![]() |
![]() |
|
|||||||||
Luis Lemus y Stephen V. Shepherd |
|||||||||||
Nuestras vidas son un entramado formado por nuestras
percepciones y las respuestas emocionales que éstas evocan. No estamos exclusivamente familiarizados con las emociones a partir de esta inmediata y subjetiva experiencia personal, sino que igualmente reconocemos las emociones que se observan en los demás. Podemos, por ejemplo, leer las emociones en otra voz, en la postura y en la expresión, de manera que somos capaces de comprender el estado interno de otro ser —no solamente humano— y explicar sus acciones y aun predecir su comportamiento inminente. Si bien creemos reconocer la relación entre nuestras emociones subjetivamente experimentadas y las emociones que observamos en los demás, se trata un tanto de conjeturas y a menudo imperfectas, sobre todo cuando la persona observada es diferente a nosotros. Las emociones son fundamentales en la generación del comportamiento humano. Los sentimientos de amor, odio, envidia, amistad, celos, etcétera, son sin duda una fuerza que nos empuja a realizar actos que de otro modo no se podrían generar. El hecho de que dichas emociones se hayan seleccionado y conservado durante el curso de nuestra evolución, sin duda revela el éxito adaptativo que le han conferido a nuestra especie. Visto desde este ángulo evolutivo, entender el comportamiento humano requiere comprender los mecanismos biológicos mediante los que las emociones funcionan, y desde aquí es posible definir cuáles son las características que poseemos como especie y nos diferencian de otros animales. De hecho, estudios comparativos sobre las emociones humanas y las de otras especies animales ya han aportado datos reveladores que nos permiten entender el papel adaptativo de las emociones. Ha sido posible, por ejemplo, estudiar las analogías entre nuestro comportamiento y el de otros primates para tratar de inferir el origen de nuestra conducta social o de nuestra capacidad creativa que, quizás, cuando operan de manera sinérgica generan fenómenos como cultura y civilización.
Etimológicamente la palabra emoción proviene del latín motio, que significa movimiento, con el prefijo e (retirarse), que da la idea de algo que nos saca de nuestro estado habitual. A pesar de que existe tan sólo un conocimiento parcial de la naturaleza de las emociones, generalmente se considera que se trata de un trastorno psicosomático que se puede percibir como agradable o desagradable y que nos predispone a actuar de manera específica y estereotipada. Las emociones no son únicamente un fenómeno mental sino que, al menos parcialmente, conllevan una respuesta corporal: son psicosomáticas. De acuerdo con William James, una emoción sólo se produce cuando nos damos cuenta de que ha ocurrido un cambio en nuestro cuerpo. Nos enojamos cuando nos damos cuenta de que nuestros rostros se enrojecen y nuestro pulso se acelera, la respiración se torna irregular, los músculos se tensan, se frunce el ceño, tiemblan las manos. Si bien es cierto que tales cambios somáticos son causados por nuestro cerebro —de hecho son percibidos por éste—, las emociones deben manifestarse en otras partes del cuerpo para ser plenamente experimentadas.
La conducta se explica por la combinación de respuestas estereotipadas, decisiones activas y emociones que sintonizan las reacciones de nuestros cuerpos con el contexto. En este sentido, de la gran variedad de conductas, pareciera de particular interés el estudio del fenómeno creativo, ya que la capacidad para resolver problemas a partir de piezas de información que se adquieren por medio de nuestros sentidos hace a nuestra especie verdaderamente destacada. De todas las criaturas, sólo nosotros trascendemos nuestras emociones mediante el razonamiento frío y duro, pero tal vez, como proponen Damasio y otros, las sentimientos viscerales son cruciales para una eficaz toma de decisiones y para que exista el fenómeno creativo.
En esencia, la inteligencia humana parece ser una variedad de la inteligencia social de los primates. Si bien nuestras hazañas más rigurosas y sólidas de razonamiento, planificación y memoria son mediadas por el lenguaje, se trata de habilidades adquiridas por interacciones con otros humanos. El lenguaje ha evolucionado para servir objetivos sociales y no individuales. Es sólo uno de muchos sistemas de señalización que usan los animales para coordinar acciones inmediatas y estados latentes de comportamiento. Mientras que la forma fuerte de la hipótesis de Whorf (que sugiere que el lenguaje limita la capacidad de pensar) ha sido prácticamente descartada, una forma más débil de la hipótesis, defendida por Boroditsky, sostiene que el lenguaje determina el tipo de cosas que tomamos en cuenta y los tipos de asociaciones y supuestos que surgen en forma automática. Cuando hablamos, nuestras palabras pueden o no tener un significado emocional intrínseco, pero siempre están integradas en movimientos, tonos de voz y expresiones faciales que conllevan información tanto semántica como de nuestro estado emocional.
