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Mieles peninsulares
y diversidad. Campeche,
Quintana Roo y Yucatán.
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Conabio, México, 2007 | ||||||||||||||
La Península de Yucatán es una inmensa planicie caliza
de 140 000 km2, con clima cálido subhúmedo. La larga historia de ocupación humana en estos territorios, la agricultura y la domesticación, los huertos y el manejo de la vegetación han contribuido a perfilar la diversidad florística que hoy caracteriza esta región. La deforestación y la introducción de agricultura y ganadería extensivas han alterado profundamente la vegetación. La apicultura es una actividad basada en las floraciones de la vegetación natural y transformada; las mieles de cada región y momento de cosecha son un reflejo de la riqueza de esta vegetación. Las buenas prácticas de manejo y la racionalización de la actividad apícola permitirán valorar las mieles de los diversos paisajes y reconocer el trabajo de los apicultores, al tiempo que se favorece la conservación de los ecosistemas y la biodiversidad regional. La fuerte tradición maya de trabajar con abejas y la rica flora de la región han permitido que la apicultura sea una actividad económica importante, tanto para las familias campesinas como para la economía de la península y del país. Las colmenas se establecen en apiarios fijos en lugares estratégicos que permiten aprovechar las diferentes floraciones que ocurren de manera continua en la región. El área de recolección de néctar depende de la estación del año, la disponibilidad de flores, su atracción y la competencia con otros animales nectarívoros o abejas de otras colonias. Cuando la floración es abundante, el área de recolección no va más allá de quinientos metros alrededor de la colmena; en épocas de baja floración las colectoras pueden hacer vuelos de hasta seis kilómetros en busca de néctar y polen. Las abejas pueden alimentarse de casi todos los néctares, aunque tienen preferencias por ciertas flores y pueden volar grandes distancias en busca de sus preferidas. En la entrada de la colmena, las colectoras entregan su carga de néctar a otras obreras que lo transportan hasta el área de almacenamiento, en donde comenzará la producción de miel. Todo este interesante proceso y la diversidad de flores, comunidades productoras, colores y sabores de mieles peninsulares se presenta en este mapa editado por la Conabio.
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Fragmento de la Introducción. | ||||||||||||||
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como citar este artículo →
Conabio. 2008. Mezcales y diversidad. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, p. 74. [En línea].
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José Antonio González Oreja
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De un modo general, llamamos ética a la rama de la filosofía
que se ocupa de la moral —es decir, de las reglas, códigos o normas que nos permiten vivir en sociedad y que hacen que juzguemos unas cosas como buenas y otras como malas—, así como de los valores —o sea, de la importancia última que asignamos a las cosas o a las acciones, importancia que se convierte en el atributo que condiciona el curso de nuestro comportamiento, y por la cual algunas cosas se hacen deseables y otras no. Así pues, la ética no se ocupa de cómo son las cosas, sino de cómo deberían ser, de acuerdo con ciertos principios, en muchos casos ideales o utópicos, que permiten una mejor vida en sociedad.
Por su parte, podemos entender por ética del medio ambiente a la rama de la ética que analiza las relaciones que se establecen entre nosotros y el mundo natural que nos rodea. De hecho, entre los productos culturales más importantes de la evolución humana están determinadas preocupaciones éticas, incluyendo la preocupación por el medio ambiente en general y los seres vivos en particular. Algunos ejemplos ayudarán a concretar la idea. En los momentos álgidos de la caza ilegal del rinoceronte blanco, especie en peligro de extinción y oficialmente protegida en Zimbabwe, los cazadores furtivos podían ser legalmente abatidos a tiros por los guardas de caza de las reservas de ese país. ¿Podemos justificar la muerte de los furtivos para conservar a los rinocerontes?, ¿no deberíamos antes, quizás, considerar siquiera las condiciones socioeconómicas del país y de los cazadores ilegales? Para proteger la integridad ecológica de cierta área natural protegida es necesario realizar incendios controlados en los bordes de sus bosques o abatir a un cierto número de animales salvajes que habitan en sus laderas. ¿Son estas acciones moralmente permisibles? Supongamos, en fin, que una compañía minera realiza una explotación a cielo abierto en una zona previamente inalterada. ¿Tiene la empresa una obligación moral para “restaurar” posteriormente la zona a su estado previo?, ¿tienen entonces el mismo valor la zona inalterada y la zona restaurada? Acerca de la naturaleza y lo natural
¿Qué cabe entender por naturaleza?, ¿qué es lo natural? Lo cierto es que podría no haber un significado único para estos términos, con lo que la respuesta a nuestra pregunta sobre la existencia de normas universales que permitan valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza estaría en función de lo que entendemos por ésta. La noción de natural, como opuesto a lo artificial, ha generado un amplio debate sobre la importancia de la naturaleza que ha sido interferida por las actividades de las sociedades humanas, como es el caso de los paisajes restaurados. Hay quienes consideran que las situaciones totalmente naturales, producto de una evolución a largo plazo, acarrean un “valor añadido” que estaría ausente en las que han sufrido la intervención humana. Tales formas de pensar corren el riesgo de menospreciar el valor de nuestra propia vida y de sus productos, como la cultura. Por ejemplo, si consideramos que las especies tienen un valor propio, entonces su desaparición ha de ser vista como negativa, mientras que su conservación debe valorarse como positiva. Ahora bien, lo cierto es que la extinción es el destino final de las especies, y es de hecho un proceso natural, en el sentido de que ocurre también sin la intervención humana. De este razonamiento se puede deducir que lo que puede ser calificado como negativo es la aceleración en el proceso de desaparición de las especies, debida a las actividades humanas. Lo cual, a su vez, nos conduce a otra reflexión: si nosotros, nuestra especie, somos parte de la naturaleza, entonces cualquier cosa que nosotros hagamos es así mismo natural. Por ello, si formamos parte de la naturaleza, y como resultado de las actividades de las sociedades humanas está aumentando la tasa de extinción de las especies, ¿cómo podemos decir que la extinción no es un fenómeno natural?
Por otro lado, se tiende a creer generalmente que las sociedades nómadas de cazadores-recolectores, y otras formas de subsistencia en íntimo contacto con la naturaleza, eran depositarias de un profundo conocimiento y una amplia veneración de la misma, por lo que han sido consideradas como conservacionistas de la naturaleza. En paralelo, se suele considerar a las sociedades sedentarias, en las que se registraron fenómenos de urbanización y explotación de los recursos naturales, como sistemas alejados de la naturaleza, sin contacto ni apreciación con la misma. Ahora bien, esta visión de las civilizaciones pretecnológicas como “naturales”, y las sociedades tecnológicas como “artificiales”, ha sido puesta en duda recientemente. Actualmente, se cree que los aborígenes podrían haberse comportado, también, como explotadores de la naturaleza. Así pues, ¿es natural la explotación de la naturaleza?
Extensión moral
Para muchos filósofos y pensadores, sólo nosotros, los seres humanos, podemos ser considerados como agentes morales, es decir, con capacidad de realizar juicios sobre la bondad de nuestros actos, y de aceptar las consecuencias derivadas de los mismos. Ahora bien, no cabe esperar esta facultad en todo momento, ni siquiera en todos nosotros; por ejemplo: los niños, o los enfermos mentales no deberían ser considerados responsables de sus actos. Se dice de ellos que son sujetos morales, pues deben ser tratados de un modo moral por quienes tienen tal posibilidad. Además, a lo largo de la historia ha habido etapas o sociedades que no han aplicado el mismo tratamiento moral a todos sus integrantes, en concreto: los marginados, los enfermos, los siervos, los esclavos, las mujeres… En la actualidad, al menos en las sociedades más avanzadas, hemos llegado a pensar que todos los seres humanos tenemos un conjunto de derechos inalienables, como la vida, la libertad o la búsqueda de la felicidad. A esta ampliación gradual del interés ético se le llama extensión moral. Sin embargo, ¿por qué acotar la extensión moral?, ¿por qué limitar el interés de la moralidad a los seres humanos? Es decir, ¿tienen derechos también otros organismos, otras especies?, ¿pueden ser considerados como agentes morales, o al menos sujetos morales? Quizás muchos filósofos responderían negativamente a esta pregunta, pues el potencial de razonamiento y la consciencia de sí mismo parecen estar ausentes de cualquier otra especie que no sea la nuestra. Ahora bien, al menos algunos animales sí parecen tener signos de lo que podríamos considerar inteligencia, e incluso sentimientos de felicidad, por lo que deberían ser tratados de un modo ético.
Empero, ¿por qué terminar el proceso de extensión moral en los animales? Es decir, ¿qué ocurre con otros seres vivos y con otros elementos de la naturaleza? En concreto, ¿es posible ampliar definitivamente la extensión moral e incluir también entre los sujetos morales a las plantas, los ríos, los suelos, las rocas, las montañas, los mares y los paisajes? Hay quien opina que sí, llevado de la mano del análisis de los valores, de la importancia que asignamos a las cosas.
Valores
En la literatura sobre ética del medio ambiente se pueden reconocer diferentes maneras de pensar en términos de valores. Así, es habitual encontrar la distinción entre: a) valor intrínseco, o inherente, propio de lo que es bueno en sí mismo (per se), y b) valor instrumental, o conferido, propio de lo que es importante como medio para conseguir un fin —como una herramienta, por simple o compleja que sea. En muchas sociedades modernas es sensato asumir que todos los seres humanos tienen un valor intrínseco por el simple hecho de existir, independientemente de poder servir como un medio para lograr un fin. Por ello, deben ser considerados como sujetos morales de prima facie, sin considerar cualquier otra circunstancia, quiénes sean, o lo que hagan. Simultáneamente, en muchas sociedades actuales, la naturaleza es vista como depositaria de un valor instrumental.
