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José Ramón Hernández Balanzar    
               
La naturaleza está constituida de tal manera
que es experimentalmenteimposible
determinar sus movimientos absolutos.
 
Albert Einstein
  articulos  
 
Desde la formación de la Tierra, las diferentes formas de vida
han prosperado durante casi cuatro mil seiscientos millones de años. El planeta ha sufrido innumerables cam­bios naturales de tipo biológico, físico y químico. El mundo giraba más rápido, los días y las noches eran más cortos. La superficie, entre sólida y viscosa, burbujeante e incandescente, estaba plagada de cráteres y de chimeneas volcánicas de las que emanaban sustancias volátiles desde el interior de la Tierra. Algunos de los gases arrojados, como el hidrógeno, demasiado ligeros, se escapaban para siempre al espacio exterior; otros, como el amoniaco, eran descompuestos por la radiación solar. La composición de la atmósfera y los procesos físicos y químicos que regulan el comportamiento atmosférico han variado a lo largo del tiempo desde el momento en que se formó el planeta.
 
La atmósfera está constituida en su mayor parte por nitrógeno (N) en 78% y por oxígeno (O) en 21%, no hay que despreciar los demás gases que representan 1%, como el vapor de agua, el CO2 (bióxido de carbono), el CH4 (me­tano), el O3 (ozono), el N2O (óxido de nitrógeno) y hoy en día los compuestos de cloro y flúor (freones o cfc). Aunque estas concentraciones de gases sean muy pequeñas, es importante estudiarlas y monitorearlas por el impacto que tienen en el clima, en especial por el efecto inver­nadero.
 
El sistema climático y los ciclos bio-geo-físico-quí­mi­cos están relacionados entre sí, al igual que los forza­mien­tos al sistema. El sistema climático natural está inte­grado principalmente por tres elementos que se interrelacionan: la atmósfera, el océano y el continente (o la tierra emergida). Su relación está dada por la dinámica y la física atmosférica, la dinámica oceánica, el balance o inter­cambio de energía y el ciclo hidrológico. Igualmente los ciclos bio-geo-químicos integran tres subsistemas: la biogeoquímica marina, los ecosistemas terrestres y la química atmosférica. Los procesos biológicos, químicos y físicos que suceden en la Tierra afectan el sistema climático. Los sistemas naturales descritos hasta el momen­to se hallan sometidos a importantes procesos de cambio y transformación. Estos cambios han sido continuos desde la formación de la Tierra, pero han sufrido una ace­leración y, en algunos casos, un cambio de dirección en los últimos doscientos años debido a la intervención ­humana.
 
La biogeoquímica enfatiza las interacciones de las entidades biológicas con su ambiente. Los organismos están adaptados a márgenes más o menos estrechos de las condiciones bioquímicas. La mayoría de cambios realizados por el hombre en los patrones de flujo de materia o energía cambian esos sistemas naturales y pueden causar la extinción de las especies o de los hábitats. La intervención humana en los ciclos biogeoquímicos tiene lugar por la ex­plotación de recursos (remoción de materiales) o por la contaminación (adición de materiales). Cambios peque­ños en el flujo de algunos gases y materiales pueden tener efectos dramáticos sobre el ambiente natural, si se incrementan por el efecto cascada. Un ejemplo es el daño poten­cial de un incremento en el bióxido de carbono atmosférico a las formas de vida y hábitats como consecuencia del calentamiento global con los efectos mediados por los procesos hidrológicos y bioquímicos. Otros ejemplos a considerar a escala global son la producción de alimento terrestre o acuático y su dependencia del clima, la disponi­bilidad de nutrimentos y la presencia de agentes tóxicos; la liberación de ácido sulfúrico y sus efectos sobre los siste­mas terrestres y acuáticos; la liberación en la biósfera de gases de efec­to invernadero, la radiación climática y la dispersión de químicos sintéticos tales como pesticidas. El entendimiento de los ciclos biogeoquímicos naturales puede ayudar a minimizar el impacto humano sobre dichos sistemas naturales.
 
El ciclo hidrológico desempeña un papel fundamental en el funcionamiento tanto del sistema climático como del conjunto de mecanismos bio-geo-físico-químicos, conec­tan­do un sistema con el otro y desempeñando un papel cla­ve en los sistemas naturales en su conjunto. Este ciclo in­volucra el movimiento del agua en sus tres estados, es el agente movilizador de otros elementos, es uno de los prin­cipales determinantes dinámicos del clima planetario, permite el intercambio de grandes cantidades de energía y opera en un amplio rango de escalas temporales y espa­ciales.
 
Por otro lado, el carbono es el cuarto elemento de mayor abundancia en el universo y es absolutamente esencial para la vida terrestre. En realidad, el carbono constitu­ye la definición propia de vida y su presencia o ausencia ayu­da a definir si una molécula es considerada orgánica o inor­gánica. Cada organismo sobre la Tierra necesita del car­bo­no ya sea para su estructura, su energía, o en el caso de los humanos, para ambos. Descontando el agua, somos mi­tad carbono. Además, el carbono se encuentra en formas tan diversas como en el bióxido de carbono, y en só­lidos como la caliza (CaCO3), la madera, plástico, diaman­tes y grafito.
El ciclo global carbónico, uno de los ciclos biogeoquími­cos más importantes, puede ser dividido en componentes geológicos, biológicos y químicos. El ciclo carbónico geoló­gico funciona en una escala temporal de millones de años, mientras que el ciclo carbónico biológico y químico funciona en una escala temporal de días a miles de años.
 
El carbono y sus ciclos
Desde la formación de la Tierra, las fuerzas geológicas han actuado paulatinamente sobre el ciclo global carbónico. En periodos de larga duración, el ácido carbónico (un ácido débil formado por reacciones entre el CO2 atmosférico y el agua) se combina poco a poco con minerales en la su­perficie continental. Estas reacciones forman los carbo­na­tos por medio de un proceso llamado desgaste. Luego, por la erosión, los carbonatos desembocan en el océano don­de terminan asentándose en el fondo.
 
Este ciclo continúa cuando la placa que constituye el fondo del mar empuja por debajo de los márgenes continentales mediante el proceso de subducción. A medida que el carbono del fondo del mar sigue siendo empujado por las fuerzas tectónicas, se calienta, eventualmente se derrite, y puede volver a la superficie donde se transforma en CO2. De esta manera retorna a la atmósfera. Este retor­no a la atmósfera puede ocurrir violentamente, a través de erupciones volcánicas, o de manera más gradual, en filtra­ciones, los respiraderos de CO2. El levantamiento tectónico también puede exponer caliza enterrada antiguamen­te. Un ejemplo de esto ocurre en el Himalaya, donde algunos de los picos más altos del mundo están formados de mate­rial que estuvo en el fondo del océano. El desgaste, la sub­ducción y el vulcanismo controlan las concentraciones atmosféricas de bióxido de carbono a lo largo de periodos de tiempo de cientos de millones de años.
 
La biología tiene un papel importante que nos per­mite entender el movimiento del carbono entre el continente, el océano y la atmósfera, por medio del proceso de fotosíntesis y respiración. Virtualmente toda la vida multicelular en la Tierra depende de la producción de azúcares por las plantas a partir de la luz solar y el CO2 mediante el pro­ce­so de la fotosíntesis; y también del desgaste metabólico de esos azúcares por los animales (incluyendo al ser hu­ma­no) mediante el proceso de la respiración que produce la energía necesaria para poder moverse, crecer y reproducirse.
 
En el día las plantas toman el CO2 de la at­mósfera al efec­tuar la fotosíntesis, mientras los animales liberan el CO2 a la naturaleza durante la respiración. Las siguientes reacciones químicas dan cuenta de ambos pro­ce­sos. En la fotosíntesis: energía (luz solar) + 6CO2 + 6H2O → C6H12O6 + 6O2; y en la respira­ción: C6H12O6 (materia orgánica) + 6O2 → 6CO2 + 6 H2O + energía.
 
Por medio de la fotosíntesis las plantas verdes usan la energía solar para convertir el CO2 atmosférico en carbohidratos, también llamados azúcares (C6H12O6); por medio de la ali­men­ta­ción los animales absorben estos carbohidra­tos y otros pro­ductos deri­va­dos de ellos. En otras pa­la­bras, la respiración es el proceso in­verso de la fotosíntesis, ya que libera la ener­gía contenida en los azúca­res para uso del me­tabolismo y cambia el “combustible” (que es el C6H12O6 transformado en CO2), y és­te, a su vez, retorna a la atmósfera. Cada año, la can­tidad de carbono tomada por la fotosíntesis y retornada a la atmósfera por la respiración es aproximadamente mil veces mayor que la can­tidad de carbono que se mueve a través del ci­clo geológico del carbono.
 
En la superficie terrestre y de los océanos el mayor intercambio de carbono con la at­mós­fera resulta de la fotosíntesis y la respiración. La fo­tosíntesis cesa en la noche cuando el sol no puede proveer la energía para que se active la reacción. Sin embargo, la respiración de los ani­males continúa.
 
Esta diferencia entre ambos pro­cesos se re­fleja en los cambios en las con­cen­tra­cio­nes at­mosféricas estacionales del CO2. Durante el in­vierno, cuando muchas de las plan­tas pierden sus hojas, la fotosíntesis ce­sa, pero la respiración de los animales nunca cesa. Esta condición lleva a un aumento en las con­cen­tra­ciones atmosféricas de CO2 durante el in­vierno. Sin em­bar­go, con la llegada de la primavera, la fo­tosíntesis se rea­nu­da y las concentraciones atmosféricas de CO2 se reducen.
 
En los océanos, el fitoplancton (las plantas microscópi­cas que forman la base de la cadena alimenticia marina) aporta carbón a los animales para producir conchas de car­bonato de calcio (CaCO3). Estas conchas se asien­tan en el fondo del océano cuando el ani­mal muere. Al ser enterra­das estas conchas, así como otros organismos marinos, llegan a comprimirse a medida que pasa el tiempo y se transforman en caliza. Ade­más, en ciertas con­di­ciones geológicas, la ma­te­ria orgánica puede ser enterrada y formar de­pósitos de carbono que se transformarán en combustible e incluso yacimientos de petróleo en el fondo marino. La materia orgánica se transforma en combustible fó­sil. Ambas forma­ciones, de caliza y de com­bustible fósil, son pro­cesos biológicos controla­dos en plazos largos por el CO2 atmosférico.
 
Los océanos desem­pe­ñan un pa­pel funda­men­tal en el ciclo del carbono, puesto que con­tie­nen el ma­yor porcentaje de nutri­men­tos y se consi­de­ra que ab­sor­ben un alto por­centaje de las emisiones de CO2 a la atmósfera. Los gases pre­sentes en la troposfera, y que se ubican en los primeros quince kilómetros de la atmós­fe­ra, son componentes claves de los ciclos bio-geo-físico-químicos y tienen un papel importante en el balance radiativo solar y terrestre.
 
Los pro­cesos de producción fotoquímica de ozono, que se desarrollan en la es­tratosfera (en la franja de la atmósfera que va de 15 a 50 ki­ló­metros), son im­portantes en la dis­tribución y circulación de la energía térmica interna, y en la absorción de radiación ultravioleta (uv) solar, lo cual ­sirve como protección a los organismos vivos de ra­diaciones peligrosas.
 
Por otro lado, la actividad de la biósfera en el continente acelera la movilización de ele­men­tos como fósforo (P), silicio (Si) y fierro (Fe). Es­tos elementos con el tiempo llegan al ­océano por los ríos, las superficies costeras y la infiltración y escorrentía de las aguas subterráneas hacía el océano.
 
En miles de años estos nutrimentos entran en la circu­lación oceánica estimu­lando la producción y el ali­men­to de los diversos organismos marinos.
 
Comportamiento planetario autorregulado
 
Los elementos que componen el sistema climático del pla­neta actúan entre sí, de modo que el resultado neto es un permanente intercambio autorregulado. La autorregulación del clima y la composición química del sistema atmós­fera-océano-continente son las propiedades emergentes del comportamiento planetario que sólo se dan en el acopla­miento de las partes en un todo. La evolución del sistema se caracteriza por largos periodos de equilibrio con cambios lentos y cambios bruscos que lo mueven a nuevos es­ta­dos de equilibrio. Existen modelos que explican la auto­rre­gulación simultánea del clima. Estos modelos hacen predic­ciones que pueden ser probadas por observación. Una de ellas es que la vida en un planeta no puede progresar si es aislada; los organismos deben ser suficientemente abundantes para afectar y ser regulados por la evolución geo­química del planeta.
 
El sistema terrestre incluye varios procesos que refuer­zan o amortiguan las fluctuaciones y los cambios del clima, se les llama mecanismos retroalimentadores y se denomi­nan positivos si su efecto es el de amplificar, y negativos si es atenuar. Estos mecanismos se deben principalmente a la criosfera, a las nubes (gotitas de agua suspendidas en la atmósfera) y al vapor de agua; el signo del segundo es in­cierto y los otros dos son positivos. Como puede verse, los tres resultan del agua en sus diversas fases: sólida, líqui­da y gaseosa. La criosfera es blanca y brillante, sobre todo cuan­do la nieve y el hielo están nuevos; o sea que su al­bedo es alto (cercano a 100%). Por lo tanto, absorbe escasamen­te la radiación incidente y casi no se calienta. Además, el frío produce hielo y nieve, entonces la criosfera crece; en con­se­cuencia, el albedo superficial aumenta, pues el continente y, sobre todo, el océano, desprovistos de hielo y nie­ve, tie­nen un albedo pequeño. De manera que donde antes se ab­sorbía mucha radiación del Sol, ahora ya no, y se pre­senta una merma de calor; tenemos entonces que una disminu­ción de temperatura ocasiona un enfriamiento adicional por expansión de la criosfera. O sea que frío genera frío.
 
El hecho de que la Tierra se comporte como un sistema interconectado y autorregulado se puso en evidencia precisamente en 1999, cuando se publicó el registro de temperatura, CO2 y CH4 (metano) de los últimos 420 mil años del núcleo de hielo de Vostok. Estos datos proveen un contexto temporal muy poderoso y una evidencia visual dramática de un sistema planetario integrado, lo que a su vez presenta un nuevo espectro de conceptos sobre el sistema climático. Con este argumento se puede probar que la Tierra es un sistema con propiedades y comportamientos acoplados que son pro­pios de un sistema dinámico complejo.
 
