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Hacer milpa Armando Bartra |
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Más que hombre de maíz, los mesoamericanos somos gente
de milpa. Es la nuestra una cultura ancestral cimentada en la domesticación de diversas plantas como maíz, frijol, chile, tomatillo y calabaza que se siembran entreveradas en parcelas con cercos de magueyes o nopales, donde a veces también crecen ciruelos, guayabos o capulines silvestres y donde se recogen quelites. Milpas que junto con las huertas de hortalizas y de frutales, con los animales de traspatio y con la caza la pesca y la recolección, sustentan la buena vida campesina. En rigor los mesoamericanos no sembramos maíz, hacemos milpa, con toda la diversidad entrelazada que esto conlleva. Y la milpa —sus dones, sudores y saberes— es el origen de nuestra polícroma cultura. No solo la rural, también la urbana; que los pueblos son lo que siembran y cosechan, pero también lo que comen y lo que beben, lo que cantan y lo que bailan, lo que lamentan y lo que celebran.
Pero no hay milpa sin cuitlacoches y en la última década el sustento histórico de nuestra identidad está en entredicho. Asia es impensable sin arroz y Europa inconcebible sin trigo, como Mesoamérica lo es sin maíz, pero aquí ya tenemos que importarlo. Con una producción anual promedio de 20 millones de toneladas, México todavía es autosuficiente en maíz blanco. Aunque, visto más de cerca, esto no es tan buena noticia, pues las cosechas que han crecido son los cultivos del noroeste, sobre todo de Sinaloa; siembras de riego, intensivas en agroquímicos y de altos rendimientos, que además acaparan los subsidios; en cambio la producción maicera en tierras de temporal y con menores rendimientos no ha dejado de disminuir. Así, el maíz devino en agronegocio empresarial mientras que la milpa campesina se estancaba y retrocedía. Además de que la autosuficiencia es sólo en maíz blanco, en cambio traemos de Estados Unidos en promedio 7 millones de toneladas anuales del amarillo, que es para uso industrial o forrajero. Pero cuando hay escasez y precios altos en el mercado mundial, el maíz blanco se exporta con subsidio, se da al ganado en sustitución del amarillo y se oculta con fines especulativos. De modo que siendo autosuficientes y aun excedentarios en el grano para consumo humano, para completar lo que se ocupa en las tortillas debemos comprar en el extranjero un maíz caro, amarillo y en parte transgénico. Si queremos comer, los mexicanos necesitamos importar más de 100 mil millones de pesos anuales en alimentos, entre ellos 25% del maíz que aquí se consume. ¿Cómo llegamos a esto? ¿Por qué, si antes nos dábamos abasto sobradamente, caímos en la dependencia? La respuesta es sencilla pero alarmante: porque desde los ochentas del pasado siglo el gobierno renunció voluntariamente a la soberanía alimentaria en nombre de las “ventajas comparativas”; un paradigma según el cual es mejor exportar mexicanos e importar comida que apoyar a los campesinos para que cultiven aquí nuestros alimentos. El resultado ha sido dependencia alimentaria y migración; es decir hambre y éxodo.
Racismo alimentario El maíz es identidad porque es sustento de los pobres, alimento básico de la mayoría del pueblo mexicano. En El nuevo cocinero mexicano, libro de recetas publicado en 1831, se define al maíz como “Planta (…) indígena del suelo Americano (…) que se ha cultivado con sumo provecho de la gente pobre, que en su fruto ha encontrado un alimento sano, sabroso al paladar y barato”. Sin embargo, después de la apología se afirma, también, que “este ramo de industria se ha descuidado enteramente con notable perjuicio de los pobres, que tendrían pan a menos precio, por ser siempre más barato el maíz que el trigo”. Por su parte, unos años antes, el científico y viajero Alejandro Humboldt escribía, refiriéndose a México: “El maíz debe considerarse como el alimento principal del pueblo, como lo es también de la mayor parte de los animales domésticos (…) El año en que falta la cosecha de maíz, es de hambre y miseria”.