Ahora bien, el punto de vista de quienes consideran que sólo los seres humanos tienen valor intrínseco, pues están dotados de una superioridad moral única, debe ser tildado como antropocéntrico. De hecho, la ética del medio ambiente antropocéntrica es una continuación de los modelos convencionales de la ética tradicional, y reserva el mundo moral, en exclusiva, para nuestra especie, si bien es capaz de extender sus responsabilidades a una correcta administración de la naturaleza. Por otro lado, es cierto que algunos animales, plantas, incluso ciertos microbios, tienen un valor instrumental, pues nos ofrecen un beneficio (utilidad). Generalmente, quienes defienden posturas antropocéntricas no consideran válidos los argumentos de quienes sufren por el maltrato a los animales, o a la naturaleza en general, a no ser que dicho maltrato acarrée consecuencias negativas para el hombre. Pero hay quien considera que todos los seres vivos tienen también un valor intrínseco. Al igual que nosotros, realizan un conjunto de funciones compartidas, que dan forma al propio fenómeno de la vida: nacer, crecer, respirar, luchar por sobrevivir, reproducirse… y todo ello independientemente de que nos resulten útiles o no. Así, cada ser vivo, sea un microbio, una planta o un animal, podría ser considerado como una manifestación concreta del fenómeno vital. De acuerdo con esta perspectiva, el simple hecho de estar vivo, la característica de la biodiversidad como un todo, es suficiente para que estén dotados de un valor inherente, lo que genera una obligación moral de respeto. Por ello, no tiene sentido intentar siquiera cuantificar dicho valor, es decir, asignar un número que dé cuenta de su importancia. ¿Cómo podemos nosotros, seres humanos, poner un número, un valor, o un precio, a algo que tiene su propia importancia, independientemente del uso que nosotros podamos hacer de ello? La idea de que sólo los organismos individuales tienen valor propio y derechos morales es defendida, por ejemplo, por los partidarios del así llamado “movimiento de liberación animal” o de los derechos de los animales. Sin embargo, lo cierto es que los objetivos de los defensores de los derechos de los animales pueden entrar en conflicto con la consecución de otras metas para los defensores de la naturaleza desde una óptica más amplia, como se presenta en otra parte de este texto. Es más, hay quien considera que incluso los elementos no vivos de la naturaleza tienen también un valor intrínseco: las rocas, los ríos, los volcanes, las playas, los lagos… y ciertamente la propia Tierra. Todo ello existía mucho antes de que nosotros, como especie, llegásemos a desarrollar siquiera el más mínimo papel ecológico en el teatro evolutivo que es nuestro planeta. Imágenes del mundo y perspectivas éticas El conjunto de ideas, creencias, imágenes y valores que cada uno de nosotros tiene sobre el papel del ser humano en este planeta puede entenderse como su imagen del mundo. ¿Cómo pensamos cada uno de nosotros que funciona el mundo?, ¿qué pensamos sobre nuestro papel?, ¿qué es para nosotros un comportamiento medioambientalmente correcto desde un punto de vista ético? Al igual que nuestra personalidad, nuestra concepción de las cosas se ha ido formando a lo largo del tiempo, incorporando de modo consciente o inconsciente numerosos elementos de nuestra educación, de nuestra cultura, en resumen, de todas las influencias que emanan del ambiente que nos rodea. A lo largo de la historia, en las diferentes sociedades, se han presentado distintas maneras de comprender las relaciones de nuestra especie con el resto de la naturaleza. Dominio de la naturaleza
El antropocentrismo tiene sus orígenes en la afirmación clásica de que el hombre es la medida de todas las cosas; en consecuencia, sólo los asuntos concernientes al hombre poseerían dimensión moral, mientras que las consecuencias del comportamiento humano sobre terceras entidades —es decir, no humanas— serían irrelevantes, a no ser que indirectamente resultaran lesionados los derechos o intereses de otros seres humanos. La mecanización posterior de esta imagen del mundo llevó a delinear la idea según la cual el hombre y la naturaleza son entidades contrapuestas, siendo aquel el dueño y señor de ésta. O, lo que es lo mismo, bajo la imagen del dominio de la naturaleza por parte del hombre, la naturaleza es sólo un objeto desnudo, sin sustancia ni potencia alguna, lo que explica que carezca de valores intrínsecos y de derechos. Muchas civilizaciones han defendido una imagen del mundo según la cual nuestra especie merece, y de hecho tiene, un lugar “especial” entre los demás seres vivos. La capacidad de modificar de modo consciente el mundo a nuestro antojo, y el sentimiento de superioridad ligado a esta idea han servido para justificar el dominio de la naturaleza por parte del hombre. Las raíces de esta imagen del mundo, según la cual nosotros seríamos los amos, dueños y señores de todo lo demás, se pueden encontrar, al menos en parte, en determinadas creencias religiosas. Así, por ejemplo, se ha señalado repetidas veces que la corriente principal de la religión judeo-cristiana da cuenta de la preeminencia del hombre frente a los demás seres de la Creación, y promueve la sobreexplotación de la naturaleza en detrimento de todas las demás formas de vida: “Y los bendijo Dios, y les dijo: creced y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28). Esta visión de nuestra especie como cúspide de la Creación, junto a la idea de dominio que acarrea, es una visión claramente antropocéntrica. Sin embargo, también es cierto que desde muchas religiones, incluso desde ciertas corrientes de la misma religión judeo-cristiana, se busca lograr una relación de cuidado de la naturaleza, de pasión por ella, que en muchos casos desemboca en el pleno amor, como en los textos de San Francisco de Asís. Desde este punto de vista, cualquier crimen cometido en contra de la naturaleza es considerado como pecado. Administración y gestión de la naturaleza En general, las culturas pretecnológicas —con modos de vida basados en la caza y la recolección, actividades desarrolladas en un íntimo contacto con la naturaleza—, así como muchas sociedades tradicionales —que en muchos casos continúan viviendo de prácticas agrosilvopastoriles de subsistencia, mantenidas a lo largo del tiempo— han conservado un fuerte vínculo de unión con la naturaleza. En muchos de tales casos, el papel del hombre está bien descrito por una función de administración, responsabilidad y cuidado de los bienes de un determinado lugar. Como guardianes de tales recursos, los seres humanos de estas culturas y sociedades trabajan la tierra de la que viven, desde una posición de humildad y reverencia que forma parte integral de esta concepción de las cosas. Una imagen hasta cierto punto relacionada con lo anterior es la que se presenta de modo casi generalizado en las sociedades industriales y de consumo actuales. Así, son muchos quienes consideran que nuestro papel en la naturaleza es realizar una gestión, preferentemente racional, de los recursos naturales necesarios para satisfacer las numerosas demandas de las actividades de tales sociedades. Esta visión surge de diversas creencias fuertemente arraigadas en la forma de pensar de quienes la defienden, entre las cuales podemos considerar las siguientes: 1) Somos la especie “más importante” del planeta, y por lo tanto estamos a cargo del resto de la naturaleza; esta idea se observa claramente cuando hablamos de “nuestro” planeta, o cuando queremos “salvar” la Tierra. Ahora bien, ¿es éste un uso legítimo de la palabra nuestro?, ¿podemos acaso erigirnos en salvadores del planeta?, ¿quién nos ha conferido tal título? 2) Siempre hay más, es decir, la Tierra nos ofrece una cantidad ilimitada de recursos naturales, y el ingenio humano puesto al servicio de la tecnología nos permite incluso descubrir nuevos recursos, nuevos usos para recursos ya conocidos, así como sustitutos para recursos que puedan estar agotándose. Sin embargo, ¿hasta cuándo podremos seguir haciendo un uso irracional de los recursos naturales?
Ética de la Tierra y otras visiones biocéntricas
Para muchos de quienes se preocupan por nuestro papel en la naturaleza, tanto la visión de dominio como la de administración resultan ciertamente antropocéntricas, por lo que, en su lugar, favorecen una concepción más amplia de la ética del medio ambiente, centrada en el fenómeno de la vida. Esta aproximación biocéntrica reconoce la existencia de un orden en la estructura y el funcionamiento de la naturaleza, previo a la voluntad humana individual o colectiva. En este sentido, la existencia humana se sitúa en igualdad de importancia con la de otros seres vivos, tal y como lo defendieron John Muir o Aldo Leopold. En concreto, la obra de Leopold aboga por la adopción de lo que él denominó “una ética de la Tierra”. Cuando Leopold acuñó la idea de la ética de la Tierra, consideró que la ética implicaba una limitación a la libertad de acción en la lucha por la existencia, implicando la presencia de diferencias entre los comportamientos sociales y los antisociales. La Tierra es una comunidad en el más básico sentido de la ecología, pero esa Tierra debe ser amada y respetada como una extensión de la ética. Para Leopold, una cosa es buena si tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de las comunidades biológicas, y mala si actúa en sentido contrario. Según esta norma claramente deontológica, la Tierra como un todo tiene valor intrínseco, mientras que sus miembros individuales tienen valor meramente instrumental (en tanto contribuyan a la integridad, estabilidad y belleza de las comunidades). Una consecuencia directa de la ética de la Tierra de Leopold es que un elemento individual de una comunidad biótica superior debería poder ser sacrificado siempre y cuando fuera necesario para preservar el bien de la entidad superior. Para muchos de quienes así piensan, la biodiversidad alberga el mayor valor ético en la naturaleza: la variabilidad con la que la vida se manifiesta en el planeta Tierra. La posición biocéntrica recibió un importante apoyo gracias a la así llamada “hipótesis Gaia”, de James Lovelock, que recupera la idea de la Madre Tierra, considerando al planeta como un sujeto vivo, consciente y con capacidad de sentir. La elaboración de las ideas biocéntricas y su ampliación posterior al movimiento de la Deep Ecology (literalmente, ecología profunda), defendido por Arme Naess, llevaron a desarrollar una ética del medio ambiente que incorpora el respeto a la vida como base de sus ideas. Esta imagen del mundo admite la influencia de religiones distintas a la judeo-cristiana, que permiten entender al hombre como “vida que quiere vivir en medio de vida que quiere vivir”. En consecuencia, todo ser vivo, por el mero hecho de estar vivo, es portador de un valor intrínseco: la vida es un valor universal, absoluto, y no admite rangos, ni comparaciones, ni clases o estratos de importancia. Todo lo vivo, por lo tanto, merece el máximo respeto, y la actitud más correcta ante la vida es la veneración, porque lo vivo es, en efecto, igual a lo sagrado. Así pues, la ética de la Tierra no es una concepción antropocéntrica, sino que debe alinearse, junto con otros puntos de vista, a una ética del medio ambiente ciertamente biocéntrica, en donde la importancia reside en el sistema global integrado por la suma de las partes que lo forman, más la interacción resultante de las relaciones que entre ellas se establecen. Aun así, las posiciones biocéntricas no están exentas de crítica, y algunos autores han señalado que la ética del medio ambiente debería centrarse en las especies completas, o las comunidades, o los ecosistemas y no sobre los organismos individuales que los componen. Por ejemplo, las especies han de ser contempladas como intrínsecamente más valiosas que los individuos que las integran, pues la pérdida de una especie acarrea la desaparición de todo un acervo génico con amplias posibilidades. La diferencia resulta clara al analizar el siguiente supuesto: consideremos un caso en el que una agencia gubernamental relacionada con la conservación de la naturaleza propone controlar —de hecho, reducir mediante caza selectiva— las poblaciones de una determinada especie animal en un área natural protegida designada como tal; admitamos además que hay razones biológicas que llevan a pensar que tal control forma parte de la gestión adecuada de los recursos de dicha área, y que es necesaria para conservar las poblaciones de otras especies y comunidades de la reserva. Si nuestro enfoque se centrase exclusivamente en los organismos individuales, entonces podríamos pensar que es ético evitar el sufrimiento de los animales, de todos y cada uno de ellos. Por ende, la gestión propuesta no sería ética, pues implicaría eliminar activamente —matar— un determinado número de animales —cuota de captura—, incluso aunque nuestro control resultase beneficioso para la conservación de otros recursos y valores del área como un todo. En una diferente posición holista está la visión del mundo de quienes consideran que lo verdaderamente importante no son las poblaciones, las comunidades de organismos, ni siquiera las especies. Al fin y al cabo, los propios individuos nacen, crecen, se desarrollan, se reproducen y finalmente mueren. Lo mismo es válido para cualquier sistema ecológico de rango superior; incluso las especies tienen un origen en la historia de la vida en la Tierra y un final: su extinción. De acuerdo con este punto de vista, que podemos denominar ecocéntrico, lo verdaderamente importante son los procesos desarrollados por los sistemas ecológicos, de los que depende la continuidad de la vida: los ciclos biogeoquímicos, la tasa de renovación de los recursos naturales, la formación del suelo, la captación de dióxido de carbono atmosférico, la producción y liberación de oxígeno mediante la fotosíntesis, la regulación del clima a distintas escalas, la evolución de las formas vivas a lo largo del tiempo…
El papel de la ciencia y la biología
Asistimos actualmente a un momento sin precedentes en la magnitud y variedad de los problemas medioambientales derivados de las actividades de las sociedades humanas, en el que la conservación de la naturaleza en general, y de los recursos naturales en particular, se ha convertido en uno de los principales problemas éticos. Afortunadamente, esta preocupación por incluir a otros seres vivos y a la naturaleza en general entre los intereses de la ética está expandiéndose y acelerándose en numerosas culturas humanas. Es más, el mundo está cambiando actualmente a tal velocidad que no podemos esperar que las ideas de ayer sean válidas en los escenarios de mañana. Por ello, es necesario desarrollar un amplio marco de referencia que propicie la aparición y la difusión posterior de nuevas ideas culturales, éticas, así como de una ética del medio ambiente, válidas para los problemas que se nos presenten de aquí en adelante. Lo cierto es que la ética del medio ambiente mantiene prósperas relaciones con las ciencias del medio ambiente, influyéndose mutuamente en un flujo dinámico, en dos direcciones, tanto de lo que es —la ciencia— a lo que debería ser —la ética—, como al revés. La ciencia construye teorías que incorporan valores éticos propios del contexto cultural de cada caso, mientras que la ética del medio ambiente valora la naturaleza en función de los conocimientos científicos disponibles. Estamos aún muy lejos de comprender los mecanismos que gobiernan las relaciones entre el conocimiento objetivo y la moralidad subjetiva, entre los modos de descubrir la naturaleza y las formas de habitar en ella, y de favorecer los cambios de actitud y de comportamiento derivados de los principios éticos que contribuyan a su generalización. Aun así, estamos cada vez más cerca de acelerar los cambios necesarios en la ética del medio ambiente que ayuden a conservar y gestionar la naturaleza de un modo adecuado. Para ello, hay que luchar abiertamente contra la desinformación de la población como un todo, pues no es raro que quienes presumen de haber recibido una educación “de calidad” carezcan por completo de la más mínima formación sobre ética del medio ambiente. Sólo haciendo todo lo posible para promover la discusión y el debate de problemas y enfoques éticos en el seno de la sociedad en que vivimos, en todos los niveles concebibles, será posible vivir de un mejor modo para con la naturaleza.
