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Mieles peninsulares
y diversidad. Campeche,
Quintana Roo y Yucatán.
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Conabio, México, 2007 
   
   
     
                     
La Península de Yucatán es una inmensa planicie caliza
de 140 000 km2, con clima cálido subhúmedo. La larga historia de ocupación humana en estos territorios, la agricultura y la domesticación, los huertos y el manejo de la vegetación han contribuido a perfilar la diversidad florística que hoy caracteriza esta región. La deforestación y la introducción de agricultura y ganadería extensivas han alterado profundamente la vegetación. La apicultura es una actividad basada en las floraciones de la vegetación natural y transformada; las mieles de cada región y momento de cosecha son un reflejo de la riqueza de esta vegetación. Las buenas prácticas de manejo y la racionalización de la actividad apícola permitirán valorar las mieles de los diversos paisajes y reconocer el trabajo de los apicultores, al tiempo que se favorece la conservación de los ecosistemas y la biodiversidad regional. La fuerte tradición maya de trabajar con abejas y la rica flora de la región han permitido que la apicultura sea una actividad económica importante, tanto para las familias campesinas como para la economía de la península y del país. Las colmenas se establecen en apiarios fijos en lugares estratégicos que permiten aprovechar las diferentes floraciones que ocurren de manera continua en la región. El área de recolección de néctar depende de la estación del año, la disponibilidad de flores, su atracción y la competencia con otros animales nectarívoros o abejas de otras colonias. Cuando la floración es abundante, el área de recolección no va más allá de quinientos metros alrededor de la colmena; en épocas de baja floración las colectoras pueden hacer vuelos de hasta seis kilómetros en busca de néctar y polen. Las abejas pueden alimentarse de casi todos los néctares, aunque tienen preferencias por ciertas flores y pueden volar grandes distancias en busca de sus preferidas. En la entrada de la colmena, las colectoras entregan su carga de néctar a otras obreras que lo transportan hasta el área de almacenamiento, en donde comenzará la producción de miel. Todo este interesante proceso y la diversidad de flores, comunidades productoras, colores y sabores de mieles peninsulares se presenta en este mapa editado por la Conabio.
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Fragmento de la Introducción.      
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Conabio. 2008. Mezcales y diversidad. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, p. 74. [En línea].
     

 

 

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 José Antonio González Oreja
     
               
               
De un modo general, llamamos ética a la rama de la filo­so­fía
que se ocupa de la moral —es decir, de las reglas, có­digos o normas que nos permiten vivir en sociedad y que hacen que juzguemos unas cosas como buenas y otras como malas—, así como de los valores —o sea, de la im­por­tancia última que asignamos a las cosas o a las acciones, importancia que se convierte en el atributo que condi­ciona el curso de nuestro comportamiento, y por la cual algunas cosas se hacen deseables y otras no. Así pues, la ética no se ocupa de cómo son las cosas, sino de cómo de­berían ser, de acuerdo con ciertos principios, en muchos casos ideales o utópicos, que permiten una mejor vida en sociedad.

Por su parte, podemos entender por ética del medio am­biente a la rama de la ética que analiza las relaciones que se establecen entre nosotros y el mundo natural que nos rodea. De hecho, entre los productos culturales más im­por­tantes de la evolución humana están determinadas preocupaciones éticas, incluyendo la preocupación por el medio ambiente en general y los seres vivos en particular. Algunos ejemplos ayudarán a concretar la idea. En los momentos álgidos de la caza ilegal del ri­no­ceronte blanco, especie en peligro de extinción y oficialmente protegida en Zim­babwe, los cazadores furtivos podían ser legalmente abatidos a tiros por los guardas de caza de las reservas de ese país. ¿Podemos justificar la muer­te de los furtivos para conservar a los rinocerontes?, ¿no deberíamos an­tes, quizás, considerar siquie­ra las con­diciones socioeconómicas del país y de los cazadores ilegales? Para pro­teger la integridad ecológica de cierta área natural protegida es necesario realizar incendios controlados en los bordes de sus bosques o abatir a un cierto número de animales salvajes que habitan en sus laderas. ¿Son estas acciones moralmente permisibles? Supongamos, en fin, que una com­pañía minera realiza una explotación a cielo abierto en una zona previamente inalterada. ¿Tiene la empresa una obli­gación moral para “restaurar” posteriormente la zona a su estado previo?, ¿tienen entonces el mismo valor la zona inalterada y la zona restaurada?
 
De un modo más general, interesan a la ética del medio ambiente problemas más amplios, como los siguientes: ¿tenemos algún derecho “especial” sobre el resto de la naturaleza?, ¿nos obliga nuestra “posición como seres humanos” a realizar alguna consideración determinada para con otros seres vivos?, ¿hay alguna “obligación ética” o ley moral que debamos seguir en el uso que podemos hacer de los recursos naturales? En tal caso, ¿por qué es así?, ¿en qué se basan tales limitaciones?, ¿en qué se diferencian de los principios morales que rigen nuestras relaciones con otros miembros de nuestra misma especie? A la ética del medio ambiente le incumben también las mismas grandes preguntas que a la ética en general. Por ejemplo: ¿son válidos aún los paradigmas éticos tradicionales para responder a los problemas ambientales derivados de las actividades de las sociedades humanas? Más aún: ¿hay principios o leyes morales de carácter general, es decir, de apli­cación universal, independiente del contexto, que deban seguirse a la hora de valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza? Los universalistas responderían de modo afirmativo, mientras que los relativistas de­fende­rían que los principios morales son siempre personales e intransferibles, y los utilitaristas considerarían la bondad de los actos en función de sus consecuencias —en concre­to, de la cantidad de bien producido, es decir, de su con­tri­bu­ción a la “felicidad” de quienes reciben dicho bien. ­Ahora bien, no es difícil darse cuenta de que el criterio utilitaris­ta, sin más, acarrea sus peligros, pues no siempre debe con­si­derarse justo, ético o bueno, aquello que produce la felici­dad a gran cantidad de gente. Por ejemplo, prácticas que provocan grandes mortandades entre los animales, como la caza ilegal de los elefantes por el marfil de sus colmillos, podrían llegar a ser consideradas éticamente como buenas, ya que generan satisfacción a los humanos. Por ello, no resulta claro hasta qué punto la ética del medio ambiente puede ser una ética utilitarista. Por contra, las teorías de la ética deontológica mantienen que las acciones deben juzgarse como buenas o malas independientemente de sus consecuencias. Así, se establecen códigos de normas o principios basados tan sólo en el deber, que podemos considerar como imperativos categóricos, cuya observancia o violación es lo que está intrínsecamente bien o mal.
 
Acerca de la naturaleza y lo natural

¿Qué cabe entender por naturaleza?, ¿qué es lo natural? Lo cierto es que podría no haber un significado único para es­tos términos, con lo que la respuesta a nuestra pregunta so­bre la existencia de normas universales que permitan valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza estaría en función de lo que entendemos por ésta.
 
La noción de natural, como opuesto a lo artificial, ha ge­nerado un amplio debate sobre la importancia de la na­tu­raleza que ha sido interferida por las actividades de las so­ciedades humanas, como es el caso de los paisajes res­tau­rados. Hay quienes consideran que las situaciones to­tal­men­te naturales, producto de una evolución a largo plazo, acarrean un “valor añadido” que estaría ausente en las que han sufrido la intervención humana. Tales formas de pensar corren el riesgo de menospreciar el valor de nuestra propia vida y de sus productos, como la cultura. Por ejem­plo, si consideramos que las especies tienen un valor propio, entonces su desaparición ha de ser vista como negativa, mientras que su conservación debe valorarse como positiva. Ahora bien, lo cierto es que la extinción es el destino final de las especies, y es de hecho un proceso natural, en el sentido de que ocurre también sin la intervención humana. De este razonamiento se puede deducir que lo que puede ser calificado como negativo es la acele­ra­ción en el proceso de desaparición de las especies, de­bi­da a las actividades humanas. Lo cual, a su vez, nos conduce a otra refle­xión: si no­sotros, nuestra especie, so­mos par­te de la natu­ra­leza, en­ton­ces cualquier cosa que nosotros ha­gamos es así mismo natural. Por ello, si forma­mos parte de la naturaleza, y como resultado de las actividades de las sociedades humanas está aumentando la tasa de extinción de las especies, ¿cómo podemos decir que la extinción no es un fenómeno natural?
 
Por otro lado, se tiende a creer generalmente que las so­ciedades nómadas de cazadores-recolectores, y otras for­mas de subsistencia en íntimo contacto con la natura­leza, eran depositarias de un profundo conocimiento y una am­plia veneración de la misma, por lo que han sido con­si­deradas como conservacionistas de la naturaleza. En pa­rale­lo, se suele considerar a las sociedades sedentarias, en las que se registraron fenómenos de urbanización y ex­plo­tación de los recursos naturales, como sistemas alejados de la naturaleza, sin contacto ni apreciación con la mis­ma. Ahora bien, esta visión de las civilizaciones pretecno­ló­gicas como “naturales”, y las sociedades tec­no­ló­gicas como “artificiales”, ha sido pues­ta en duda recientemente. Actualmente, se cree que los aborígenes podrían ha­berse comportado, también, como ex­plotadores de la naturaleza. Así pues, ¿es natural la explotación de la natu­raleza?
 
Extensión moral

Para muchos filósofos y pensadores, sólo nosotros, los se­res humanos, podemos ser considerados como agentes mo­rales, es decir, con capacidad de realizar juicios sobre la bondad de nuestros actos, y de aceptar las consecuencias derivadas de los mismos. Ahora bien, no cabe esperar esta facultad en todo momento, ni siquiera en todos no­so­tros; por ejemplo: los niños, o los enfermos mentales no de­be­rían ser considerados responsables de sus actos. Se dice de ellos que son sujetos morales, pues deben ser tra­tados de un modo moral por quienes tienen tal posibi­lidad. Además, a lo largo de la historia ha habido etapas o so­ciedades que no han aplicado el mismo tratamiento mo­ral a todos sus integrantes, en concreto: los marginados, los enfermos, los siervos, los esclavos, las mujeres… En la actualidad, al menos en las sociedades más avanzadas, he­mos llegado a pensar que todos los seres humanos tenemos un conjunto de derechos inalienables, como la vida, la libertad o la búsque­da de la felicidad. A esta ampliación gradual del interés ético se le llama extensión moral.
 
Sin embargo, ¿por qué acotar la exten­sión moral?, ¿por qué limitar el interés de la moralidad a los seres humanos? Es de­cir, ¿tienen derechos también otros orga­nis­mos, otras especies?, ¿pueden ser con­si­de­rados como agentes morales, o al menos su­jetos morales? Quizás muchos filósofos responderían negativamente a esta pre­gun­ta, pues el potencial de razonamiento y la consciencia de sí mismo parecen estar ausentes de cualquier otra especie que no sea la nuestra. Ahora bien, al menos al­gu­nos animales sí parecen tener signos de lo que podríamos considerar inteligencia, e in­cluso sentimientos de felicidad, por lo que deberían ser tratados de un modo ­ético.
Empero, ¿por qué terminar el proceso de extensión moral en los animales? Es de­cir, ¿qué ocurre con otros seres vivos y con otros elementos de la naturaleza? En con­cre­to, ¿es posible ampliar definitivamente la extensión moral e incluir también entre los sujetos morales a las plantas, los ríos, los suelos, las rocas, las montañas, los mares y los paisajes? Hay quien opina que sí, lleva­do de la mano del análisis de los valores, de la importancia que asignamos a las cosas.
 
Valores
 
En la literatura sobre ética del medio ambiente se pueden reconocer diferentes ma­neras de pensar en términos de valores. Así, es habitual encontrar la distinción en­tre: a) valor intrínseco, o inherente, propio de lo que es bueno en sí mismo (per se), y b) valor instrumental, o conferido, propio de lo que es importante como medio para conseguir un fin —como una herramienta, por simple o compleja que sea. En mu­chas sociedades modernas es sensato asumir que todos los seres humanos tienen un va­lor intrínseco por el simple hecho de exis­tir, independientemente de poder servir como un medio para lograr un fin. Por ello, deben ser considerados como sujetos morales de prima facie, sin considerar cualquier otra circunstancia, quiénes sean, o lo que hagan. Simultáneamente, en muchas sociedades actuales, la naturaleza es vista como depositaria de un valor instru­mental.