Las emociones están directamente relacionadas con la expresión. Cuando hacemos cara de enojo, por ejemplo, automáticamente nos volvemos más agresivos, y si imitamos una sonrisa, no podemos evitar sentirnos más alegres. En general, para que un humano experimente una emoción a plenitud, debe expresarla. Paul Eckman y sus colegas argumentan que existe un conjunto básico de expresiones faciales que son universales entre los seres humanos —que incluye sorpresa, felicidad, tristeza, enojo, miedo y asco. Sin embargo, no esta claro que todas las emociones sean necesariamente expresadas. Los celos, por ejemplo, son sin duda una emoción, pero no tienen una expresión claramente reconocible.
Mientras las emociones pueden también deducirse de otros estímulos sensoriales, la expresión facial de las emociones parece ser especialmente eficaz. El simple hecho de gesticular para expresar una emoción trae la emoción a la existencia. La emoción surge en el actor, ya que: a) las emociones suelen ser señales honestas, por lo que la forma más segura de fingir una sonrisa es evocar la emoción que la causa; y b) porque la mera adopción de la postura de la emoción es suficiente para activar automáticamente en nosotros la experiencia representada. Pero la experiencia también emerge en el observador. Cuando vemos las expresiones faciales automáticamente imitamos el estado tanto físico como emocional que vemos. Este mimetismo o contagio emocional parece surgir de forma rápida e irreflexiva, incluso aunque deseemos suprimirlo. El proceso es muy sutil y sin duda puede ser ahogada en algunas circunstancias —por ejemplo, el contagiarse de la risa de un compañero de trabajo.
Las expresiones faciales son nuestro principal medio para la observación y transmisión de estados emocionales, y esto parece ser cierto no sólo para nosotros, sino también para nuestros parientes primates, incluyendo monos y simios. Sin embargo, las expresiones faciales no son los únicos indicadores del estado emocional. En condiciones de laboratorio es posible medir directamente el estado físico del cuerpo: frecuencia cardiaca y presión arterial, control de los niveles sanguíneos de las hormonas circulantes e incluso directamente registrar la actividad eléctrica del cerebro. Mediante tales herramientas es posible comparar nuestras experiencias emocionales con las de las otras especies animales para entender cómo nuestras emociones han evolucionado hasta su forma actual.
Medir las emociones
El desarrollo de nuevas tecnologías ha contribuido sustancialmente al estudio de la función cerebral. Técnicas como la resonancia magnética funcional y la electroencefalografía permiten conocer cuáles son las áreas cerebrales que participan en los distintos estados emocionales, mientras que el registro eléctrico de las células del cerebro proporciona información acerca de los mecanismos mediante los cuales diversas áreas cerebrales producen tales eventos. Sabemos que el cerebro es el responsable de generar emociones, en gran medida, gracias a herramientas técnicas que nos permiten correlacionar los cambios en la actividad cerebral con cambios en la conducta.
Cuando las experiencias humanas generan emociones fuertes, provocan reacciones corporales que incluyen la liberación en el torrente sanguíneo de hormonas y otros péptidos provenientes de las glándulas y la hipófisis. Entre los cambios generados a partir de un evento, podemos observar los que ocurren en la frecuencia cardíaca, la contracción o dilatación de los vasos sanguíneos, en el tono del músculo esquelético y las contracciones de los músculos faciales para producir diferentes expresiones. También ocurren cambios en las vísceras (estómago, pulmones, etcétera). Así, cuando la activación sensorial lleva a la liberación de hormonas y efectos musculares que se manifiestan durante los diferentes estados internos, podemos hablar de la aparición de una emoción.