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Referencias bibliográficas
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José Antonio González Oreja
Departamento de Química y Biología,
Universidad de las Américas, Puebla.
Es licenciado en Biología de Ecosistemas por la Universidad del País Vasco y doctor en Ciencias Biológicas por la misma. Desde 2001 se desempeña como profesor investigador en el Departamento de Química y Biología de la Universidad de las Américas, Puebla, donde imparte la materia ambiente y sociedad, entre otras.
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como citar este artículo →
González Ojeda, José Antonio. 2008. La ética y el medio ambiente. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 4-15. [En línea].
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Jacqueline Ceja, Adolfo Espejo, Ana R. López, Javier García, Aniceto Mendoza y Blanca Pérez |
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Como resultado de la adaptación a las diversas condiciones
ambientales en que viven, las plantas han desarrollado algunas estrategias entre las que se encuentran las diferentes formas de vida, así por ejemplo, las que crecen en ambientes acuáticos reciben el nombre de hidrófitas, las que habitan en lugares muy húmedos son llamadas higrófitas, las que viven en suelos con alta concentración de sales son conocidas como halófitas, las que habitan en ambientes secos se denominan xerófitas, etc.
Un caso especialmente interesante dentro de estas formas de vida vegetal es el de las epífitas, grupo de plantas que, por diversas razones, han abandonado el hábito terrestre y se han adaptado a vivir sobre otras plantas para obtener los recursos que necesitan para desarrollarse. El término epífito deriva del griego epi, arriba, y phyton, planta, lo que literalmente nos indica que son plantas que crecen encima de otras, nombradas forófito. Lo que en principio pareciera una definición clara, ha sido objeto de una amplia discusión, ya que no se especifica si toda la planta o sólo una parte de la misma debe encontrarse sobre el forófito, tampoco se menciona el tiempo de permanencia sobre éste o si la epífita recibe o no nutrimentos y agua por parte del hospedero.
Vivir sobre otras plantas, al contrario de lo que pudiera pensarse, no es nada sencillo. En primer lugar debemos notar que no hay suelo, es decir que no hay un sustrato en el que se encuentren los nutrimentos y la humedad necesarios para llevar a cabo las funciones vitales básicas, por lo que es necesario dar solución a una serie de problemas como ¿dónde conseguir dichos nutrimentos?, ¿cómo obtener y retener el agua para su posterior uso?, ¿qué modificaciones tuvieron que sufrir en sus estructuras para conseguirlo? y otros más. Adaptaciones Si bien crecer por encima del nivel del suelo presenta la ventaja de tener menos competencia por la luz, es desfavorable en lo que a captación de agua y minerales se refiere. Para solucionar dicho problema, las epífitas han desarrollado modificaciones morfológicas, anatómicas y fisiológicas que les permiten captar, absorber y almacenar el agua, así como evitar su pérdida y la de los solutos en ella disueltos. Además, han modificado sus flores e inflorescencias para favorecer su éxito reproductivo, lo cual les ha permitido colonizar nichos ecológicos específicos en una gran diversidad de hábitats. Modificaciones morfológicas Uno de los ejemplos más comunes de cómo la forma de los vegetales se modifica para poder satisfacer su necesidad de captar y almacenar agua y materia orgánica, es el de aquellos cuyas hojas se disponen formando una roseta y constituyen una especie de embudo que permite retener el líquido y llevarlo hacia el centro, razón por la que reciben el nombre de plantas tanque. Este fenómeno se puede observar en grupos como las bromelias, las orquídeas y en algunos helechos. Otra estrategia que también permite almacenar agua es el desarrollo de suculencia o engrosamiento en hojas —como en las crasuláceas y las orquídeas— y tallos —como los pseudobulbos de muchas orquídeas. Dicha modificación se relaciona estrechamente con la presencia de tejidos especializados para esta función. Tal vez menos evidente, pero igualmente importante, es la necesidad que tienen las epífitas de algunos elementos como el nitrógeno, por lo que han desarrollado hojas y tallos —rizomas en helechos y pseudobulbos en orquídeas— que se modifican para formar cavidades llamadas domacios, donde albergan una gran cantidad de insectos, sobre todo hormigas. A través de una serie de experimentos con marcadores radioactivos, autores como Dejean y colaboradores en 1995 y Del Val y Dirzo han demostrado que las plantas absorben, vía paredes celulares, el nitrógeno producido por los desechos que dejan estos insectos en los domacios, cubriendo así los requerimientos que de este elemento la planta tiene. Modificaciones anatómicas Entre las estrategias aplicadas para evitar la pérdida de agua que se presenta no sólo en las epífitas, sino en muchas de las plantas que están sometidas a estrés hídrico —como las xerófitas—, están el desarrollo de una cutícula gruesa y el depósito de distintas capas de cera sobre la superficie epidérmica, las cuales forman una barrera impermeable que cubre el tejido, permitiendo que la evaporación del vital líquido sea eficazmente regulada por las estructuras diseñadas para tal fin, los estomas. En grupos como los helechos y las bromelias, los tricomas —escamas, pelos, papilas, etcétera— desempeñan un papel muy importante no sólo en la captación sino también en la retención de agua, por lo que llegan a ser estructuras altamente complejas en forma y función. Además, Benzing ha señalado que reflejan la luz, protegiendo el adn de los rayos solares y ofrecen protección contra los herbívoros. Muchas epífitas y hemiepífitas —como las orquídeas y las aráceas, respectivamente— han desarrollado un tejido especializado que cubre sus raíces. El velamen, como se le conoce, se considera un tipo de epidermis formado por numerosas capas de células muertas con engrosamientos en las paredes celulares, lo cual sirve para prevenir el colapso celular y proteger las raíces de daños mecánicos. En temporada de lluvias, el velamen se llena pasivamente de agua, mientras que en la temporada de secas, proporciona una barrera que impide la pérdida de agua por transpiración.
Tal vez la forma más común, anatómicamente hablando, de almacenar agua es mediante el desarrollo de tejidos como la hipodermis y el parénquima acuífero, que pueden estar formados por una o varias capas de células con paredes delgadas pero con refuerzos helicoidales que evitan su colapso en temporada de sequía y les brindan una extensibilidad en tiempo de lluvias. La presencia de estos tejidos frecuentemente se asocia con la forma de la planta, ya que es común encontrarlos en familias que desarrollan órganos carnosos —suculentos—, como las orquídeas —pseudobulbos— y las crasuláceas —hojas y tallos. También es posible hallarlos en aquellas plantas conocidas como de la resurrección o poiquilohídricas —como algunas especies de Selaginella—, cuya estructura varía drásticamente, permaneciendo sus células y sus tejidos viables después de ciclos de deshidratación y rehidratación extremas. Modificaciones fisiológicas La principal ruta de pérdida de agua, no sólo en las plantas epífitas sino en todas aquellas que tienen un acceso limitado a este recurso —como las xerófitas—, son los estomas, por lo cual un mecanismo que permita reducir la pérdida de agua por esta vía será de suma importancia. Si consideramos que las temperaturas más altas se alcanzan durante el día, cuando generalmente los estomas se encuentran abiertos, el que éstos se abran por la noche, cuando las temperaturas son más bajas, reducirá notablemente la evaporación. Esta estrategia, si bien soluciona un importante problema, requiere el desarrollo de una serie de adaptaciones fisiológicas que permitan realizar adecuadamente el proceso de fotosíntesis; tal vez es por ello que en un gran número de plantas epífitas se ha desarrollado el llamado metabolismo ácido de las crasuláceas —cam, por sus siglas en inglés—, el cual consiste en que los estomas abran de noche, captando CO2 con la pérdida mínima de agua, transformándolo, a través de una serie de reacciones químicas, en ácido málico, mismo que es almacenado en las vacuolas. Al amanecer, las plantas cierran sus estomas y con la presencia de la luz se libera el ácido málico de la vacuola, el cual a su vez reacciona para liberar el CO2 almacenado, mismo que llega al cloroplasto iniciando el ciclo de Calvin, dando como resultado agua y azúcares, elementos indispensables para la supervivencia de la planta. Otra adaptación presente en algunas epífitas es la asociación entre las raíces de una planta vascular y un hongo, relación que es conocida como micorriza. El hongo que coloniza la raíz se beneficia con los productos de la fotosíntesis, mientras que la planta incrementa la absorción de agua y nutrimentos, principalmente de fósforo. Modificaciones reproductivas
La evolución de los mecanismos de dispersión de las epífitas se relaciona con la necesidad de sus diásporas —estructuras de dispersión— por alcanzar la superficie de los forófitos para poder germinar. Muchas de las estructuras de dispersión de este grupo de plantas son de tamaño pequeño —como las esporas de los helechos o las semillas de las orquídeas— o presentan modificaciones en su estructura —como las semillas plumosas o aladas de las bromelias—, para poder ser dispersadas por el viento, alcanzando sitios inaccesibles para otros grupos de plantas. También se ha visto que la presencia, en algunas epífitas, de bayas carnosas y coloridas o de cápsulas con semillas ariladas —como en las aráceas—, atraen a las aves que habitan en el dosel de la vegetación y éstas dispersan sus semillas al usarlas como alimento.
