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Cristina Barros
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Se calcula que en nuestro territorio hay cerca de veinticinco
mil especies de plantas, esto es, 9% de las que existen en el planeta. De ellas, por lo menos siete mil tienen usos experimentados y definidos, muy variados; las que están presentes en la alimentación, tienen a su vez, aplicaciones distintas. Jerzy Rzedowski enumera veinte de ellas: condimentos, ablandadores, ingredientes para preparar bebidas, conservas, alimentos deshidratados, dulces, platillos especiales, guarnición, aderezos y otros. Este investigador, que tanto aportó a la botánica en México, concluye que tal riqueza de plantas y usos no es igualada en ninguna parte del orbe.
Es evidente que la capacidad de observación de nuestros antepasados les permitió aprovechar de la mejor manera las condiciones excepcionales de este territorio, en donde se cruzan por distintas razones, dos grandes áreas biogeográficas que contienen un sinnúmero de ecosistemas en los que la variedad de climas, suelos y altitudes dan por resultado que seamos el quinto país en biodiversidad y uno de los doce países megadiversos del mundo.
México es además, centro de origen y diversidad, entre otras plantas, de la cuarteta básica de la milpa: maíz, frijol, calabaza y chile, lo que se evidencia en el gran número de variedades que hay aquí de estas plantas. El desarrollo del conocimiento biológico y agrícola de los antiguos mexicanos fue más amplio aún. Para tener una mayor producción de estas plantas cultivadas, generaron sistemas de cultivo y de riego de gran eficiencia; recordemos, por ejemplo, la milpa, la chinampa, la formación de terrazas sucesivas, entre otros. La milpa es, sin duda, una gran aportación al mundo, como afirma Marco Buenrostro, que al contraponerse a los monocultivos, dadas las condiciones actuales de falta de agua, empobrecimiento de los suelos y dependencia de las empresas transnacionales de producción de semillas y de agroquímicos, muestra amplias ventajas. El ciclo de la milpa La milpa es un universo en sí misma. Su forma rectangular replica el plano de la tierra con los cuatro rumbos, uno en cada esquina. A partir de que el campesino indígena elige el lugar para sembrar, se convierte en un espacio sagrado. Ahí va a tener lugar un ciclo de celebraciones rituales y de actividades agrícolas y biológicas. El campesino ha escogido las semillas de la cosecha anterior, muchas veces con la ayuda de las mujeres más experimentadas de la familia; las han bendecido y están ya listas. En una milpa tradicional, el trabajo de sembrarlas es cuidadoso; no al voleo, sino casi de hoyo en hoyo, de semilla en semilla. Ver brotar al maíz es siempre un motivo de alegría, de esperanza. La distribución de los surcos permitirá que el cuidado de las plantas sea, como observa el biólogo Francisco Basurto, casi individual. En una milpa convivirán decenas de plantas y aun de animales. La mayor parte de ellos estarán presentes en la comida cotidiana y entre las plantas habrá también medicinales, de ornato y para la elaboración de alguna artesanía. Cuando la planta de maíz ha crecido, se pueden usar las hojas para envolver cierto tipo de tamales y también para llevar a vender o mantener frescos en casa los quesos rancheros; la caña tierna, por su contenido de azúcares, es buena golosina para los niños. Cuando alcanza ya su plenitud, lanza su espiga; entonces se dice que está güereando la milpa. Con estas espigas, fuente de polen para la fecundación del maíz, pueden hacerse atoles y tamales.