¿Por qué, entonces, si fue y es tan importante, el maicero ha sido un ramo enteramente descuidado, como ya en 1831 reconocían los autores de El nuevo cocinero mexicano? Las razones son muchas, pero una de ellas —y no poco relevante— es que el maíz es el alimento de las mayorías, de los pobres, de los herederos de las culturas mesoamericanas originarias. El maíz preparado en sus formas tradicionales es lo que comen los indios, lo que comen los campesinos, lo que come la chusma, el peladaje. Y los criollos y sus herederos, que desprecian a la indiada, desprecian también el grano que la alimenta. Entonces, el maíz ha sido relegado por consideraciones racistas. El desprecio racial a los pueblos originarios ha sido una constante de la derecha mexicana, tanto la criolla como después la afrancesada y hoy la agringada. Desprecio que se complementa con la subestimación de las lenguas, culturas y alimentos vernáculos. Pero además de discriminatoria, la derecha es socialmente insensible y le tiene sin cuidado el hambre del pueblo —salvo cuando éste se alborota— de modo que ni por razones culturales ni por razones sociales le preocupa mayormente la falta de maíz. Un inmejorable ejemplo del racismo alimentario de la derecha lo encontramos en Francisco Bulnes. Hostil a Benito Juárez, favorable a Porfirio Díaz y enemigo de la revolución de 1910, Bulnes renegaba también de quienes defendían los derechos indios, con argumentos idénticos a los de derechistas de hoy, como Enrique Krauze. “Los yaqui eran bárbaros y pretendían ser nación, como un francés de la nación francesa —escribía nuestro ultramontano en la inmediata posrevolución. En México 35% de la población es de indios aborígenes (…) y según la doctrina de los defensores de los yaqui, los mestizos, criollos y extranjeros propietarios (…) deben restituir a los aborígenes todo lo que los españoles les quitaron (…) El zapatismo ha sido una consecuencia lógica del yaquismo (…) Ningún mexicano debió haber aceptado la existencia de una nación yaqui o de cualquier otra clase dentro de la nación mexicana”.
Pues bien, este antiindianista radical era consecuente y sostenía también la superioridad racial de los blancos comedores de trigo sobre los prietos comedores de maíz y los amarillos comedores de arroz, razas de segunda cuya proverbial barbarie y molicie justificaba cualquier exceso dicciplinario en que tuviera que incurrir el hombre blanco.
Más sofisticado y reciente que el de Bulnes, es el racismo embozado que alega la ausencia en el maíz de dos aminoácidos esenciales para la alimentación: lisina y triptofano, como presunta explicación científica de la incapacidad de los mexicanos para acceder a los niveles de bienestar y cultura de las naciones desarrolladas. ¿Cómo va a prosperar —sostienen— un pueblo que se alimenta de un grano propio para animales? Aparte de la obviedad de que ningún pueblo se sustenta sólo en un cereal, pues todos son nutricionalmente limitados, y de que la cultura del maíz se apoya también en el frijol, el chile y otros alimentos, el argumento seudocientífico es una muestra más de racismo alimentario. El desprecio racial al maíz y a los mexicanos de a pie se expresa muy claramente en los períodos de crisis agrícola, cuando caen las cosechas del cereal. En estas coyunturas es habitual que se enfrenten dos posiciones: la de quienes reivindican la importancia de recuperar la producción maicera campesina, por razones económicas pero también de justicia social y de preservación de la cultura, y la de quienes reducen la cuestión a un asunto de mercado, por lo que apuestan a la importación y en todo caso a la producción intensiva y empresarial del grano. Las reacciones frente al estancamiento de la producción maicera durante los años setentas del siglo pasado —crisis que rompió una larga historia de autosuficiencia y tuvo que compensarse con importaciones crecientes con las que se satisfacía la cuarta parte del consumo total— ejemplifica esta confrontación, en términos que se han