Rivas y sus colaboradores han señalado que las micorrizas también son importantes para la germinación de las esporas y de las semillas de algunos grupos de epífitas, ya que si bien su tamaño pequeño les permite ser dispersadas por el viento, las reservas nutritivas necesarias para su germinación son escasas, por lo que para suplir esta carencia de nutrimentos se genera una relación de dependencia con algunos grupos de hongos, cuyas hifas alimentan a los embriones de las semillas, al menos durante su desarrollo inicial. Su distribución y diversidad
Además de las interrogantes ya planteadas, otras cuestiones de interés para el estudio de las epífitas son ¿sobre qué plantas crecen?, ¿cuántos grupos con plantas epífitas existen?, ¿cuál es su papel en las comunidades de las que forman parte? La distribución espacial de las epífitas se relaciona con las condiciones microclimáticas del hábitat y las características propias del forófito sobre el que crecen. Son diversos los trabajos que acerca de este tema se han realizado, reportando que algunos factores como la edad del hospedero, el tipo y la composición de la corteza, el tamaño y la forma de la copa y de las hojas, el diámetro, la posición e inclinación del tronco y de las ramas, son determinantes para el establecimiento y la abundancia de las poblaciones de epífitas. Sin embargo se ha visto que no siempre responden igual a un mismo patrón de condiciones, dando como resultado que zonas aparentemente similares tengan una riqueza distinta. En términos generales se ha observado que los árboles de crecimiento lento, con una copa abierta y con cortezas estables y absorbentes resultan excelentes forófitos.
Autores como Madison, Gentry y Dodson, Kress, Benzing y Dickinson y sus colaboradores, han señalado que las epífitas y hemiepífitas representan alrededor de 10% de la diversidad vegetal en el mundo, estimándose que hay entre 65 y 84 familias con 850 o 896 géneros que agrupan de 23 466 a 29 505 especies de plantas vasculares con esta forma de vida. De las familias de espermatófitas con representantes epífitos, sólo 32 de ellas incluyen cinco o más especies con esta forma biológica, en tanto que casi 20% de las pteridofitas son epífitas. Dentro de las angiospermas, son las monocotiledóneas las que cuentan con la más alta representación de epífitas, principalmente las familias Orchidaceae, Bromeliaceae y Araceae. En lo que se refiere a su distribución geográfica, Ingrouille y Eddie mencionan que presentan mayor diversidad en los bosque tropicales del neotrópico, donde su especiación ha sido importante, particularmente en algunas familias como Bromeliaceae y Cactaceae, mientras que su representación en África es mucho menor, con cerca de 2 400 taxa epífitos y en Australasia es intermedia, con aproximadamente 10 200 especies. México tiene más de la mitad de su territorio situado al sur del Trópico de Cáncer, es decir en la zona más cálida del planeta, condición que lo coloca en una situación privilegiada en lo que a cantidad de especies y diversidad de hábitos y formas de vida se refiere. Aguirre León ha estimado que existen alrededor de 1 377 especies de epífitas en México, 28 familias y 217 géneros (de los cuales 191 son de plantas con semilla y 26 de helechos), distribuidas principalmente en las selvas y bosques tropicales del país. Comparadas con el total mundial, el número de especies epífitas presentes en México se situaría entre 4.7 y 5.9%, con 24.2 a 25.5% de los géneros y 33.3 a 43% de las familias con representantes epífitos en todo el mundo. Su importancia en las comunidades vegetales
Las plantas son parte fundamental de los distintos ecosistemas que se presentan en nuestro planeta, ya que desde los más imponentes árboles hasta las más delicadas hierbas forman la base de todas las comunidades biológicas conocidas. Un componente importante dentro de algunas de estas comunidades son las epífitas, las cuales, dependiendo de las condiciones ambientales en las que se desarrollen, pueden presentar una gran diversidad de formas.Las epífitas desempeñan un papel muy importante en la dinámica de las comunidades ya que al estratificarse verticalmente, desde los troncos de los árboles hasta las copas del dosel, ofrecen una gran variedad de nichos y recursos que son aprovechados por diversos grupos de animales —hormigas, artrópodos, anfibios, aves, etcétera—, contribuyendo al incremento de la biodiversidad de las comunidades donde se encuentran. Un ejemplo en este sentido es el expuesto por Cruz Angón y Greenberg, quienes demostraron que en los cafetales de sombra en los que se conservaron las epífitas, la diversidad y la abundancia de las aves fue más alta que en aquellos en los que se eliminaron, debido a que su ausencia disminuyó los diferentes sustratos de forrajeo, el material utilizado para hacer los nidos y los sitios en donde establecerlos, aumentando la competencia por los lugares para la anidación y dándose entonces una mayor depredación.Las plantas epífitas, principalmente las de tipo roseta, acumulan grandes cantidades de agua entre sus hojas, proporcionando una vía alterna en la dinámica de este recurso dentro del bosque, además, la biomasa de las epífitas establecida en las ramas interiores de los árboles, alberga un alto contenido de nutrimentos esenciales como fósforo y nitrógeno los cuales posteriormente son reciclados, brindando rutas alternas al ciclo de nutrimentos y a la dinámica del agua en las comunidades.El tráfico de animales y plantas silvestres es una de las mayores amenazas a la diversidad biológica, y las plantas epífitas son un grupo especialmente susceptible a esta actividad ya que proveen al mercado hortícola de una gran cantidad de especies —principalmente bromelias y orquídeas—, las cuales son extraídas sin ningún tipo de control de las zonas donde habitan, generando desequilibrio en los ecosistemas e incluso la desaparición de algunas especies. Por ello es importante promover estrategias que permitan el uso racional de este recurso, apoyando la economía de las comunidades rurales de las que se obtengan las plantas, sin menoscabo de las poblaciones, evitando con ello la alteración del ecosistema en su conjunto.Finalmente, es importante resaltar que las epífitas son un grupo de plantas complejo y diverso que puede ser estudiado desde distintas perspectivas con el fin de profundizar en el conocimiento de sus diferentes aspectos biológicos, con lo cual queda claro que aún hay mucho por hacer en torno a ellas. |
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Referencias bibliográficas
Aguirre León, E. 1992. “The vegetative basis of vascular epiphytism”, en Selbyana, núm. 9, pp. 22-43. Benzing, D. 1990. Vascular epiphytes. General biology and related biota. Cambridge University Press, Cambridge. Benzing D. H., 2000. Bromeliaceae-profile of an adaptive radiation. Cambridge University Press, Cambridge. Cruz Angón, A., y R. Greenberg. 2005. “Are epiphytes important for birds in coffee plantations? An experimental assessment”, en Journal of Applied Ecology, núm. 42, pp. 150-159. Dejean, A., I. Olmsted y R. R. Snelling. 1995. “Tree-epiphyte-ant relationships in the low inundated forest of Sian Ka’an Biosphere Reserve, Quintana Roo, Mexico, en Biotropica, vol. 27, núm. 1, pp. 57-70. Del Val, E., y R. Dirzo. 2004. “Mirmecofilia: las plantas con ejército propio”, en inci, vol. 29, núm. 12, pp. 673-679. Dickinson, K. J. M., A. F. Mark y B. Dawkins. 1993. “Ecology of lianoid/epiphytic communities in coastal podocarp rain forest, Haast Ecological District, New Zealand”, en Journal of Biogeography, vol. 20, núm. 6, pp. 687-705. Gentry, A. H. y C. H. Dodson. 1987. “Diversity and biogeography of neotropical vascular epiphytes, en Annal Missouri Botanical Garden, núm. 74, pp. 205-233. Ingrouille, M. J., y B. Eddie. 2006. Plants. Diversity and evolution. Cambridge University Press, Cambridge. Kress W. J. 1989. “The systematic occurrence of vascular epiphytes”, en Vascular plants as epiphytes: evolution and ecophysiology, Lüttge U. (ed.), Ecological Studies. Heidelberg: Springer Verlag, pp. 234 - 261. Madison, M. 1977. Vascular epiphytes: Their systematic occurrence and salient features, en Selbyana, vol. 2, núm. 1, pp. 1-13. Nadkarni, N. M., M. C. Merwin y J. Nieder. 2001. “Forest canopies, plant diversity”, en Encyclopedia of Biodiversity, volumen 3, Academic Press. Rivas, M., J. Warner y M. Bermúdez. 1998. “Presencia de micorrizas en orquídeas de un jardín botánico neotropical, en Revista de Biología Tropical, vol. 46, núm. 2, pp. 211-216. Zotz, G. 2005. “Vascular epiphytes in the temperate zones-A review”, en Plant Ecology, núm. 176, pp. 173-183. |
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Jacqueline Ceja Romero, Adolfo Espejo Serna, Ana Rosa López Ferrari,
Javier García Cruz, Aniceto Mendoza Ruiz y Blanca Pérez García.
Departamento de Biología, División de Ciencias Biológicas y de la salud,
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
Integran el cuerpo académico de Biología de Plantas Vasculares de la UAM-Iztapalapa, institución en la que se desempeñan como profesores investigadores del Departamento de Biología. Los primeros cuatro trabajan Florística y sistemática de Monocotiledóneas y los últimos dos estudian Biología de Pteridofitas.
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como citar este artículo →
Ceja Romero, Jaqueline y et.al. 2008. Las plantas epífitas, su diversidad e importancia. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 34-41. [En línea].
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Eliane Ceccon
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La ciencia y la tecnología no pueden realizar
transformaciones milagrosas, del mismo
modo que no pueden hacerlo las leyes del mercado.
Las únicas leyes verdaderamente férreas con
las cuales nuestra cultura finalmente tendrá
que ajustar cuentas, son las leyes de la
naturaleza.
Enzo Tiezzi
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La revolución verde, echada a andar en la década
de los cincuentas, tuvo como finalidad generar altas tasas de productividad agrícola sobre la base de una producción extensiva de gran escala y el uso de alta tecnología. En los años noventas, se anunció una nueva revolución verde: la revolución genética que uniría a la biotecnología con la ingeniería genética, promoviendo de esta manera transformaciones significativas en la productividad de la agricultura mundial. ¿Existe alguna diferencia fundamental entre ambas?