Vendrán después los elotitos muy pequeños, los jilotes; éstos son tan tiernos que pueden comerse crudos. Los cabellitos del elote se utilizan en la medicina tradicional, al igual que la raíz de la planta. El fruto ya embarnecido es el elote. A fines de septiembre, en muchos lugares del país hay elotes en abundancia; es su tiempo. En las elotadas de esta época con familiares y amigos se comparten ya sea hervidos en agua, asados en el comal o en una parrilla, desgranados y cocinados como esquites, que se sazonan con epazote y chile. Estos granos se usan también para preparar los chileatoles, tan comunes en Veracruz, Michoacán, Puebla y otros lugares. Hay numerosas variantes, todas deliciosas y buenas para paliar el viento frío que empieza a soplar ya en octubre. Cuando el elote está más sazón, se cortan los granos y se preparan los pasteles de elote y algunos atoles. Los tamales de elote, dulces y salados, son otra delicia de la cocina mexicana. Destacan los llamados tamales colados; para hacerlos se tamiza el elote para quitar los hollejos y dejar la masa tersa. Algunas amas de casa michoacanas preparan así los famosos uchepos, que pueden acompañarse de salsa de jitomate con rajas, queso y crema. Esta familia de tamales se envuelve, desde luego, con las hojas color verde tierno del elote; le confieren un sabor especial y, además, se marca en la masa el dibujo de su tejido. En México hasta lo que en otros lugares es plaga se aprovecha, así ocurre con el gusano elotero y con el afamado cuitlacoche, uno de los hongos más sabrosos que existen. Antes de llegar al maíz de grano ya seco, hay un estadio que en algunas partes llaman camahua; los granos no están ni secos ni tiernos. Es la hora de preparar una variedad de tlaxcales y un tipo de gorditas que se cuecen en el comal. Aquí la masa es granulosa, de una consistencia especial; estas gorditas pueden ser saladas o dulces. Una técnica de conservación antigua y muy presente en Zacatecas, Durango y Chihuahua, es la de conservar este maíz camagua cociéndolo primero para luego orearlo. Meses después, casi siempre en semana santa, éstos que se llaman huachales o chacales se cuecen de nuevo para rehidratarlos. Con ellos se hace una especie de pozole blanco o rojo; si es rojo, el chile indicado para darle color es el chile que llaman pasado.
Llega el momento de cortar las mazorcas que se han dejado sazonar en la mata, doblándolas para que no les entre la lluvia, a veces con todo y hojas y hasta un pedazo de caña; otras sacando sólo la mazorca con la ayuda del pizcalón o pizcador. Se van acomodando en costales, en chundes o en ayates hechos de ixtle, que es la fibra del maguey.
El maíz se guarda en trojes y las mejores mazorcas se cuelgan encuatadas, esto es, atándolas de dos en dos, muchas veces en el espacio que sirve de cocina para que el humo las preserve de la humedad y algunos insectos que quieren adelantarse al hombre en eso de comer pinole. Ni a su muerte deja de ser útil la planta de maíz. Es forraje para los animales y abono para la siguiente siembra. Con los olotes o centro de la mazorca se hacen desgranadoras —las oloteras—, tapas de botellas o de guajes, pipas, artesanías. Y con las hojas, las bellas figuras de totomoxtle, natural o coloreado. La cocina del maíz
El maíz que se va a consumir en casa se desgrana conforme se usa, pero también puede guardarse ya desgranado. Es el gran tesoro familiar porque será el sustento durante varios meses. Los granos de maíz pueden molerse para dar lugar a la harina, pinole en náhuatl. Esta harina se puede mezclar con azúcar, con cacao y aun con canela. El pinole se come solo —si tenemos saliva suficiente—, o se cuece en agua dando por resultado el atole de pinole, que es algo exquisito. Con harina de maíz se elaboran en el norte los coricos, unas galletitas muy sabrosas, y con maíz martajado blanco y azul las famosas tostadas de los alrededores de Toluca, con que nos deleitan en el zócalo y otros lugares de encuentro, numerosas marchantes que los aderezan con salsa, cebollita, cilantro y queso. Nuestros abuelos desarrollaron maíces especialmente aptos para hacer harina. Pero lo más frecuente es cocer el maíz con cal; este nixtamal molido se volverá la sagrada masa con la que se lucirán las cocineras mexicanas de todo el país, preparando las tortillas, pero