Sin embargo, ¿cómo sabemos que una persona tiene una emoción? Hay tres métodos principales mediante los cuales podemos medir y caracterizar las emociones: la medición de la actividad cerebral durante las circunstancias emocionales, el estudio del comportamiento y las variaciones en las concentraciones de ciertas moléculas en la sangre.
El cerebro. Una de las cuestiones fundamentales en la comprensión del comportamiento humano es saber cómo y dónde se generan las emociones. El hecho de que las emociones se acompañen de sensaciones somáticas supone que se presentan en todas las partes imaginables del cuerpo, sin embargo existe sólo una curiosa excepción, el cerebro mismo. El cerebro en sí no se siente. Los dolores de cabeza son de los músculos que rodean la cabeza o, en el peor de los casos, a nivel de las membranas que recubren el cerebro (las meninges); entonces, ¿cómo participa el cerebro en los procesos emocionales?
Excluyendo los casos reportados de lesiones cerebrales de soldados en tiempos de Galeno, el estudio científico de las emociones sobre la base de una lesión cerebral no aparece sino hasta mediados del siglo xix, cuando finalmente se deduce que el cerebro es el sustrato de las emociones. La evidencia provino del accidente que sufrió Phineas Gage durante la construcción de una línea ferroviaria. Una chispa detonó una carga de pólvora, haciendo que una barra metálica saliera disparada y le atravesara el cráneo. La lesión no fue mortal pero le produjo tales cambios de conducta, que a la postre se volvieron paradigmáticos en el entendimiento de la función cerebral y en particular de la etiología de las emociones. Phineas, quien solía ser un buen hombre, padre, esposo y amigo ejemplar, se volvió extremadamente antisocial, manifestando un claro desapego emocional. La lesión se produjo en el lóbulo frontal, así que, como consecuencia de este caso clínico, se comenzó a entender dicha área cerebral como una pieza fundamental en el control de las emociones.
Es interesante notar que las especies animales con mayor área cortical poseen un despliegue mayor de conductas y probablemente también un mayor número de emociones. Actualmente, se sabe que algunas regiones corticales del lóbulo frontal participan en la generación de un tipo de emociones descritas como emociones secundarias que, a diferencia de las primarias, son de un gran peso cognitivo y fundamentalmente se relacionan con las conductas sociales; ejemplos de estas emociones son la empatía, el amor, el odio, los celos, la alegría, la tristeza, etcétera. En contraste, emociones como el hambre, la sed, la ira y el miedo son de naturaleza primaria y nos permiten adaptarnos de manera inmediata a las demandas del entorno y además son fácilmente reconocibles en el resto de las especies animales.
A grandes rasgos, sabemos que las emociones primarias son una cascada de acontecimientos generados a partir de una señal sensorial y se ha visto que participan circuitos subcorticales como el de Papez, donde intervienen el hipotálamo y la amígdala entre otras estructuras; el primero, que se ubica en la parte superior del tronco cerebral, genera respuestas endocrinas liberadoras de hormonas y otras moléculas en la sangre, y produce respuestas autónomas encargadas de la actividad visceral; mientras la segunda, un núcleo neuronal subcortical ubicado en la porción anterior y medial del lóbulo temporal, es responsable de coordinar la actividad de los ganglios basales y la corteza cerebral para producir movimientos musculares encargados de las expresiones faciales y comprender dichas expresiones en otros individuos, además de participar en la generación de emociones primarias como el miedo y la ira.
Sistema nervioso autónomo. Las emociones no dependen solamente de estructuras cerebrales, implican corporalidad, es decir que el resto de los órganos del cuerpo participan en su generación al ocurrir diversos fenómenos como un cambio en el ritmo cardiaco, sudoración, peristalsis, contracción pulmonar, etcétera. Dichos mecanismos son desencadenados por el hipotálamo, el cual pone en marcha el sistema nervioso autónomo, generando los estados corporales que forman parte de las emociones. En particular, son los sistemas simpático y parasimpático que, de manera coordinada y antagónica, controlan la actividad de los órganos internos mediante circuitos neuronales que van de las vísceras a la médula espinal y al tallo cerebral.