La primera revolución verde tenía como principal soporte la selección genética de nuevas variedades de cultivo de alto rendimiento, asociada a la explotación intensiva permitida por el riego y el uso masivo de fertilizantes químicos, pesticidas, herbicidas, tractores y otra maquinaria pesada.
La nueva revolución verde tiene como principal aspecto la creación de organismos genéticamente modificados (ogm) mejor conocidos como transgénicos. Éstos son organismos creados en laboratorio con ciertas técnicas que consisten en la transferencia, de un organismo a otro, de un gen responsable de una determinada característica, manipulando su estructura natural y modificando así su genoma. El genoma, a su vez, está constituido por conjuntos de genes y las diferentes composiciones de estos conjuntos determinan las características de cada organismo. Lo que hace a un animal ser diferente de una fruta es el genoma que tiene. Vale resaltar que no existen límites para esta técnica. Es posible crear combinaciones nunca imaginadas entre animales, plantas, bacterias, etcétera. Un ejemplo muy conocido es el del maíz transgénico Bt, un maíz al que se le han agregado los genes de la bacteria Bacillus thuringiensis que produce naturalmente las proteínas que protegen la planta de insectos tales como el barrenador del tallo en el maíz europeo. Es importante mencionar que en estos organismos el impacto potencial no sólo lo constituye la presencia de un gen novedoso en ellos, sino la posibilidad o probabilidad de que el gen sea transferido a las variedades silvestres o criollas en la reproducción, con posibles efectos que no necesariamente pueden conocerse de antemano.
A pesar de las diferencias sustanciales en metodología y tecnología biológica, ambas revoluciones fueron lanzadas con la ideologizada misión de acabar con el hambre, lo cual fue, y continúa siendo, empleada reiteradamente para su defensa y justificación. Hoy sabemos que el aumento en la producción de alimentos per se no asegura su distribución global y equitativa y que, además, el problema del hambre tiene vertientes adicionales de mayor complejidad asociadas a la economía real del mercado, tales como la intermediación en la distribución y en la comercialización; o la falta de poder adquisitivo de una gran proporción de la población mundial que les impide el acceso libre al mercado de alimentos, entre otros.
Existe, desde luego, una no tan sorprendente similitud de intereses económicos de quienes las han promovido, así como de sus probadas y potenciales consecuencias sociales y ambientales —con sus matices propios. El análisis histórico y comparativo de las consecuencias y alcances de la primera revolución verde es un camino posible para anticipar con mayor objetividad los probables retos e impactos sociales de la segunda revolución. Por tanto, si miramos las consecuencias y los logros de la primera revolución verde a la fecha, podremos tener una buena idea de algunos impactos que la segunda revolución podría tener en nuestra sociedad y en nuestro medioambiente, en un futuro no muy lejano.
Una breve historia
La primera revolución verde fue considerada como un cambio radical en las prácticas agrícolas hasta entonces utilizadas y fue definida como un proceso de modernización de la agricultura, donde el conocimiento tecnológico suplantó al conocimiento empírico determinado por la experiencia práctica del agricultor. Los agricultores pasaron a emplear un conjunto de innovaciones técnicas sin precedentes, entre ellas los agrotóxicos, los fertilizantes inorgánicos y, sobre todo, las máquinas agrícolas.
Históricamente, puede considerarse su inicio luego del término de la Primera Guerra Mundial; sin embargo, su expansión global ocurrió más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial cuando las grandes industrias, sobre todo en Estados Unidos, desarrollaron una enorme acumulación de innovación tecnológica militar que no tuvo un mercado inmediato al término del conflicto bélico. De este modo, surgió la conversión rápida de innovaciones bélicas a usos civiles, el caso más obvio de lo anterior fue la rápida fabricación de tractores a partir de la experiencia en el diseño de tanques de combate y la fabricación de agrotóxicos como producto colateral de una pujante industria químico-biológica dedicada a la fabricación de armas de ese tipo. Otro ejemplo es el de la tecnología nuclear que había surgido de entre los mejores cerebros científicos de la época; pero que se desprestigió rápidamente luego de las muertes masivas de civiles en Hiroshima y Nagasaki. La industria nuclear “pacífica” fue rápidamente sumada a la revolución verde en la forma de técnicas para el control de plagas mediante la esterilización de ejemplares irradiados y para la conservación de alimentos mediante la esterilización nuclear.
Según varios estudios sobre el tema, los cimientos de lo que vendría a ser llamada “revolución verde” fueron explorados en 1941 en un encuentro entre el vicepresidente de Estados Unidos, Henry Wallace, y el presidente de la Fundación Rockefeller, Raymond Fosdick. Allí se pensó que un programa de desarrollo agrícola apuntado hacia Latinoamérica en general y México en particular, tendría beneficios tanto económicos como políticos. Un año después, la fundación envió a México tres eminentes científicos en el estudio de plantas. En 1943 la Fundación Rockefeller inició su Programa Mexicano de Agricultura, concentrado principalmente en el mejoramiento de maíz y trigo. La Fundación Rockefeller fue crucial para el establecimiento en México, en 1943, del Centro Internacional del Mejoramiento de Maíz y Trigo (cimmyt), considerado como el más importante centro de investigación de maíz y trigo en el mundo. Incluso, el llamado “padre de la revolución verde” y Premio Nobel de la Paz, Norman Borlaug, ha trabajado con científicos mexicanos en los problemas de mejoramiento genético del trigo por más de 25 años. Los resultados, en términos productivos en México, fueron sorprendentes. Basta citar como ejemplo al trigo: su producción pasó de un rendimiento de 750 kg por hectárea en 1950, a 3 200 kg en la misma superficie en 1970. Hoy día, el trigo y el maíz producidos a partir de las investigaciones del cimmyt están plantados en millones de hectáreas en todo el mundo. La productividad del arroz y del trigo se duplicó o cuadruplicó en varios países y, por lo tanto, la revolución verde pasó a tener muchos adeptos.
En los siguientes ocho años, proyectos similares fueron iniciados en casi todos los países de Latinoamérica, bajo los auspicios del Departamento Norteamericano de Agricultura (usda) o de las universidades norteamericanas de agricultura. La hibridación, principalmente del maíz, abrió un nuevo y significante espacio para la acumulación de capital en el mejoramiento de plantas y ventas de semillas para Estados Unidos. Curiosamente, antes de ser vicepresidente, Wallace había sido secretario de agricultura y, antes de esto, tuvo un importante puesto y fue fundador de la principal empresa de maíz híbrido en su país (Pioneer Hi-Breed). Por lo tanto, se puede concluir que Wallace entendía muy bien de la ciencia de la agricultura y de los negocios rentables. En 1946, la persecución de los intereses de la Fundación Rockefeller llevó a la realización de una investigación de mercado potencial para la semilla de maíz híbrido en Brasil y, más tarde, su Compañía Internacional de Economía Básica invirtió fuertemente en la producción de semillas híbridas en ese país. En 1947, la gigantesca empresa en el mercado de granos, Cargill, inició la producción de maíz híbrido en Argentina. Es importante resaltar que la recolección de germoplasma nativo fue un importante componente del Programa Mexicano de Agricultura desarrollado por la Fundación Rockefeller. Como resultados de sus esfuerzos, en 1951 Estados Unidos ya tenía una enorme colección de germoplasma de maíz y había creado una serie de estaciones de introducción de plantas para evaluar y preservar materiales genéticos de plantas exóticas.
Otras fundaciones privadas bien conocidas tuvieron también un importante papel en la historia de la primera revolución verde. Por su parte, la Fundación Ford se involucró desde 1953, cuando iniciaron diversos programas de investigación agrícola en India. Las fundaciones Rockefeller y Ford crearon, en 1960, el Internacional Rice Research Institute (irri) en Filipinas, y más tarde se les uniría, en el mismo proyecto, la Fundación Kellogg’s. Estas fundaciones intentaron, más tarde, transferir todas las responsabilidades de la revolución verde a las Naciones Unidas, resultando en la creación del Consultative Group on International Agricultural Research (cgiar). La nueva institución siguió, no obstante, bajo la influencia directa de estas fundaciones, a tal punto que la gran mayoría de los directores de las estaciones experimentales internacionales eran recomendados y aprobados por las mismas.
La introducción de toda innovación técnica de creciente complejidad requiere un grupo más o menos grande de expertos que la comprendan, adapten e implementen. Fue justamente en los primeros años de la primera revolución verde cuando los investigadores del ramo más importante de las instituciones educativas latinoamericanas fueron invitados a realizar sus posgrados o estancias financiadas en Estados Unidos. El ingeniero agrónomo típico de la época pasó a tener como función casi absoluta llevar “el progreso” al campo, o sea, transformar la agricultura tradicional, adoptando los insumos y las técnicas de origen industrial. El libro de Theodore Schultz —autor estadounidense conocido como uno de los ideólogos de la revolución verde—Transformando la agricultura tradicional, enfatizaba que el agrónomo era una persona que iba a civilizar al sujeto de pies descalzos, al bárbaro que se encontraba en íntimo contacto con la naturaleza, pero sometido a ella. La revolución verde intentaría hacer que el individuo pasase a dominar la naturaleza, con todo lo que el progreso podría traer.
Los resultados anteriormente citados, por un lado positivos sin ninguna duda, tuvieron sus contratiempos: un vocero del Banco Mundial dijo que entre 34 y 40 millones de toneladas de arroz de Asia dependían directamente del petróleo del continuamente inestable Medio Oriente. Por su parte, el Tercer Mundo pasó a consumir entre 10 y 20% de la producción mundial de agrotóxicos, y su consumo tendía a aumentar rápidamente.
En Brasil, por ejemplo, el número de plagas en la agricultura aumentó, entre 1963 y 1973, de 243 a 593, mientras que el consumo de agrotóxicos se incrementó de 16 000 a 78 000 toneladas, pareciendo haber una relación directa entre el consumo de estos productos y el surgimiento de plagas. Al mismo tiempo, el consumo de fertilizantes aumentó 1 290% mientras que la productividad aumentó solamente 4.9%.En casi toda Latinoamérica, después de muchos años de revolución verde, se puede observar el siguiente cuadro: los suelos agrícolas se trasformaron en simples sustratos de sustentación de plantas que exigen técnicas artificiales cada vez más caras, y el síntoma más aparente de degradación que observamos es la erosión. La investigadora brasileña en manejo ecológico de suelos, Ana Primavesi, sustenta que la erosión no es un fenómeno natural, pero sí el fruto de un manejo inadecuado del suelo. Lógicamente la declividad del terreno y la intensidad y duración de las lluvias intensifican la erosión, pero la práctica de una agricultura basada en una tecnología destructiva es su principal causa. Esta autora agrega también que el uso indiscriminado de agrotóxicos y fertilizantes químicos han esterilizado el suelo, reduciendo al mínimo la actividad microbiana y la fauna del suelo, además de haber provocado la contaminación de las aguas subterráneas —principalmente con nitratos— y el enriquecimiento de las aguas superficiales, tanto continentales (acequias, ríos, lagos) como costeras, lo que llevó, por ejemplo, el crecimiento explosivo de algas, ocasionando fuertes trastornos en el equilibrio biológico, como la mortandad de peces, entre otros. Asimismo, la compactación del suelo por las máquinas agrícolas ha destruido la fauna, misma que ayudaba a controlar otros seres vivos que podían causar daño a los cultivos.