Este comportamiento sistémico de la Tierra se debe a la combinación de forzamientos externos (principalmente variaciones en los niveles de radiación solar que llegan a la superficie del planeta) y el conjunto de múltiples retro­alimentadores y forzadores en el ambiente terrestre. Por ejemplo, los glaciares crean su propio clima; es decir, hay hielo porque hace frío, pero lo inverso es igualmente cier­to: hace frío porque hay hie­lo. Es más exacto decir: “en los polos hace frío porque hay casquetes”, que “hay casque­tes porque hace frío”.
 
En efecto, los casquetes polares son un re­manente de las glaciaciones ocurridas en el pleistoceno (la última ocu­rrió hace 18 mil años). Podríamos pensar que si se desconge­la­ran los polos o —más bien dicho— si por me­dios artificiales los casquetes fueran derretidos, éstos no se volverían a formar, desaparece­rían para siempre, hasta que hubiera una nueva gla­ciación. Por lo tanto, la destruc­ción de un glaciar sería muy probablemente irre­ver­sible; después sólo se for­marían mantos temporales de hielo y nie­ve en invier­no. Esto no ha sucedido en los casquetes polares, pe­ro sí en los glaciares si­tua­dos en las montañas.
 
Otro ejemplo de un retroalimentador y un for­zamiento dentro del planeta son: las varia­ciones de vapor de agua contenido en la at­mósfera como retroalimentador, y las varia­ciones en la concen­tración de los gases de efecto invernadero, principal­mente por las emi­siones de CO2 ligadas a las ac­tividades hu­ma­nas como ejemplo de forzamiento.
 
Las regularidades en los últimos 420 mil años
 
Durante varios siglos previos a la industriali­zación, el CO2 tuvo una concentración casi constante en la atmósfera, de 280 partes por millón en volumen (ppmv); a esta can­tidad se le llama, en consecuencia, el nivel prein­dustrial. A partir de mediados del siglo XIX, esta concentra­ción ha aumentado, y en 2005 alcanzó 381 ppmv, se­gún el registro del observatorio de Mauna Loa en Hawaii. Con los gases traza pasa algo parecido. El comportamiento radiacio­nal de los gases de efecto invernadero se calcula con la teoría cuántica y se observa experimentalmente en el labo­ratorio, pero también lo demuestra la historia del clima.
 
El análisis de la temperatura y los gases que quedaron atrapados en las burbujas de aire en el núcleo de hielo de Vostok, revela un patrón rítmico de “metabolismo”, algo así como una respiración planetaria en donde se observan cua­tro ciclos climáticos a lo largo de 420 mil años. Se puede ver una relativamente rápida transición del estado glacial al interglacial y una gradual transición del interglacial al gla­cial, lo que sugiere que la razón de absorción y emisión de CO2 de los ecosistemas marinos y terrestres es asimé­trica, esto es que no absorben y emiten a la misma velocidad.
 
Si se analizan las curvas de CO2, temperatura, CH4, 18O atmosférico (de aquí en adelante 18Oatm) y la insolación a 65° de latitud norte durante la mitad de junio, se observa que el CO2, la temperatura y el CH4 tienen un comportamiento muy similar en cuatro ciclos climáticos, los cuales tienen un máximo que dura un breve periodo, conocido como in­terglacial, seguido por una disminución oscilante en las tres variables, hasta llegar a una relativa estabilidad alrede­dor de los valores inferiores, con un largo periodo de dura­ción, al cual se denomina glacial; después de esto se ob­ser­va una súbita elevación en los valores que da inicio a un nuevo periodo interglacial. Se observa también un claro paralelismo entre estas tres variables: suben y ba­jan juntas. No obstan­te, la situación actual rompe esta secuencia; en el pasado, los tres registros han tenido cuatro oscilaciones, con perio­dos de unos cien mil años, y oscilan entre los mismos lími­tes superior e inferior. Este comportamiento representa un sistema bio-geo-físico-químico complejo y autocontro­lado, es el metabolismo natural de la biósfera terrestre, del cual el efecto invernadero es sólo un componente.
 
Temperatura-gases de efecto invernadero-insolación
 
Si bien la sincronía observada entre la temperatura y los principales gases de efecto invernadero es notoria en el intervalo geológico señalado anteriormente, en periodos menores no es tan clara, pues otros fenómenos de corto plazo perturban la señal de temperatura; entre ellos destacan las oscilaciones naturales internas del sistema climático, como el Niño y la Niña: el primero eleva la temperatura a escala planetaria, y la segunda la reduce. Otro factor importante de la variabilidad interanual del clima son las erupciones volcánicas, que inyectan hasta la estratosfera aerosoles que quedan suspendidos por años y enfrían el clima planetario. El Niño tiene cierta periodici­dad de recurrencia; en cambio, el vulcanismo es más bien azaroso en su manifestación, y la magnitud de ambos es muy variable. Hay un aerosol artificial, el sulfato, produ­cido también por la industria, que aumenta sistemáticamente y atenúa el calentamiento debido al efecto invernadero por la radiación entrante. Por todos estos elementos, adiciona­les al efecto invernadero, que afecta el clima, los registros históricos de CO2 (emitido antropógenamente) y de la tem­peratura no van paralelos desde mediados del siglo xix, aunque sí hay un incremento claro en ésta alre­dedor de 0.6 ºC.
 
La gran semejanza entre el comportamiento del CO2, el CH4 y la temperatura en el barreno de Vostok lleva a con­siderar estos dos gases de efecto invernadero como causa y también efecto de la variación en la temperatura. En pri­mer lugar porque la variación de los gases de efecto inver­nadero como causa, y de la temperatura como efecto, prue­ba que los gases de efecto invernadero se comportan como cuerpos casi transparentes ante la radiación de onda corta, lo que permite que la radiación solar, emitida en este ran­go de longitud de onda, pueda viajar a través de la atmósfera casi sin obstáculo hasta llegar a la superficie del planeta y calentarla, aunque también parte de ésta se refleja. Sin embargo, la radiación que emite la Tierra es de onda larga y los gases de efecto invernadero son parcialmente opacos a tales longitudes de onda, por lo que no permiten que toda la energía que emite el planeta se fugue al espacio; más bien, una fracción de ésta es absorbida y reemitida hacia la superficie calentándola aún más. Esto implica que la temperatura superficial del planeta sea mayor de lo que sería si no hubiera gases de efecto invernadero en la atmósfera, ya que estos gases absorben la radiación, y por lo tanto la temperatura media del planeta sería 33°C menor de lo que es ahora.
 
En segundo porque la variación de la temperatura co­mo causa, y la de los gases de efecto invernadero como efecto, prueba que un descenso en la temperatura genera una dis­minución en la producción de CO2 y CH4 debido a que la actividad biológica de los seres vivos se reduce (aunque unos seres vivos producen y otros consumen estos gases, la concentración neta de los mismos es menor); y también porque una disminución en la temperatura hace que el océano pueda almacenar una cantidad ma­yor de CO2, ya que éste es más soluble en el agua fría.
 
La radiación recibida por la Tierra, llamada insolación, se considera como un detonador en los cambios glaciares-interglaciares. La energía emitida por el Sol casi no varía, por eso se denomina constante solar. Por ser tan pequeñas estas variaciones, los instrumentos antiguos eran incapaces de detectarlas; pero las medidas modernas han demos­trado que tal “constante” en realidad cambia. Coexisten va­rios ciclos sobrepuestos de características físicas que juntas constituyen la actividad solar; entre estas propiedades del Sol hay algunos vínculos claros y otros inciertos. Además, la actividad solar y el clima terrestre insi­núan correla­ciones que pueden ser sólo coincidencias, pues su base física es precaria.
 
Evidentemente, un aumento (o disminución) en la lu­mi­nosidad del Sol debe calentar (o enfriar) el clima y esto se registrará más claramente cuanto más fuerte o du­ra­dero sea aquél (o aquélla). La radiación recibida por la Tie­rra depende además de otros factores llamados orbitales, que son: oblicuidad, excentricidad y longitud y posición del perihelio (la distancia más corta de la Tierra al Sol). La lon­gitud del perihelio y la excentricidad determinan la órbita, y la posición del perihelio y la oblicuidad determinan la orientación de la Tierra respecto de esa órbita.
Los estudios del paleoclima muestran que mucha de la variabilidad ocurre con periodicidad correspondiente a la de la precesión, oblicuidad y excentricidad de la órbita de la Tierra, que actúan como un forzamiento inicial. El pun­to más frío de cada periodo glacial precede al final de dicho periodo excepto en el tercer ciclo. Se atribuye esto a que justo antes de esta transición se presenta la mínima in­solación a 65° de latitud norte. El 18Oatm depende fuerte­mente de las propiedades climáticas y relaciona éstas con la insolación. Sin embargo, al comparar estas dos variables con los registros de CO2, CH4 y temperatura de los datos de Vostok, se puede ver que la insolación y los parámetros orbitales no son determinantes en la variabilidad climática para un periodo de por lo menos un millón de años.
 
El holoceno
 
Dentro del cuaternario (periodo geológico actual, iniciado hace dos millones de años), en su última cuarta parte pre­dominaron cuatro glaciaciones, con breves etapas cálidas intercaladas. Sin embargo, el último lapso interglacial ha sido mucho más largo que sus antecesores (12 mil años); a esta etapa geológica se le llama holoceno.
 
A pesar de que la primera mitad del holoceno fue por lo general más cálida que la actual, hacia el año 8200 an­tes del presente hubo un abrupto y corto episodio bastante frío del cual tenemos numerosos indicadores: la concentra­ción de metano disminuyó a nivel global, los colores de los sedimentos marinos de Cariaco, Venezuela, correspon­dientes a esa época aparecen más claros y la temperatura en Summit, Groenlandia, descendió unos 6 ºC.
 
Se piensa que la calidez del holoceno propició el desarrollo de la civilización (sedentarismo-agricultura-urbanización), y a su vez, la civilización propició industrialización a partir de mediados del siglo xix y con ella (seguramente) el aumento de bióxido de carbono en la atmósfera y el (muy probable) calentamiento global actual. Esta nueva épo­ca de la evolución del planeta, afectado apreciablemente por el hombre, se llama antropoceno.
 
Existen medidas directas del clima (es decir con ins­tru­mentos) sólo para el último siglo y medio; para todo el res­to, el clima se ha medido indirectamente. O sea que de los innumerables cambios climáticos, únicamente el pro­du­cido por el hombre ha sido registrado directamente con instrumentos también hechos por el hombre. El registro de todos los demás se hace con los llama­dos indicadores paleoclimáticos o proxies.
 
Las evaluaciones basadas en los principios de la física, y de los modelos climáticos indican que es improbable que el forzamiento natural pueda por sí solo explicar los di­fe­rentes cambios pasados observados en la temperatura de la atmósfera.
 
Si bien la reconstrucción de los forzamientos naturales es incierta, la inclusión de sus efectos provoca un aumento en el promedio de temperaturas a escalas tem­po­rales de varios decenios.
 
Los modelos y las observaciones muestran un aumento en la temperatura a nivel mun­dial, un mayor contraste entre la temperatura de la superficie terrestre y de los océanos, una disminución en la extensión de hielo marino, una re­tracción de los glaciares, una elevación del nivel del mar y un aumento en las precipita­ciones en latitudes altas del he­misferio norte. Los modelos predicen un ritmo de ca­len­ta­miento más rápido en las capas medias a superiores de la troposfera al que se obser­va en los re­gistros de temperatura tro­pos­fé­rica obtenidos mediante satélites o radiosondas.
   
Referencias bibliográficas
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Voituriez, B. 1994. La atmósfera y el clima. rba, Barcelona.
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José Ramón Hernández Balanzar
Instituto de Ciencias Nucleares,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es físico egresado de la Facultad de Ciencias, UNAM. Desde 1992 se dedica a la divulgación de la ciencia. Ha sido revisor académico de libros de texto de la SEP actualmente es  profesor en la Facultad de Ciencias y Coordinador de Difusión y Divulgación en el Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM.
     
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como citar este artículo 
 
Hernández Balanzar, José Ramón. 2008. El metabolismo de la Tierra. Ciencias, núm. 90, abril-junio, pp. 4-14. [En línea].
     

 

 

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Carlos Gay García, René Garduño López y Walter Ritter Ortiz
     
       
La simulación dinámica de escenarios en la naturaleza
es una herra­mien­ta útil para entender cómo funcionan los sistemas naturales, identificar sus potenciales problemas y explorar soluciones para éstos.
 
El éxito en el manejo del cambio ambiental se basa en la capacidad de anticipación que tengamos. El agota­miento de los recursos naturales que sostienen las economías regionales así como el deterioro de agua, suelo y aire son verdaderas amenazas para nuestra civilización. El continuo abas­tecimiento de agua y alimentos, así co­mo la conservación de nuestra salud, depende de nuestra habilidad para an­ticipar y prepararnos para un futuro incierto.
 
Los escenarios generados por pro­ce­sos de simulación proveen un in­di­ca­dor de posibilidades (no algo definitivo) y sirven de base para realizar proyecciones que aplican las herra­mien­tas del pronóstico bioclimático en escenarios específicos. Los ecosis­te­mas pronosticables son aquellos en los que la incertidumbre puede ser re­ducida a la magnitud en que, por me­dio de los pronósticos, estamos repor­tando información útil para la toma de decisiones.
 
La simulación no es un fin en sí mis­ma, tampoco es una bola de cristal que pueda pronosticar el futuro con ab­soluto detalle y exactitud, pero sí pue­de ayudarnos a entender los mecanis­mos internos que determinan cómo trabaja un sistema, por medio de la des­cripción de sus procesos y transforma­ciones, la identificación de posibles mecanismos detrás de los ciclos y ten­dencias observadas durante plazos lar­gos. Permite determinar, además, có­mo mantiene su estabilidad el sistema, reconocer los mecanismos por los cua­les puede perderla, y pronosticar futu­ras manifestaciones de los sistemas existentes; proyectar ciclos y tendencias, evaluar los impactos de políticas opcionales e identificar escenarios en donde la estabilidad se pierda o se res­taure.
 