Ahora bien, el punto de vista de quienes consideran que sólo los seres humanos tienen valor intrínseco, pues están do­ta­dos de una superioridad moral única, debe ser tildado como antropocéntrico. De hecho, la ética del medio ambiente an­tro­po­céntrica es una continuación de los mo­de­los convencionales de la ética tradi­cional, y reserva el mundo moral, en ex­clu­siva, para nuestra especie, si bien es capaz de exten­der sus responsabilidades a una correcta administración de la naturaleza. Por otro lado, es cierto que algunos animales, plan­tas, incluso ciertos microbios, tienen un va­lor instrumental, pues nos ofrecen un be­neficio (utilidad). Generalmente, quienes defienden posturas antropocéntricas no consideran válidos los argumentos de quie­nes sufren por el maltrato a los animales, o a la naturaleza en general, a no ser que di­cho maltrato acarrée consecuencias ne­gativas para el hombre.

Pero hay quien considera que todos los seres vivos tienen también un valor in­trínseco. Al igual que nosotros, realizan un conjunto de funciones compartidas, que dan forma al propio fenómeno de la vida: nacer, crecer, respirar, luchar por sobrevivir, reproducirse… y todo ello independientemente de que nos resulten útiles o no. Así, cada ser vivo, sea un microbio, una planta o un animal, podría ser considerado como una manifestación concreta del fenómeno vital. De acuerdo con esta pers­pectiva, el simple hecho de estar vivo, la característica de la biodiversidad como un todo, es suficiente para que estén dotados de un valor inherente, lo que genera una obligación moral de respeto. Por ello, no tie­ne sentido intentar siquiera cuantificar dicho valor, es decir, asignar un número que dé cuenta de su importancia. ¿Cómo po­demos nosotros, seres humanos, poner un número, un valor, o un precio, a algo que tiene su propia importancia, independientemente del uso que nosotros podamos hacer de ello?

La idea de que sólo los organismos individuales tienen valor propio y derechos morales es defendida, por ejemplo, por los partidarios del así llamado “movimiento de li­beración animal” o de los derechos de los animales. Sin em­bargo, lo cierto es que los objetivos de los defensores de los derechos de los animales pueden entrar en conflicto con la consecución de otras metas para los defensores de la naturaleza desde una óptica más amplia, como se presenta en otra parte de este texto. Es más, hay quien consi­dera que incluso los elementos no vivos de la naturaleza tienen también un valor intrínseco: las rocas, los ríos, los volcanes, las playas, los lagos… y ciertamente la propia Tierra. Todo ello existía mucho antes de que nosotros, como especie, llegásemos a desarrollar siquiera el más mí­nimo papel ecológico en el teatro evolutivo que es nuestro planeta.


Imágenes del mundo y perspectivas éticas

El conjunto de ideas, creencias, imágenes y valores que cada uno de nosotros tiene sobre el papel del ser humano en este planeta puede entenderse como su imagen del mun­do. ¿Cómo pensamos cada uno de nosotros que funciona el mundo?, ¿qué pensamos sobre nuestro papel?, ¿qué es para nosotros un comportamiento medioambientalmente correcto desde un punto de vista ético? Al igual que nuestra personalidad, nuestra concepción de las cosas se ha ido formando a lo largo del tiempo, incorporando de modo cons­ciente o inconsciente numerosos elementos de nuestra educación, de nuestra cultura, en resumen, de todas las influencias que emanan del ambiente que nos rodea. A lo largo de la historia, en las diferentes sociedades, se han pre­sentado distintas maneras de comprender las relaciones de nuestra especie con el resto de la naturaleza.
 
La mayoría se puede clasificar en dos grupos excluyen­tes: las concepciones atomistas, centradas principalmente en las partes —elementos constituyentes, individuos que forman un todo de rango superior—, frente a las imá­genes más integradoras, holistas —centradas en la Tierra como un sistema integrado total. Por su parte, los puntos de vista atomistas pue­den considerar a nuestra especie como el foco de su atención, o ampliar el rango de análisis a la vida como un todo. Las aproxima­ciones integradoras, por su parte, pueden apli­carse a los sistemas ecológicos, a las formas de vida con las que compartimos el planeta, o a los procesos y sistemas de soporte vital de la Tierra. Veamos con un poco más detalle algunas de estas imágenes del mundo.
 
Dominio de la naturaleza

El antropocentrismo tiene sus orígenes en la afirmación clásica de que el hombre es la medida de todas las cosas; en consecuencia, sólo los asuntos concernientes al hombre poseerían dimensión moral, mientras que las consecuencias del comportamiento humano sobre terceras entidades —es decir, no humanas— serían irrelevantes, a no ser que indirectamente resultaran lesionados los derechos o intereses de otros seres humanos. La mecanización posterior de esta imagen del mundo llevó a delinear la idea según la cual el hombre y la naturaleza son entidades con­trapuestas, siendo aquel el dueño y señor de ésta. O, lo que es lo mismo, bajo la imagen del dominio de la natura­leza por parte del hombre, la naturaleza es sólo un objeto desnudo, sin sustancia ni potencia alguna, lo que explica que carezca de valores intrínsecos y de derechos.

Muchas civilizaciones han defendido una imagen del mundo según la cual nuestra especie merece, y de hecho tiene, un lugar “especial” entre los demás seres vivos. La ca­pacidad de modificar de modo consciente el mundo a nues­tro antojo, y el sentimiento de superioridad ligado a esta idea han servido para justificar el dominio de la naturaleza por parte del hombre. Las raíces de esta imagen del mundo, se­gún la cual nosotros seríamos los amos, dueños y se­ñores de todo lo demás, se pueden encontrar, al menos en parte, en determinadas creencias religiosas. Así, por ejemplo, se ha señalado repetidas veces que la corriente principal de la religión judeo-cristiana da cuenta de la preeminencia del hombre frente a los demás seres de la Creación, y promueve la sobreexplotación de la naturaleza en detrimento de todas las demás formas de vida: “Y los bendijo Dios, y les dijo: creced y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28). Esta visión de nuestra especie como cúspide de la Creación, junto a la idea de dominio que acarrea, es una visión clara­mente antropocéntrica.

Sin embargo, también es cierto que desde muchas re­li­giones, incluso desde ciertas corrientes de la misma reli­gión judeo-cristiana, se busca lograr una relación de cuidado de la naturaleza, de pasión por ella, que en muchos casos de­semboca en el pleno amor, como en los textos de San Fran­cisco de Asís. Desde este punto de vista, cualquier crimen cometido en contra de la naturaleza es considerado como pecado.

Administración y gestión de la naturaleza

En general, las culturas pretecnológicas —con modos de vida basados en la caza y la recolección, actividades desarrolladas en un íntimo contacto con la naturaleza—, así como muchas sociedades tradicionales —que en muchos casos continúan viviendo de prácticas agrosilvopastoriles de subsistencia, mantenidas a lo largo del tiempo— han conservado un fuerte vínculo de unión con la naturaleza. En muchos de tales casos, el papel del hombre está bien descrito por una función de administración, responsabili­dad y cuidado de los bienes de un determinado lugar. Como guardianes de tales recursos, los seres humanos de estas culturas y sociedades trabajan la tierra de la que viven, desde una posición de humildad y reverencia que forma parte integral de esta con­cepción de las cosas.
 
Una imagen hasta cierto punto relacionada con lo ante­rior es la que se presenta de modo casi generalizado en las sociedades industriales y de consumo actuales. Así, son mu­chos quienes consideran que nuestro papel en la naturaleza es realizar una gestión, preferentemente racional, de los recursos naturales necesarios para satisfacer las nu­me­rosas demandas de las actividades de tales sociedades. Esta visión surge de diversas creencias fuertemente arrai­ga­das en la forma de pensar de quienes la defienden, entre las cuales podemos considerar las siguientes: 1) Somos la especie “más importante” del planeta, y por lo tan­to es­tamos a cargo del resto de la naturaleza; esta idea se observa claramente cuando hablamos de “nuestro” planeta, o cuando queremos “salvar” la Tierra. Ahora bien, ¿es éste un uso legítimo de la palabra nuestro?, ¿podemos acaso eri­girnos en salvadores del planeta?, ¿quién nos ha conferido tal título? 2) Siempre hay más, es decir, la Tierra nos ofrece una cantidad ilimitada de recursos naturales, y el ingenio humano puesto al servicio de la tecnología nos permite incluso descubrir nuevos recursos, nuevos usos para recursos ya conocidos, así como sustitutos para recursos que puedan estar agotándose. Sin embargo, ¿hasta cuándo podremos seguir haciendo un uso irracional de los recursos naturales?
 
Ética de la Tierra y otras visiones biocéntricas

Para muchos de quienes se preocupan por nuestro papel en la naturaleza, tanto la visión de dominio como la de ad­ministración resultan ciertamente antropocéntricas, por lo que, en su lugar, favorecen una concepción más amplia de la ética del medio ambiente, centrada en el fenómeno de la vida. Esta aproximación biocéntrica reconoce la existencia de un orden en la estructura y el funcionamiento de la naturaleza, previo a la voluntad humana indi­vidual o colectiva. En este sentido, la existencia humana se sitúa en igualdad de importancia con la de otros seres vi­vos, tal y como lo defendieron John Muir o Aldo Leopold.

En concreto, la obra de Leopold aboga por la adopción de lo que él denominó “una ética de la Tierra”. Cuando Leo­pold acuñó la idea de la ética de la Tierra, consideró que la ética implicaba una limitación a la libertad de acción en la lucha por la existencia, implicando la presencia de dife­rencias entre los comportamientos sociales y los antisociales. La Tierra es una comunidad en el más básico sen­tido de la ecología, pero esa Tierra debe ser amada y res­pe­tada como una extensión de la ética. Para Leopold, una cosa es buena si tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de las comunidades biológicas, y mala si actúa en sentido contrario. Según esta norma claramente deonto­ló­gica, la Tierra como un todo tiene valor intrínseco, mien­tras que sus miembros individuales tienen valor me­ra­mente instrumental (en tanto contribuyan a la integridad, estabi­lidad y belleza de las comunidades). Una consecuencia di­recta de la ética de la Tierra de Leopold es que un ele­mento individual de una comunidad biótica superior debería poder ser sacrificado siempre y cuando fuera necesario para preservar el bien de la entidad superior. Para muchos de quienes así piensan, la biodiversidad alberga el mayor va­lor ético en la naturaleza: la variabilidad con la que la vida se manifiesta en el planeta Tierra.

La posición biocéntrica recibió un importante apoyo gra­cias a la así llamada “hipótesis Gaia”, de James Lovelock, que recupera la idea de la Madre Tierra, consideran­do al pla­neta como un sujeto vivo, consciente y con capacidad de sentir. La elaboración de las ideas biocéntricas y su am­pliación posterior al movimiento de la Deep Ecol­ogy (li­teralmente, ecología profunda), defendido por Arme Naess, llevaron a desarrollar una ética del medio am­biente que incorpora el respeto a la vida como base de sus ideas. Esta ima­gen del mundo admite la influencia de religiones distintas a la judeo-cristiana, que permiten entender al hombre como “vida que quiere vivir en medio de vida que quiere vivir”. En consecuencia, todo ser vivo, por el mero hecho de estar vivo, es portador de un valor intrínseco: la vida es un valor uni­versal, absoluto, y no admite rangos, ni comparaciones, ni clases o estratos de importancia. Todo lo vivo, por lo tan­to, merece el máximo respeto, y la actitud más correcta ante la vida es la veneración, porque lo vivo es, en efecto, igual a lo sagrado.

Así pues, la ética de la Tierra no es una concepción an­tropocéntrica, sino que debe alinearse, junto con otros pun­tos de vista, a una ética del medio ambiente ciertamen­te biocéntrica, en donde la importancia reside en el sistema global integrado por la suma de las partes que lo forman, más la interacción resultante de las relaciones que entre ellas se establecen.