Un ejemplo clásico de la actividad antagónica de tales sistemas son las emociones que, como mnemotecnia, denominamos las tres c: correr, combatir y... el sexo. Supongamos que al entrar a un callejón nos encontramos con un asaltante; la dimensión del susto activa nuestro cuerpo y lo prepara para la acción, pero ¿qué acción escoger? ¿correr o combatir?, ¡claramente la otra c queda descartada! Pues bien, el estado de alerta es mediado exclusivamente por el sistema simpático, ya que el hipotálamo ha desactivado el sistema parasimpático: nuestras pupilas se dilatan, se acelera el ritmo cardiaco, se inhibe la digestión y se moviliza glucosa. Así, nuestro combate será más efectivo o nuestra carrera más veloz. Durante todo el evento se percibe una emoción y, mientras dure, nuestro cuerpo estará actuando en consecuencia. Una vez pasada la crisis, el sistema parasimpático se activa, obligando al cuerpo a regresar a sus funciones normales.
Los cambios fisiológicos. Nuestras emociones no sólo dan lugar a respuestas conductuales congruentes con las contingencias de nuestro entorno, son también un sensor de los procesos fisiológicos que nos ocurren en cada instante. Al ser conscientes de nuestros estados internos, somos capaces igualmente de modularlos. Es interesante notar que los procesos fisiológicos dedicados a preservar la homeostasis son también modulados por nuestra percepción de las circunstancias, es decir, por nuestras emociones.
Una vez más, pensemos en la manera en la que aparecen emociones intensas, por ejemplo, durante un acontecimiento peligroso. El estímulo que consideramos amenazante activa la amígdala y ésta, a su vez, el hipotálamo, el cual secreta una hormona llamada corticotropina que viaja hasta la hipófisis anterior, en donde se sintetiza la hormona adrenocorticotrópica, que activa las glándulas suprarrenales que entonces liberan cortisol al torrente sanguíneo. Este mecanismo se asocia también con la producción de adrenalina. Tanto el cortisol como la adrenalina inducen un incremento en las concentraciones de glucosa y ácidos grasos, lo cual produce mayor energía en el metabolismo celular, aumentando entonces el ritmo cardiaco, la presión arterial y la frecuencia respiratoria, y provocando una parálisis en los movimientos estomacales e intestinales, entre otros efectos. Al cabo de algunas fracciones de segundo ¡se ha adquirido una mayor capacidad para a correr o combatir!
Una vez que concluye el evento que generó la situación de estrés, el sistema parasimpático se activa para regresar el organismo a condiciones de menor gasto energético. Durante todo este proceso, nuestras emociones han censado los eventos y enviado señales a través del cuerpo a fin de que se produzcan los elementos necesarios para su desempeño. Gracias a esta producción de elementos energéticos, mediada por las emociones, es que los organismos animales respondemos de manera congruente con las circunstancias. La autorregulación de nuestras emociones que logran los sistemas simpático y parasimpático garantiza el equilibrio homeostático, de manera que la energía no se agote en un solo evento emocional —lo cual podría ser de extremo peligro.
En conclusión, si quisiéramos saber cuál es el estado emocional que guarda un organismo en un instante particular, bastaría con medir los niveles sanguíneos de las sustancias que se sintetizan durante dichos eventos; en otras palabras, si pudiéramos medir sustancias como el cortisol y la adrenalina de un organismo animal seríamos capaces de predecir su situación emocional.
El comportamiento
El conjunto de acciones generadas en respuesta a una situación dada es lo que llamamos conducta. Aunque a veces las acciones que ocurren durante un estado emocional son difíciles de discernir para un observador, esto no significa que no existan acciones medibles. De hecho, podemos afirmar categóricamente que las emociones siempre van acompañados de acciones y, en lo que concierne al comportamiento, éstas implican cambios musculoesqueléticos que establecen las diferentes posturas corporales y las expresiones faciales, las cuales nos permiten medir y cuantificar las emociones, sea por el tiempo que tarda en cambiar de posición una extremidad o por los cambios en el tono de los diferentes músculos faciales. Considérese, por ejemplo, la reacción que ocurre cuando vemos un accidente, las emociones que van del miedo a la angustia; aunque estas emociones se pueden describir verbalmente, la medida del tiempo que toma a los músculos cambiar su postura sería suficiente para relacionar el movimiento con el tiempo en que una emoción fue adquirida y expresada.
¿Y los animales?