No debemos olvidar que la utilidad de un modelo se puede juzgar tanto por la cantidad de información que pue­da aportarnos con el máximo posible de economía, como por la facili­dad con la cual nos permita comunicar­nos de forma más efectiva con dicho modelo y lo que éste representa.
 
Simulación con enfoque sistémico
 
Los modelos generalmente no capturan de forma precisa toda la realidad y esto se refleja en el hecho de que mu­chos de ellos, ampliamente usados en el campo ambiental, deben ser conti­nua­mente ajustados y refinados. Pero, finalmente, lo más valioso de un mo­de­lo es su capacidad para detectar los cam­bios y las fluctuaciones, y para iden­tificar las variables críticas res­pon­sa­bles de dichos cambios, así como cap­tu­rar y entender los efectos de retro­ali­men­ta­ción en el sistema, ya que en los sis­temas dinámicos sus ele­mentos se mo­difican de manera cons­tante y com­plicada, e incluso sorpresiva.
 
El objetivo no es por tanto desarro­llar modelos que capturen todas las fa­cetas de la vida diaria, ya que tales mo­delos tendrían poca utilidad al ser tan complicados como los sistemas mismos que deseamos entender. El verda­dero propósito de la modelación diná­mica es llegar a descubrir los principios básicos que nos conduzcan a descubrir la complejidad observada en la natu­ra­leza. Para nosotros esto es el signifi­ca­do de simplicidad.
 
La posibilidad de comprender todo lo comprensible depende más de la es­tructura de nuestro conocimiento que de su contenido, de que nuestras teo­rías lleguen a ser tan generales y tan profundas, a estar tan integradas entre sí, que se conviertan, de hecho, en una sola teoría de una estructura unificada de la realidad.
 
Las estimaciones iniciales de si­mu­lación pueden ser derivadas de la información empírica o aun de suge­ren­cias razonables de los expertos en la materia o del equipo de modeladores; ya que incluso los modelos construidos en tales situaciones de in­cer­tidum­bre pueden ser de gran valor y utilidad en la toma de decisiones, pro­veyéndo­nos de un cuadro congruente de refe­rencia, en lugar de información ­exacta.
 
El flujo de información de una va­riable de estado dentro de un sistema se hace a través de cadenas de transformación para dirigirnos a las variables de control, cambiando así las pri­meras y entrando en ciclos siempre cambiantes, para al final volver a otra variable de estado o tal vez irse hacia el infinito, el cero o el comportamien­to caótico. Esto nos habla de un proce­so de retroalimentación, hecho tan co­mún en los sistemas ambientales.
 
La retroalimentación negativa tien­de a forzar las variables de estado hacia metas establecidas y es la idea bá­sica de los sistemas dinámicos de con­trol. La variación en el proceso de retroali­mentación puede llevarnos a relaciones no lineales, las cuales se hallan presentes si una variable de control no depende de otras variables de manera lineal. Como resultado, los procesos de retroalimentación no lineales pueden exhibir comportamientos dinámicos complejos; por ello, debemos poner especial atención a la no li­nealidad, particularmente si se trata de efectos de retraso.
 
Autoorganización y sistemas disipativos
 
Los modelos son herramientas para de­tectar patrones o tendencias que pue­den ser útiles para generar hipótesis comprobables acerca de la organización de comunidades bióticas. La abundancia relativa de grandes ensam­bles heterogéneos de especies tiende a ser gobernada por muchos factores in­dependientes y, de acuerdo con el teo­rema de límite central, será distri­bui­da en forma log-normal. Un alto gra­do de ajuste al modelo log-normal in­dica que la comunidad está en alto grado de equilibrio. Sin embargo, buenos ajus­tes a la distribución log-normal pueden ocurrir a pesar de los cambios y condiciones en la composición de la comunidad.
 
La principal motivación para crear los modelos de distribución fue desarrollar un modelo general de abundan­cia de especies para facilitar la compa­ración de diversas comunidades por sus diferencias o similitudes con los parámetros del modelo, el cual poten­cialmente daría información fundamental de los nichos de las especies y cómo las especies coexisten o comparten los recursos ambientales disponibles. Aunque tal modelo general sería una herramienta valiosa para el ecólogo, no parece existir tal paradigma general, revelándose que hipótesis contradictorias pueden llevarnos al mis­mo modelo y diferentes modelos derivados de postulados en conflic­to, pueden ser ajustados al mismo gru­po de datos.
 
El mayor obstáculo por resolver al usar índices de diversidad es su in­ter­pretación, ya que si se da sólo el va­lor del índice de diversidad, es imposible decir la importancia relativa de riqueza y uniformidad, pues alta riqueza y baja homogeneidad será equi­valente a un sistema de baja riqueza y alta homogeneidad.
 
En general podemos decir que un eco­sistema será más complejo con­for­me sea más maduro, cualidad que ­aumen­ta con el tiempo que permanez­ca sin ser perturbado. La sucesión eco­ló­gica nos lleva a considerar como más maduro o más complejo un ecosistema cuando esté compuesto de un ma­yor número y grado de interacción de sus elementos, si se presentan largas cade­nas alimenticias, un uso más com­ple­to del alimento, relaciones bien de­fi­ni­das o más especializadas, situa­cio­nes más predecibles, promedio de vida ma­yor, menor número de hijos; en­ton­ces la organización interna pasa por perturbaciones aleatorias a ritmos cua­si-regulares.
 
La biogeografía y la escala global
 
Si se desea pronosticar futuros proce­sos de producción, será necesario tener una descripción de estos sistemas en su ambiente particular, que incluya tantos detalles relevantes como sea posible. Debemos estar interesados en todas las interacciones que controlan o alteran el número o tipo de organis­mos encontrados en una región dada; ya que una noche fría o una hora de fuerte viento pueden producir grandes diferencias en el mundo biológico. Tal información puede ser usada para construir una simulación poblacional, la cual puede ser empleada pa­ra predecir los efectos de políticas par­ticulares de administración. El valor de la simulación es obvio pero su utili­dad reside principalmente en que ana­liza casos particulares.
 
Una teoría bioclimática debe de ha­cer, preferentemente, afirmaciones sobre el ecosistema como un todo glo­bal, así como de especies y tiempos en particular, y aseveraciones válidas pa­ra muchas especies y no solamente para una. La alternativa es intentar ana­lizar la naturaleza de tal manera que pueda ser descrita en forma rigu­rosa, que las predicciones puedan ser deri­va­bles mediante procedimientos re­pro­ducibles, y que sean capaces de de­fi­nir, en algún grado, la diferencia en­tre lo que conocemos sobre bases teóricas y lo que nos falta por hacer, antes de que podamos realizar predic­cio­nes más seguras.
 
Una descripción matemática preci­sa de los sistemas productivos puede incluir cientos de parámetros, muchos de los cuales son difíciles de medir, y cu­yos resultados esperados —a partir de las muchas ecuaciones diferenciales parciales simultáneas no-lineales de simulación— usualmente no tienen solución, ya que las respuestas son com­plicadas expresiones de los parámetros y no son fáciles de interpretar. Claramente se observa la necesidad de diferentes metodologías para tratar con estos sistemas que son intrínsecamente complejos.
 
El establecimiento de relaciones clima-vegetación puede ser útil pa­ra propósitos de pronóstico, ya que la ve­getación refleja el ambiente, y los cam­bios en uno pueden llegar a resul­tar en cambios en el otro, y tales cam­bios pue­den ser usados para evaluar la na­turaleza y la magnitud del impacto ambiental.
 
Cualquier modelo puede ser con­si­derado como una teoría surgida de los datos y necesitamos evaluar su exac­ti­tud predictiva, su generalidad, com­ple­ji­dad e interpretabilidad. No debemos buscar una solución a un proble­ma es­pecífico de predicción, sino buscar aque­llas características que nos per­mi­tan predicciones más generales. Iden­tificar patrones activos, definien­do el interés en términos de utilidad pa­ra obtener algún fin, por lo que la exac­ti­tud de las predicciones no debe ser lo único a juzgar.
 
Se puede encontrar patrones simi­lares de interacción en sistemas muy diferentes y, una vez que los patrones básicos son entendidos, todos los sistemas pueden ser comprendidos.
 
Los modelos nos permiten realizar deducciones, formular hipótesis y pre­decir resultados —así se construyen las teorías—, y en un despliegue de sistemas, las leyes se revelarán por sí mismas con este nuevo enfoque; las pautas básicas se deben clasificar y los conceptos básicos se deben inferir. Los sistemas complejos que cuentan con una gran riqueza de conexiones cru­zadas muestran conductas comple­jas y estas conductas pueden ser com­plejas pautas de búsqueda de metas.
 
Las matemáticas de la complejidad de la naturaleza pasan de los obje­tos a las relaciones, de la cantidad a la cua­li­dad y de la sustancia al patrón de la forma, eludiendo todo modelaje me­ca­nicista; las simples ecuaciones de­ter­mi­nistas pueden producir una in­sos­pecha­da riqueza y variedad de com­portamientos. A su vez, lo que pa­re­cie­ra un comportamiento aparentemente complejo y caótico puede dar lu­gar a estructuras ordenadas con sutiles y her­mosos patrones de formas, con fre­cuentes ocurrencias de procesos de retroalimentación autorreforza­dora donde pequeños cambios pueden ser repetidamente amplificados. La ma­yor contribución de Henri Poincaré fue la recuperación de las metáforas virtua­les, rompiendo el dominio del análisis y las fórmulas, y volviendo a los patro­nes visuales.
 
La predicción exacta, aun para las ecuaciones estrictamente determinis­tas, no existe; pero ecuaciones simples pueden producir una increíble complejidad que supera todo intento de predicción. La organización del sis­tema complejo es independiente de las propiedades de sus componentes y su objetivo es la organización y no la estructura, en don­de la función de cada componente es participar activa­mente en la producción o transforma­ción de otros componentes del sistema. El producto de su operación es su propia organización, donde toda la red se hace a sí misma continuamente.
 
Anticipación a problemas ambientales
 
Anticiparnos a muchos de nuestros de­safíos ambientales por venir en las próximas décadas requiere un mejoramiento sustantivo en las actuales metodologías de adquisición de cono­cimiento científico. La simulación y el pronóstico ecológico deben emerger como un imperativo para mejorar la planeación y la toma de decisiones acerca del estado de los ecosistemas y de su capital natural productivo, ya que pueden dotarnos de la capacidad de producir, evaluar y comunicar dichos pronósticos en aquellos estados críticos que requieran un proceso de atención inmediata, que involucren li­gas interdisciplinarias y análisis de sus posibles procesos de propagación y re­troalimentación —incluidos los pro­cesos evolutivos y emergentes—, y que consideren los impactos sociales y la relevancia del pronóstico en los pro­cesos de toma de decisiones.
 
Con base en la nueva ciencia del en­foque sistémico se propone la crea­ción de un modelo general de simulación y pronóstico, que de forma inte-gra­da responda a una serie de cuestionamientos sobre ecología, manejo de recursos naturales y evaluación de im­pacto ambiental. La visión filosófica de este modelo tiene su fundamento en el enfoque sistémico derivado de la teoría general de sistemas, cuyo proce­so metodológico nos permitirá la crea­ción de los escenarios requeridos para una mejor toma de decisiones.
 
Definimos el pronóstico ecológico como el proceso de predecir el estado del ecosistema, de sus servicios por apor­tar, su capital natural de crecimien­to, contingencias y escenarios sobre el clima, uso de suelo, población humana, tecnologías, actividad económica y educativa.
 
A fin de utilizar aspectos de me­to­do­logías comunes en los diferentes pro­yectos por desarrollar, es necesario incorporar en los objetivos de este es­tu­dio un proceso de descripción gene­ral de las mencionadas metodologías del enfoque sistémico a utilizar en el de­­sa­rrollo de dicho modelo y en los posi­bles proyectos por derivarse de éste. Es­to permitirá conseguir una mayor ho­mogeneidad y cohesión de los pro­pó­sitos, así como una mayor sistema­ti­zación en la obtención de los objetivos planteados. El objetivo consiste no só­lo en ofrecer un planteamiento cohe­rente y sistémico de una visión uni­fica­da de la vida y el ambiente, sino tam­bién de algunas de las cuestiones críticas de la economía, sociales y per­sonales que vivimos en nuestra época y que actúan como procesos de retro­alimentación de los objetivos iniciales.
 
Cuando nos encontramos con un pro­blema de tipo ambiental, o de cual­quier otro tipo, y necesitamos resol­ver­lo, además de considerar las interac­cio­nes de los factores físicos, biológicos y ecológicos, debemos tomar en cuen­ta también los factores económicos, cul­tu­rales y legales. Si abordamos estos problemas por métodos simplistas llegaremos al diseño de experimentos y muestreos de baja calidad que nos con­ducirán a tomar decisiones erró­neas e inadecuadas. El análisis de sistemas para la solución de estos pro­blemas se basa en un planteamiento holístico con los modelos matemáticos requeridos para identificar, simular y predecir las características importantes de la dinámica de estos sistemas con­siderados como complejos.
 
El origen de la visión de sistemas se remonta al periodo de la Segunda Gue­rra Mundial y estuvo relacionado con la solución de problemas de tipo lo­gístico. Actualmente el uso de esta pers­pectiva en ecología, climatología, evaluación, manejo de recursos natu­ra­les, simulación y pronóstico de im­pac­to ambiental, consiste en proporcio­nar un enfoque que permita abordar la solución de dichos problemas en los sis­temas complejos (como lo son ­todo tipo de ecosistemas conocidos) y que además promueva el diseño de pro­yec­tos de investigación que nos ayu­den a tomar decisiones adecuadas, me­dian­te la utilización del método cien­tífico como una forma de resolver dichos pro­blemas, basándose en una observa­ción disciplinada y en la manipulación de las partes del mundo real que resul­ten interesantes en el contexto del pro­blema en estudio.
 
Como climatólogos, ecólogos y ad­ministradores de los recursos naturales, frecuentemente debemos analizar sistemas que se caracterizan por una complejidad organizada, como cuan­do se cuenta con poca información, pocos datos y poca expectativa de generar una base de datos comple­ta. Para esto es precisamente que ha si­do diseñado y desarrollado el análisis de sistemas y sus metodologías de inves­tigación, que permiten integrar el co­nocimiento ob­tenido por medio de la descripción, la clasificación y el análi­sis matemático y estadístico de las ob­servaciones del mundo real.
 