Aun así, las posiciones biocéntricas no están exentas de crítica, y algunos autores han señalado que la ética del medio ambiente debería centrarse en las especies completas, o las comunidades, o los ecosistemas y no sobre los organismos individuales que los componen. Por ejemplo, las especies han de ser contempladas como intrínsecamen­te más valiosas que los individuos que las integran, pues la pérdida de una especie acarrea la desaparición de todo un acervo génico con amplias posibilidades. La diferen­cia resulta clara al analizar el siguiente supuesto: consideremos un caso en el que una agencia gubernamental relacionada con la conservación de la naturaleza propone controlar —de hecho, reducir mediante caza selectiva— las poblaciones de una determinada especie animal en un área natural protegida de­sig­nada como tal; admitamos además que hay razones biológicas que llevan a pensar que tal control forma parte de la gestión ade­cua­da de los recursos de dicha área, y que es ne­cesaria para conservar las poblaciones de otras especies y comunidades de la reserva. Si nuestro enfoque se cen­tra­se exclusivamente en los organismos individuales, enton­ces podríamos pensar que es ético evitar el sufrimiento de los animales, de todos y cada uno de ellos. Por ende, la ges­tión propuesta no sería ética, pues implicaría eliminar ac­ti­va­men­te —matar— un determinado número de animales —cuo­ta de captura—, incluso aunque nuestro control re­sul­tase beneficioso para la conservación de otros recursos y valores del área como un todo.
 
En una diferente posición holista está la visión del mun­do de quienes consideran que lo verdaderamente im­por­tante no son las poblaciones, las comunidades de or­ga­nis­mos, ni siquiera las especies. Al fin y al cabo, los pro­pios in­dividuos nacen, crecen, se desarrollan, se reproducen y finalmente mueren. Lo mismo es válido para cualquier sis­tema ecológico de rango superior; incluso las especies tie­nen un origen en la historia de la vida en la Tierra y un fi­nal: su extinción. De acuerdo con este punto de vista, que po­demos denominar ecocéntrico, lo verdaderamente im­por­tante son los procesos desarrollados por los sistemas ecológicos, de los que depende la continuidad de la vida: los ci­clos biogeoquímicos, la tasa de renovación de los re­cursos naturales, la formación del suelo, la captación de dió­xido de carbono atmosférico, la producción y liberación de oxígeno mediante la fotosíntesis, la regulación del clima a distintas escalas, la evolución de las formas vivas a lo largo del tiempo…
 
El papel de la ciencia y la biología

Asistimos actualmente a un momento sin precedentes en la magnitud y variedad de los problemas medioambien­tales derivados de las actividades de las sociedades huma­nas, en el que la conservación de la naturaleza en general, y de los recursos naturales en particular, se ha convertido en uno de los principales problemas éticos. Afortunadamente, esta preocupación por incluir a otros seres vivos y a la naturaleza en general entre los intereses de la ética está expandién­dose y acelerándose en numerosas culturas hu­manas. Es más, el mundo está cambiando actualmente a tal velocidad que no podemos esperar que las ideas de ayer sean válidas en los escenarios de mañana. Por ello, es ne­cesario desarro­llar un amplio marco de referencia que pro­picie la aparición y la difusión posterior de nuevas ideas cul­turales, éti­cas, así como de una ética del medio ambiente, válidas para los problemas que se nos presenten de aquí en adelante.

Lo cierto es que la ética del medio ambiente mantiene prósperas relaciones con las ciencias del medio ambiente, influyéndose mutuamente en un flujo dinámico, en dos direcciones, tanto de lo que es —la ciencia— a lo que debe­ría ser —la ética—, como al revés. La ciencia constru­ye teo­rías que incorporan valores éticos propios del contex­to cul­tural de cada caso, mientras que la ética del medio ambiente valora la naturaleza en función de los conocimien­tos científicos disponibles. Estamos aún muy lejos de com­prender los mecanismos que gobiernan las relaciones en­tre el conocimiento objetivo y la moralidad subjetiva, entre los modos de descubrir la naturaleza y las formas de habi­tar en ella, y de favorecer los cambios de actitud y de comportamiento derivados de los principios éticos que contri­buyan a su generalización.
 
Aun así, estamos cada vez más cerca de acelerar los cam­bios necesarios en la ética del medio ambiente que ayu­den a conservar y gestionar la naturaleza de un modo adecuado. Para ello, hay que luchar abiertamente contra la desinformación de la población como un todo, pues no es raro que quienes presumen de haber recibido una educación “de calidad” carezcan por completo de la más mínima formación sobre ética del medio ambiente. Sólo haciendo todo lo posible para promover la discusión y el debate de pro­blemas y enfoques éticos en el seno de la sociedad en que vivimos, en todos los niveles concebibles, será posible vivir de un mejor modo para con la naturaleza.
 
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Referencias bibliográficas

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José Antonio González Oreja
Departamento de Química y Biología,
Universidad de las Américas, Puebla.
 
Es licenciado en Biología de Ecosistemas por la Universidad del País Vasco y doctor en Ciencias Biológicas por la misma. Desde 2001 se desempeña como profesor investigador en el Departamento de Química y Biología de la Universidad de las Américas, Puebla, donde imparte la materia ambiente y sociedad, entre otras.
     

     
como citar este artículo
González Ojeda, José Antonio. 2008. La ética y el medio ambiente. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 4-15. [En línea].
     

 

 

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 Jacqueline Ceja, Adolfo Espejo, Ana R. López,
Javier García, Aniceto Mendoza y Blanca Pérez
     
               
Como resultado de la adaptación a las diversas condiciones
ambientales en que viven, las plantas han desarro­lla­do algunas estrategias entre las que se encuentran las diferentes formas de vida, así por ejemplo, las que crecen en am­bientes acuáticos reciben el nombre de hidrófitas, las que habitan en lugares muy húmedos son llamadas higró­fitas, las que viven en suelos con alta concentración de sa­­les son conocidas como halófitas, las que habitan en am­bien­tes secos se denominan xerófitas, etc.

Un caso especialmente interesante dentro de estas formas de vida vegetal es el de las epífitas, grupo de plantas que, por diversas razones, han abandonado el hábito terres­tre y se han adaptado a vivir sobre otras plantas para obtener los recursos que necesitan para desarrollarse.
 
El término epífito deriva del griego epi, arriba, y phy­ton, planta, lo que literalmente nos indica que son plantas que crecen encima de otras, nombradas forófito. Lo que en principio pareciera una definición clara, ha sido objeto de una amplia discusión, ya que no se especifica si toda la planta o sólo una parte de la misma debe encontrarse so­bre el forófito, tampoco se menciona el tiempo de permanencia sobre éste o si la epífita recibe o no nutrimentos y agua por parte del hospedero.

Vivir sobre otras plantas, al contrario de lo que pudiera pensarse, no es nada sencillo. En primer lugar debemos no­tar que no hay suelo, es decir que no hay un sustrato en el que se encuentren los nutrimentos y la humedad ne­cesarios para llevar a cabo las funciones vitales básicas, por lo que es necesario dar solución a una serie de proble­mas como ¿dónde conseguir dichos nutrimentos?, ¿cómo obtener y retener el agua para su posterior uso?, ¿qué mo­dificaciones tuvieron que sufrir en sus estructuras para conseguirlo? y otros más.


Adaptaciones

Si bien crecer por encima del nivel del suelo presenta la ven­taja de tener menos competencia por la luz, es desfavo­rable en lo que a captación de agua y minerales se refiere. Para solucionar dicho problema, las epífitas han desarrollado modificaciones morfológicas, anatómicas y fisiológi­cas que les permiten captar, absorber y almacenar el agua, así como evitar su pérdida y la de los solutos en ella disuel­tos. Además, han modificado sus flores e inflorescencias para favorecer su éxito reproductivo, lo cual les ha permitido colonizar nichos ecológicos específicos en una gran diversidad de hábitats.

Modificaciones morfológicas


Uno de los ejemplos más comunes de cómo la forma de los vegetales se modifica para poder satisfacer su necesidad de cap­tar y almacenar agua y materia orgánica, es el de aque­llos cuyas hojas se disponen formando una roseta y cons­tituyen una especie de embudo que permite retener el líquido y llevarlo hacia el centro, razón por la que reciben el nombre de plantas tanque. Este fenómeno se puede observar en grupos como las bromelias, las orquídeas y en algunos helechos.

Otra estrategia que también permite almacenar agua es el desarrollo de suculencia o engrosamiento en hojas —como en las crasuláceas y las orquídeas— y tallos —como los pseu­dobulbos de muchas orquídeas. Dicha modificación se re­laciona estrechamente con la presencia de tejidos especia­lizados para esta función.

Tal vez menos evidente, pero igualmente importante, es la necesidad que tienen las epífitas de algunos elemen­tos como el nitrógeno, por lo que han desarrollado hojas y tallos —rizomas en helechos y pseudobulbos en orquídeas— que se modifican para formar cavidades llamadas domacios, donde albergan una gran cantidad de insectos, sobre todo hormigas. A través de una serie de experimentos con marcadores radioactivos, autores como Dejean y co­laboradores en 1995 y Del Val y Dirzo han demostrado que las plantas absorben, vía paredes celulares, el nitróge­no pro­ducido por los desechos que dejan estos insectos en los do­macios, cubriendo así los requerimientos que de este elemento la planta tiene.

Modificaciones anatómicas

Entre las estrategias aplicadas para evitar la pérdida de agua que se presenta no sólo en las epífitas, sino en muchas de las plantas que están sometidas a estrés hídrico —como las xe­rófitas—, están el desarrollo de una cutícula gruesa y el de­pósito de distintas capas de cera sobre la superficie epidér­mica, las cuales forman una barrera impermeable que cu­bre el tejido, permitiendo que la evaporación del vital lí­quido sea eficazmente regulada por las estructuras diseñadas para tal fin, los estomas.

En grupos como los helechos y las bromelias, los tri­co­mas —escamas, pelos, papilas, etcétera— desempeñan un pa­pel muy importante no sólo en la captación sino tam­bién en la retención de agua, por lo que llegan a ser es­truc­­turas al­tamente complejas en forma y función. Además, Benzing ha señalado que reflejan la luz, protegiendo el adn de los ra­yos solares y ofrecen protección contra los her­bívoros.
 
Muchas epífitas y hemiepífitas —como las orquídeas y las aráceas, respectivamente— han desarrollado un tejido especializado que cubre sus raíces. El velamen, como se le conoce, se considera un tipo de epidermis formado por nu­merosas capas de células muertas con engrosamientos en las paredes celulares, lo cual sirve para prevenir el co­lapso celular y proteger las raíces de daños mecánicos. En tempo­rada de lluvias, el velamen se llena pasivamente de agua, mien­tras que en la temporada de secas, pro­por­cio­na una ba­rrera que impide la pérdida de agua por trans­pi­ración.

Tal vez la forma más común, anatómicamente hablan­do, de almacenar agua es mediante el desarrollo de tejidos como la hipodermis y el parénquima acuífero, que pueden estar formados por una o varias capas de células con pare­des delgadas pero con refuerzos helicoidales que evitan su colapso en temporada de sequía y les brindan una extensi­bilidad en tiempo de lluvias. La presencia de estos tejidos fre­cuentemente se asocia con la forma de la planta, ya que es común encontrarlos en familias que desarro­llan órganos carnosos —suculentos—, como las orquídeas —pseudo­bul­bos— y las crasuláceas —hojas y tallos. También es posi­ble hallarlos en aquellas plantas conocidas como de la re­su­rrec­ción o poiquilohídricas —como algunas especies de Se­la­gi­nella—, cuya estructura varía drásticamente, permanecien­do sus células y sus tejidos viables después de ciclos de deshidratación y rehidratación extremas.