La invención de los insecticidas sintéticos fue una forma cómoda y aparentemente eficaz de controlar las plagas que surgieron con este modelo agrícola. Pero éstos atacan las consecuencias del problema —la plaga— y no la causa del mismo. Con la utilización de los agrotóxicos se acabaron las plagas y también sus enemigos naturales. El problema es que muchas plagas desarrollaron mutaciones genéticas, lo que les garantizó su resurgimiento, esta vez aniquilador debido a la muerte de sus enemigos naturales, causando daños a la agricultura y probando la ineficacia de gran parte de estos agrotóxicos. Además, ya son varios los estudios sobre la repercusión de estos productos sobre la salud humana, ya sea por contacto directo o por ingestión. En 1962, Rachel Carson en su polémico libro Silent spring presentaba datos alarmantes sobre la contaminación de los alimentos por pesticidas.
Desde el punto de vista social y económico (no macroeconómico), se puede deducir que este modelo agrícola no tuvo un carácter muy positivo para la mayoría de los campesinos del Tercer Mundo. Para los trabajadores rurales ha significado sueldos miserables, desempleo y migración. Para los pequeños propietarios, aumento en las deudas para la obtención de insumos y aumento de la pobreza. La revolución verde vino a ofrecer semillas de alta productividad que en condiciones ideales y con grandes cantidades de fertilizantes y agrotóxicos pueden garantizar una alta productividad. Pero si falta cualquiera de estos insumos, habrá altas probabilidades de fracasos en la productividad de las cosechas y no podrán pagarse las deudas contraídas para la adquisición de los insumos. Es importante notar, adicionalmente, que luego de décadas de revolución verde, una creciente mayoría de pequeños agricultores en todo el mundo continúa sin tener acceso a cualquiera de estas tecnologías o al crédito para su obtención.
Un examen de más de 300 casos sobre las consecuencias de la revolución verde durante el periodo de 1970-1989, realizado por Freebairn en 1995, llega a la conclusión de que los autores de países occidentales desarrollados, que analizaron regiones integradas por numerosos países, frecuentemente señalan un recrudecimiento de las desigualdades en lo que respecta a los ingresos. Por otro lado, los autores de origen asiático, especialmente aquellos estudios que abarcan India y Filipinas, suelen indicar que el aumento de las desigualdades en cuanto a los ingresos no estuvo relacionado con la nueva tecnología. En síntesis, en más de 80% de los estudios examinados por Freebairn se llega a la conclusión de que el resultado había sido una mayor desigualdad.
Cuando se habla del tema de la modernización en la agricultura, uno tiende a imaginar de inmediato las modificaciones resultantes de la sustitución de las técnicas agrícolas tradicionales por técnicas modernas; más específicamente, cuando se intenta evaluar el proceso, se busca hacer el análisis de los índices de utilización de máquinas y de los varios insumos agrícolas. En realidad, el significado de la modernización es mucho más complejo, pues al mismo tiempo que ocurre el progreso técnico en la agricultura, la organización de la producción se va modificando, principalmente en lo que se refiere a las relaciones sociales de producción.
En el proceso de modernización, los pequeños productores (propietarios, ejidatarios, comuneros) van siendo expropiados de sus propiedades, dando lugar a modelos organizacionales con moldes empresariales. Bajo éstos, la composición y utilización del trabajo se modifica, intensificando el uso de jornaleros eventuales pagados a destajo. En este tipo de producción, el capital se impone subordinando las demás relaciones de producción. Quien definió muy bien este proceso de transformación fue Graziano Neto, quien explica que el proceso de transformación de la agricultura puede ser muy bueno para unos y un desastre para otros, pues la rápida acumulación del capital del cual ciertos sectores agrícolas e industriales se han beneficiado, al mismo tiempo ha conducido a la miseria creciente a la población con bajos recursos. Graziano aun agrega: “Es necesario quitar el velo de la modernización para ver sus verdaderos rasgos”.
La erosión genética de las semillas
La élite de las variedades comerciales en que la moderna industria de la agricultura se basa presenta un alto grado de uniformidad genética porque son fruto de un riguroso trabajo de selección genética. Esta limitada base genética las hace vulnerables a las enfermedades y a las plagas mientras que las especies nativas no lo son, porque poseen una alta diversidad genética. Sin embargo, la gama de genes de las especies nativas está siendo perdida por la erosión genética y se está volviendo cada vez más difícil combatir el surgimiento de estas enfermedades, lo que resalta la vulnerabilidad de los cultivos comerciales. Un buen ejemplo ocurrió en 1970, cuando 15% de la cosecha norteamericana fue perdida por el ataque de una plaga en 90% de sus variedades de maíz.
Otro lado oscuro de la erosión genética de las semillas, es la reducción continua de la variedad de alimentos consumidos por la gente. Los agricultores de dos siglos atrás cultivaban 300 especies de plantas, todas de importancia primordial. Hoy, una familia se alimenta de 30 plantas, responsables de 95% de nuestro potencial nutritivo en cualquier parte del mundo (sea en México, Canadá, Francia o Botswana). La proporción de cada uno se modifica, pero somos todos dependientes de estas mismas 30 plantas. Dicha dependencia ya causó serios problemas: uno de los primeros fue en 1845, cuando Irlanda cultivaba las papas que venían de los Andes. Solamente una variedad sobrevivía en aquel país y eventualmente esa misma variedad desapareció por una enfermedad y 200 000 personas murieron de hambre y dos millones tuvieron que emigrar hacia otras partes del mundo. El principal problema era la uniformidad genética. En 1943 en Bengala, India, el trigo desapareció por enfermedad, también por falta de variabilidad genética y seis millones de personas fallecieron. En realidad la uniformidad genética es una invitación para una epidemia devastadora y la erosión genética significa mucho más que la pérdida teórica de biodiversidad para los científicos del futuro.
Hace 20 años, India poseía 300 000 variedades de arroz, hoy día sobrevive no más de una docena, pues las variedades de alta productividad sustituyeron las restantes. En Turquía, donde se originó el lino, había 1 000 variedades en 1945, sin embargo en los años sesentas quedaba solamente una variedad y, además, importada de Argentina. De las 7 000 variedades de manzana que existían en Estados Unidos en el siglo pasado, 6 000 ya no están disponibles. En resumen, la diversidad genética de los cultivos agrícolas realizados por la humanidad en 10 000 años está ahora en severo riesgo en manos de las actuales fuerzas políticas y económicas y, por lo tanto, la posibilidad de una crisis es real.
Al mismo tiempo, el patrón de transferencia de flujo génico de plantas entre los países desarrollados y los menos desarrollados ha sido siempre unidireccional: del Tercer Mundo a los países desarrollados. Desde 1950, sin embargo, ha existido un mayor equilibrio en este flujo con el inicio de la exportación de semillas de los países industrializados a las naciones del Tercer Mundo, pero en términos cualitativos, esta asimetría persiste ya que los recursos genéticos salen del Tercer Mundo como algo común, sin costo y como herencia de la humanidad y regresa como un bien, una propiedad privada con un valor de mercado. Al mismo tiempo que los gobiernos y las empresas de los países capitalistas avanzados han estimulado la adopción de la legislación de los derechos legales de los creadores de nuevas variedades (pbr), lo que implica reconocer los derechos de propiedad privada sobre el germoplasma de las plantas. Del mismo modo que tratan de sostener enérgicamente la necesidad en colectar y preservar otras formas de germoplasma, como los cultivares primitivos y las razas locales. Lo más interesante es que buena parte de estas razas locales encontradas en el Tercer Mundo, son muy distintas de las variedades silvestres, pues fueron mejoradas por siglos por los pueblos nativos, pero esto es ignorado por los defensores de derechos legales de los creadores de nuevas variedades.
Por otra parte, se dice que los recursos genéticos del mundo están protegidos por una red internacional de bancos de genes, centros de investigación, laboratorio de semillas y dólares para la investigación; pero esto parece ser sólo en apariencia. El centro de esta red inicialmente era el International Board for Plant Genetic Resources (ibpgr), en Roma. En la opinión del reconocido ambientalista Patrick Mooney, estos centros no eran otra cosa que una forma en que los países del norte garantizaban acceso irrestricto a los genes de especies de importancia económica provenientes de países del Tercer Mundo para almacenarlos en sus propios países, bajo los auspicios de la onu. En 1981 los países latinoamericanos presentaron una serie de inconformidades a esta organización: de los 127 000 ejemplares de semillas colectados, 94% se originaban en el Tercer Mundo y 91% de éstas estaban almacenados en bancos genéticos de Estados Unidos, Japón, Reino Unido, Rusia y otros países industrializados. También se descubrió, en 1977, que el gobierno de Estados Unidos escribió una carta al ibpgr informando que todo el material almacenado en sus bancos debería ser considerado de su propiedad y que por razones políticas, de cuando en cuando, este material podría ser negado a otras naciones. Algunos países que sufrieron el embargo de Estados Unidos fueron Afganistán, Albania, Cuba, Libia, Irán, Irak, Rusia y Nicaragua. Solamente Estados Unidos lo hizo de manera oficial, pero es bien sabido que otros países han realizado este tipo de embargo.
Después de varios cuestionamientos del Tercer Mundo en cuanto a la legalidad de las acciones del ibpgr, los países latinoamericanos tuvieron algunos éxitos en sus acciones dentro de la onu. Crearon una comisión internacional sobre recursos genéticos y se estableció una acción internacional sobre este mismo tema, lo cual fue el inicio de los trámites legales en los cuales el hemisferio norte tendría que pagar de alguna forma el germoplasma del hemisferio sur.
Como consecuencia de estos justos cuestionamientos políticos, a partir de los años ochenta, el ibpgr (hoy International Plant Genetic Resources Institute, ipgri) trató de establecer una red internacional para el almacenamiento del germoplasma, lo que aumentó el número de centros de almacenamiento de 10 a 219. En los años noventas, el ibpgr fusionó sus redes con las de la fao; sin embargo, el estatus legal de la transferencia del germoplasma de la red no está completamente definido. Poco más de la mitad de estos 219 acuerdos legales de transferencias realizados, fueron con los bancos genéticos del norte, el resto fue dividido entre los bancos genéticos del sur y los centros internacionales de investigación en agricultura (iarc). Gran parte de la variación genética en los cultivos ha sido colectada, pero existen muchas especies que no han sido adecuadamente conservadas y que permanecen bajo un serio riesgo de erosión genética. Un aspecto problemático es que el estar almacenadas en bancos de germoplasma no siempre garantiza seguridad. Instalaciones y mantenimiento inadecuados, restricciones económicas en la adquisición de recursos humanos, combinado con el establecimiento de un sistema en el que ciertas fundaciones privadas participantes son de cuestionable eficiencia, hacen muy riesgosa la base para el almacenamiento de la diversidad genética de la agricultura mundial.