En el modelo tradicional los exper­tos interpretan los datos, eligiendo al­gunos de sus aspectos e ignorando otros. Necesitamos una amplia distri­bu­ción de información, puntos de ­vista e interpretaciones, si queremos en­ten­der el significado del mundo en que vivimos; el cual debe entenderse como un mundo de procesos, no de obje­tos. La grandiosa meta de toda ciencia es abarcar el mayor número de hechos empíricos por deducción lógica a par­tir del menor número de hipótesis o axiomas, como solía decir Einstein; y como Mandelbrot remarca, en un mun­do ca­da vez más complejo, los científi­cos necesitan tanto las imágenes como los números, es decir la visión geo­mé­trica y la analítica.
 
Necesitamos partir de un marco teó­rico para el desarrollo, evaluación y uso de los modelos de simulación y pronóstico en impacto ambiental, cli­ma­tología, ecología y manejo de los re­cursos naturales. Donde en el desa­rro­llo del modelo conceptual podamos abs­traer del sistema real aquellos fac­tores y procesos que deben ser inclui­dos dentro del modelo por ser relevan­tes en nuestros objetivos específicos y de tal manera que en la evaluación del modelo se compare el enfoque de sistemas con otros métodos utilizados para resolver problemas en estas y otras áreas.
 
El modelo puede ser de lo más sim­ple, siempre y cuando no excluya aque­llos componentes cruciales para su so­lución y la toma de decisiones esté basada en información de la mejor cali­dad acerca del sistema en estudio. En otro caso podrá ser necesario monito­rear varios atributos del sistema en for­ma simultánea, clasificando los com­ponentes del sistema de interés por sus diferentes funciones en el modelo. Dichos componentes se pueden cla­sifi­car como variables de estado, variables externas, constantes, variables auxilia­res, transferencias de materia, energía e información, fuentes y sumideros.
 
Obviamente, si con los conoci­mien­tos adquiridos no podemos formular hi­pótesis útiles acerca de la estructura y funcionamiento del sistema, de­be­mos concentrar nuestro esfuerzo en rea­lizar nuevas observaciones en el sis­tema natural. La idea bá­sica fundamen­tal detrás de todo esto es que podamos realizar experimentos de simulación en la misma forma que en un laborato­rio o en la naturaleza misma.
 
El estudio se justifica por nuestro in­terés en lograr un crecimiento eco­nó­mico sin destruir los sistemas ecoló­gicos que forman la base de nuestra existencia. Necesitamos introducir el uso del análisis de sistemas y su simu­lación como herramienta de apoyo pa­ra resolver los problemas de impacto ambiental que a diario se nos presentan, para que nos ayuden en la toma de las mejores decisiones. El análisis de sis­temas y su simulación es un con­jun­to de técnicas cuantitativas desa­rro­lla­das con el propósito de enfrentar pro­blemas relacionados con el funcio­namiento de los sistemas complejos, como son los diferentes tipos de ecosistemas conocidos.
 
La utilidad del análisis de sis­te­mas y su simulación se da tan­to por el pro­ceso de iden­ti­fi­cación y especifi­cación de los problemas, como por el desarro­llo, usos y producto final del modelo.
 
El objetivo general es el de diseñar y generar un modelo integral de si­mu­lación y pronóstico de los sistemas eco­lógicos bajo el enfoque de sistemas y de sistemas complejos, con apli­ca­cio­nes específicas a la evalua­ción del im­pacto ambiental y el manejo de re­cursos naturales, del cual se puedan derivar proyectos más específicos en la solución de problemas regionales.
 
Generar asimismo escenarios para los sistemas ecológicos: en el tiempo (pa­sado, presente y futuro) y el es­pa­cio, para así evaluar el impacto de ori­gen humano. Analizar la dinámica de trans­ferencia productiva (flujos de ma­teria, información y energía) de los sis­te­mas ecológicos, para determinar su estabi­lidad o inestabilidad a través del tiem­po y el espacio. Realizar en for­ma fun­cional el modelo integral de si­mulación y pronóstico de los dife­ren­tes sistemas ecológicos y climáticos, incorporando en ellos las potenciales redes de inter­comunicación, de tal for­ma que el mo­delo sea multidisci­pli­na­rio, multifacto­rial, multirrelacio­nal y multifuncional, y que sirva de herramien­ta tanto para la simu­lación de posibles escenarios co­mo para la toma de deci­siones.
 
Metodología básica

Para contestar una pregunta, demostrar una teoría o clasificar una parte del mundo real, todos coincidimos en que, dependiendo de nuestros intere­ses, algunas de las posibles perspecti­vas a elaborar serán más adecuadas y útiles que otras; los sistemas de interés presentan generalmente dos pro­pie­dades de importancia primordial. La primera, es que los sistemas pueden estar ani­dados, es decir que un in­dividuo es par­te de una población, una población es parte de una comuni­dad y así sucesiva­mente. La segunda, que en cualquier esca­la y en cualquier ni­vel de detalle, los sis­te­mas naturales pue­den ser estudia­dos usando el mis­mo conjunto de prin­ci­pios y técni­cas desarrolladas y cono­cidas por la teoría general de sistemas, donde debe­mos definir cuidadosamen­te los lí­mi­tes del sistema de interés de acuer­do con el pro­blema que estamos estudiando.
 
El reduccionismo actual (estudio de las partes por separado) ha demos­trado ser muy eficiente en la ciencia, siempre y cuando podamos entender que las entidades complejas de la natu­raleza no sólo son la suma de sus com­ponentes más simples. Las matemáti­cas de la física clásica están concebidas para complejidades no organizadas y muchos de los problemas biológicos, económicos y sociales son esencialmente organizados, multivariados y complejos, por lo tanto deben introdu­cirse nuevos modelos conceptuales, incluidos la cibernética, las teorías de la información, de juegos y de decisio­nes, el análisis factorial, la ingeniería de sistemas, la investigación de opera­ciones, etcétera. Se consideran los sis­temas como un complejo de compo­nen­tes interactuantes, con conceptos característicos de totalidades organiza­das, como son: interacción, suma, me­ca­nización, centralización, competen­cia, finalidad, etcétera. Se debe saber aplicarlos a fenómenos concretos.
 
La naturaleza posee un orden que podemos comprender y la ciencia tan sólo es una descripción optimista de có­mo pensar una realidad que nunca com­prenderemos del todo. Sin embar­go, con el enfoque sistémico comenza­mos a entrever una forma entera­mente nueva de comprender las fluctuaciones, el desorden y el cambio, en donde conceptos como los de atractor, retrato de fase, diagrama de bifurcación y frac­tal no existían antes del desarrollo de la dinámica no lineal.
 
En la modelación de impacto ambiental es necesario considerarlo con base en nuestros estudios de diagnós­tico, simulación y pronóstico, los cua­les estarán apoyados exclusivamente en las metodologías de simulación, ya que si escogemos las variables apro­pia­das y representamos adecuadamen­te las reglas que gobiernan la dinámi­ca y el proceso de cambio en el sistema de estudio, debemos poder predecir los cam­bios de dichos sistemas a lo lar­go del tiempo. Es decir, podríamos si­mu­lar correctamente el comportamien­to del sistema con base en las cuatro eta­pas fundamentales del proceso de desa­rrollo y uso del modelo descritas por Grant: desarrollo del modelo conceptual, del modelo cuantita­tivo, evaluación, y uso del modelo.
 
En primer lugar hay que identi­ficar el problema con claridad y des­cri­bir los objetivos del estudio con pre­ci­sión, teniendo en mente que vamos a estudiar la realidad como un sistema. El resultado de esta fase ha de ser una primera percepción de los elemen­tos que tienen relación con el problema planteado. La estadística y los mé­todos numéricos serán de gran utilidad cuando exista una gran abundancia de datos y podamos suponer que la realidad permanecerá estable. Debemos conocer los elementos que forman el sistema y las relaciones que existen en­tre ellos ya que, con frecuencia, ­para so­lucionar un problema es más ­fácil y efectivo trabajar con las relaciones. Esto es, incluir sólo aquellos elementos que tienen una influencia razo­na­ble sobre nuestro objetivo, lo que equi­vale a proponer acciones prácticas para solucionar el problema.
 
En las diferentes fases de construc­ción del modelo se añadirán y suprimi­rán elementos con la correspondiente expansión y simplificación del mode­lo, incorporando en ellas, a través de un diagrama causal, los elementos cla­ve del sistema y sus relaciones. El con­cepto de rizo (definido como una cade­na cerrada de relaciones causales) es muy útil porque nos permite, a partir de la estructura del sistema que anali­zamos, llegar hasta su comportamien­to dinámico. Y es a partir de aquí que podremos ver que los sistemas socio­económicos, ecológicos y climáticos es­tán formados por cientos de rizos po­sitivos y negativos interconectados, e identificar las razones estructurales que nos permitan decidir cómo modi­fi­car los bucles causales que lo alteran, ya que es la estructura del sistema lo que provoca su comportamiento. Si el sistema tiene los elementos que causan el problema, también tiene la for­ma en que se puede solucionar.
 
Como en las estructuras de los sis­temas estables hay un número de rela­ciones impar y el bucle o proceso de retroalimentación es negativo, y como cualquier acción que intente modi­fi­car un elemento se ve contrarrestada por todo el conjunto de bucles negati­vos que superestabilizan el sistema, se neutraliza entonces en conjunto la acción o los cambios del exterior. En tales sistemas el factor limitativo es lo verda­de­ra­men­te importante, ya que es dinámico, con capacidad de produ­cir com­portamien­tos inesperados; pe­ro al final será el ri­zo negativo el que estabilice el sistema.
 
Con base en los objetivos del pro­yec­to debemos decidir cuáles son los componentes del mundo real que incluiremos en nuestro sistema de inte­rés y cómo se relacionan entre sí. Tam­bién debemos bosquejar los patrones esperados de comportamiento en tér­minos de la dinámica temporal de los componentes más relevantes del siste­ma, los cuales sirven como puntos de referencia en la validación del mo­delo, y asegurarse que éste provea el tipo de predicciones que nos permita responder nuestras preguntas y, finalmen­te, tomar las mejores decisiones.
 
Asimismo, debemos determinar por medio de los objetivos si el mode­lo es apropiado o no para cumplir con nuestros propósitos y, dependiendo de dichos objetivos, podemos profundizar en la interpretación de las relacio­nes en­tre sus componentes y en su ca­pacidad predictiva. En forma simul­tánea, nos interesa evaluar qué tan sen­sibles son las predicciones del mo­delo a aquellos aspectos que hemos re­presentado con cierta incertidumbre, así como determinar dicha sensi­bi­lidad a posibles errores cometidos al representar la ecuación fundamental, usando relaciones estimadas a par­tir de un amplio grupo de especies.
 
Debemos definir los objetivos en tér­minos del problema que queremos resolver o de la pregunta a responder. Las preguntas o problemas pueden sur­gir a partir de observaciones en el sis­tema real o pueden ser impuestas por la necesidad práctica de evaluar di­ver­sos esquemas de manejo. Dichos ob­je­tivos deben definir el marco conceptual para las bases, desarrollo y eva­luación, así como la interpretación de los resultados del modelo.
 
El objetivo final del análisis de sis­te­mas será responder las preguntas iden­tificadas al comienzo del proyecto, lo cual implica que debemos diseñar y si­mular, con el modelo desarrollado, los mismos experimentos que realiza­ría­mos en el mundo real para res­pon­der nuestras preguntas fundamentales. Si en el diseño experimental es necesario desarrollar una versión estocástica del modelo, podemos correr el nú­mero de réplicas necesarias y comparar los valo­res predichos en el marco de ca­da uno de los regímenes de nuestras va­ria­bles, para lo cual utilizaremos un aná­li­sis de varianza y detectaremos cual­quier in­co­herencia que nos ayude a com­pren­der el sistema y obtener sus beneficios en el proceso de desarro­llo del mo­delo.
 
En forma sintética, podemos decir que con el desarrollo del modelo con­ceptual definimos un proceso por me­dio del cual abstraemos del sistema real aquellos factores y procesos a incluir en nuestro modelo por su relevan­cia para nuestros objetivos específicos, de tal forma que en la evaluación del mo­delo podamos determinar la utilidad del modelo desarrollado.
 
Respecto de nuestros objetivos es­pe­cíficos, definiremos los límites del sistema de interés e identificaremos las relaciones entre los componentes que generan la dinámica del sistema con ba­se en las siguientes etapas de de­sa­rrollo del modelo: definir los ob­je­ti­vos del modelo así como los límites del sis­tema de interés, clasificar los com­po­nen­tes de este último, iden­ti­ficar sus componentes, re­pre­sentar for­malmente el mo­de­lo conceptual, y des­cribir los patro­nes es­perados del comportamiento del modelo.
 
Durante el desarrollo del modelo cua­litativo trataremos de traducir nues­tro modelo conceptual a una serie de ecuaciones matemáticas que en conjunto forman el modelo cuantitativo, pa­ra lo cual usaremos los diversos tipos de información sobre el sistema real; posteriormente resolvemos todas las ecuaciones del modelo para el pe­rio­do completo de simulación. Esta si­mulación recibe el nombre de simula­ción de referencia.
 
Con la generación de este modelo esperamos simular adecuadamente la dinámica general y productiva del sis­tema, la magnitud del impacto eco­ló­gico y económico, además de pro­nos­ti­car el destino de los sistemas ac­tuales, ya que podremos generar escenarios que nos permitan derivar la mejor to­ma de decisiones. Asimismo, podremos conocer el grado de estabilidad de los sistemas existentes (naturales, im­plantados e impactados).
 
La elección entre un modelo analí­tico de la física y un modelo de si­mula­ción del análisis de sistemas implica, para el primer caso, pérdida de realis­mo ecológico a fin de tener más po­ten­cia matemática; para el segundo, la pérdida de potencia matemática para incluir más realismo ecológico.
 
Si el nivel de detalle que se busca para lograr los objetivos deseados es ma­yor y, por lo tanto, nos exige el uso de modelos analíticos, debemos de tra­tar de usarlos; sin embargo, si se ob­ser­va que en el nivel analítico de deta­lle apropiado se requiere un modelo que resulta demasiado complejo en su ma­nejo, debemos otra vez cambiar y regresar al uso de los modelos de si­mu­la­ción, es decir, regresar a la idea de que lo complejo se resuelve con lo simple.
 