Modificaciones fisiológicas


La principal ruta de pérdida de agua, no sólo en las plantas epífitas sino en todas aquellas que tienen un acceso limitado a este recurso —como las xerófitas—, son los estomas, por lo cual un mecanismo que permita reducir la pérdida de agua por esta vía será de suma importancia. Si conside­ramos que las temperaturas más altas se alcanzan durante el día, cuando generalmente los estomas se encuentran abier­tos, el que éstos se abran por la noche, cuando las tem­peraturas son más bajas, reducirá notablemente la evapo­ra­ción. Esta estrategia, si bien soluciona un importante problema, requiere el desarrollo de una serie de adaptacio­nes fisiológicas que permitan realizar adecuadamente el proce­so de fotosíntesis; tal vez es por ello que en un gran núme­ro de plantas epífitas se ha desarrollado el llamado metabo­lismo ácido de las crasuláceas —cam, por sus siglas en inglés—, el cual consiste en que los estomas abran de no­che, captando CO2 con la pérdida mínima de agua, transfor­mándolo, a través de una serie de reacciones químicas, en ácido málico, mismo que es almacenado en las vacuolas. Al amanecer, las plantas cierran sus estomas y con la presencia de la luz se libera el ácido málico de la vacuola, el cual a su vez reacciona para liberar el CO2 almacenado, mis­mo que llega al cloroplasto iniciando el ciclo de Calvin, dando como resultado agua y azúcares, elementos indispensables para la supervivencia de la planta.

Otra adaptación presente en algunas epífitas es la asociación entre las raíces de una planta vascular y un hongo, relación que es conocida como micorriza. El hongo que coloniza la raíz se beneficia con los productos de la fotosíntesis, mientras que la planta incrementa la absorción de agua y nutrimentos, principalmente de fósforo.
 
Modificaciones reproductivas
 
La evolución de los mecanismos de dispersión de las epí­fi­tas se relaciona con la necesidad de sus diásporas —es­truc­turas de dispersión— por alcanzar la superficie de los forófitos para poder germinar. Muchas de las estructuras de dispersión de este grupo de plantas son de tamaño pe­que­ño —como las esporas de los helechos o las semillas de las or­quídeas— o presentan modificaciones en su estructura —como las semillas plumosas o aladas de las bromelias—, para poder ser dispersadas por el viento, alcanzando sitios inaccesibles para otros grupos de plantas. También se ha visto que la presencia, en algunas epífitas, de bayas car­nosas y coloridas o de cápsulas con semillas ariladas —como en las aráceas—, atraen a las aves que habitan en el dosel de la vegetación y éstas dispersan sus semillas al usarlas como alimento.

Rivas y sus colaboradores han señalado que las micorri­zas también son importantes para la germinación de las es­poras y de las semillas de algunos grupos de epífitas, ya que si bien su tamaño pequeño les permite ser dispersadas por el viento, las reservas nutritivas necesarias para su germinación son escasas, por lo que para suplir esta caren­cia de nutrimentos se genera una relación de dependencia con algunos grupos de hongos, cuyas hifas alimentan a los embriones de las semillas, al menos durante su desarrollo inicial.
 
Su distribución y diversidad
 
Además de las interrogantes ya planteadas, otras cuestiones de interés para el estudio de las epífitas son ¿sobre qué plantas crecen?, ¿cuántos grupos con plantas epífitas exis­ten?, ¿cuál es su papel en las comunidades de las que for­man parte? La distribución espacial de las epífitas se rela­ciona con las condiciones microclimáticas del hábitat y las caracterís­ticas propias del forófito sobre el que crecen. Son diversos los trabajos que acerca de este tema se han realizado, repor­tando que algunos factores como la edad del hospedero, el tipo y la composición de la corteza, el tama­ño y la forma de la copa y de las hojas, el diámetro, la po­sición e inclina­ción del tronco y de las ramas, son determinantes para el estable­cimiento y la abundancia de las po­blaciones de epí­fitas. Sin embargo se ha visto que no siem­pre responden igual a un mis­mo patrón de condiciones, dando como resul­tado que zo­nas aparentemente simi­lares tengan una rique­za dis­tin­ta. En términos generales se ha observado que los árbo­les de crecimiento lento, con una copa abierta y con cor­te­zas estables y absorbentes re­sultan excelentes forófitos.

Autores como Madison, Gentry y Dodson, Kress, Benzing y Dickinson y sus colaboradores, han señalado que las epífitas y hemiepífitas representan alrededor de 10% de la diversidad vegetal en el mundo, estimándose que hay entre 65 y 84 familias con 850 o 896 géneros que agrupan de 23 466 a 29 505 especies de plantas vasculares con esta for­ma de vida. De las familias de espermatófitas con re­pre­sen­tantes epífitos, sólo 32 de ellas incluyen cinco o más es­pecies con esta forma biológica, en tanto que casi 20% de las pteridofitas son epífitas. Dentro de las angiosper­mas, son las monocotiledóneas las que cuentan con la más alta representación de epífitas, principalmente las familias Or­chidaceae, Bromeliaceae y Araceae.

En lo que se refiere a su distribución geográfica, In­groui­lle y Eddie mencionan que presentan mayor diversi­dad en los bosque tropicales del neotrópico, donde su es­pe­ciación ha sido importante, particularmente en algunas familias como Bromeliaceae y Cactaceae, mientras que su representación en África es mucho menor, con cerca de 2 400 taxa epífitos y en Australasia es intermedia, con apro­ximadamente 10 200 especies.

México tiene más de la mitad de su territorio situado al sur del Trópico de Cáncer, es decir en la zona más cálida del planeta, condición que lo coloca en una situación privilegiada en lo que a cantidad de especies y diversidad de hábitos y formas de vida se refiere. Aguirre León ha estimado que existen alrededor de 1 377 especies de epífitas en México, 28 familias y 217 géneros (de los cuales 191 son de plantas con semilla y 26 de helechos), distribuidas prin­cipalmente en las selvas y bosques tropicales del país. Comparadas con el total mundial, el número de especies epífitas presentes en México se situaría entre 4.7 y 5.9%, con 24.2 a 25.5% de los géneros y 33.3 a 43% de las familias con representantes epífitos en todo el mundo.
 
Su importancia en las comunidades vegetales

Las plantas son parte fundamental de los distintos ecosistemas que se presentan en nuestro planeta, ya que desde los más imponentes árboles hasta las más delicadas hierbas forman la base de todas las comunidades biológicas co­nocidas. Un componente importante dentro de algunas de estas comunidades son las epífitas, las cuales, dependiendo de las condiciones ambientales en las que se desarrollen, pueden presentar una gran diversidad de formas.Las epífitas desempeñan un papel muy importante en la dinámica de las comunidades ya que al estratificarse verticalmente, desde los troncos de los árboles hasta las co­pas del dosel, ofrecen una gran variedad de nichos y recur­sos que son aprovechados por diversos grupos de animales —hormigas, artrópodos, anfibios, aves, etcétera—, con­tri­bu­yen­do al incremento de la biodiversidad de las comunida­des donde se encuentran. Un ejemplo en este sentido es el expuesto por Cruz Angón y Greenberg, quienes demostra­ron que en los cafetales de sombra en los que se conservaron las epífitas, la diversidad y la abundancia de las aves fue más alta que en aquellos en los que se eliminaron, debi­do a que su ausencia disminuyó los diferentes sustratos de forrajeo, el material utilizado para hacer los nidos y los si­tios en donde establecerlos, aumentando la competencia por los lugares para la anidación y dándose entonces una mayor depredación.Las plantas epífitas, principalmente las de tipo roseta, acumulan grandes cantidades de agua entre sus hojas, pro­porcionando una vía alterna en la dinámica de este recurso dentro del bosque, además, la biomasa de las epífitas esta­blecida en las ramas interiores de los árboles, alberga un alto contenido de nutrimentos esenciales como fósforo y ni­trógeno los cuales posteriormente son reciclados, brin­dan­do rutas alternas al ciclo de nutrimentos y a la dinámi­ca del agua en las comunidades.El tráfico de animales y plantas silvestres es una de las mayores amenazas a la diversidad biológica, y las plan­tas epí­fitas son un grupo especialmente susceptible a esta ac­tividad ya que proveen al mercado hortícola de una gran cantidad de especies —principalmente bromelias y orquídeas—, las cuales son extraídas sin ningún tipo de control de las zonas donde habitan, generando desequilibrio en los eco­sistemas e incluso la desaparición de algunas especies. Por ello es importante promover estrategias que permitan el uso racional de este recurso, apoyando la economía de las comunidades rurales de las que se obtengan las plantas, sin menoscabo de las poblaciones, evitando con ello la al­teración del ecosistema en su conjunto.Finalmente, es importante resaltar que las epífitas son un grupo de plantas complejo y diverso que puede ser es­tudiado desde distintas perspectivas con el fin de profundizar en el conocimiento de sus diferentes aspectos bio­ló­gicos, con lo cual queda claro que aún hay mucho por hacer en tor­no a ellas.
  articulos  
Referencias bibliográficas

Aguirre León, E. 1992. “The vegetative basis of vascular epiphytism”, en Selbyana, núm. 9, pp. 22-43.
Benzing, D. 1990. Vascular epiphytes. General bio­logy and related biota. Cambridge University Press, Cambridge.
Benzing D. H., 2000. Bromeliaceae-profile of an adap­tive radiation. Cambridge University Press, Cambridge.
Cruz Angón, A., y R. Greenberg. 2005. “Are epiphy­tes important for birds in coffee plantations? An experi­mental assessment”, en Journal of Applied Ecology, núm. 42, pp. 150-159.
Dejean, A., I. Olmsted y R. R. Snelling. 1995. “Tree-epiphyte-ant relationships in the low inundated forest of Sian Ka’an Biosphere Reserve, Quintana Roo, Me­xi­co, en Biotropica, vol. 27, núm. 1, pp. 57-70.
Del Val, E., y R. Dirzo. 2004. “Mirmecofilia: las plantas con ejército propio”, en inci, vol. 29, núm. 12, pp. 673-679.
Dickinson, K. J. M., A. F. Mark y B. Dawkins. 1993. “Ecol­o­gy of lianoid/epiphytic communities in coastal po­do­carp rain forest, Haast Ecological District, New Zealand”, en Journal of Biogeography, vol. 20, núm. 6, pp. 687-705.
Gentry, A. H. y C. H. Dodson. 1987. “Diversity and bio­geography of neotropical vascular epiphytes, en An­nal Missouri Botanical Garden, núm. 74, pp. 205-233.
Ingrouille, M. J., y B. Eddie. 2006. Plants. Diversity and evolution. Cambridge University Press, Cambridge.
Kress W. J. 1989. “The systematic occurrence of vas­cular epiphytes”, en Vascular plants as epiphytes: evo­lution and ecophysiology, Lüttge U. (ed.), Ecological Studies. Heidelberg: Springer Verlag, pp. 234 - 261.
Madison, M. 1977. Vascular epiphytes: Their sys­te­ma­tic occurrence and salient features, en Selbyana, vol. 2, núm. 1, pp. 1-13.
Nadkarni, N. M., M. C. Merwin y J. Nieder. 2001. “Fo­rest canopies, plant diversity”, en Encyclopedia of Biodiversity, volumen 3, Academic Press.
Rivas, M., J. Warner y M. Bermúdez. 1998. “Presencia de micorrizas en orquídeas de un jardín botánico neo­tro­pical, en Revista de Biología Tropical, vol. 46, núm. 2, pp. 211-216.
Zotz, G. 2005. “Vascular epiphytes in the temper­ate zones-A review”, en Plant Ecology, núm. 176, pp. 173-183.
     
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Jacqueline Ceja Romero, Adolfo Espejo Serna, Ana Rosa López Ferrari,
Javier García Cruz, Aniceto Mendoza Ruiz y Blanca Pérez García.
Departamento de Biología, División de Ciencias Biológicas y de la salud,
Universidad Autónoma Metropolitana-­Iztapalapa.
 
Integran el cuerpo académico de Biología de Plantas Vasculares de la UAM-Iztapalapa, institución en la que se desempeñan como profesores investigadores del Departamento de Biología. Los primeros cuatro trabajan Florística y sistemática de Monocotiledóneas y los últimos dos estudian Biología de Pteridofitas.
     
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como citar este artículo
 
Ceja Romero, Jaqueline y et.al. 2008. Las plantas epífitas, su diversidad e importancia. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 34-41. [En línea].
     

 

 

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Eliane Ceccon
     
               
La ciencia y la tecnología no pueden realizar
transformaciones milagrosas, del mismo
modo que no pueden hacerlo las leyes del mercado.
 
Las únicas leyes verdaderamente férreas con
las cuales nuestra cultura finalmente tendrá
que ajustar cuentas, son las leyes de la
naturaleza.
 