Al mismo tiempo, algunos miembros de la comunidad científica creen que los bancos genéticos no son la única salida para la conservación del germoplasma mundial. De esta forma, la unesco, desde la década de los setentas, declaró 144 áreas en 35 países como futuras reservas de la biósfera. Hoy día, otros actores se involucran en este proceso, incluyendo las ong, abriendo un variado rango de opciones y perspectivas: algunas ong se dedican exclusivamente a la conservación ecológica, mientras que otras hacen énfasis en la necesidad de la conservación genética en un contexto de inclusión participativa de las comunidades rurales. Todas coinciden en la necesidad de desarrollar sistemas mutuos de apoyo que deben asegurar que el germoplasma de las plantas sea efectivamente conservado.Los señores de la vida.
En la mitad del siglo XIX, diversos economistas describieron lo que se ha denominado “acumulación primitiva”, que sería, en pocas palabras, la génesis de la desigualdad social moderna, es decir, la acumulación asimétrica de quienes son dueños de los medios de producción ante aquellos que forman parte de la fuerza de trabajo. Este fenómeno económico surgió entre los siglos XIV y XVI y resultó hacia el siglo XIX en la extinción de la figura del siervo feudal y en la creación del hombre proletario, o sea, aquel que no dispone de otra alternativa para su sobrevivencia más que vender su fuerza de trabajo.
Después de 500 años del inicio de la acumulación primitiva y después de cerca de 60 años de la revolución verde, algunos movimientos sociales sostienen que, actualmente, un proceso análogo está en pleno desarrollo en el mundo entero.Según ellos, las grandes corporaciones estarían promoviendo, con el uso de los más modernos avances en la tecnología, nuevas formas de “encajonar” a la sociedad. Del mismo modo que las tierras comunales fueron tomadas por aquellos que se volvieron dueños de la producción, las grandes empresas estarían promoviendo el uso de ciertas tecnologías para adquirir privilegios y crear nuevos monopolios. Por medio del control del desarrollo tecnológico, ellas estarían creando mecanismos que, combinados con las leyes de propiedad intelectual, aumentarían el poder de los monopolios establecidos y generarían otros, ahora sobre las formas de la vida. Así como la acumulación primitiva hizo uso de la usurpación de la tierra de los campesinos, hoy el control sobre las formas de vida estaría en camino de volverse un privilegio de unas pocas empresas.Prueba de lo anterior es que, hoy día, según un informe del Grupo internacional etc (Action Group on Erosion, Technology and Concentration), que monitorea las actividades de las grandes corporaciones en la agricultura, la alimentación y la farmacéutica, a partir de 2003 se concluyó que las 10 más grandes industrias productoras de semillas saltaron, de controlar un tercio del comercio global, a controlar la mitad de todo el sector. Con la compra de la empresa mexicana Seminis, Monsanto pasó a ser la mayor empresa global de venta de semillas (no solo transgénicas, de las cuales controla 90% del mercado, sino de todas las comercializadas en el mundo), seguida por Dupont, Syngenta, Groupe Limagrain, KWS Ag, Land O’Lakes, Sakata, Bayer Crop Sciences, Taikii, DLF Trifolium & Delta, y Pine Land.
En relación con los agrotóxicos, las diez principales compañías reciben 84% de las ventas mundiales. Éstas son: Bayer, Syngenta, basf, Dow, Monsanto, Dupont, Koor, Sumitomo, Nufarm y Arista. Con tal nivel de concentración, se prevé que sobrevivirán solamente tres: Bayer, Syngenta y basf. Monsanto no ha renunciado a este lucrativo mercado, pero su retraso relativo (del tercero al quinto lugar) se debe a que la mayoría de su producción actualmente está enfocada a los productos transgénicos como frente en la venta de los agrotóxicos.
Las diez empresas biotecnológicas más grandes del mundo (dedicadas a subproductos para la industria farmacéutica y la agricultura) son solamente 3% de la totalidad de este tipo de empresas; pero éstas controlan 73% de las ventas. Las principales son Amgen, Monsanto y Genentech.
Reflexionando sobre la breve historia de la revolución verde y algunas de sus más funestas consecuencias globales, tanto sociales como ecológicas, y parafraseando a Silvia Ribeiro de etc, “lo único que le queda a la sociedad civil es admitir que el fortalecimiento de las estructuras comunitarias y solidarias ya no es solamente una opción ideológica, sino un principio de sobrevivencia tanto para la sociedad como para el medio ambiente de éste, nuestro planeta”.
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Agradecimientos
Agradezco a Octavio Miramontes y Pedro Miramontes por los valiosos comentarios. |
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Referencias bibliográficas
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Eliane Ceccon
Centro Regional de Investigaicones Multidisciplinaria,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Es ingeniera forestal, maestra en Ciencias, especialista en agroforestería y doctora en ecología. Actualmente es investigadora en el programa Perspectivas Sociales del Medio ambiente, del Centro Regional de investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, en el área de restauración ecológica y productiva, dinámica de ecosistemas perturbados y educación ambiental.
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como citar este artículo →
Ceccon, Eliane. 2008. La revolución verde: tragedia en dos actos. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 20-29. [En línea]
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Mariana Rojas Aréchiga
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A lo largo de su historia, el hombre ha empleado un
un sinnúmero de plantas para diferentes usos: alimenticio, medicinal, ornamental y albergue, entre otros. De esta manera, la curiosidad del hombre por explorar en lo profundo de la mente y el espíritu, llevó a que las plantas alucinógenas hayan sido ampliamente utilizadas en la meditación, cura y adivinación por diversas culturas en todo el mundo. Apoyándose en la evidencia de que en algunas piezas arqueológicas de hace 2 000 años, encontradas en Colima, pueden reconocerse algunas plantas alucinógenas, entre ellas al peyote, el antropólogo estadounidense Weston La Barre sostiene que algunas de estas plantas ya se utilizaban en la Edad de Bronce. Sin embargo, el etnólogo danés Carl Lumholtz —quien realizó los primeros estudios sobre la cultura de los indígenas de Chihuahua—, estima que el culto al peyote es aún más antiguo, indicando que su empleo se remonta a más de 7 000 años, pues se han encontrado restos de esta planta que datan de esa edad. México representa el país más rico del mundo respecto a la diversidad de alucinógenos y al uso que de ellos han hecho diversos pueblos indígenas. Indudablemente el peyote y el hongo —éste último conocido como teonanacatl, “la carne de los dioses”, por los mexicas—, son los alucinógenos sagrados más importantes. La civilización mexica tenía un gran conocimiento sobre el uso de las plantas y utilizaba una gran variedad de ellas con fines medicinales; tal era el caso de varias especies de cactus, entre ellas el peyote, el tabaco, el toloache y algunos hongos. Desde épocas prehispánicas, los indígenas han considerado el peyote como planta divina que les confiere una serie de beneficios entre los cuales se encuentran curar enfermedades, tener buenas cosechas, predecir el futuro y ser valerosos en las batallas, además de transferirles poderes telepáticos.
Durante la Conquista, la civilización mexica horrorizó a la sociedad católica del siglo XVI en lo que al uso de plantas y sacrificios humanos se refiere. Estas plantas fueron vistas como malignas y diabólicas por lo que se hizo una destrucción sistemática de su amplio conocimiento etnobotánico. En 1571 la Inquisición llegó a México y para 1620 fue oficialmente declarado que el uso del peyote era un culto satánico y se prohibió terminantemente. No obstante, a pesar de la prohibición católica, que continuó hasta el siglo xviii, algunos líderes de la Iglesia trataron de juntarse con grupos indígenas en ceremonias religiosas y curativas. Ejemplo de ello es la misión denominada El Santo de Jesús Peyotes, en Coahuila. Incluso actualmente, algunos indígenas mexicanos practican una mezcla inusual entre catolicismo y peyotismo, en el cual el sacerdote católico también hace el papel de curandero durante el ritual en el cual se consume peyote. A pesar de que se hizo una destrucción masiva de toda la cultura botánica mexica, el conocimiento de algunas plantas pudo rescatarse gracias a cronistas y médicos españoles interesados en el tema. Así, aparentemente la primera referencia al peyote se hizo en La historia general de las cosas de la Nueva España por el cronista español fray Bernardino de Sahagún, quien vivió gran parte de su vida entre indígenas mexicanos, pero cuya obra no fue publicada sino hasta el siglo xix, por lo que generalmente se le otorga el crédito al médico Juan de Cárdenas. En este manuscrito, en la sección que habla sobre plantas medicinales, se describe una raíz a la que llamaban peyotl —que en náhuatl se refiere a una planta con raíz blanca tuberosa—, y se dice que aquellos que la comían o bebían no necesitaban vino. La primera descripción completa del peyote se menciona en un tratado de hierbas mexicanas llamado De historia plantarum Novae Hispaniae, escrito por Francisco Hernández, quien fuera médico particular del Rey Felipe II de España y que pasó cinco años recopilando información botánica de aproximadamente 300 plantas en latín, español y náhuatl. Él distinguió dos tipos de peyotl: xochimilcensi y zacatecensi, donde aparentemente sólo el segundo es el verdadero peyote. Probablemente, una de las primeras descripciones médicas más importantes acerca de los efectos del peyote es la de Juan de Cárdenas, cuyo trabajo se publicó en 1591 bajo el título Problemas y secretos maravillosos de las Indias, donde en un capítulo describe la diferencia de los efectos del peyotl en el cuerpo y la mente.
A pesar de que la presencia de compuestos alcaloides con poderes alucinógenos es muy común entre las cactáceas, la gran mayoría de los estudios se han centrado en el peyote. El botánico Richard Schultes y el químico Albert Hoffmann denominaron al peyote, junto con otras plantas entre las que se pueden mencionar varios tipos de hongos, al toloache y a la mariguana, “las plantas de los dioses”, por los usos medicinales y terapéuticos que ofrecen y por las ceremonias religiosas que se hacían en torno a algunas de ellas.
El peyote ha sido utilizado en el Nuevo Mundo desde hace al menos 2 000 años, llegando a ser una parte integral de la cultura de cada pueblo debido a sus poderes curativos y por su capacidad para inducir visiones. En la actualidad, esta planta es sagrada para varios pueblos indígenas de México, particularmente para los tarahumaras y para los huicholes quienes le llaman híkuri o jículi. Los huicholes conservan y practican una ancestral ceremonia: recorren cientos de kilómetros para llegar a Wirikuta, San Luis Potosí, que es la tierra sagrada del peyote y, según ellos, el centro del mundo. En esta peregrinación los huicholes identifican al peyote con el venado y emprenden una cacería para obtenerlo. Debido a que esta planta tiene una amplia distribución en México, probablemente sus propiedades alucinógenas fueron descubiertas de manera independiente por varios pueblos. Sus nombres…
El peyote, cuyo nombre científico es Lophophora williamsii (Lemaire ex Salm-Dyck) J.M. Coulter, tiene varios nombres comunes en diferentes idiomas, entre los que podemos mencionar: peyote, peyotl, challote, devil´s root, cactus pudding, raíz del diablo, mescal, botón de mescal, peote, piote, tuna de tierra, whiskey cactus.