Esto es muy importante, ya que pa­ra muchos problemas ecológicos, de ma­nejo de recursos naturales y estudios de impacto ambiental, es necesa­rio representar el sistema de interés de una manera muy compleja, con me­todologías de análisis sistémico para su solución, ya que no se puede hacer en forma analítica.
 
Información regional y monitoreo
 
Los datos regionales son críticos para la realización de pronósticos y el cono­cimiento de los procesos de gran es­ca­la, ya que los estudios de pequeña es­cala nunca serán suficientes para es­te propósito. Las redes de información y el monitoreo permanente son nece­sa­rios para un mejor pronóstico, así co­mo para un mejor conocimiento de las estrategias adaptativas y de diseño con retroalimentación, evolución y otras di­námicas básicas en la naturaleza.
 
El proceso de planeación debe em­pezar con la información climática, bio­lógica y socioeconómica existente. La mayoría de los sitios requiere pros­pecciones para proveer información más exacta, sobre la cual podamos ba­sar nuestras decisiones y, además, reali­zar los diagnósticos requeridos para la planeación. Estos deben estar centrados principalmente en la información necesaria para los procesos de to­ma de decisiones, mediante las me­jores herra­mientas existentes para tales objetivos, como son los sistemas de informa­ción geográfica, fotografía aérea, sensores re­motos, etcétera, y con la participación de las localidades en la adquisición regional de información.
 
En general, no se conocen bien los caracteres estructurales y funcionales de los ecosistemas, por lo que nece­sitamos muchas mediciones antes de estar en condiciones de asentar princi­pios sólidos para la predicción.
 
La mayor parte de las investigacio­nes bioclimáticas se dirigen al estudio de las variaciones de estado, ciclos y pro­cesos biológicos relativamente cor­tos, que logran un buen conocimiento de trabajo sobre periodicidades, ritmos y fenologías asociadas y llegan a com­prender su importancia dentro del sis­tema ecológico en que operan.
 
Es mu­cho menos lo que sabemos de los ciclos largos, sus mecanismos y la posible fun­ción de ciertos fenómenos biológi­cos poco frecuentes y aparentemente aleatorios.
  articulos  
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Carlos Gay García
Centro de Ciencias de la Atmósfera,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es doctor por la universidad de Colorado. investigador titular en Ciencias de la atmósfera de la UNAM y profesor en la Facultad de Ciencias desde 1973. Algunas de sus líneas de investigación son: cambio climático global, calentamiento, agujero de ozono e impactos, modelos simples de cambio climático, vulnerabilidad y adaptación al cambio climático.
 
Rene Garduño López
Centro de Ciencias de la Atmósfera,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es físico, con posgrado en Geofísica por la Facultad de Ciencias de la UNAM, donde es profesor desde 1976. Es investigador titular del Centro de Ciencias de atmósfera de la UNAM, en la línea de cambios climáticos naturales y antropógenos. Ha publicado numerosos artículos de investigación y capítulos en libros relacionados con el tema.
 
Walter Ritter Ortiz Walter 
Centro de Ciencias de la Atmósfera,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es doctor en biología, con especialidad en ecología y Medio ambiente (UNAM). realizó su licenciatura en física y matemáticas (UAG) y la maestría en Ciencias Geofísicas, con la especialidad en Climatología (unam). es investigador titular en el Centro de Ciencias de la atmósfera (UNAM), y jefe de la sección de bioclimatología.
     
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como citar este artículo 
 
Gay García, Carlos y Garduño López Rene, Ritter Ortiz Walter. 2008. Cómo anticipar problemas de tipo bioclimático o las dificultades del pronóstico. Ciencias número 90, abril-junio, 20-32. [En línea]
     

 

 

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 Patricia Ávila García      
       
Vulnerabilidad y seguridad hídrica son dos conceptos
estrechamente rela­cionados. La vulnerabilidad mide el ries­go y daño que los procesos biofísi­cos y sociales pueden ocasionar a la po­blación y los ecosistemas. La seguridad hídrica muestra la capacidad de una sociedad para satisfacer sus nece­sidades básicas de agua, la conservación y el uso sustentable de los ecosis­temas acuáticos y terrestres; así como la capacidad para producir alimentos sin atentar contra la calidad y cantidad de los recursos hídricos disponibles, y los mecanismos y regulaciones so­cia­les para reducir y manejar los con­flic­tos o disputas por el agua.

La vulnerabilidad es un estado en el que se puede ser herido o lesionado física o moralmente. Para que el daño ocurra deben presentarse las siguientes condiciones: a) un hecho potencial­mente adverso (un riesgo endógeno o exógeno); b) una incapacidad de respuesta frente a esa contingencia; y c) una inhabilidad para adaptarse al nue­vo escenario generado por la materialización del riesgo.
 
La vulnerabilidad constituye la in­terfase de la exposición a amenazas al bienestar humano y la capacidad de las personas y comunidades para enfrentarlas. Las amenazas pueden surgir de una combinación de procesos bio­físicos y sociales. Así, en la vulne­ra­bilidad humana se integran muchos pro­blemas ambientales que tienen una dimensión social, económica y eco­lógica.

Por tal razón, defino la vulnerabili­dad como el proceso por el cual la po­blación humana y los ecosistemas es­tán sujetos a riesgo de sufrir daños o amenazas ocasionadas por factores bio­físicos y sociales. Esto conduce a una situación de limitada o nula capacidad de respuesta frente a tal contingencia y grandes dificultades para adaptarse al nuevo escenario generado por la ma­terialización del riesgo.
 
La vulnerabilidad socioambiental…
 
Con el fin de conocer las diferentes di­mensiones de la problemática del agua es importante establecer el concepto de vulnerabilidad socioambiental, el cual defino como el proceso que conlleva a situaciones críticas e irreversi­bles en torno a la calidad y cantidad de los recursos hídricos que ponen en riesgo el desarrollo humano y el funcionamiento de los ecosistemas. La vul­nerabilidad socioambiental que un país o región experimenta puede ser un indicador de la seguridad hídrica, es decir, de la capacidad de la sociedad para garantizar: a) una adecuada can­tidad y calidad de agua para el funcio­namiento de los ecosistemas, b) la pro­ducción y autosuficiencia alimentaria, c) la satisfacción de las necesidades básicas de la población, d) la reducción y el manejo adecuado de los conflictos y disputas por el agua; y e) la capa­cidad para prevenir y enfrentar desastres como sequías, inundaciones y epidemias asociadas con enfermedades hídricas como el cólera. En este sen­tido, se puede inferir que existe una relación inversamente proporcio­nal entre vulnerabilidad socioambien­tal y seguridad hídrica.
 
Para el caso específico de México, la vulnerabilidad se evaluó de manera cualitativa e indicativa sobre la base de una serie de variables físicas, cli­má­ticas, ecológicas, sociales, políticas, de­mográficas y económicas. Esto fue con la idea de analizar las tendencias actuales que conducen a una situación de mayor vulnerabilidad y menor seguridad hídrica en el país; y a partir de ello poder proyectar escenarios alter­nativos.
 
Como referente territorial para eva­luar la vulnerabilidad socioambiental en México se consideró la regionaliza­ción hidrológico-administrativa pro­pues­ta por la Comisión Nacional del Agua, instancia federal encargada de normar y regular la gestión de los recursos hídricos. El principio rector es la cuenca hidrológica como unidad de manejo del agua, y el municipio como la unidad política-administrativa a es­cala local.
 
La conjunción de ambos ele­men­tos es lo que conduce a la ca­racte­ri­zación de trece regiones hidroló­gico-administrativas en el país: Penínsu­la de Baja California, Noroeste, Pacífico Norte, Balsas, Pacífico Sur, Río Bravo, Cuencas Centrales del Norte, Lerma Santiago Pacífico, Golfo Norte, Golfo Cen­tro, Frontera Sur, Península de Yu­catán y Valle de México.
 
La obtención de datos se apoyó en diferentes fuentes, como el censo de po­blación de todos los municipios (cer­ca de 2 500 en todo el país) que integran las regiones hidrológicas y las es­tadísticas existentes en materia de agua. Otras fuentes fueron los estudios nacionales sobre pobreza y marginación social, diversidad biológica, desas­tres naturales y con­flictos.
 
Una vez compiladas las estadísticas y bases de datos respectivas, se pro­cesó la información por municipio y regiones hidrológicas-administrativas. La idea era obtener un panorama de la situación del agua en México en el año 2000. Sin embargo, es clara la limitación que varias de las fuentes disponi­bles presentan, como es el caso de los conflictos por agua y los desastres por factores antrópicos y naturales.
 
…y sus indicadores
 
Como la vulnerabilidad socioambiental debida al agua es un proceso complejo donde intervienen desde aspec­tos ecológicos hasta sociopolíticos, se desarrolló una propuesta metodoló­gica. Esta consistió en construir una se­rie de indicadores —formas de vul­ne­ra­bilidad— de tipo cualitativo y cuan­ti­tativo con el fin de evaluar la vul­nera­bilidad en un espacio y tiempo determinado: vulnerabilidad ecológica, climática por sequías e inundacio­nes, por disponibilidad de agua, por pre­­sión hídrica, por explotación de acuí­feros, por contaminación del agua, agrícola, urbana, por marginación so­cial, económica y política. El grado de vulnerabilidad para cada indicador se determinó con base en los valores máximos y mínimos que había en las regiones hidrológico-administrativas. De dicho intervalo se obtuvieron tres niveles de vulnerabilidad: alta, media y baja.
 
Vulnerabilidad ecológica
 
Se considera aquellas zonas hidrológi­cas con alta biodiversidad que están amenazadas. El grado de vulnerabilidad se determina con base en el núme­ro de zonas hidrológicas prioritarias amenazadas en cada región hidrológi­ca-administrativa. Se encontró así que la mayor parte de las regiones tienen un nivel de alta vulnerabilidad (nueve de trece). Las regiones de Lerma, Pánuco y Frontera Sur, respectivamen­te, tienen regular vul­ne­rabilidad. Úni­camente la región de la Península de Baja California pre­sentó un nivel ­bajo.
 
Vulnerabilidad climática
 
Son los cambios en el patrón de preci­pitación que conllevan sequías e inun­­daciones en determinadas regio­nes del país. El grado de vulnerabilidad se obtuvo a partir de la frecuencia registrada de fenómenos extraordina­rios como sequías (periodo 1948-1996) y hu­racanes (periodo 1980-2000).
 
De acuerdo con la información dis­ponible y consultada, hasta ahora las re­gio­nes más vulnerables por sequía son las del norte del país (I,II,III, VI, VII, IX) y el Valle de México; en un ni­vel in­termedio están las de Lerma y Balsas; y en uno bajo, el sur y sur­es­te, que corresponde a las regiones del Pa­cí­fico Sur, Golfo Centro, Frontera Sur y Pe­nínsula de Yuca­tán.
 
De igual mane­ra, se observa que las regiones vulnera­bles a huraca­nes, son aquellas donde estos han en­trado directamente a sus costas, como en el Pacífico Norte, y las pe­nín­su­las de Baja California y Yu­catán.
 
Vulnerabilidad por disponibilidad
 
El volumen de agua superficial y sub­terránea potencialmente aprovechable con respecto al total de la población es lo que se llama disponibilidad. La vul­ne­rabilidad se mide por los niveles de disponibilidad per cápita.
 
A partir de es­ta información podemos identificar que hay seis re­gio­nes hidrológicas que se encuentran en una situación realmente crítica: la Península de Baja California, Balsas, Río Bra­vo, Cuencas Centrales, Ler­ma y Valle de México.
 
Vulnerabilidad por presión hídrica
 
La relación entre disponibilidad de agua superficial y subterránea con res­pecto a los diferentes usos humano, agrí­cola e industrial es lo que se co­no­ce como presión o estrés hídrico. El gra­do de presión se determina a partir de la clasificación propuesta por el Pro­grama Hidrológico Internacional de la unesco. De acuerdo con ella, en el año 2000 las regiones más críticas fueron la Península de Baja California, Nor­oes­te, Río Bravo, Cuencas Cen­trales y Valle de México.
 
Vulnerabilidad de aguas subterráneas
 
Los acuíferos que se encuentran en una relación de desequilibrio entre la extracción y recarga de agua se consi­deran sobreexplotados. En consecuen­cia, la vulnerabilidad se determina de acuerdo con el número y extensión de acuíferos sujetos a condiciones de alta sobreexplotación. Entre las regio­nes más críticas del país están el Nor­oeste, Cuencas Centrales y Lerma.
 
Vulnerabilidad por contaminación
 
Los cuerpos de agua (ríos, lagos) que tie­nen un bajo índice de calidad de agua (ica) se consideran contaminados. La vulnerabilidad se determinó con base en aquellos que experimenta­ron altos niveles de contaminación por región hidrológica. Con base en ello, se tiene que la mayor parte de las re­gio­nes presentan niveles altos de con­taminación; y sólo la región Noroeste no muestra problemas serios de ca­li­dad de agua.
 
Vulnerabilidad agrícola
 
Las áreas agrícolas sujetas a irrigación por agua superficial y subterránea son dependientes de las variaciones en la precipitación (sequías, inundaciones), y de la disponibilidad y los niveles de calidad de agua. La vulnerabilidad se mide por el alto porcentaje de agua uti­lizada para riego respecto del total na­cional, el grado de sobreexplotación de los acuíferos, la alta contaminación del agua superficial y la ocurrencia de se­quías y huracanes.
 
Las regiones que mayores porcen­tajes de agua utilizan para riego se ubi­can en el norte del país, que justamen­te son las más crí­ti­cas en cuanto a disponibilidad de agua. No obstante, una vez que se con­jugan todas las variables, se advierte que la mayor parte del país se encuen­tra en niveles al­tos de vulnerabilidad agrícola, con excep­ción de las regiones Pacífico Sur, Golfo Centro, Fron­te­ra Sur y Península de Yuca­tán.
 