Enzo Tiezzi
 
      
La revolución verde, echada a andar en la década
de los cincuentas, tuvo co­mo finalidad generar altas tasas de productividad agrícola sobre la base de una producción extensiva de gran es­cala y el uso de alta tecnología. En los años noventas, se anunció una nue­va revolución verde: la revolución ge­nética que uniría a la biotecnología con la ingeniería genética, promo­vien­do de esta manera transformacio­nes significativas en la productividad de la agricultura mundial. ¿Existe alguna diferencia fundamental entre ambas?
 
La primera revolución verde tenía como principal soporte la selección genética de nuevas variedades de cul­tivo de alto rendimiento, asociada a la explotación intensiva permitida por el riego y el uso masivo de fertilizantes químicos, pesticidas, herbicidas, trac­tores y otra maquinaria pesada.
 
La nueva revolución verde tiene co­mo principal aspecto la creación de organismos genéticamente modificados (ogm) mejor conocidos como trans­génicos. Éstos son organismos creados en laboratorio con ciertas técnicas que consisten en la transferencia, de un or­ganismo a otro, de un gen responsable de una determinada característica, ma­nipulando su estructura natural y mo­dificando así su genoma. El genoma, a su vez, está constituido por conjuntos de genes y las diferentes composiciones de estos conjuntos determinan las características de cada organismo. Lo que hace a un animal ser diferente de una fruta es el genoma que tiene. Vale resaltar que no existen límites para esta técnica. Es posible crear combina­ciones nunca imaginadas entre ani­ma­les, plantas, bacterias, etcétera. Un ejem­plo muy conocido es el del maíz transgénico Bt, un maíz al que se le han agregado los genes de la bacte­ria Bacillus thuringiensis que produce naturalmente las proteínas que prote­gen la planta de insectos tales como el barrenador del tallo en el maíz europeo. Es importante mencionar que en estos organismos el impacto potencial no sólo lo constituye la presen­cia de un gen novedoso en ellos, sino la po­sibilidad o probabilidad de que el gen sea transferido a las variedades sil­vestres o criollas en la reproducción, con posibles efectos que no necesariamente pueden conocerse de antemano.
 
A pesar de las diferencias sustanciales en metodología y tecnología bio­lógica, ambas revoluciones fueron lan­zadas con la ideologizada misión de acabar con el hambre, lo cual fue, y con­tinúa siendo, empleada reiterada­mente para su defensa y justificación. Hoy sabemos que el aumento en la producción de alimentos per se no ase­gura su distribución global y equitativa y que, además, el problema del ham­bre tiene vertientes adicionales de mayor complejidad asociadas a la eco­nomía real del mercado, tales como la intermediación en la distribución y en la comercialización; o la falta de poder adquisitivo de una gran proporción de la población mundial que les impide el acceso libre al mercado de ali­mentos, entre otros.

Existe, desde luego, una no tan sor­prendente similitud de intereses eco­nó­micos de quienes las han promo­vido, así como de sus probadas y po­ten­ciales consecuencias sociales y ambientales —con sus matices propios. El análisis histórico y comparativo de las consecuencias y alcances de la primera revolución verde es un camino posible para anticipar con ma­yor objetividad los probables retos e impactos sociales de la segunda revo­lución. Por tanto, si miramos las consecuencias y los logros de la primera revolución verde a la fecha, podremos tener una buena idea de algunos impactos que la segunda revolución podría tener en nuestra sociedad y en nuestro me­dioambiente, en un futuro no muy lejano.
 
Una breve historia
 
La primera revolución ver­de fue considerada co­mo un cambio radical en las prácticas agrícolas has­ta entonces utilizadas y fue definida como un pro­ceso de modernización de la agricultura, donde el co­nocimiento tecnológico suplantó al conocimiento empírico determinado por la experiencia prácti­ca del agricultor. Los agri­cul­tores pasaron a emplear un conjunto de innovacio­nes técnicas sin precedentes, entre ellas los agrotóxicos, los fertilizantes inorgánicos y, sobre todo, las máquinas agrícolas.

Históricamente, puede conside­rar­se su inicio luego del término de la Primera Guerra Mundial; sin embargo, su expansión global ocurrió más tar­de, durante la Segunda Guerra Mun­dial cuando las grandes industrias, so­bre todo en Estados Unidos, desarrolla­ron una enorme acumulación de in­novación tecnológica militar que no tuvo un mercado inmediato al término del conflicto bélico. De este mo­do, surgió la conversión rápida de in­novaciones bélicas a usos civiles, el caso más obvio de lo anterior fue la rápida fabricación de tractores a partir de la experiencia en el diseño de tanques de combate y la fabricación de agrotóxicos como producto colateral de una pujante industria químico-biológica dedicada a la fabricación de armas de ese tipo. Otro ejemplo es el de la tecnología nuclear que había sur­gido de entre los mejores cerebros cien­tíficos de la época; pero que se des­prestigió rápidamente luego de las muertes masivas de civiles en Hiro­shi­ma y Nagasaki. La industria nuclear “pacífica” fue rápidamente sumada a la revolución verde en la forma de téc­nicas para el control de plagas mediante la esterilización de ejemplares irradiados y para la conservación de alimentos mediante la esterilización nuclear.
 
Según varios estudios sobre el tema, los cimientos de lo que vendría a ser llamada “revolución verde” fueron explorados en 1941 en un encuentro en­tre el vicepresidente de Estados Uni­dos, Henry Wallace, y el presiden­te de la Fundación Rocke­feller, Raymond Fosdick. Allí se pensó que un pro­grama de desarrollo agrí­cola apuntado hacia Latinoamérica en general y México en particular, tendría beneficios tanto económicos como políti­cos. Un año después, la fundación envió a México tres eminentes cien­tí­ficos en el estudio de plan­tas. En 1943 la Fundación Rockefeller inició su Programa Mexicano de Agricultura, concentrado principalmente en el mejoramiento de maíz y trigo. La Fundación Rockefeller fue crucial para el establecimiento en México, en 1943, del Centro Internacional del Me­joramiento de Maíz y Tri­go (cimmyt), considerado como el más importante centro de investigación de maíz y trigo en el mundo. Incluso, el llamado “padre de la revolución ver­de” y Premio Nobel de la Paz, Norman Borlaug, ha trabajado con científicos mexicanos en los problemas de mejo­ramiento genético del trigo por más de 25 años. Los resultados, en términos productivos en México, fueron sor­prendentes. Basta citar como ejem­plo al trigo: su producción pasó de un rendimiento de 750 kg por hectárea en 1950, a 3 200 kg en la misma super­ficie en 1970. Hoy día, el trigo y el maíz producidos a partir de las investigaciones del cimmyt están plantados en millones de hectáreas en todo el mundo. La productividad del arroz y del trigo se duplicó o cuadruplicó en varios países y, por lo tanto, la revolución verde pasó a tener muchos adeptos.

En los siguientes ocho años, proyectos similares fueron iniciados en casi to­dos los países de Latinoamé­rica, bajo los auspicios del Departamento Norteameri­cano de Agricultura (usda) o de las universidades norteamericanas de agricultu­ra. La hibridación, principalmente del maíz, abrió un nuevo y significante es­pacio para la acumulación de capital en el mejoramien­to de plantas y ventas de semillas para Estados Unidos. Curiosamente, antes de ser vicepresidente, Wal­lace había sido secretario de agricultura y, antes de es­to, tuvo un importante puesto y fue fundador de la principal empresa de maíz híbrido en su país (Pioneer Hi-Breed). Por lo tanto, se puede con­cluir que Wallace entendía muy bien de la ciencia de la agricultura y de los negocios rentables. En 1946, la persecución de los intereses de la Fundación Rockefeller llevó a la realización de una investigación de mercado potencial para la semilla de maíz híbrido en Brasil y, más tarde, su Compañía Internacional de Economía Básica in­virtió fuertemente en la producción de semillas híbridas en ese país. En 1947, la gigantesca empresa en el mer­cado de granos, Cargill, inició la producción de maíz híbrido en Argentina. Es importante resaltar que la recolec­ción de germoplasma nativo fue un importante componente del Programa Mexicano de Agricultura desarrollado por la Fundación Rockefeller. Como resultados de sus esfuerzos, en 1951 Es­tados Unidos ya tenía una enorme colección de germoplasma de maíz y había creado una serie de estaciones de introducción de plantas para evaluar y preservar materiales genéticos de plantas exóticas.
 
Otras fundaciones privadas bien conocidas tuvieron también un impor­tante papel en la historia de la prime­ra revolución verde. Por su parte, la Fun­dación Ford se involucró desde 1953, cuando iniciaron diversos pro­gra­mas de investigación agrícola en India. Las fundaciones Rockefeller y Ford crearon, en 1960, el Internacional Rice Research Institute (irri) en Fi­lipi­nas, y más tarde se les uniría, en el mis­mo proyecto, la Fundación Kellogg’s. Estas fundaciones intentaron, más tarde, transferir todas las res­ponsabilidades de la revolución verde a las Naciones Unidas, resultando en la creación del Consultative Group on International Agricul­tu­ral Research (cgiar). La nue­va institución siguió, no obstante, bajo la influen­cia directa de estas funda­cio­nes, a tal punto que la gran mayoría de los directores de las estaciones experimen­tales internaciona­les eran recomendados y aprobados por las mismas.
 
La introducción de toda innovación técnica de creciente complejidad requie­re un grupo más o menos grande de expertos que la comprendan, adapten e im­plementen. Fue justamente en los primeros años de la primera revolución verde cuando los investigadores del ramo más importante de las instituciones educativas latinoamericanas fueron invitados a reali­zar sus posgrados o estancias financia­das en Estados Unidos. El ingeniero agrónomo típico de la época pasó a tener como función casi absoluta llevar “el progreso” al campo, o sea, trans­formar la agricultura tradicional, adop­tando los insumos y las técnicas de origen industrial. El libro de Theodore Schultz —autor estadounidense cono­cido como uno de los ideólogos de la re­volución verde—Transformando la agri­cultura tradicional, enfatizaba que el agrónomo era una persona que iba a civilizar al sujeto de pies descalzos, al bárbaro que se encontraba en íntimo contacto con la naturaleza, pero so­me­tido a ella. La revolución verde inten­taría hacer que el individuo pasase a dominar la naturaleza, con todo lo que el progreso podría traer.
 
Los resultados anteriormente ci­ta­dos, por un lado positivos sin nin­gu­na duda, tuvieron sus contratiempos: un vocero del Banco Mundial dijo que entre 34 y 40 millones de toneladas de arroz de Asia dependían direc­ta­men­te del petróleo del continua­men­te ines­table Medio Oriente. Por su parte, el Ter­cer Mundo pasó a con­su­mir entre 10 y 20% de la producción mun­dial de agrotóxicos, y su consumo ten­día a aumentar rápidamente.
 
En Brasil, por ejemplo, el número de pla­gas en la agricultura aumentó, entre 1963 y 1973, de 243 a 593, mientras que el consumo de agrotóxicos se incrementó de 16 000 a 78 000 toneladas, pareciendo haber una relación di­rec­ta entre el consumo de estos productos y el surgimiento de plagas. Al mismo tiempo, el consumo de fertilizantes aumentó 1 290% mientras que la productividad aumentó solamente 4.9%.En casi toda Latinoamérica, después de muchos años de revolución verde, se puede observar el siguiente cuadro: los suelos agrícolas se trasfor­maron en simples sustratos de sus­ten­tación de plantas que exigen técnicas artificiales cada vez más caras, y el sín­toma más aparente de degradación que observamos es la erosión. La inves­tigadora brasileña en manejo ecológi­co de suelos, Ana Primavesi, sustenta que la erosión no es un fenómeno na­tu­ral, pero sí el fruto de un manejo ina­de­cuado del suelo. Lógicamente la de­clividad del terreno y la intensidad y duración de las lluvias intensifican la erosión, pero la práctica de una agri­cul­tura basada en una tecnología des­tructiva es su principal causa. Esta auto­ra agrega también que el uso indiscriminado de agrotóxicos y fertilizantes químicos han esterilizado el suelo, reduciendo al mínimo la activi­dad microbiana y la fauna del suelo, además de haber provocado la contaminación de las aguas subterráneas —principalmente con nitratos— y el enriquecimiento de las aguas superfi­ciales, tanto continentales (acequias, ríos, lagos) como costeras, lo que llevó, por ejemplo, el crecimiento explo­sivo de algas, ocasionando fuertes tras­tornos en el equilibrio biológico, como la mortandad de peces, entre otros. Asi­mismo, la compactación del suelo por las máquinas agrícolas ha destruido la fauna, misma que ayudaba a controlar otros seres vivos que podían causar daño a los cultivos.
 