mantenido básicamente iguales durante los últimos treinta años. Defensa de la diversidad La reivindicación de la milpa —la defensa de la producción campesina de maíz, frijol y otros alimentos básicos— es una lucha contra el hambre y el éxodo, un combate por la soberanía alimentaria y por la soberanía laboral. Pero es también una batalla, aun más profunda y decisiva, por preservar la pluralidad cultural y la diversidad biológica, de las que depende no sólo el futuro del país sino también el futuro de la humanidad. Pese al implacable emparejamiento tecnológico y cultural del último medio siglo, el mapa de los maíces mexicanos es aún la cartografía de los pueblos originarios. Nuestra diversidad maicera es raíz y sustento de nuestra diversidad étnica. Pero el maíz está amenazado, no sólo por la insuficiencia de la producción y el acoso de las importaciones, sino también por la tendencia a transformar un cultivo campesino de milpa en una siembra intensiva empresarial. El mundo campesino no fue avasallado por la implacable extensión del comercio, que transformó en mercancías una parte creciente de sus insumos y de sus productos; tampoco fue derrotado por el latifundio expropiador de las mejores tierras, ni por la competencia desleal del empresario agrícola, ni por la rapiña del usurero, ni por la inequidad del coyote, ni por la torpeza del burócrata. La debacle profunda del mundo campesino empezó con la insidiosa inducción de una tecnología que carcome el núcleo duro de su racionalidad al sustituir la laboriosa conservación de la fertilidad natural por el empleo de máquinas e insumos de síntesis química; recursos que terminan por hacer de la tierra un simple sustrato estéril dependiente de los fertilizantes sintéticos y por mudar el equilibrio biológico basado en la diversidad en un frágil monocultivo cuyas plagas sólo los más feroces pesticidas pueden abatir.
Hoy, el campesino está preso en las asimetrías del mercado, pero también y sobre todo en la perversidad de un modelo tecnológico que lo obliga a emplear dosis crecientes de abonos químicos que proporcionan una apariencia de fertilidad pero agotan los suelos; que le exige el uso de herbicidas y “selladores” —propiamente llamados “mata todo”— que destruyen las diversas formas de vida; y por la aplicación de agresivos pesticidas que envenenan los suelos y las aguas enfermando al agricultor y a los consumidores. Una milpa donde se aplica Gramaxone es una milpa en la que no puede haber matas de frijol y de calabaza; es una milpa a suelo raso, sin biodiversidad y propensa a las plagas; es una milpa crecientemente contaminada por pesticidas y cada vez más dependiente del fertilizante químico, y es, por último, un cultivo cada día más caro cuya cosecha ya no paga el costo de los insumos. El paradigma campesino de producción, que había resistido con prestancia desarrollos agronómicos en última instancia basados en el manejo tradicional del agricultor, es herido de muerte hace medio siglo por una “Revolución verde” cuyas fuentes son la mecánica y la química. Y recibirá la puntilla si no detenemos a tiempo la amenaza de los transgénicos; una tecnología que como los híbridos de la revolución verde, fortalece la dependencia respecto de las trasnacionales que la producen, pero que, a diferencia de los primeros, amenaza la diversidad biológica en el corazón, en el propio germoplasma.
Éste es el tamaño del reto. Salvar al país es salvar al maíz. Pero salvar al maíz es restaurar la milpa como paradigma de agricultura sustentable basada en la diversidad productiva y sustento de la pluralidad cultural. Y para eso el campo mexicano necesita una cirugía mayor; una rectificación profunda que es impensable sin un cambio de rumbo general, un viraje histórico en el modelo civilizatorio. |
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como citar este artículo →
Bartra, Armando. (2009). Hacer milpa. Ciencias 92, octubre-marzo, 42-45. [En línea]
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