Es importante destacar que el estudio científico de las emociones no sólo se basa en los seres humanos sino que, dada su complejidad, es necesario hacer estudios en otros animales, de manera que sea posible poner a prueba —mediante herramientas experimentales— las hipótesis que por años han sido planteadas en torno a los mecanismos mediante los cuales las emociones emergen. Dicha posibilidad está basada en el supuesto de que otros animales comparten con nosotros los mecanismos que generan las emociones ya que, al igual que en los seres humanos, de éstas depende su adaptación al medio ambiente y su evolución.
El que nuestro comportamiento sea en gran medida moldeado por nuestras emociones representa un mecanismo de adaptación. En este sentido, es necesario comprender que los seres humanos son sólo otra especie animal que, al igual que muchas otras, evolucionó a partir de mecanismos de interacción social. Las emociones desempeñan un papel clave, no sólo como conducta que tiende a la autorregulación, sino como una estrategia de comunicación que permite la cohesión social. Es por ello que se ha establecido que el estudio de las emociones no se puede limitar exclusivamente a los seres humanos, sino que necesariamente debe incluir otras especies animales que dependen de sus compañeros para su supervivencia, ya que es allí donde podemos entender el papel de las emociones en situaciones naturales que pueden extrapolarse a aquellas en que hemos evolucionado, además de que su estudio en modelos animales nos ayuda a entender las bases neurales de las mismas.
Todos los vertebrados muestran respuestas a la recompensa y al castigo, exhiben conductas de “corre o combate” como respuesta a una amenaza y (en algunas especies) existen vínculos en las interacciones con los niños, parejas y grupos sociales extensos, conductas que en los seres humanos se asocian con experiencias emocionales. Puede ser antropocéntrico imaginar que una vaca que patea suavemente a un ternero muerto es señal de que está triste pero, ¿no es también injustificado asumir que no hay emoción?, ¿es que acaso la disminución de la frecuencia cardíaca y de movimientos corporales —típico de la tristeza humana— no sugieren algún tipo de duelo?
La evolución de la sociabilidad humana
La civilización humana se basa en los lazos entre individuos y alianzas entre grupos —muchas de ellas, por desgracia, son de agresión contra otros grupos. En este sentido, somos similares a otros primates que también forman fuertes lazos sociales mediante actos pro sociales como el juego juvenil, el acicalamiento o por medio de rituales sociales e intercambio de señales. Sin embargo, la estructura social de los primates también muestra notables diferencias entre monos, simios y humanos. Los monos macacos, por ejemplo, generalmente forman jerarquías sociales sencillas en las que los machos emigran durante la adolescencia para competir por el dominio de un harem, donde las hembras forman el núcleo de la tropa y éstas, a su vez, compiten con otros grupos por el territorio. Entre los chimpancés y los bonobos, sin embargo, la guerra por el territorio la emprenden los machos y son las hembras las que migran. Lejos de ser simples, los grupos sociales del género Pan pueden incluir hasta 120 individuos que en raras ocasiones se ven juntos a la vez, pese a que en conjunto defienden el territorio frente a sus rivales; éstos pasan la mayor parte de su tiempo en pequeños grupos ad hoc para la caza o en patrullas fronterizas de machos y pequeños grupos de madres con sus hijos.
Los Pan poseen dietas mas o menos estereotipadas por sexo: los machos cazan con frecuencia pequeños mamíferos y las hembras usan (y enseñan a los hijos a usar) herramientas que emplean para conseguir insectos; la comida se comparte en ocasiones, tolerando pasivamente el mendigar. Además, a diferencia de los monos, curiosamente los chimpancés y los bonobos —y los humanos— buscan refugio durante la noche para dormir en nidos especialmente construidos.
No obstante, aun cuando la observación del comportamiento de primates ha conocido un desarrollo considerable en las últimas décadas, poco se sabe acerca de la neurociencia de la interacción social: consideraciones éticas y prácticas hacen que la experimentación sea difícil, además de que las condiciones sociales naturales son difíciles de adaptar en un laboratorio. Es quizá por esto que uno de los hallazgos más interesantes no proviene de los primates, sino de un pequeño roedor, el ratón de campo. Larry Young encontró que los ratones de campo son un modelo interesante para la vinculación social, ya que existen especies estrechamente relacionadas que presentan diferencias en la formación de vínculos sociales: mientras que el ratón de la pradera forma vínculos de pareja fuertes a partir del apareamiento, los ratones de Montaine son promiscuos. Young y sus colegas han rastreado esta diferencia entre las especies estudiando el sistema oxitocinavasopresina, que parece vincular la conducta sexual con los circuitos de recompensa, aprendizaje y memoria en distintas regiones del cerebro. Aplicado en humanos, el sistema tiene varios matices que complican el poder dar una explicación simplista a la conducta, pero es indudable que la oxitocina y la vasopresina desempeñan un papel importante en la sexualidad humana y en la afiliación que, a pesar de variar de manera significativa entre los individuos, es determinante en el comportamiento humano; dichas moléculas constituyen uno de los elementos más interesantes en la investigación de la evolución de la sociedad humana.