Los diversos estudios de índole botánica, farmacológica y química realizados con esta planta condujeron a serios problemas taxonómicos que fueron resueltos poco a poco con estudios de campo. El botánico francés Charles Lemaire fue el primero en publicar un nombre botánico para el peyote, pero desafortunadamente el nombre utilizado por Lemaire —Echinocactus williamsii— que apareció en 1845 en un catálogo hortícola, carecía de descripción e ilustración. De este modo, el príncipe Joseph Salm-Dyck, otro botánico europeo, realizó una breve descripción en latín de la planta (sin ilustración) para validar el binomio usado por Lemaire. Así, la primera ilustración de un peyote apareció hasta 1847, en la revista Curtis´ Botanical Magazine. En 1894, John Coulter realizó un estudio taxonómico del peyote y describió al género Lophophora. Edward F. Anderson designó en 1969 como neotipo un espécimen proveniente de San Luis Potosí (E. williamsii).
Muchas otras especies de cactáceas han sido nombradas también como peyote o peyotillo, algunas porque también contienen alcaloides y otras por cierta similitud morfológica. Estas especies son, entre otras: Ariocarpus agavoides, A. fissuratus, A. kotschoubeyanus, A. retusus, Astrophytum asterias, A. capricorne, A. myriostigma, Aztekium ritteri, Mammillaria longimamma, M. pectinifera, Obregonia denegrii, Pelecyphora aselliformis, Strombocactus disciformis y Turbinicarpus pseudopectinatus.
…y usos
Uno de los principales usos entre los indígenas de México y los indios de Norteamérica es el terapéutico, lo cual explica en gran medida la diseminación del peyotismo de México a Estados Unidos. Por su valor para inducir alucinaciones, el peyote se convirtió en la medicina más potente para ahuyentar el mal o las influencias sobrenaturales. Edward Palmer, quien realizó extensas investigaciones botánicas en México durante el siglo xix, reportó que el peyote se utilizaba como un remedio para la fiebre, para incrementar la lactancia, para calmar dolores de la espalda y para inducir un sueño reparador. También se utilizaba conjuntamente con otras plantas para aliviar enfermedades más graves. Wendell C. Bennett, Robert M. Zingg y Robert Bye, en su estudio de la cultura tarahumara, describen que el peyote es utilizado para curar enfermedades como el reumatismo, para tratar mordeduras de serpientes y alacranes y para aliviar contusiones. Bye describe que el peyote permite al chamán ayudar al alivio de su paciente. Los indígenas de México utilizan el peyote principalmente para protegerse de enfermedades, esto es, para crear una barrera de tal manera que cualquier influencia maligna no tenga efecto sobre ellos. Por lo contrario, los indios de Norteamérica utilizan el peyote para tratar a la persona enferma, para purgarla de lo que le está causando la enfermedad. Su farmacología… El primer reporte de presencia de alcaloides en el peyote fue realizado por Louis Lewin, farmacólogo alemán, de ahí que uno de los primeros nombres, sin validez botánica, que se le dio al peyote fue Anhalonium lewinii, aunque el descubridor de uno de los alcaloides (anhalonina) fue John R. Briggs, un médico estadounidense que escribió acerca de sus efectos en 1887, desatándose así el boom del peyote. En muchos estudios farmacológicos posteriores se describieron los diversos efectos de sus alcaloides. Arthur Heffter, otro farmacólogo alemán, descubrió un alcaloide más, al que denominó pellotina; asimismo logró identificar otros tres alcaloides y determinó que uno de ellos, la mescalina, era el principal agente psicoactivo del peyote. Éste fue el primer compuesto alucinógeno químicamente identificado por el químico austriaco Ernst Spath. A la fecha, más de 55 diferentes sustancias alcaloides han sido aisladas y caracterizadas en el peyote y también descritos sus efectos. El principal alucinógeno es la mescalina que actúa directamente sobre el sistema nervioso central y es la que provoca las alucinaciones básicamente visuales, aunque también pueden experimentarse alucinaciones auditivas, olfativas, táctiles y gustativas. Por sus propiedades psicoactivas, la mescalina fue la primera sustancia alucinógena en utilizarse en estudios psiquiátricos principalmente para el estudio de la esquizofrenia. Muchas otras especies de cactáceas contienen un gran número de sustancias alcaloides, pero ninguna de ellas tiene tanta historia y magia alrededor como el peyote. …y su biología El peyote se distribuye desde el sur de Texas hasta San Luis Potosí, Zacatecas, Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila y Chihuahua. Puede confundirse con muchas otras especies de cactus que llevan como nombre común peyote o peyotillo, pero el verdadero peyote es inconfundible por su color verde azulado y porque carece de espinas. El género comprende otra especie endémica de los estados de Querétaro, Hidalgo y San Luis Potosí —Lophophora diffusa (Croizat) H. Bravo— que, debido a su restringida distribución, se considera una especie amenazada. Aunque también es comúnmente llamada peyote, ésta difiere morfológica y químicamente de L. williamsii, misma que hoy día se encuentra bajo la categoría de protección especial, según la Norma Ecológica de México.
Acerca de Lophophora williamsii existen pocos estudios ecológicos. Algunos trabajos efectuados en diferentes sitios de estudio señalan que un gran porcentaje de individuos se encuentran asociados con alguna planta nodriza, entre las que podemos citar algunos nopales, agaves y la gobernadora. Este conocido fenómeno de nodricismo se ha reportado para un gran número de cactáceas, en el cual se favorece la germinación y el establecimiento por determinadas condiciones microclimáticas.
Particularmente entre las poblaciones del desierto potosino se hallan poblaciones perturbadas y con bajos niveles de reclutamiento debido, sobre todo, a un aumento en la actividad agrícola y la sobrecolecta. Asimismo, en el desierto de Real de Catorce, en San Luis Potosí, la distribución de L. williamsii se ha reducido drásticamente en los últimos 30 años, dejando fragmentos aislados. En un estudio realizado en Cuatrociénegas, Coahuila, se encontró una población en equilibrio, sin embargo no se observaron individuos menores a dos centímetros, lo que podría significar que no hubo establecimiento al menos en los dos años anteriores y que dicha población puede encontrarse en riesgo.
Por su parte, los estudios de germinación muestran porcentajes bajos (14%) y otros más altos (64%); sin embargo, en ambos trabajos las semillas de mayor edad presentan menores porcentajes de germinación, lo cual implica que posiblemente pierden viabilidad en corto tiempo, en contraste con otras semillas de cactáceas que mantienen su viabilidad por varios años. En una investigación realizada con semillas provenientes de San Luis Potosí se mencionan dos tipos de semillas que tienen diferente germinabilidad en función de su tamaño. En este trabajo a las semillas se les aplicaron diferentes tratamientos germinativos obteniendo con ello porcentajes de germinación distintos, el más alto de casi 75%. En el laboratorio, yo he obtenido, a 25°C, una germinación de aproximadamente 60% bajo luz blanca y 0% en oscuridad.
Su presencia en la literatura
Esta planta mágica no sólo ha obsesionado a científicos, sino que durante diferentes periodos ha inspirado a escritores, entre los que destacan Carlos Castaneda, quien escribió una serie de libros en torno a su aprendizaje respecto al uso del peyote en Sonora, siendo el primero de esta serie Las enseñanzas de Don Juan, 1968; Aldous Huxley, autor de Las puertas de la percepción, 1954; y Cielo e infierno, 1955; Fernando Benítez, quien narra la ceremonia de peregrinación a Wirikuta, el lugar sagrado de los huicholes en En la tierra mágica del peyote, 1968; y Ramón Mata Torres, quien describe la leyenda huichola sobre la creación del peyote en Los peyoteros, 1976. Particularmente Carlos Castaneda y Aldous Huxley describen en sus obras literarias las experiencias vividas al consumir esta cactácea. Huxley menciona que uno de los mayores problemas al tratar de describir una experiencia con el peyote es la dificultad para comunicar lo que se experimenta ya que el alucinógeno causa una desorientación de todos los sentidos y la percepción del tiempo y el espacio se distorsiona enormemente.
En el transcurso de esta lectura hemos podido darnos cuenta de la importancia que esta planta ha tenido para botánicos, ecólogos, farmacólogos, químicos, médicos psiquiatras, etnólogos, psicólogos y escritores. Creo que pocas plantas han llamado tanto la atención desde tan diversos enfoques como el peyote. Su valor etnobotánico es incuestionable, desde tiempos remotos hasta la fecha ha sido parte medular de rituales religiosos entre diversos pueblos indígenas de México.
Desafortunadamente, el interés en el uso del peyote como alucinógeno se ha incrementado y esto ha llevado a que en algunos sitios las poblaciones estén diezmadas debido a una presión de sobrecolecta. Es urgente la generación de estudios demográficos en las poblaciones no estudiadas con el objeto de proveer información para determinar el estado de conservación de esta especie en cada una de sus poblaciones naturales y, con ello, tomar las medidas que conlleven a su protección ex situ e in situ.
Desde otro punto de vista, el culto al peyote es un tesoro antropológico por lo que deben duplicarse los esfuerzos por conservar las ceremonias y rituales en torno al peyote, cuyo único objetivo debe ser su uso curativo y visionario dentro de un ritual y nunca deberá adquirir un valor comercial.
Por fortuna, en México y Estados Unidos la colecta, posesión y consumo del peyote sólo están legalmente autorizados para ciertos pueblos indígenas como los huich oles, tarahumaras y coras.
Una alternativa para la conservación de esta especie puede ser impulsar proyectos de propagación in vitro o por semilla realizados por la gente de la región mediante una venta controlada. De esta manera, se reduciría la presión de colecta en las poblaciones naturales, ya que al ser ilegal su recolección, los precios que las plantas de esta especie pueden alcanzar en el mercado negro, principalmente en el extranjero, son exorbitantes. |
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Mariana Rojas Aréchiga
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Trabaja en el Instituto de Ecología de la UNAM. Su principal interés es la ecofisiología de la germinación de semillas de cactáceas. Cuenta con varias publicaciones en revistas nacionales e internacionales. es miembro del comité editorial de la revista Cactáceas y suculentas mexicanas y del Boletín de la so ciedad Latinoamericana de Cactáceas y suculentas.
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como citar este artículo →
Rojas Aréchiga, Mariana. 2008. El controvertido peyote. Ciencias núm. 91, julio-septiembre, pp. 44-49. [En línea]. |