La invención de los insecticidas sin­téticos fue una forma cómoda y apa­rentemente eficaz de controlar las plagas que surgieron con este modelo agrícola. Pero éstos atacan las consecuencias del problema —la plaga— y no la causa del mismo. Con la uti­li­zación de los agrotóxicos se acabaron las plagas y también sus enemigos na­turales. El problema es que muchas plagas desarrollaron mutaciones genéticas, lo que les garantizó su resurgi­miento, esta vez aniquilador debido a la muerte de sus enemigos naturales, causando daños a la agricultura y probando la ineficacia de gran parte de estos agrotóxicos. Además, ya son varios los estudios sobre la repercusión de estos productos sobre la salud humana, ya sea por contacto directo o por ingestión. En 1962, Rachel Carson en su polémico libro Silent spring presentaba datos alarmantes sobre la contaminación de los alimentos por pesticidas.
 
Desde el punto de vista social y eco­nómico (no macroeconómico), se puede deducir que este modelo agríco­la no tuvo un carácter muy positivo pa­ra la mayoría de los campesinos del Tercer Mundo. Para los trabajadores rurales ha significado sueldos misera­bles, desempleo y migración. Para los pequeños propietarios, aumento en las deudas para la obtención de insumos y aumento de la pobreza. La revo­lución verde vino a ofrecer semillas de alta productividad que en condiciones ideales y con grandes cantidades de fertilizantes y agrotóxicos pueden garantizar una alta productividad. Pe­ro si falta cualquiera de estos insumos, ha­brá altas probabilidades de fracasos en la productividad de las cosechas y no po­drán pagarse las deudas con­traí­das para la adquisición de los in­su­mos. Es importante notar, adicio­nal­men­te, que luego de décadas de revolución ver­de, una creciente mayoría de pe­que­ños agri­cultores en todo el mundo continúa sin tener acceso a cualquiera de estas tecnologías o al crédito para su obtención.
 
Un examen de más de 300 casos sobre las consecuencias de la revolución verde durante el periodo de 1970-1989, realizado por Freebairn en 1995, llega a la conclusión de que los autores de países occidentales desarrollados, que analizaron regiones integradas por numerosos países, frecuentemente señalan un recrudecimiento de las de­sigualdades en lo que respecta a los in­gresos. Por otro lado, los autores de ori­gen asiático, especialmente aquellos estudios que abarcan India y Filipinas, suelen indicar que el aumento de las desigualdades en cuanto a los ingresos no estuvo relacionado con la nueva tecnología. En síntesis, en más de 80% de los estudios examinados por Freebairn se llega a la conclusión de que el resultado había sido una mayor desigualdad.
 
Cuando se habla del tema de la mo­dernización en la agricultura, uno tien­de a imaginar de inmediato las mo­di­ficaciones resultantes de la sustitución de las técnicas agrícolas tra­di­cionales por técnicas modernas; más es­pecífi­ca­mente, cuando se intenta eva­luar el proceso, se busca hacer el aná­lisis de los índices de utilización de máquinas y de los varios insumos agrícolas. En rea­lidad, el significado de la moderniza­ción es mucho más complejo, pues al mismo tiempo que ocurre el progreso técnico en la agricultura, la organización de la producción se va modifican­do, principalmente en lo que se refiere a las relaciones socia­les de producción.
 
En el proceso de modernización, los pequeños productores (propietarios, eji­datarios, comuneros) van sien­do ex­propiados de sus propiedades, dando lugar a modelos organizacionales con moldes empresariales. Bajo éstos, la composición y utilización del trabajo se modifica, intensificando el uso de jor­naleros eventuales pagados a des­ta­jo. En este tipo de producción, el ca­pi­tal se impone subordinando las de­más relaciones de producción. Quien definió muy bien este proceso de trans­formación fue Graziano Neto, quien explica que el proceso de transforma­ción de la agricultura puede ser muy bueno para unos y un desastre para otros, pues la rápida acumulación del capital del cual ciertos sectores agríco­las e industriales se han beneficiado, al mismo tiempo ha conducido a la mi­se­ria creciente a la población con bajos recursos. Graziano aun agrega: “Es ne­cesario quitar el velo de la moderniza­ción para ver sus verdaderos rasgos”.
 
La erosión genética de las semillas
 
La élite de las variedades comerciales en que la moderna industria de la agri­cultura se basa presenta un alto grado de uniformidad genética porque son fruto de un riguroso trabajo de selección genética. Esta limitada base ge­né­tica las hace vulnerables a las en­fer­me­dades y a las plagas mien­tras que las especies nativas no lo son, por­que po­­seen una alta diversidad ge­nética. Sin em­bargo, la gama de genes de las especies nativas está siendo per­dida por la erosión genética y se está volviendo cada vez más difícil combatir el surgimiento de estas enfermedades, lo que resalta la vulnera­bi­lidad de los cul­tivos comerciales. Un buen ejemplo ocurrió en 1970, cuando 15% de la co­secha norteamericana fue perdida por el ataque de una plaga en 90% de sus variedades de maíz.
 
Otro lado oscuro de la erosión ge­né­tica de las semillas, es la reducción con­tinua de la variedad de alimentos con­sumidos por la gente. Los agricul­to­res de dos siglos atrás cultivaban 300 especies de plantas, todas de im­portan­cia primordial. Hoy, una familia se alimenta de 30 plantas, responsables de 95% de nuestro potencial nu­tri­ti­vo en cualquier parte del mundo (sea en Mé­xico, Canadá, Francia o Botswana). La proporción de cada uno se modifica, pero somos todos dependientes de estas mismas 30 plantas. Dicha dependencia ya causó serios problemas: uno de los primeros fue en 1845, cuan­do Irlanda culti­vaba las papas que venían de los Andes. Solamente una variedad sobrevivía en aquel país y eventualmente esa misma variedad de­sa­pareció por una enfermedad y 200 000 personas mu­rieron de hambre y dos millones tuvieron que emi­grar hacia otras partes del mundo. El principal pro­ble­ma era la uniformidad ge­nética. En 1943 en Ben­ga­la, India, el trigo desa­pa­reció por enfermedad, tam­bién por falta de va­ria­bilidad genética y seis millones de personas fallecieron. En realidad la uniformidad genética es una invitación para una epidemia de­vastadora y la erosión genética signifi­ca mucho más que la pérdida teórica de biodiversidad para los científicos del futuro.
 
Hace 20 años, India poseía 300 000 variedades de arroz, hoy día sobrevive no más de una docena, pues las varie­dades de alta productividad sustituyeron las restantes. En Turquía, donde se originó el lino, había 1 000 va­rie­da­des en 1945, sin embargo en los años sesentas quedaba solamente una va­rie­dad y, además, importada de Ar­gen­ti­na. De las 7 000 variedades de man­zana que existían en Estados Unidos en el siglo pasado, 6 000 ya no están disponibles. En resumen, la diversidad genética de los cultivos agrícolas realiza­dos por la humanidad en 10 000 años está ahora en severo riesgo en manos de las actuales fuerzas políticas y eco­nómicas y, por lo tanto, la posibilidad de una crisis es real.
 
Al mismo tiempo, el patrón de trans­ferencia de flujo génico de plantas entre los países desarrollados y los menos desarrollados ha sido siempre unidireccional: del Tercer Mundo a los países desarrollados. Desde 1950, sin em­bargo, ha existido un mayor equili­brio en este flujo con el inicio de la ex­portación de semillas de los países industrializados a las naciones del Ter­cer Mundo, pero en términos cualitativos, esta asimetría persiste ya que los recursos genéticos salen del Tercer Mundo como algo común, sin cos­to y como herencia de la humanidad y regresa como un bien, una propiedad privada con un valor de mercado. Al mis­mo tiempo que los gobiernos y las empresas de los países capitalistas avanzados han es­timulado la adopción de la legislación de los derechos legales de los creado­res de nuevas variedades (pbr), lo que implica reco­no­cer los derechos de pro­­piedad privada sobre el ger­­moplasma de las plantas. Del mismo modo que tratan de sostener enérgicamente la necesidad en co­lectar y preservar otras formas de germoplasma, como los cul­­tivares primitivos y las ra­zas locales. Lo más inte­re­sante es que buena parte de estas razas locales en­con­tradas en el Tercer Mun­do, son muy distintas de las va­riedades silvestres, pues fueron mejoradas por siglos por los pueblos nati­vos, pero esto es ignorado por los defensores de derechos legales de los creadores de nuevas variedades.
 
Por otra parte, se dice que los recursos genéticos del mundo están pro­tegidos por una red internacional de bancos de genes, centros de investiga­ción, laboratorio de semillas y dólares para la investigación; pero esto parece ser sólo en apariencia. El centro de esta red inicialmente era el International Board for Plant Genetic Resour­ces (ibpgr), en Roma. En la opinión del reconocido ambientalista Patrick Mooney, estos centros no eran otra cosa que una forma en que los países del norte garantizaban acceso irrestricto a los genes de especies de importancia económica provenientes de países del Tercer Mundo para alma­cenarlos en sus propios países, bajo los auspicios de la onu. En 1981 los paí­ses latinoamericanos presentaron una serie de inconformidades a esta organización: de los 127 000 ejemplares de semillas colectados, 94% se originaban en el Tercer Mundo y 91% de éstas es­taban almacenados en bancos genéti­cos de Estados Unidos, Japón, Reino Uni­do, Rusia y otros países industriali­zados. También se descubrió, en 1977, que el gobierno de Estados Unidos es­cribió una carta al ibpgr informando que todo el material almacenado en sus bancos debería ser considerado de su propiedad y que por razones po­líticas, de cuando en cuando, este ma­terial podría ser negado a otras nacio­nes. Algunos países que sufrieron el embargo de Estados Unidos fueron Afganistán, Albania, Cuba, Libia, Irán, Irak, Rusia y Nicaragua. Solamente Es­tados Unidos lo hizo de manera oficial, pero es bien sabido que otros países han realizado este tipo de embargo.
 
Después de varios cuestionamien­tos del Tercer Mundo en cuanto a la le­galidad de las acciones del ibpgr, los países latinoamericanos tuvieron algunos éxitos en sus acciones dentro de la onu. Crearon una comisión inter­nacional sobre recursos genéticos y se estableció una acción internacional sobre este mismo tema, lo cual fue el inicio de los trámites legales en los cuales el hemisferio norte tendría que pagar de alguna forma el germoplasma del hemisferio sur.
 
Como consecuencia de estos justos cuestionamientos políticos, a partir de los años ochenta, el ibpgr (hoy International Plant Genetic Resources Institute, ipgri) trató de establecer una red internacional para el almace­na­miento del germoplasma, lo que aumentó el número de centros de almacenamiento de 10 a 219. En los años noventas, el ibpgr fusionó sus redes con las de la fao; sin embargo, el ­estatus le­gal de la transferencia del germoplas­ma de la red no está completamente definido. Poco más de la mi­tad de estos 219 acuerdos legales de transferen­cias realizados, fueron con los bancos genéticos del norte, el resto fue dividi­do entre los bancos genéticos del sur y los centros internacionales de investigación en agricultura (iarc). Gran par­te de la variación genética en los cultivos ha sido colectada, pero existen muchas especies que no han sido ade­cuadamente conservadas y que per­ma­necen bajo un serio riesgo de erosión genética. Un aspecto problemático es que el estar almacenadas en bancos de germoplasma no siempre garantiza seguridad. Instalaciones y man­tenimiento inadecuados, restricciones económicas en la adquisición de recursos humanos, combinado con el es­tablecimiento de un sistema en el que ciertas fundaciones privadas participantes son de cuestionable eficiencia, hacen muy riesgosa la base para el al­macenamiento de la diversidad gené­tica de la agricultura mundial.
 