Vulnerabilidad urbana
 
Las ciudades con más de cien mil ha­bi­tantes que se encuentran en una si­tuación de baja disponibilidad de agua y elevadas tasas de crecimiento demo­gráfico o pobreza se consideraron como vulnerables. Entre las ciudades del país que presentan una situación críti­ca en cuanto a disponibilidad de agua y que además experimentan elevadas tasas de crecimiento poblacional, desta­can las de la frontera norte, como Ti­jua­na, Nogales, Hermosillo, Juárez, Acu­ña, Nuevo Laredo, Reynosa, Mata­moros (regiones i, ii y v). También hay varias ciudades del centro del país que presentan un panorama similar, como Pachuca, Querétaro, Cuernavaca y Chil­pancingo (regiones IV, VIII, IX). Por otra parte, están las que tienen baja dis­ponibilidad de agua y sus niveles de pobreza son altos, como Tlaxcala, Pue­bla, Zamora, Uruapan, Toluca y Cuau­tla (regiones IV y VIII).
 
FIG1
 

Vulnerabilidad económica
 
El grado de desarrollo económico se pue­de medir de manera indirecta por medio del Producto Interno Bruto (pib) generado por persona. La vulnerabili­dad se determina a partir de los bajos niveles del pib que conllevan una limi­tada capacidad económica para resol­ver los problemas de abastecimiento y saneamiento del agua. Las regiones más críticas en cuanto a pib están en el Golfo (IX, X), sur (IV, V, XI) y Pacífico Nor­te (III).
 
Vulnerabilidad política
 
El grado de conflictividad es una ex­pre­sión de los problemas asociados a la gestión y gobernanza del agua. Es de­cir, en la forma como se decide el acce­so, uso y distribución del agua, los acto­res sociales y políticos son involucrados o excluidos de la toma de decisiones y el manejo y resolución de los conflictos hídricos. Así, la vulnerabilidad po­lítica se expresa en el número de con­flic­tos y disputas por el agua registrados en las regiones hidrológicas.
 
El tipo de demandas y objetivos en cuestión son una forma de matizar los conflictos. Es decir, hay demandas por tierras (expropiación para obras hidráulicas, in­vasiones en zonas federales) y deterio­ro ambiental (por contaminación), así como problemas relacionados con la gestión de agua de riego y la distribución de agua desde el ámbito local has­ta el internacional. Con base en la in­formación consultada se observa que las regiones con mayor número de con­flictos re­gis­trados fueron Río Bravo, Lerma, Gol­fo Norte y Va­lle de México, justamente las que presentan altos problemas de disponi­bilidad y presión hídrica.
 
La vulnerabilidad ecológica
 
Más que la determinación cuantitativa de un índice de vulnerabilidad socioam­biental por el agua, la idea fue in­te­grar las variables o indicadores de vul­ne­ra­bilidad ecológica, hidrológica, climá­tica, económica, social y política. Esto fue con el fin de mostrar su recu­rrencia en las diferentes regiones hidro­lógicas y así evaluar el grado de vulne­rabilidad.
 
De manera más específica, se cons­truyó una matriz de vulnerabilidad so­cioambiental en la que se consideró el con­junto de indicadores mencionados para cada región. El análisis cualita­tivo consistió en marcar sólo los casos don­de el grado de vulnerabilidad era alto por indicador (cuadro 1).
 
FIG2
 

 
Con base en el cuadro 1, se tiene que las regiones con niveles altos de vul­nerabilidad fueron la Península de Baja California, Noroeste, Pa­cífico Norte, Balsas, Río Bravo, Cuencas Cen­trales del Norte, Lerma, Golfo Norte y Valle de México. Es decir, nueve de tre­ce regiones. Únicamente tres regiones tuvieron niveles de vulnerabilidad in­termedia: Pacífico Sur, Golfo Centro y Península de Yucatán; y sólo la región Frontera Sur fue ­baja.
 
A pesar de que la mayor parte del país se encuentra en una situación crí­tica, hay diferencias entre las regiones en cuanto a los factores que contribu­yen a la vulnerabilidad. Veamos algu­nos ejemplos: la región de las Cuencas Centrales del Norte es altamente vulne­rable a nueve de doce indicadores, ya que presenta deterioro ecológico, fre­cuen­tes sequías, baja disponibilidad de agua, contaminación en la mayoría de sus cuerpos de agua, sobreex­plo­ta­ción de aguas subterráneas, alta pre­sión y competencia por el agua, pro­blemas en la agricultura de riego, ciu­dades con escasez de agua, y bajos ni­veles de pib para financiar obras de abastecimiento de agua e irrigación. En cambio, no es vulnerable a las inun­daciones por hu­racanes, no tiene ele­vados niveles de marginación social ni registra un nú­mero importante de conflictos por el agua.
 
La región Río Bravo es altamente vul­nerable a ocho de doce indicadores. Comparte varios indicadores con la re­gión vii, pero difiere en que no presen­ta altos niveles de sobreexplotación de acuíferos ni bajos niveles de pib. Además tiene niveles altos de conflictividad por el agua. Por su parte, la región Noroeste es vulnerable a lo ecológico, la sequía, explotación de acuíferos, es­trés hí­drico, agrícola y urbano y la re­gión Gol­fo Norte es vulnerable a la se­quía, estrés hídrico, agrícola, bajos ni­veles de pib, mar­ginación y conflictos. Si bien ambos tie­nen el mis­mo número de in­dicado­res (seis) sólo comparten la mi­tad de ellos (sequía, estrés, agrícola) y difieren en el resto.
 
En este sentido, el análisis de la vul­nerabilidad socioambiental muestra los factores cuantitativos y cualitati­vos, en qué las regiones son similares y di­ferentes, y lleva a la necesidad de rea­lizar estudios regionales como una for­ma de entender las especificidades de cada una de ellas.
 
Seguridad hídrica y escenarios de crisis
 
Entre los elementos a incorporar en el análisis de vulnerabilidad socioam­bien­tal en México están los factores que actualmente conducen a un esce­nario de mayor riesgo y que afectan la seguridad hídrica. Como se observa, la mayor parte del país se encuen­tra en una situación crítica. Las ten­den­cias parecen no estar cambiando y otras incluso se agudizarán. Entre los prin­cipales factores de riesgo y pérdi­da de la seguridad hídrica para el país están el cambio climático y las varia­cio­nes en el patrón de precipitación; la reducción de la disponibilidad de agua y la mayor presión hídrica; la es­casez de agua en ciudades medias y grandes; la contaminación y el deterio­ro de la ca­lidad del agua; los conflictos y dispu­tas por el agua; y el aumento de los ni­veles de pobreza y desigualdad social.
 
Cambio climático y precipitación
 
El cambio climático que experimenta­rá el país en las próximas décadas es difícil de evaluar; sin embargo, la ma­yor parte de los estudios e informes su­gieren que en México aparecerá re­lacionado con variaciones en el patrón de precipitación, el cual depende del fe­nómeno de El Niño.
 
Así, la frecuen­cia de fenómenos cli­máticos, como se­quías y huracanes, en las diferentes regiones hidrológicas del país será ma­yor pero errática. Por ejemplo, las re­gio­nes áridas tenderán a la sequía, pe­ro durante el año podrán ocurrir fe­nómenos extraordinarios, como la pre­sencia de lluvias e incluso inundacio­nes en periodos nunca antes registrados (como los ca­sos de inundaciones en Chi­huahua y Tamaulipas en 2004). Tal situación afectará, sin duda, a la pobla­ción que vive en las zonas con propen­sión a se­quías e inundaciones, así ­como las ac­tividades agropecuarias y pes­que­ras que dependen de las condicio­nes cli­má­ticas asociadas con la precipi­ta­ción y temperatura.
 
Reducción en la disponibilidad
 
Si consideramos las mismas tendencias de crecimiento demográfico y los niveles de cantidad de agua hasta el año 2000, tenemos que la situación del país se tornará crítica para 2025.
 
De acuer­do con los resultados obte­nidos, resulta que dos terceras partes del país estarán en niveles críticos o ba­jo fuer­te presión hídrica, como las re­giones de Península de Baja Califor­nia, Nor­oeste, Pacífico Norte, Río Bra­vo, Cuen­cas Centrales del Norte, Lerma y Valle de México. En menor me­dida, pero también estarán bajo presión las regio­nes Golfo Norte y Balsas. El resto de las regiones (v, x, xi y xii) no ten­drán problemas en este sentido.
 
En consecuencia, en los próximos años el país tenderá hacia la pér­dida de la seguridad hídrica, la cual afec­ta­rá a la población y conllevará una ma­yor presión por los diferentes usos que se le dará al agua superficial y subterrá­nea. Sin duda, esto tam­bién generará situaciones críticas en los eco­sis­te­mas, al haber desvío de agua de ríos y lagos para usos urbanos y produc­ti­vos, o al ser extraída más agua subte­rrá­nea de la que es posible aprovechar.
 
Escasez en ciudades medias y grandes
 
El incesante proceso de urbanización en México no cejará en las pró­ximas dé­cadas; incluso se reforzará ante el in­cremento de los problemas socioambientales y productivos en el medio ru­ral. El patrón de crecimiento de las grandes ciudades se mantendrá; sin em­bargo, varios estudios sugieren que el mayor dinamismo se experimenta­rá en las ciudades medias, con más de cien mil habitantes.
 
A partir del análisis de la proporción de población urbana en el año 2000 para las ciudades de más de cien mil habitantes ubicadas en las trece re­giones hidrológico-administrativas del país, así como sus tenden­cias de­mo­gráficas para el año 2025 (ta­sas de cre­cimiento poblacional del último de­cenio), se encontró que las regiones Península de Baja California, Noroeste, Río Bravo, Lerma Santiago y Valle de Mé­xico tenían los niveles más altos de urbanización del país. Las tres pri­me­ras están ubicadas en el norte y las dos segundas en el centro del país. La mayoría presenta una tendencia a aumen­tar la proporción de población urbana para 2025 como, por ejemplo, la región Península de Baja Califor­nia, en donde ésta llegará a 86%, y a 91% la región Río Bravo.
 
La seguridad hídrica en las ciudades tenderá a ser más crítica, ya que tan sólo en el año 2000 más de 75% de la población urbana habitaba zonas de baja y muy baja disponibilidad y de alto estrés hídrico. De allí que el prin­cipal reto para el país será garanti­zar el abastecimiento de agua para la población que vivirá en esas ciudades, y en especial en los asentamientos po­pu­lares, que experimentan mayores pro­blemas de escasez.
 
Contaminación y deterioro
 
En el año 2000, más de 90% de la po­bla­ción del país vivía en regiones hidrológicas con problemas severos de contaminación del agua. Sin embargo, este dato fue obtenido a partir de un ín­dice de calidad del agua en el país, que no refleja el grado de contaminación del agua por residuos peligrosos (me­tales pesados, sustancias radioactivas).
 
Las principales fuentes de con­ta­minación y deterioro de la calidad del agua son las descargas industriales y urbanas, pero también las descargas de la agricultura, debido al uso de pla­guicidas, insecticidas y fertilizantes químicos.
 
La medición en sí misma de la cali­dad del agua es difícil a causa de la va­riedad de formas en que se emiten las descargas, sobre todo de tipo agrícola (fuentes difusas) o por la lixiviación de sustancias peligrosas (industriales) en los acuíferos. Estudios como los de Eugenio Barrios muestran las dificulta­des para tener una red de monitoreo a nivel nacional; y los trabajos de Ramiro Rodríguez y Teodoro Silva son un ejemplo del panorama crítico en que se encuentra el país en materia de con­taminación de agua subterránea, como lo muestran las altas concentraciones de arsénico en el valle de Zimapán, de azufre en el valle de Puebla, de cromo en la cuenca del río Turbio en León, de fluoruros en el valle de Aguascalientes, de hidrocarburos en la cuenca de Mé­xico, y de compuestos nitrogenados en Mérida.
 
En este sentido, la enorme cantidad de desechos contaminantes vertidos sin tratamiento en los cuerpos de agua o infiltrados en el subsuelo, así co­mo la laxitud de las regulaciones en materia de calidad del agua, que ponen poco énfasis en la contaminación por sustancias peligrosas, son un factor que está contribuyendo al rápido deterioro de la calidad del agua en el país. El panorama incluso puede ser más crítico que el sugerido por las es­tadísticas oficiales de la Comisión Na­cional del Agua.
 
Conflictos y disputas por el agua
 
El panorama de la pérdida de seguri­dad hídrica en el país va ligado con el mayor número de problemas y dispu­tas por el agua. Es claro que al haber menor disponibilidad y mayor estrés hídrico la competencia por el agua aumentará, la escasez de agua en las ciudades y los problemas para abaste­cerlas afectarán la gestión del servicio y la calidad de vida de la población. La demanda de apoyos e inversión en zo­nas de alta siniestrabilidad por sequías e inundaciones será un factor de pre­sión social y política; y los problemas de contaminación serán un factor de constante tensión y movilización social. Por ello se prevé un escenario de mayor conflictividad y complejidad en las relaciones entre agua, sociedad y medio ambiente.
 
Entender el origen y desarrollo de los conflictos es mate­ria de una in­ves­tigación más amplia; no obstante, es po­sible, a partir de la in­formación disponible, mostrar un bre­ve panorama sobre el tipo de conflictos por el agua en el país.
 
Se puede decir que el principal fac­tor que conduce a conflictos por el agua son aquellas disputas que están relacionadas con tierras (46% casos re­gistrados), es decir, con la indemniza­ción de propiedades expropiadas para la construcción de obras hidráulicas o por la invasión en zonas federales (cer­ca de cauces y lagos). En proporción si­milar (15%) se encuentran aquellos relacionados con problemas ambienta­les (contaminación y sobreexplotación del agua) y por uso, control y aprovechamiento de este recurso. Luego siguen los asociados con la gestión del agua de riego (12%), que muestran los problemas de gobernabilidad (políticas de transferencia de los distritos, for­mas de control político). Por último, se tienen aquellos ligados con la distribución del agua al interior del país (7%) y fronterizos (5%), como ocurre con Estados Unidos.
 
Conclusiones
 
Es fundamental, con base en la diver­sidad de factores que llevan a un esce­nario de vulnerabilidad y pérdida de la seguridad hídrica, mostrar un pa­no­rama global de la situación del agua en México y sus tendencias en los pró­xi­mos años.
 