también especialidades regionales: bocoles, gorditas, sopes, chalupas, chilapitas o chilapeñas, huaraches, tlacoyos o tlatlaoyos, panuchos, empanadas, quesadillas, volcanes, salbutes y así hasta el infinito. Con masa de nixtamal se hacen además innumerables atoles: el blanco, el de cáscara de cacao, de guayaba, de ciruela amarilla, de coco, de anís, champurrado —que lleva chocolate y piloncillo—, y muchos más. La masa de maíz rojo o negro, que se deja agriar durante la noche, da por resultado el xocoatole; se endulza ligeramente y tiene un sabor inigualable. Es un atole ceremonial presente en algunas celebraciones religiosas como la semana santa o en fiestas patronales dedicadas a santos de lluvia, como San Juan, que se festeja en junio. La lista es insuperable cuando de tamales se trata. En su recetario, la historiadora Guadalupe Pérez San Vicente reunió más de 300 tamales distintos y sabemos que hay muchos más. Aquí varía la manera de preparar la masa, el tamaño, la forma, los rellenos, las hojas con que se envuelven: maíz o totomoxtle, plátano, acelga, papatla, por ejemplo. Los tamales suelen cocerse al vapor, pero también en horno de bóveda como en el caso del zacahuil huasteco, o bajo tierra como en el del mucbi pollo de Yucatán. Toda la gama anterior no es sino producto del mayor refinamiento cultural. Sólo con una gran creatividad y con culturas tan diversas se puede lograr que un solo grano se multiplique en cientos de preparaciones. Frijol, chile y calabaza La riqueza de la milpa empieza con el maíz, pero no acaba ahí. La gran variedad de frijoles rastreros y de guía, con sus colores, sus sabores y tamaños, es otra riqueza para la cocina; lo mismo ocurre con la calabaza de la que se usa la flor, la guía, el fruto tierno y maduro, las semillas o pepitas; es esta cualidad indígena que consiste en utilizar integralmente las plantas, otro signo de cultura. El chile es el más versátil de los condimentos que existe. Una pimienta podrá variar en sus colores y aun en su sabor, pero será sólo pimienta. En el caso de los chiles, varía mucho su sabor, pero además pueden consumirse cocidos, crudos o asados; saben de una manera cuando están frescos y el mismo chile es un producto distinto cuando está seco; es la diferencia que encontramos entre un cuaresmeño y un chipotle, o entre un chilaca y un pasilla. El chile en manos de las cocineras y cocineros mexicanos es como al pintor la paleta de colores. La presencia del chile como condimento en el mundo es también notable. Y así podríamos seguir recorriendo el mundo del tomate y el jitomate. Y luego están los quelites: verdolagas, quintoniles, cenizos, nabo; además de la yuca, el camote, el melón, el xonacate y muchas otras plantas, según la región, que cultivadas o inducidas crecen en la milpa y enriquecen la comida diaria de todos nosotros y especialmente de la gente del campo. Otras alternativas son los frutales y nopales que pueden servir de límite a los sembradíos. Los maíces criollos, que son el centro de la milpa, y la tríada que lo acompaña —chile, frijol y calabaza— no pueden perderse. Tampoco el resto de las plantas y animales presentes en las muchas y distintas milpas del país. Son una herencia milenaria y representan una visión del mundo mucho más acorde con la naturaleza, no depredadora, rica en posibilidades nutricionales y culinarias. La irreversibilidad de la contaminación por transgénicos es sin duda una gran amenaza que pone en riesgo las razas y variedades de maíz que nos dan la riqueza que aquí hemos sintetizado; también la autonomía de los campesinos que se verían obligados a depender de semillas patentadas, cuando el maíz es un bien colectivo que les ha pertenecido por milenios; ellos lo crearon y lo recrean en cada ciclo agrícola. Es eso lo que defendemos cuando decimos que sin maíz no hay país. |
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Nota
Este texto se leyó en el Foro científico-académico “De Quetzalcóatl a los transgénicos: ciencia y cultura del maíz en México”, que tuvo lugar los días 8 y 9 de octubre de 2008. _____________________________________________________________
como citar este artículo →
Barros, Cristina. (2009). Maíz, alimentación y cultura. Ciencias 92, octubre-marzo, 56-59. [En línea]
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