera ocul­tar más de lo que aclara. Finalmen­te, si alguna fi­gu­ra de la Antigüedad re­sulta lo sufi­cien­temente buena candidata para que­brar moldes rígidos y ser oca­sión de excepción, es justamen­te la de Arquitas.
 
También fue un notable político, bajo su mando Tarento resplandeció y nunca conoció la derrota militar. Ocupó siete veces consecutivas el cargo anual de estratega plenipotenciario. El poder que dicho cargo le confería era el de to­mar decisiones sin consultar a la asamblea general. El hecho de que haya sido reelegido en distintas oca­sio­nes suele interpretarse como mues­tra del enorme aprecio que le tenían sus conciuda­danos, ya que la ley de la de­mocracia de Tarento prohibía la re­elec­ción a di­cho cargo por más de un año. Su caso es un buen ejemplo para enten­der que en la antigua Grecia el tér­mino “tirano” designaba poder y no su abuso.
 
Arquitas fue admirado por su labor política y por virtudes muy diversas; destacó asimismo en el terre­no de las matemáticas, en donde, ade­más de ser mentor del gran Eudoxo, formu­ló una solución para el problema de la du­pli­cación del cubo que, junto con la cuadratura del círculo y la trisección del ángulo, constituyen los tres pro­ble­mas clásicos de la Antigüedad.
 
El origen del problema de la dupli­cación del cubo se remonta a la pes­te que asoló la ciudad de Atenas en el año 433 a.C., epidemia que diezmó a un cuar­to de la población ateniense, inclu­ido el gobernante Pericles, y amena­za­ba con mermarla por entero. Con el fin de encontrar un remedio para con­ju­rar la peste, los sabios visitaron el tem­plo dedicado a Apolo en Delfos. Según el relato, el oráculo anunció que para de­tener la epidemia era necesario du­plicar el altar cúbico dedicado a Apolo. Los artesanos quedaron desconcertados en sus esfuerzos por descubrir cómo podrían construir un cubo que fuera exactamente el doble de otro sólido similar. A partir de entonces, distintos matemáticos intentaron atacar el pro­ble­ma. La respuesta más deslumbran­te vino de Arquitas y se basa en las in­ter­secciones de tres superficies de re­volu­ción: un cilindro, un cono y un toro, si­tuadas en distintos planos. La for­ma exacta de esta notable solución requie­re una abstracción matemática impor­tante y constituye todo un desafío para el lector que quiera seguirla.
 
No obstante su brillo, Platón re­pu­dió el planteo de Arquitas, pues él que­ría una solución restringida a des­pla­za­mientos espaciales, no virtuales. Actualmente se sabe que la duplicación del cubo, la cuadratura del círculo y la trisección del ángulo son proble­mas sin solución en los términos pro­pues­tos por Platón, esto es, como cons­truc­cio­nes restringidas al uso de la regla y el compás. Sin embargo, a esta conclu­sión negativa se llegó hasta el siglo xix, después de más de dos mil años de tra­ba­jo y gracias a los progresos alcanzados en el álgebra y el análisis matemá­tico.
 
Platón estaba en lo cierto, Arquitas había mezclado geometría y mecánica, pero esto, en lugar de calificarse de vi­cio puede elogiarse como una virtud. A este respecto, Diógenes Laercio en su obra Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, señala que Ar­qui­tas “fue el primero que metodizó la me­cánica sirviéndose de principios ma­te­máticos y el primero que aplicó el mo­vimiento mecánico a una figura geo­métrica”. Entonces la solución pro­vista por Arquitas no sólo constituye una prueba de su increíble pericia, sino que además es un precedente de la mecánicageométrica que luego del Re­nacimiento fundaría la ciencia actual.
 
En el libro X de su obra Noches áticas, el escritor romano Aulo Gelio se­ña­la que Arquitas, alrededor del año 400 a.C., habría diseñado y luego cons­truido en madera un artefacto al cual bautizó peristera, pues tenía forma de paloma y era capaz de volar por medio del disparo de un chorro a presión. Pro­bablemente este artefacto fue la prime­ra máquina voladora capaz de moverse por medios propios. Pero hay también otros inventos atribuidos al pensador de Tarento, entre ellos se destaca el so­najero. Según Aristóteles se trataba de una matraca hermosamente concebida, que milagrosamente permitía que los niños tuviesen las manos ocu­pa­das, impidiéndoles así romper las cosas de sus casas. Aristóteles estuvo muy interesado en Arquitas, tan­to que le de­dicó una obra en cuatro vo­lúmenes, ex­tensión mayor que la otor­gada a cualquier otro pensador. Para infortunio de la historia nada de ella permanece. Como tantas otras obras de la Antigüe­dad, el “Arquitas de Aristóteles” se en­cuentra perdido en los abismos del tiem­po. Por fortuna Aristoxeno, un dis­cípulo de Aristóteles, escribió una obra intitulada La vida de Arquitas, que aún se conserva, y mucho de lo que hoy pre­su­mimos saber proviene de ella.
 