Evolución de la expresión de las emociones
Mientras que la neurociencia de los vínculos sociales es difícil de observar, las emociones son fácilmente apreciables en nuestros rostros. De igual manera los primates no humanos han estereotipado las expresiones faciales de innata importancia social; monos, simios y humanos poseen sistemas visuales y musculatura facial similares y, aparentemente, el control neural de tales músculos lo es también. Si bien las diferencias existen —los seres humanos parecen haber expandido el control cortical de los músculos faciales por el uso del lenguaje hablado—, parece que nuestras expresiones emocionales son homólogas. Sin embargo, dar sentido a estas homologías, así como sus implicaciones en la evolución de nuestra vida emocional, sigue siendo un desafío. Los investigadores dedicados a la expresión facial en diferentes especies han tomado siempre decisiones distintas sobre lo que éstas comprenden: una lista de las expresiones humanas incluye el asco (presumiblemente a causa de su relación con el desprecio), pero omite el dolor, mientras que una lista de expresiones de mono omite ambas; las expresiones humanas como el rubor y la risa se circunscriben a expresiones estáticas, mientras que las expresiones del mono son a menudo secuencias de componentes rítmicos, como en el lip smack. Sin embargo, podemos intentar acercar las similitudes en las seis expresiones canónicas de humanos y monos.
El asco. Parece ser compartido por todos los primates (y tal vez más allá), sin embargo no hay evidencia de que los animales no humanos lo utilicen para comunicar disgusto o reprobación social, ni que los otros primates tengan la experiencia emocional de la repugnancia moral. Es probable que la forma de la expresión de disgusto derivara del gesto producido al expulsar de la boca material de mal sabor: la lengua es empujada hacia arriba y hacia afuera, se abre la boca y se cierra la garganta, el labio superior sube para ayudar a bloquear la nariz y el aliento es expulsado. Comportamientos similares se pueden observar en muchas especies tras comer y percibir mal sabor en los alimentos —que bien podría producir un rechazo a los alimentos contagioso en los demás.
La ira. En los seres humanos se expresa mediante una frente de baja elevación, párpados tensos y extendidos y labios apretados. Debido a que la competencia interespecífica es una de las principales características de las sociedades de primates, no es sorprendente que exista una expresión similar en monos. Van Hoof describe dos expresiones que indican amenaza de ataque: un mono observa a otro con la boca abierta y tensa, los ojos abiertos y atentos y los músculos tensos, sobre todo en los labios; o bien el rostro tenso en la boca, la frente baja y las mandíbulas apretadas —en el primer caso la frente se puede subir o bajar y los labios pueden permanecer tensos o sobresalir. En los chimpancés la frente es baja, como en el humano, y los labios sobresalen hacia adelante: la expresión trae a la mente un perro que gruñe o un humano enfurecido.
Se cree que las expresiones de ira son producto de un aumento en el tono muscular generado por la respuesta de combatir o correr. Los ojos fijos muestran la intención de observar o interactuar y el tono de labios que prepara a la boca para comer algo. Es importante notar, sin embargo, que la característica más distintiva de la ira humana, que son los surcos de la frente entre las cejas, no puede ser producido por la musculatura del mono (el registro electromiográfico de la expresión de ira humana a menudo da cuenta de la actividad del músculo que frunce las cejas: el corrugador supercilli, poco diferenciado en el mono).
Sorpresa. Se caracteriza en el ser humano por la frente levantada, los ojos y la mandíbula relajados. No se ha descrito en primates no humanos. Cuando se encuentran alerta, los primates tienden a ampliar sus ojos y elevar las cejas, lo que facilita la vista, pero dicha expresión en los primates (incluyendo humanos) generalmente implica un aumento en el tono muscular, mientras que la sorpresa en humanos se caracteriza por una mandíbula sobre todo floja.