Al mismo tiempo, algunos miembros de la comunidad científica creen que los bancos genéticos no son la úni­ca salida para la conservación del ger­moplasma mundial. De esta forma, la unesco, desde la década de los setentas, declaró 144 áreas en 35 paí­ses como futuras reservas de la biós­fera. Hoy día, otros actores se involucran en ­este proceso, inclu­yendo las ong, abriendo un variado rango de opciones y perspectivas: algunas ong se dedican exclu­si­va­mente a la conservación ecológica, mientras que otras hacen énfa­sis en la necesidad de la conservación ge­nética en un contexto de inclusión participativa de las co­mu­ni­da­des rurales. Todas coinciden en la necesidad de desarrollar sistemas mutuos de apoyo que deben asegu­rar que el germoplasma de las plan­tas sea efectivamente con­servado.Los señores de la vida.
 
En la mitad del siglo XIX, diversos economistas describieron lo que se ha denominado “acumulación primitiva”, que sería, en pocas pa­labras, la génesis de la desigualdad social moderna, es decir, la acumu­lación asimétrica de quienes son dueños de los medios de producción ante aquellos que forman par­te de la fuerza de trabajo. Este fe­nómeno económico surgió entre los siglos XIV y XVI y resultó hacia el siglo XIX en la extinción de la fi­gura del siervo feudal y en la crea­ción del hombre proletario, o sea, aquel que no dispone de otra alter­nativa para su sobrevivencia más que vender su fuerza de trabajo.
 
Después de 500 años del inicio de la acumulación primitiva y des­pués de cerca de 60 años de la revo­lución verde, algunos movimien­tos sociales sostienen que, actualmen­te, un proceso análogo está en pleno desarrollo en el mundo entero.Según ellos, las grandes corpo­raciones estarían promoviendo, con el uso de los más modernos avances en la tecnología, nuevas for­mas de “encajonar” a la sociedad. Del mismo modo que las tierras comunales fueron tomadas por aquellos que se volvieron due­ños de la producción, las grandes empresas estarían promoviendo el uso de ciertas tecnologías para adquirir privilegios y crear nuevos monopolios. Por medio del con­trol del desarrollo tecnológico, ellas estarían creando mecanismos que, combinados con las leyes de propiedad intelectual, aumentarían el poder de los monopolios es­tablecidos y generarían otros, aho­ra sobre las formas de la vida. Así como la acumulación primitiva hi­zo uso de la usurpación de la tierra de los campesinos, hoy el control so­bre las formas de vida estaría en camino de volverse un privilegio de unas pocas empresas.Prueba de lo anterior es que, hoy día, según un informe del Gru­po internacional etc (Action Group on Erosion, Technology and Concentration), que monitorea las activi­dades de las grandes corporacio­nes en la agricultura, la alimentación y la farmacéutica, a partir de 2003 se concluyó que las 10 más grandes industrias productoras de semillas saltaron, de controlar un ter­cio del comercio global, a con­trolar la mitad de todo el sector. Con la compra de la empresa mexicana Se­minis, Monsanto pasó a ser la mayor empresa global de venta de se­millas (no solo transgénicas, de las cuales controla 90% del mercado, sino de todas las comercializadas en el mundo), seguida por Dupont, Syngenta, Groupe Li­magrain, KWS Ag, Land O’Lakes, Sakata, Bayer Crop Sciences, Taikii, DLF Trifolium & Delta, y Pine Land.
 
En relación con los agrotóxicos, las diez principales compañías re­ci­ben 84% de las ventas mundiales. Éstas son: Bayer, Syngenta, basf, Dow, Mon­santo, Dupont, Koor, Su­­mitomo, Nufarm y Arista. Con tal ni­vel de concen­tración, se prevé que sobrevivirán so­lamente tres: Bayer, Syngenta y basf. Monsanto no ha renunciado a este lu­crativo merca­do, pero su retraso rela­tivo (del ter­ce­ro al quinto lugar) se debe a que la ma­yoría de su producción actualmente está enfocada a los pro­duc­tos transgé­nicos como frente en la venta de los agrotóxicos.
 
Las diez empresas biotecnológicas más grandes del mundo (dedicadas a subproductos para la industria farma­céutica y la agricultura) son solamen­te 3% de la totalidad de este tipo de em­pre­sas; pero éstas controlan 73% de las ventas. Las principales son Amgen, Mon­santo y Genentech.
 
Reflexionando sobre la breve histo­ria de la revolución verde y algunas de sus más funestas consecuencias globales, tanto sociales como ecológicas, y parafraseando a Silvia Ribeiro de etc, “lo único que le queda a la sociedad civil es admitir que el fortalecimiento de las estructuras comunitarias y so­lidarias ya no es solamente una opción ideológica, sino un principio de sobrevivencia tanto para la sociedad como para el medio ambiente de éste, nuestro planeta”.
   
Agradecimientos

Agradezco a Octavio Miramontes y Pedro Miramontes por los valiosos comentarios.
     
Referencias bibliográficas

Eckholm, E. 1978. Disappearing species. The social chal­lenge. Washington, Worldwatch Institute, Worldwatch Paper, núm. 22.
fao. 1969. The green revolution. Genetic blacklash. Ceres. The fao Review, sep./oct.
Freebairn, D. K. 1995. “Did the green revolution con­centrate incomes? A quantitative study of research re­ports”, en World Dev., núm. 23, pp. 265-279.
Mooney, R. P. 1987. O escândalo das sementes: o domínio na produção de alimentos. Nobel, São Paulo.
Kloppenburg, J. R. Jr., 1990. First the seed. Cambridge Uni­versity Press.
Primavesi, A. 1984. Manejo ecológico do solo: a agri­cultura em regiões tropicais. Nobel, São Paulo.
Schultz, T. 1964. Transforming traditional agricul­ture. New Haven.
     
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Eliane Ceccon
Centro Regional de Investigaicones Multidisciplinaria,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es ingeniera forestal, maestra en Ciencias, especialista en agroforestería y doctora en ecología. Actualmente es investigadora en el programa Perspectivas Sociales del Medio ambiente, del Centro Regional de investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, en el área de restauración ecológica y productiva, dinámica de ecosistemas perturbados y educación ambiental.
     
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como citar este artículo
 
Ceccon, Eliane. 2008. La revolución verde: tragedia en dos actos. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 20-29. [En línea]
     

 

 

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 Mariana Rojas Aréchiga
     
               
A lo largo de su historia, el hombre ha empleado un 
un sinnúmero de plantas para diferentes usos: alimenticio, medicinal, ornamental y albergue, en­tre otros. De esta manera, la curiosidad del hombre por explorar en lo pro­fundo de la mente y el espíritu, llevó a que las plantas alucinógenas hayan sido ampliamente utilizadas en la me­ditación, cura y adivinación por diver­sas culturas en todo el mundo.
 
Apoyándose en la evidencia de que en algunas piezas arqueológicas de ha­ce 2 000 años, encontradas en Colima, pueden reconocerse algunas plantas alucinógenas, entre ellas al peyote, el antropólogo estadounidense Weston La Barre sostiene que algunas de estas plantas ya se utilizaban en la Edad de Bronce. Sin embargo, el etnólogo da­nés Carl Lumholtz —quien realizó los primeros estudios sobre la cultura de los indígenas de Chihuahua—, estima que el culto al peyote es aún más an­ti­guo, indicando que su empleo se re­mon­ta a más de 7 000 años, pues se han encontrado restos de esta planta que datan de esa edad. México representa el país más rico del mundo respecto a la diversidad de alucinógenos y al uso que de ellos han hecho diver­sos pueblos indígenas. Indudablemen­te el peyote y el hongo —éste último co­nocido como teonanacatl, “la carne de los dioses”, por los mexicas—, son los alucinógenos sagrados más impor­tantes. La civilización mexica tenía un gran conocimiento sobre el uso de las plantas y utilizaba una gran variedad de ellas con fines medicinales; tal era el caso de varias especies de cactus, en­tre ellas el peyote, el tabaco, el to­loa­che y algunos hongos. Desde épocas prehispánicas, los indígenas han considerado el peyote como planta di­vina que les confiere una serie de be­ne­ficios entre los cuales se encuentran curar enfermedades, tener buenas cosechas, predecir el futuro y ser vale­rosos en las batallas, además de trans­ferirles poderes telepáticos.

Durante la Conquista, la civilización mexica horrorizó a la sociedad ca­tólica del siglo XVI en lo que al uso de plantas y sacrificios humanos se refie­re. Estas plantas fueron vistas como ma­lignas y diabólicas por lo que se hizo una destrucción sistemática de su amplio conocimiento etnobotánico. En 1571 la Inquisición llegó a México y pa­ra 1620 fue oficialmente declarado que el uso del peyote era un culto satá­nico y se prohibió terminantemente. No obstante, a pesar de la prohibición católica, que continuó hasta el siglo xviii, algunos líderes de la Iglesia tra­ta­ron de juntarse con grupos indígenas en ceremonias religiosas y curati­vas. Ejemplo de ello es la misión denomi­na­da El Santo de Jesús Peyotes, en Coa­huila. Incluso actualmente, algunos in­dígenas mexicanos practican una mez­cla inusual entre catolicismo y pe­yotismo, en el cual el sacerdote cató­li­co también hace el papel de curande­ro durante el ritual en el cual se consume peyote.
 
A pesar de que se hizo una destruc­ción masiva de toda la cultura botáni­ca mexica, el conocimiento de algunas plantas pudo rescatarse gracias a cronistas y médicos españoles interesados en el tema. Así, aparentemente la primera referencia al peyote se hizo en La historia general de las cosas de la Nueva España por el cronista español fray Bernardino de Sahagún, quien vi­vió gran parte de su vida entre indíge­nas mexicanos, pero cuya obra no fue publicada sino hasta el siglo xix, por lo que generalmente se le otorga el crédito al médico Juan de Cárdenas. En es­te manuscrito, en la sección que ha­bla sobre plantas medicinales, se des­cribe una raíz a la que llamaban peyotl —que en náhuatl se refiere a una ­planta con raíz blanca tuberosa—, y se dice que aquellos que la comían o bebían no ne­cesitaban vino. La primera descrip­ción completa del peyote se men­cio­na en un tratado de hierbas mexicanas llamado De historia plantarum Novae Hispaniae, escrito por Francisco Hernández, quien fuera médico particular del Rey Felipe II de España y que pa­só cinco años recopilando informa­ción botánica de aproximadamente 300 plantas en latín, español y náhuatl. Él distinguió dos tipos de peyotl: xochi­milcensi y zacatecensi, donde aparente­mente sólo el segundo es el verdadero peyote. Probablemente, una de las pri­meras descripciones médicas más importantes acerca de los efectos del pe­yote es la de Juan de Cárdenas, cuyo trabajo se publicó en 1591 bajo el tí­tulo Problemas y secretos maravillosos de las Indias, donde en un capítulo des­cribe la diferencia de los efectos del pe­yotl en el cuerpo y la mente.
 
A pesar de que la presencia de com­puestos alcaloides con poderes alu­cinógenos es muy común entre las cac­táceas, la gran mayoría de los estu­dios se han centrado en el peyote. El bo­tá­nico Richard Schultes y el quími­co Al­bert Hoffmann denominaron al pe­yo­te, junto con otras plantas entre las que se pueden mencionar varios ti­pos de hongos, al toloache y a la ma­ri­gua­na, “las plantas de los dioses”, por los usos medicinales y terapéuticos que ofrecen y por las ceremonias reli­giosas que se hacían en torno a algunas de ellas.

El peyote ha sido utilizado en el Nue­vo Mundo desde hace al menos 2 000 años, llegando a ser una parte in­tegral de la cultura de cada pueblo de­bido a sus poderes curativos y por su capacidad para inducir visiones. En la actualidad, esta planta es sagrada para varios pueblos indígenas de México, particularmente para los tarahumaras y para los huicholes quienes le llaman híkuri o jículi. Los huicholes conservan y practican una ancestral ceremo­nia: recorren cientos de kilómetros para llegar a Wirikuta, San Luis Potosí, que es la tierra sagrada del peyote y, se­gún ellos, el centro del mundo. En es­ta peregrinación los huicholes iden­tifican al peyote con el venado y emprenden una cacería para obtenerlo. Debido a que esta planta tiene una am­plia distribución en México, proba­blemente sus propiedades alucinógenas fueron descubiertas de manera in­dependiente por varios pueblos.
 