La relación entre Platón y Arquitas no es clara. Si bien parece que hubo una amistad, no sabemos si Platón en­contró en Arquitas inspiración para su rey filósofo o fue Arquitas quien halló en Platón un maestro. Otra posibilidad es que simplemente fueron colegas en­tablados en eternos debates. Desde lue­go, estas opciones no son mutua­men­te excluyentes. Lo que sí sabemos es que tiempo después de la muerte de Sócrates, Platón visitó el sur de Ita­lia. Llegado a Siracusa fue recibido en la corte de Dionisio II. Platón era ampliamente reconocido pero no por ello necesariamente aplaudido. Tras escu­char las ideas del filósofo, el tirano re­solvió venderlo en calidad de esclavo a la ciudad de Egina, entonces enemi­ga de Atenas. Para fortuna de Platón, cuan­do su vida corría el mayor de los peligros, en el puerto lo esperaba un ti­rreme con treinta soldados enviados en su auxilio por Arquitas.
 
Más allá de su posible amistad, po­de­mos entrever una férrea rivalidad en­tre el pensamiento de Arquitas y el de Pla­tón. El uno bien puede ser visto como la imagen en negativo del otro. Mien­tras el universo de Platón es fini­to en el tiempo pero infinito en el espa­cio, el de Arquitas es infinito tanto en edad como en extensión. En el pensa­mien­to platónico las cosas imitan a los nú­me­ros pero no son números, el mun­do sen­sible imita al mundo inteligible pero no es el mundo inteligible. En el pen­samiento arquítico dichas divisiones simplemente no ocurren. Por últi­mo, mientras que para Platón conocer es recordar, para Arquitas es el fruto de la investigación: “Descubrir lo que no se está buscando es difícil y raro, des­cu­brir lo que se está buscando es acce­si­ble y factible, mas no hay conocimien­to con insuficiente investigación”. Tal vez fuera esta visión optimista del co­nocimiento y la enseñanza, en la cual sus límites son rebasados una y otra vez, lo que le sugiriera su argumento cosmológico; o tal vez fuera justo al re­vés y para Arquitas el conocimiento de un universo sin límites tampoco debie­ra conocer límites.
 
A modo de cierre
 
Al igual que al andar por la senda que aparece en el grabado, hemos llegado al limite de este escrito, pero no al fin del misterio. Empezamos el recorri­do con un grabado sin título ni firma y co­nocimos a quien lo hizo público: Camille Flammarion, uno de los divulgado­res más importantes y excéntricos de la ciencia de fines del siglo xix e inicios del xx. En él aparece la noción de in­finito y de un viajero que se asoma más allá del presunto límite del Universo, lo que nos llevó a considerar por consiguiente que se trata de la traduc­ción visual del argumento cosmológi­co del célebre Arquitas de Tarento, uno de los pensadores más ilustres de la An­tigüedad. De estar en lo correcto, el mis­terioso artista que dio vida al grabado debió haber conocido los escritos refe­rentes a Arquitas de manera directa o indirecta y en clave religiosa.
Postdata: Arquitas y Flammarion son, por cierto, también dos cráteres lunares.
 
     
Referencias Bibliográficas

Aristóteles. Siglo iv a.C. Física. Gredos, Madrid. 1995.
Flammarion, Camille. 1888. L’Atmosphère: météorologie Populaire. Flammarion, París.
     

     
Alan Heiblum Robles
Historiador de la ciencia y epistemólogo independiente.

Alan Heiblum Robles obtuvo el grado de físico en la Facultad de Ciencias de la UNAM en 2009 con una tesis sobre máquinas del tiempo. Después se embarcó en un viaje musical, académico y vital a Uruguay y a Argentina, donde terminaría por obtener su grado de doctor en filosofía e historia de la ciencia en 2014. En 2015 realizó una estancia postdoctoral en Cambridge. En 2016, ya de regreso en México, realizó la película Philms que discurre sobre las posibilidades de una filosofía fílmica.
     

     
 
cómo citar este artículo
 
Heiblum Robles, Alan. 2017. Camille Flammarion, Arquitas de Tarento y un grabado sobre el infinito. Ciencias, núm. 124, abril-junio, pp. 14-21. [En línea].
     

 

 

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