No está claro si la expresión de sorpresa es una innovación humana o una expresión aún no documentada pero compartida.
Tristeza. En el ser humano se distingue por la frente sostenida, las cejas retraídas en su porción interior y bajas en la porción exterior y las comisuras de los labios girando hacia abajo. No hay expresión equivalente reportada en monos o simios y no está claro de dónde pudiera provenir. ¿Los primates no humanos sienten tristeza? Tentativamente sugerimos que sí. Los grandes simios tampoco tienden a producir expresiones de dolor y, sin embargo, creemos que sienten dolor por su capacidad para evitar estímulos dolorosos. Se sabe que los primates que sufrieron una pérdida actúan en tal manera que pareciera tristeza: pueden atender a un bebé fallecido al punto de dejar de comer, se mueven más lentamente, presentan disminución en el tono muscular y una postura desplomada, y emiten llamados suaves de baja inflexión. Del mismo modo, pese a que no se sepa de otro primate que produzca lágrimas, los bebés emiten gritos de socorro con caras arrugadas que se parecen mucho a las caras de llanto de los humanos. Parece probable que nuestra cara triste sea esencialmente un rasgo neoténico.
Entre los primates no humanos la cooperación activa es rara, excepto en los límites bien definidos de la paternidad y el conflicto intergrupal. Al colaborar cada vez más, la expresión de la angustia infantil pudo haber tenido utilidad, y quizá la tristeza humana represente un compromiso entre la tensión de una cara de angustia, la cara relajada de impotencia y una proyección social, como lo muestran el contacto visual (levantamiento de la porción interna de las cejas) y la postura pro social de la boca (labios fruncidos).
El miedo. Se ve igual que la sorpresa en humanos, pero además el labio inferior está dirigido hacia dentro y los músculos que bajan las cejas se tensan, oponiéndose a los músculos que tensan y elevan las cejas. En este caso las cosas se tornan difíciles: así como en cara de iracombatir o la de miedocorrer, se esperaría que ésta tuviera un homólogo claro en otros primates; asimismo, que en una sociedad jerárquica existiera un gesto de sumisión para desactivar la agresión de los individuos dominantes. Si bien ambas predicciones son correctas, el gesto homólogo no humano es un rostro de dientes al descubierto, también llamado “sonrisa”, aunque en realidad es más parecido a una mueca de dolor: los labios fuertemente retraídos de la boca —a veces incluso exponiendo las encías—, mientras que la boca puede estar cerrada o sólo parcialmente. La expresión generalmente se produce cuando es evidente el peligro, casi siempre por un conflicto con un individuo dominante, y suele ir acompañada de la evasión, excreción o huida. El contacto con los ojos puede ser evitado o se puede alternar y mantenerse si la tendencia a huir es débil (por ejemplo, cuando se grita para solicitar apoyo).
La felicidad. Es una emoción muy pro social en los seres humanos: sonreímos en señal de saludo o reflexivamente al imitar sonrisas vistas, de manera que nos mostremos más felices y por lo tanto más amables (poco amenazantes). Los orígenes evolutivos de la sonrisa son de gran interés y, sin embargo, es aquí donde tenemos la mayor incertidumbre. La “sonrisa” de los monos, como hemos visto, es más habitual en situaciones de conflicto y parece reflejar el miedo, pero el gesto se utiliza también en momentos en que hay poco riesgo de conflicto —se puede argumentar que es la señal de una falta de interés en el combate; una sonrisa sumisa puede haber sido convertida en un gesto pro social.