Sus nombres…
 
El peyote, cuyo nombre científico es Lo­phophora williamsii (Lemaire ex Salm-Dyck) J.M. Coulter, tiene varios nom­bres comunes en diferentes idiomas, entre los que podemos mencionar: pe­yote, peyotl, challote, devil´s root, cactus pudding, raíz del diablo, mescal, botón de mescal, peote, piote, tuna de tierra, whiskey cactus.
 
Los diversos estudios de índole bo­tánica, farmacológica y química rea­li­zados con esta planta condujeron a se­rios problemas taxonómicos que fue­ron resueltos poco a poco con estudios de campo. El botánico francés Charles Le­maire fue el primero en publicar un nom­bre botánico para el peyo­te, pero desafortunadamente el nombre utili­za­do por Lemaire —Echinocactus wil­liam­­sii— que apareció en 1845 en un ca­tálogo hortícola, carecía de descrip­ción e ilustración. De este modo, el prín­cipe Joseph Salm-Dyck, otro bo­tá­nico europeo, realizó una breve des­crip­ción en latín de la planta (sin ilus­tración) para validar el binomio usado por Lemaire. Así, la primera ilustración de un peyote apareció hasta 1847, en la revista Curtis´ Botanical Maga­zine. En 1894, John Coulter realizó un estu­dio taxonómico del peyote y describió al género Lophophora. Edward F. An­der­son designó en 1969 como neotipo un espécimen proveniente de San Luis Potosí (E. williamsii).
 
Muchas otras especies de cactáceas han sido nombradas también como pe­yote o peyotillo, algunas porque también contienen alcaloides y otras por cierta similitud morfológica. Estas es­pecies son, entre otras: Ariocarpus aga­voides, A. fissuratus, A. kotschoubeya­nus, A. retusus, Astrophytum asterias, A. capricorne, A. myriostigma, Aztekium rit­teri, Mammillaria longimamma, M. pec­tinifera, Obregonia denegrii, Pelecy­­pho­ra aselliformis, Strombocactus dis­ci­formis y Turbinicarpus pseudopecti­natus.
 
…y usos

Uno de los principales usos entre los indígenas de México y los indios de Nor­teamérica es el terapéutico, lo cual explica en gran medida la disemi­na­ción del peyotismo de México a Es­ta­dos Unidos. Por su valor para inducir alucinaciones, el peyote se convirtió en la medicina más potente para ahu­yentar el mal o las influencias sobrena­turales. Edward Palmer, quien realizó extensas investigaciones botánicas en México durante el siglo xix, reportó que el peyote se utilizaba como un re­medio para la fiebre, para incrementar la lactancia, para calmar dolores de la espalda y para inducir un sueño re­parador. También se utilizaba conjun­ta­mente con otras plantas para aliviar enfermedades más graves. Wendell C. Bennett, Robert M. Zingg y Robert Bye, en su estudio de la cultura tarahu­mara, describen que el peyote es utili­zado para curar enfermedades como el reumatismo, para tratar mordeduras de serpientes y alacranes y para aliviar contusiones. Bye describe que el peyo­te permite al chamán ayudar al alivio de su paciente.

Los indígenas de México utilizan el peyote principalmente para proteger­se de enfermedades, esto es, para crear una barrera de tal manera que cualquier influencia maligna no tenga efec­to sobre ellos. Por lo contrario, los in­dios de Norteamérica utilizan el pe­yote para tratar a la persona enferma, para purgarla de lo que le está causando la enfermedad.

Su farmacología… 

El primer reporte de presencia de al­ca­loides en el peyote fue realizado por Louis Lewin, farmacólogo alemán, de ahí que uno de los primeros nombres, sin validez botánica, que se le dio al pe­yote fue Anhalonium lewinii, aunque el descubridor de uno de los alcaloides (anhalonina) fue John R. Briggs, un mé­dico estadounidense que escribió acer­ca de sus efectos en 1887, desatán­dose así el boom del peyote. En muchos estudios farmacológicos posteriores se describieron los diversos efectos de sus alcaloides. Arthur Heffter, otro far­macólogo alemán, descubrió un alca­loi­de más, al que denominó pellotina; asimismo logró identificar otros tres al­caloides y determinó que uno de ellos, la mescalina, era el principal agen­te psi­coactivo del peyote. Éste fue el pri­mer compuesto alucinógeno quí­mi­ca­men­te identificado por el químico aus­triaco Ernst Spath. A la fecha, más de 55 diferentes sustancias alcaloides han sido aisladas y caracterizadas en el peyote y también descritos sus efec­tos. El principal alucinógeno es la mes­calina que actúa directamente sobre el sistema nervioso central y es la que pro­voca las alucinaciones básicamen­te visuales, aunque también pueden ex­perimentarse alucinaciones auditivas, olfativas, táctiles y gustativas. Por sus propiedades psicoactivas, la mescalina fue la primera sustancia alucinó­gena en utilizarse en estudios psiquiá­tricos principalmente para el estudio de la esquizofrenia.

Muchas otras especies de cactáceas contienen un gran número de sus­tan­cias alcaloides, pero ninguna de ellas tie­ne tanta historia y magia alrededor como el peyote.

…y su biología
 
El peyote se distribuye desde el sur de Texas hasta San Luis Potosí, Zacatecas, Tamaulipas, Nuevo León, Coa­hui­la y Chi­huahua. Puede confundirse con mu­chas otras especies de cactus que lle­van como nombre común peyote o peyotillo, pero el verdadero peyote es inconfundible por su color verde azu­lado y porque carece de espinas. El gé­nero comprende otra especie endémi­ca de los estados de Querétaro, Hi­dalgo y San Luis Potosí —Lophophora diffusa (Croizat) H. Bravo— que, debido a su res­tringida distribución, se considera una especie amenazada. Aunque tam­bién es comúnmente llamada peyote, ésta difiere morfológica y químicamen­te de L. williamsii, misma que hoy día se encuentra bajo la categoría de pro­tec­ción especial, según la Norma Eco­lógica de México.
 
Acerca de Lophophora williamsii exis­ten pocos estudios ecológicos. Al­gunos trabajos efectuados en diferen­tes sitios de estudio señalan que un gran porcentaje de individuos se encuen­tran asociados con alguna planta nodri­za, entre las que podemos citar algunos nopales, agaves y la gobernadora. Este conocido fenómeno de nodricismo se ha reportado para un gran núme­ro de cactáceas, en el cual se favorece la germinación y el establecimiento por determinadas condiciones micro­climáticas.
 
Particularmente entre las pobla­cio­nes del desierto potosino se hallan po­blaciones perturbadas y con bajos ni­ve­les de reclutamiento debido, sobre todo, a un aumento en la actividad agrí­cola y la sobrecolecta. Asimismo, en el desierto de Real de Catorce, en San Luis Potosí, la distribución de L. williamsii se ha reducido drásticamen­te en los últimos 30 años, dejando frag­mentos aislados. En un estudio realizado en Cuatrociénegas, Coahuila, se en­contró una población en equilibrio, sin embargo no se observaron individuos menores a dos centímetros, lo que podría significar que no hubo esta­blecimiento al menos en los dos años an­teriores y que dicha población pue­de encontrarse en riesgo.
 
Por su parte, los estudios de ger­mi­nación muestran porcentajes bajos (14%) y otros más altos (64%); sin em­bargo, en ambos trabajos las semillas de mayor edad presentan menores por­centajes de germinación, lo cual im­pli­ca que posiblemente pierden viabi­lidad en corto tiempo, en contraste con otras semillas de cactáceas que mantie­nen su viabilidad por varios años. En una investigación realizada con semi­llas provenientes de San Luis Potosí se mencionan dos tipos de semillas que tie­nen diferente germinabilidad en fun­ción de su tamaño. En este tra­ba­jo a las semillas se les aplicaron di­fe­ren­­­tes tratamientos germinativos ob­te­nien­­do con ello porcentajes de ger­mi­­na­ción distintos, el más alto de casi 75%. En el laboratorio, yo he obtenido, a 25°C, una germinación de apro­xi­ma­­damente 60% bajo luz blanca y 0% en oscuridad.
 
Su presencia en la literatura
 
Esta planta mágica no sólo ha obse­sio­­nado a científicos, sino que durante di­­ferentes periodos ha inspirado a es­­critores, entre los que destacan Carlos Castaneda, quien escribió una serie de libros en torno a su aprendizaje res­­pec­to al uso del peyote en Sonora, sien­­do el primero de esta serie Las en­se­ñan­zas de Don Juan, 1968; Aldous Hux­ley, autor de Las puertas de la per­cepción, 1954; y Cie­lo e infierno, 1955; Fernando Benítez, quien narra la ceremonia de peregri­nación a Wirikuta, el lugar sagrado de los huicholes en En la tierra mágica del peyote, 1968; y Ramón Mata Torres, quien describe la leyenda huichola so­bre la creación del peyote en Los pe­yoteros, 1976. Particu­larmente Carlos Castaneda y Aldous Huxley describen en sus obras literarias las experien­cias vividas al consumir esta cactácea. Huxley menciona que uno de los ma­yores problemas al tra­tar de describir una experiencia con el peyote es la di­ficultad para co­mu­ni­car lo que se experimenta ya que el alu­cinó­ge­no causa una desorien­tación de todos los sentidos y la per­cepción del tiempo y el espacio se dis­torsiona enorme­mente.
 
En el transcurso de esta lectura hemos podido darnos cuenta de la im­por­tan­cia que esta planta ha tenido pa­ra botánicos, ecólogos, farmacólogos, quí­micos, médicos psiquiatras, etnólo­gos, psicólogos y escritores. Creo que pocas plantas han llamado tanto la aten­ción desde tan diversos enfoques como el peyote. Su valor etnobotánico es incuestionable, desde tiempos re­mo­tos hasta la fecha ha sido parte me­dular de rituales religiosos entre diver­sos pueblos indígenas de México.
 
Desafortunadamente, el interés en el uso del peyote como alucinógeno se ha incrementado y esto ha llevado a que en algunos sitios las poblaciones estén diezmadas debido a una presión de sobrecolecta. Es urgente la genera­ción de estudios demográficos en las po­blaciones no estudiadas con el obje­to de proveer información para deter­minar el estado de conservación de es­ta especie en cada una de sus pobla­ciones naturales y, con ello, tomar las medidas que conlleven a su protección ex situ e in situ.
 
Desde otro punto de vista, el culto al peyote es un tesoro antropológico por lo que deben duplicarse los esfuer­zos por conservar las ceremonias y ri­tuales en torno al peyote, cuyo único ob­jetivo debe ser su uso curativo y vi­sionario dentro de un ritual y nunca de­berá adquirir un valor comercial.
 
Por fortuna, en México y Estados Uni­dos la colecta, posesión y consumo del peyote sólo están legalmente auto­rizados para ciertos pueblos indígenas como los huich oles, tarahumaras y coras.
Una alternativa para la conservación de esta especie puede ser impul­sar proyectos de propagación in vitro o por semilla realizados por la gente de la región mediante una venta con­tro­la­da. De esta manera, se reduciría la pre­sión de colecta en las poblaciones natu­rales, ya que al ser ilegal su recolección, los precios que las plantas de esta es­pe­cie pueden alcanzar en el mercado negro, principalmente en el extranje­ro, son exorbitantes.
 
     
Referencias bibliográficas
 
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Mariana Rojas­ Aréchiga
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Trabaja en el Instituto de Ecología de la UNAM. Su principal interés es la ecofisiología de la germinación de semillas de cactáceas. Cuenta con varias publicaciones en revistas nacionales e internacionales. es miembro del comité editorial de la revista Cactáceas y suculentas mexicanas y del Boletín de la so ciedad Latinoamericana de Cactáceas y suculentas.
     
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como citar este artículo

Rojas Aréchiga, Mariana. 2008. El controvertido peyote. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 44-49. [En línea].
     

 

 

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