La complejidad que emerge al estu­diar estos factores es lo que llevó al de­sarrollo de una propuesta metodológi­ca que integró aspectos cuantitativos y cualitativos en el análisis. Es claro que el estudio fue de ca­rác­ter indicati­vo y por tanto fue un diag­nós­tico ge­ne­ral para ver dónde es­tamos y hacia dónde vamos. Pero se recono­ce que las propias fuentes consultadas fueron una limitación, ya que no se ge­ne­ra­ron con los mismos supuestos me­to­do­lógicos. Además, éstas no refle­jan el efec­to de factores antrópicos (co­mo la construcción y operación de pre­sas, desecamiento de manglares y pantanos, la destrucción de selvas) que pue­­den estar alterando el funcionamiento hidrológico y climático local y regional, y exponiendo a la población a si­tua­cio­nes de mayor riesgo y vulnerabi­li­dad, como las inundaciones de Tabasco en 2007 y las sequías de 2005.
 
De allí que, más que encontrar un índice numérico de la vulnerabilidad socioambiental, se privilegió estudiar los aspectos cualitativos. En este sen­ti­do, es necesario un nivel de análisis más profundo y detallado a escala regional a fin de entender cada una de las dimensiones que están asociadas al problema del agua en el país. Sin embargo, la visión global del problema es un eje analítico que no debe perderse.
 
Es importante señalar que entre los hallazgos de la investigación estuvo el hecho de que el país es cada vez más vulnerable y tiene menor seguri­dad hí­drica. Esto se debe a una multi­plicidad de factores socioambientales. Una de las principales contribuciones de este trabajo fue entender cuáles fac­tores es­tán influyendo, así como la ma­nera en que afectan las diferentes regiones.
Referencias bibliográficas
 
Ávila, Patricia. 2003. Cambio global y recursos hídricos en México: la hidropolítica y los conflictos contem­poráneos por el agua en México, Reporte de investiga­ción, Instituto Nacional de Ecología, México.
Barrios, Eugenio. 2003. “Proyecto de rediseño del pro­grama nacional de monitoreo” en Patricia Avila (ed.), Agua, medio ambiente y desarrollo en el siglo xxi: Mé­xico desde una perspectiva global y regional, El Colegio de Michoacán, México.
Comisión Nacional del Agua. 2001. Programa Nacional Hidráulico 2001-2006, México.
. 2001. Compendio bá­sico del agua en México 2002, México.
. 2002. Estadísticas del agua 2003, México.
. 2003. Informe sobre asuntos conflictivos, México.
Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio). 2000. Agua y diversidad bio­lógica en México, México.
Consejo Nacional de Población (Conapo). 2001. Indice de marginación 2000, México.
     
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Patricia Ávila García
Centro de investigaciones en ecosistemas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es investigadora responsable del área de Ecología Política y Sociedad en el Centro de Investigaciones en Ecosistemas de la UNAM, Campus Morelia. Doctora en Ciencias sociales con postdoctorado en agua y Cambio Global. Premio nacional en Ciencias Sociales por la Academia Mexicana de Ciencias.
     
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como citar este artículo
 
Ávila García, Patricia. 2008. Vulnerabilidad sociambiental, seguridad hídrica y escenarios de crisis por el agua en México. Ciencias número 90, abril-junio, pp. 46-57. [En línea].
     

 

 

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José Antonio Benjamín Ordóñez Díaz      
       
Uno de los problemas ambientales más severos al que nos
enfrentamos en el presente siglo es el cambio climático, el cual se debe al incremento en las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero, como dióxido de carbo­no, clorofluorocarbonados, óxidos de nitrógeno y metano, que se derivan de actividades tales como el uso de combus­tibles fósiles para la producción de energía y transporte, los procesos derivados del cambio en el uso de suelo, defo­restación, incendios forestales y producción de cemento, en­tre las principales.
 
La preocupación mundial por mitigar el efecto de dichos gases ha dado lugar a una política internacional diri­gida a entender los procesos de generación y absorción de ellos. Esto ha permitido reconocer la importancia de los eco­siste­mas terrestres y, en particular, el papel que tiene la vegeta­ción para captar el dióxido de carbono atmosférico por me­dio de la fotosíntesis, para incorporarlo a las es­tructuras vegetales y, de esta forma, reducir la concentra­ción de dió­xido de carbono en la atmósfera, mitigando, en el largo pla­zo, el cambio climático. De ahí se desprende la importancia de entender el manejo forestal, el concepto de captura de carbono y el asumir la responsabilidad de nuestras emi­siones mediante el pago de servicios ambientales.
 
La palabra silvicultura significa “cultivo del bosque” y es el arte de producir y manejar un bosque por medio de la apli­cación de la biología y las interacciones ecológicas de la es­pecie o especies en cuestión de manera continua, con el fin de obtener de la corta de árboles utilidades sostenidas y otros beneficios. Por ello, la silvicul­tura es hoy conside­rada como una ciencia me­dian­te la cual se crean y conservan no sólo los bosques, sino cualquier masa forestal, aprove­chándola de un modo continuo con la mayor utilidad po­sible y teniendo especial cui­dado en su re­generación, ya sea de tipo natu­ral o ar­tificial.
 
El manejo forestal implica la manipulación de las masas forestales con el propósito de obtener una serie de productos tales como made­ra, tablas, pilotes, morillos, leña, resina, celu­losa, mejores semillas, entre otros, los cuales se utili­zan direc­tamente o se transforman y permiten un bene­ficio mediato (los productos que se ob­tie­nen son a largo plazo, ya que el aprovecha­mien­to de los árboles va desde los cinco a los sesenta años, por ello es ne­ce­sario to­mar en cuenta el ci­clo de vida de la especie o es­pecies que se preten­da manejar). Aunado a esto, las masas forestales también nos ofrecen otros benefi­cios, co­mo protección del suelo, regulación mi­croclimática, cortina de vientos, mitigación de la movili­dad en sustratos arenosos, hacen la función de pulmón en áreas ur­banas, permiten la conservación de la biodiversidad y la captación y almacenamiento de agua, además de la fijación o captación de carbono.
 
En nuestro país existen diferentes métodos de manejo forestal, que se adecuan a condiciones diferenciales como edad, composición, estructura, ubicación y pendiente —en­tre las principales variables—, y están enfocados a cubrir cier­tos objetivos que demandan dichas variables, en con­jun­to con las demandas de los propietarios, por lo que son un claro ejemplo de la integración de intereses (ver recuadro).
 
Métodos de manejo forestal usados en México 
Método mexicano de ordenación de bosques irregulares (mmobi). Permite el aprovechamiento en un bosque irregular con poblaciones y ro­dales incoetáneos, es decir, una composición de árboles de diferentes edades y en algunos casos también de especies. Algunos de sus objetivos son mantener la productividad del bosque sin alteraciones, esto es, al final del ciclo de cor­ta se recu­pe­ra la existencia real inicial; regular la densidad, distribución y composición; crear las con­di­ciones favorables para la regeneración na­tural, y mantener la condición de irregularidad y sa­nidad en los rodales bajo manejo.
 
Método de desarrollo silvícola (mds). Logra el establecimiento de un bosque regular, el cual debe estar formado por un conjunto de poblacio­nes o rodales coetáneos, es decir, de árboles con edades uniformes, preferentemente de un mis­mo género. Sus objetivos son captar al má­xi­mo el potencial productivo del suelo (conocido también como calidad de sitio), con el uso de téc­nicas silvícolas apropiadas a las condiciones del bosque, y lograr un rendimiento sostenido en cada intervención programada, esto es, obtener igual volumen y distribución de productos al con­seguir un bosque regular.
 
Sistema de cortas sucesivas de protección (Sicosup). Este sistema silvícola consiste bá­sica­mente en la aplicación regulada de las si­guien­tes tres cortas periódicas de regeneración en el área que se designe para regenerar la masa forestal: semillación, secundaria y liberación. Los intervalos entre cada una de ellas pueden ser de cuatro a diez años, ya sea en rodales com­pletos o en franjas continuas o alternas, donde se pretende establecer la regeneración en forma paulatina bajo la protección de un cierto nú­mero de árboles semilleros. En el resto del bosque se aplican cortas intermedias que pueden ser aclareo, corta de rescate o corta de saneamiento.
 
Sistema silvícola de selección (Sisise). Con la aplicación de este método se pretende conservar la irregularidad del bosque donde ya existe —o se trata de conseguir— una estructura regular incoetánea balanceada. Sus objetivos son lo­grar la normalidad de un bosque irregular, que con­siste en una estructura compensada en térmi­nos de los diámetros y, con la composición volumétrica anterior y sus incrementos, propiciar en forma constante y sostenida el rendimiento más favorable.
 
Sistema silvícola de cortas a matarrasa (Sicoma). Consiste en la remoción, en una sola corta, de aquellas masas que van llegando a su ma­du­rez o final del turno; por lo que la regeneración natural se logrará a partir de semillas dejadas en el suelo y de los árboles en pie adyacentes al área de corta; también se puede hacer la regeneración artificial por medio de siembras o plan­taciones. Con la aplicación del siste­ma de cortas a matarrasa se tie­ne previsto establecer un bosque regular; su objetivo es lograr la remoción del bosque en forma gradual, indu­cien­do la regeneración na­tu­ral o haciendo plan­taciones para llegar a for­mar un bosque regular.
 
El carbono y su captura
 
La fijación de carbono por bacterias y animales, es otra ma­nera de disminuir la cantidad de bióxido (o dióxido) de car­bono disponible, aunque cuantitativamente menos impor­tante que la fijación de carbono que realizan las plantas y el intercambio gaseoso de los océanos.
 
Dentro del contexto forestal, una vez que el dióxido de carbono atmosférico es incorporado mediante la foto­sín­te­sis a los procesos meta­bó­licos de la vegetación (e.g., cu­bierta vegetal, masa fores­tal, sistema agroforestal, cul­tivo, plan­ta­ción, entre los prin­cipales), este dióxido de carbono parti­cipa en la composición de todas las estructuras nece­sarias para que una planta pueda desarrollarse, ya que, por ejem­plo, el árbol al crecer va incrementado su follaje, sus ramas, flores, frutos, yemas de crecimiento, así como la al­tura y el grosor de su tronco (que en su conjunto con­for­man la copa). La copa necesita espacio para recibir ener­gía solar so­bre las hojas, lo que da lugar a una competencia en­tre las copas de los árboles por la energía solar, originan­do a su vez un dosel cerrado. Los componentes de la copa apor­tan materia orgánica al suelo (como la capa de hojas que re­ci­ben el nombre de mantillo), misma que al degradarse se in­corpora paulatinamente y da origen al humus estable, que a su vez aporta nuevamente dióxido de carbono al en­torno y da continuidad a otros procesos conocidos con el nom­bre de ciclos biogeoquímicos.
 
Simultáneamente, los troncos, al ir incrementando su diá­metro y altura, alcanzarán un tamaño adecuado para su apro­ve­chamiento comercial; se extraen productos como ta­blas, tablones y polines, que darán origen a subproductos ela­bora­dos como muebles y casas. Estos productos finales tienen un tiempo de vida determinado después del cual se degra­dan, aportando dióxido de carbono al suelo o la atmósfera.
 
La estimación de la captura de carbono no es un tema simple, ya que presenta muchas variables que hacen este ru­bro un tanto difícil de estimar; concretamente se refiere a la cantidad de carbono fijado en la biomasa de organismos vivos que se gana año con año (es decir, su crecimiento). Los estudios consideran principalmente ecosistemas fores­tales y la información previa para la estimación de la captu­ra de carbono es parte de un inventario forestal (el detalle del cálculo se presenta en el cuadro 1) expresado en metros cúbicos por hectárea y el incremento corriente anual ex­presado en metros cúbicos por hectárea al año (es decir crecimiento o ganancia de biomasa).
 
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Cuadro 1. Estimación del contenido y captura de carbono partiendo del inventario de las existencias reales por especie y por rodal
 
Pago por servicios ambientales
 
Existe un mercado incipiente en el pago por los servicios am­bientales y el precio por fijación de carbono es variable y dependerá de las oportunidades del mercado que rige la oferta y la demanda o de las estrategias gubernamentales que se han desarrollado para este fin (ver recuadro). El precio se paga por tonelada de carbono fijado por hectárea, y existen cuotas mínimas de fijación para el mercado establecido por los mecanismos de desarrollo limpio, así como un mercado voluntario donde incide el grueso de los posi­bles proyectos de carbono y donde muchas empresas emi­so­ras y comunidades poseedoras de áreas con vegetación que pueden ofrecer el servicio ambiental necesitan de un esquema regulatorio, con monitoreo, evaluación, certifica­ción de la captura o fijación de carbono. Asimismo podrían, en el corto, mediano y largo plazo, tener una importante car­tera de proyectos que retribuyan por este servicio ambiental.
 
Pago por el servicio ambiental de captura de carbono en México
1) La formulación de proyec­tos deberá apegarse a los li­neamientos, modalidades y procedimientos del Fon­do Prototipo de Carbono del Banco Mundial o a los san­cio­nados por la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Cambio Climático de Naciones Unidas, conforme a los tér­mi­nos de referencia que el Consejo Nacional Fo­restal dé a conocer en su página de la red.
2) Los proyectos deberán demostrar un poten­cial de captura anual adicional de entre 4 000 y 8 000 toneladas de dióxido de carbono equi­valente o hasta 40 000 toneladas de captu­ra distribuida en un periodo de cinco años.
3) La superficie de cada proyecto podrá integrar diferentes sistemas de producción forestal o agroforestal, incluyendo áreas de restauración o reforestación, a menos que éstos ya re­ciban algún pago del Gobierno Federal por la prestación de otro servicio ambiental.
4) Los pagos anuales se realizarán de acuerdo con los resultados del estudio de potencial de cap­tura por arriba de la línea base presenta­dos en el proyecto. Se harán cuatro pagos anua­les equi­valentes a 20% de la captura adi­cional total estimada en los cinco años, y un pago de fi­ni­quito que estará en función de la captura adicio­nal verificada al final del quinto año. Cada pago deberá ser instruido por el co­mité. Al finalizar el periodo contratado en la carta de adhesión se realizará la verificación de captura de carbono to­tal alcanzada en el pe­riodo de cinco años, a partir de la cual se realizará un ajuste final de los cuatro pagos rea­lizados cada año, con la finalidad de balancear la correspondencia entre pagos rea­lizados y existencias de carbono adicional con respecto a la línea base.
5) Las superficies bajo manejo para el aprove­cha­miento de recursos maderables en bosques, selvas, zonas áridas y semiáridas, podrán ser elegibles únicamente en sus áreas de aprovechamiento en estado de reposo du­ran­te al menos los próximos siete años, lo cual de­berá demostrarse con el respectivo pro­gra­ma de manejo autorizado por la Semarnat.
6) El pago por tonelada se determinará en fun­ción del cumplimiento de criterios ambientales y sociales que además de constituirse en parámetros de calificación de solicitudes, ayudarán a determinar un precio base, el cual otorgará una valoración diferenciada que re­fleje las preferencias del mercado. Por cada punto acumulado con base en los conceptos para valoración diferenciada, se pagarán 1.19 pesos adicionales al precio base de 50 pesos por tonelada de dió­xido de carbo­no equivalente, de tal manera que se pagará un mínimo de 50 y máximo de 100 pe­sos por tonelada de dióxido de carbono equivalente. 
 