Curiosamente, aunque los seres humanos se cree tienen sólo una expresión facial fuertemente positiva, los monos tienen varias. Una de ellas es el “puchero”, que generalmente se presenta en niños o durante el cortejo y tal vez deriva, en última instancia, de las conductas de succión o de la evaluación olfativa del periodo de celo —es la señal pro social que proponemos ha influido en el despliegue de la tristeza humana. Más importante aún en el comportamiento del mono es la señal denominada lip smack, la cual se considera de sumisión, ya que se correlaciona negativamente con la agresión, pero pareciera más exacto decir que es meramente pro social, pues se observa tanto en individuos subordinados —en un mono agresivo; por ejemplo, que se acerca a acicalar a un subordinado asustado. En el lip smack un mono hace contacto visual con otro, retrayendo los labios en repetidas ocasiones (alrededor de siete veces por segundo); el grado de retracción del labio y la apertura de la boca varían en las especies y en contextos —por ejemplo, durante el cortejo la lengua puede sobresalir y el lip smack presentarse con los labios aún cerrados. Los monos suelen responder a un lip smack con otro igual, como sucede con la sonrisa en los humanos. De hecho, aun cuando el lip smack no se parece mucho a la sonrisa y carece de un papel social significativo en los simios (si acaso es producido en todos ellos), ambos desempeñan un papel similar, y difiere de la mayoría de las expresiones humanas en términos de su componente rítmico.
Esto nos lleva a una última expresión: la risa, propia de los seres humanos, rítmica y de felicidad. La risa se parece mucho a un jadeo de chimpancé que ocurre durante los juegos de cosquillas, cuando los labios se protruyen y la boca se abre con breves y fuertes exhalaciones, así como en otros contextos de juego y situaciones similares. Se asocia, en consecuencia, con un característico rostro de juego, en el que se relaja el tono muscular, la mandíbula es a menudo parcialmente abierta y los labios quedan hacia atrás como si fueran a morder pero con una relajación en el tono muscular.
A modo de conclusión
La cuestión de la homología entre las emociones y sus expresiones se resolvería mejor, en última instancia, adentrándonos en el cerebro. Sin embargo, es sólo recientemente que los investigadores han sido capaces de grabar o analizar la actividad de múltiples neuronas durante un comportamiento relativamente naturalista. A medida que tales técnicas estén más desarrolladas, seremos capaces de aprender más acerca de cómo las expresiones emocionales se intercambian en los animales y cómo se presentan en el cerebro de los primates las emociones.
Mientras tanto, podemos aprender mucho acerca de las emociones mediante el estudio del comportamiento de los individuos al expresar emociones y ahondar así en las interrogantes que buscan responder nuestras investigaciones: ¿en qué contextos son producidas la expresiones, y con qué efecto?, ¿a qué necesidades podrían servir estas expresiones emocionales?, ¿cuál de todas las emociones humanas es la más importante para nuestra propia supervivencia?
|
|||||||||||
Referencias Bibliográficas
Andrew, R. 1963. “Evolution of facial expression”, en Science, vol. 142, núm. 3595, pp. 1034-1041. Burrows, A. M. 2008. “The facial expression musculature in primates and its evolutionary significance”, en BioEssays: news and reviews in molecular, cellular and developmental biology, vol. 30, núm. 3, pp.212-25. Donaldson, Z. R, L. J. Young. 2008. “Oxytocin, vasopressin, and the neurogenetics of sociality”, en Sciencie, vol. 322, núm. 5903, p. 900. Ekman, P. 1993. “Facial expression and emotion”, en American Psychologist, vol. 48, núm. 4, pp. 384-392. _____, E. R. Sorenson, W. W. Friesen. 1969. “Pan-cultural elements in facial displays of emotion”, en Science, vol. 164, núm. 3875, pp. 86-88. Ortony A., G. Clore y A. Collins. 1988. The Cognitive Structure of Emotions. Cambridge Press. Preuschoft, S. 2000. “Primate faces and facial expressions”, en Social Research, vol. 67, núm. 1, pp. 245-271. Redican, W. K. 1975. “Facial Expressions in Nonhuman Primates”, en Primate Behavior: Development in field and laboratory research. Academic Press, Nueva York. |
|||||||||||
Luis Lemus Instituto de Fisiología Celular, Universidad Nacional Autónoma de México. Es biólogo y doctor en neurociencias por la unam. Realizó un postdoctorado en la universidad de Princeton y ha publicado en revistas como Nature, Neuron, Nature Neuroscience y pnas. Actualmente es Investigador en el Instituto de Fisiología Celular de la unam, donde se dedica a estudiar las bases neuronales de la percepción multisensorial. Stephen V. Shepherd Universidad de Nueva York. Realiza estudios de posdoctorado en la Universidad de Nueva York. |
|||||||||||
cómo citar este artículo →
|