Breves conclusiones
 
El sector forestal en nuestro país, y a nivel internacional, es la segunda fuente de emisiones de gases de efecto in­verna­dero (principalmente dióxido de carbono), debido a pro­ce­sos como deforestación, tala ilegal, cambio en el uso de sue­lo e incendios forestales. Es por ello que el manejo fo­restal es una de las opciones más importantes para promo­ver, por un lado, la mitigación de emisiones de dióxido de carbono y, por otro, el desarrollo forestal sustentable, por medio de la puesta en marcha del pago de servicios ambien­tales y del po­sible mercado que se genere a través de los mecanismos de desarrollo limpio. Es importante, por tanto, entender y definir claramente la relación que existe entre el manejo forestal, la captura de carbono y el pago por servicios ambientales.
 
En la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas so­bre el Medio Ambiente y Desarrollo, efectuada en Río de Janeiro en 1992, se adoptó una declaración no formal que enfatiza la importancia de incorporar los costos y beneficios ambientales en los mecanismos de mercado con el fin de lograr una mejor aceptación para la conservación y el manejo sostenible de los recursos forestales en el ámbito local, nacional e internacional.
 
Además, los acuerdos hacen hincapié en que para dis­mi­nuir los incrementos en los niveles de emisión de gases con efecto invernadero se puede descontar en los balances nacionales la captura que se genera por medio de pro­yectos forestales financiados en cualquier lugar. Con estos acuerdos se abrió la posibilidad de incluir costos y benefi­cios ecológicos en los sistemas de manejo de los recursos naturales (en especial los recursos forestales, dado que re­presentan los más importantes servicios ecológicos, como son la captura de carbono y la conservación de biodiversi­dad, suelo y agua).
 
Esto a su vez abre la oportunidad de incluir los servicios ecológicos en los mecanismos de mercado. Para el sec­tor forestal implicaría un aporte sustancial en la relación de cos­to-beneficio en las áreas de producción de materia prima. Es decir, se puede establecer un acuerdo entre una ins­titución que tiene la obligación de reducir sus niveles netos de emisión de carbono y un productor o grupos de pro­ductores forestales para manejar sus recursos forestales con uno de los fines: la fijación de carbono o la captación de agua.
 
Dependiendo de los niveles de captura de carbono y el destino final del producto, se puede calcular, bajo diferen­tes escenarios de manejo, la cantidad total del carbono fi­jado en un tiempo definido.
 
Cabe señalar que los análisis económicos para evaluar los sistemas productivos sólo incluyen los precios de los productos cosechables —como árboles en el caso de sis­temas forestales— y en general no incluyen el valor que re­presenta el remanente después de la cosecha ni los valores ecológicos de los sistemas.
 
Afortunadamente, en México se ha puesto en marcha un acuerdo publicado en el Diario Oficial de la Federación el miércoles 24 de noviembre de 2004, en el que se esta­ble­cen las reglas de operación para el otorgamiento de pa­gos del Pro­grama para desarrollar el mercado de servicios am­bien­tales por captura de carbono y los derivados de la bio­di­versi­dad, y para fomentar el establecimiento y mejo­ramiento de ecosistemas forestales y sistemas agro­forestales. La fina­li­dad es reali­zar una evaluación efi­cien­te y ob­jetiva de las solicitudes para la elabo­ra­ción de estudios y la eje­cu­ción de pro­yec­tos de captura de carbono y reducción de emisiones. Por ello establece tér­mi­nos de referencia para la elaboración de proyectos de cap­tura de carbono y reduc­ción de emisiones —con nueve puntos a con­side­rar—, así como los tér­minos de re­ferencia para la ejecución de tales pro­yectos —que contemplan once puntos para su evaluación.
 
Podemos concluir que el pago por el servicio ambiental de captura de carbono es el pago por un proceso fisioló­gico que ocurre en la vegetación, el cual se cuantifica por medio del crecimiento (incremento) de los árboles (prin­ci­palmen­te) y el manejo forestal per se; este último implica la aplica­ción del conocimiento del ciclo bioló­gico de la ve­getación con el fin de tratar de aumentar la masa forestal en menor tiempo y extraer de ella pro­ductos, sin olvidar la diversidad del ger­moplasma.
 
Nuestro país ha dejado de lado el desarrollo forestal integral, siendo que tiene una gran aptitud forestal. Ahora tenemos tasas de deforestación que so­brepasan 800 000 hectáreas al año. La tala clandestina no es manejo forestal y da lugar al deterioro ambiental y la pérdida de los servicios ambientales, con un costo que no podemos pagar.
 
articulos
Referencias bibliográficas
 
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____________________________________      
José Antonio Benjamín Ordóñez Díaz
Programa Doctoral en Ciencias Biomédicas del Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 
Es biólogo, candidato a doctor en Ciencias Biomédicas por la UNAM. Es director adjunto del programa de cambio climático en Pronatura (México), consultor internacional, experto en el tema de cambio climático, servicios ambientales y manejo de recursos naturales.
     
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como citar este artículo
 
Ordóñez Díaz, José Antonio Benjamín. 2008. Cómo entender el manejo forestal, la captura del carbono y el pago de servicios ambientales. Ciencias número 90, abril-junio, pp. 36-42. [En línea].
     

 

 

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 Esther Katz, Annamária Lammel y Marina Goloubinoff      
       
Muchos científicos se dedican ahora al estudio del cambio
climático, pero pocos investigadores de las ciencias hu­ma­nas, aparte de los geógrafos, han estudiado sistemáticamente la interacción del clima y las sociedades humanas y, menos todavía, la percepción del cambio climático o el im­pacto social que podría tener.
 
Nosotras hemos investigado desde hace varios años la relación entre clima y sociedad desde el punto de vista an­tropológico. Nuestro interés por los factores climáticos em­pezó en el Iztaccíhuatl cuando, en 1986, Marina Goloubi­noff y Esther Katz acompañamos al arqueólogo polaco Sta­nislaw Iwaniszewski, quien excavaba en las cimas de los volcanes sitios prehispánicos consagrados al dios de la llu­via. Poco después, encontramos a don Lucio, famoso grani­cero iniciado por el rayo, conocido de muchos antropólogos, quien subía cada año, el tres de mayo, día de la Santa Cruz, a unas cuevas del Popocatépetl para pedir lluvia. Esta experiencia llamó nuestra atención sobre la persistencia de los ritos de lluvia y la importancia del clima en la vida de los campesinos mexicanos hoy día. Observamos después entre los nahuas y los mixtecos algunos ritos tan espectaculares como los “combates de tigres” en La Montaña de Guerrero, o bien, anodinos, como las procesiones de San Pedro en la Mixteca oaxaqueña. Mientras tanto, Annamária Lammel estaba investigando, junto con el climatólogo Csaba Nemes, la relación de los totonacas con su entorno y sus conocimientos meteorológicos. Nuestra reflexión común sobre la relación entre clima y sociedad co­menzó en 1992 y se ha concretado en la coordinación de varios libros, de los cuales el último, Aires y lluvias, de­dicado a México, se encuentra en prensa.
 
En primer lugar, es necesario definir el término clima en contraste con el de meteorología. Según la definición de los geógrafos, “el clima es la serie de los estados de la atmósfera situada sobre un lugar dado en su sucesión habitual”, mientras que la meteorología es el estado de la atmós­fera sobre un lugar dado en un momento dado. Así se han definido tipos de clima: continental, mediterráneo, desér­tico. Pero en México los climas van del caliente al templa­do y del árido al húmedo. Varían en función de la latitud, la altitud, la orientación con respecto al Atlán­tico o al Pací­fico, la procedencia de los vientos alisios que traen las llu­vias, y la ubicación al norte o al sur del eje Neovolcá­nico, que frena el impacto de los vientos fríos del norte del con­tinente. En México, la sucesión habitual de los esta­dos de la atmósfera son las estaciones de “secas” y de lluvia. Su duración varía de acuer­do con las características climáticas de cada región.
 
Para tratar tanto temas de etnoclimatología como de et­nometeorología debemos ubicarlos al interior de las co­rrien­tes que estudian la relación del hombre con su medio am­biente en general. Las investigaciones son numerosas y pertenecen a diferentes disciplinas, desde la arqueología hasta la antropología y la psicología. Fuera de las diferencias propias a las disciplinas, tres escuelas se oponen: por una parte, los deterministas que afirman que las culturas humanas son respuestas adaptativas a las posibilidades del ambiente; por otra parte, las corrientes idealistas, que des­criben la “coevolución” de las culturas humanas y el am­bien­te, y asignan el papel principal al ambiente; y por último, la corriente de la ecología simbólica.
 
Entre las teorías deterministas, la ecología cultural, encabezada por Julian Steward, desempeña un papel importante en la antropología, incluso en México. Esta corriente afirma que cada cultura está determinada por su ambiente y, en con­secuencia, la diversificación de las cul­turas es un proceso de adaptación material. Con el “materialismo cul­tural”, Marvin Harris defiende la misma idea: el comportamiento y el pensamiento humano, en sus similitudes y diferencias, reflejan la adaptación a las carac­terísticas físicas del ambiente.
 
A pesar del interés de estos tra­bajos, tratamos de mostrar que un fenómeno “natural” tan comple­jo y caótico como el clima no se sitúa en una posición unilateral (clima→cultura), sino en un sistema de relaciones complejas. Los factores climáticos tienen de hecho un impacto sobre las actividades humanas: en México, el contraste entre las estaciones de secas y de lluvia, en particular, es fun­damental para las sociedades agrarias. Sin embargo, no es una fatalidad: la ela­boración de técni­cas de riego, por ejem­plo, permite sobre­pasar en varios lugares el factor limitan­te de la estación seca, ya sea estacional o permanente, como en el norte del país.
 
En el otro extremo, las corrientes idealistas, como la de Marshall Sahlins, muestran que las culturas hu­manas no se adaptan directamente al medio ambien­te, sino que lo hacen por medio de la semántica y la simbología. La economía, la estructuración de la sociedad y las estructuras mentales juegan un papel de mediación entre el ambiente y la cultura humana.
 
Hemos estudiado estos procesos de mediación en los símbolos —como la personificación de los fenómenos me­teorológicos o la representación de la alternancia secas-lluvia en dominios de la vida cotidiana— pero también en los conocimientos etnometeorológicos y etnoclimáticos que permiten a las sociedades planificar sus actividades y buscar nuevas soluciones. Sin embargo, no queremos afir­mar que el ambiente no influye sobre la cultura, sino más bien mostrar que esta relación es mutua (ambiente↔cul­tu­ra). Así podemos hablar de “coevolución”, una noción ex­plo­rada entre otros por Robert Boyd y Peter Richerson.
 
Nos parece igualmente importante la teoría de la ecología simbólica que afirma que la dicotomía occidental ambiente vs. cultura no permi­te entender esta relación. Así Philippe Descola y Gísli Pálsson proponen una aproximación no dualista que estudia los modos de identificación de los “objetos” y su catego­rización dentro de cada sistema local.
 
Un panorama general
 
En el pensamiento de los indíge­nas de México, el ambiente y el hombre forman parte del mismo sistema, son continuos y muestran características semejantes. Como hay que respetar a los humanos, hay que respetar también las fuerzas de la naturaleza que nos constituyen: el agua está en nosotros, el calor del Sol está en nosotros, lo que nos nutre está en nosotros, el aire entra y sale de nues­tro cuerpo y el alma se relaciona con el espacio y el tiempo. El clima está en nosotros y nosotros estamos en el clima.
 
La enseñanza que nos llega de esta concepción es la importancia del respeto al ambiente, que se traduce en el respeto a nosotros mismos y a las generaciones futuras. En este momento, cuan­do las angustias por los cambios climáticos no parecen simples actitudes “neuróticas”, sino que son la previsión de una realidad muy próxima, resulta importante estudiar sis­temas de pensar y actuar en donde la consciencia de la in­terdependencia hombre-clima forme parte de una ética co­tidiana. Un panorama general de los principales aspectos que conforman esta relación nos permitirá obtener una idea más clara de ella.
 
La representación de los fenómenos meteorológicos
 
Hasta la fecha, la mayor parte de los estudios sobre este tema se han enfocado en representaciones antiguas de di­vinidades de la lluvia, el rayo o el viento y su contexto simbólico en la cosmovisión indígena. Aquí no abordamos la representación de los fenómenos meteorológicos como parte de una cosmovisión atemporal, como en estu­dios anteriores, sino desde el punto de vista de la relación hom­bre-ambiente, y nos acercamos a ella en su dinámica, en su adaptación a los cambios ambientales, sociales y económicos. Confirmamos la teoría de Alfredo López Austin: en­tre los indígenas mexicanos, persiste un “núcleo duro” de representaciones ligado a las prácticas agrarias. Las socie­dades indígenas han podido conservar su cultura por medio de estrategias de adaptación y siguen mostrando su plasticidad y su capacidad de integrar nuevos elementos culturales. Suponemos que una parte de las antiguas representaciones persisten también en sus variantes entre los mestizos, pero todavía faltan datos para afirmarlo. Con base en estudios cognitivos, Annamária Lammel ha mostrado que, aun en una misma población, las representacio­nes no son uniformes, varían en función de las edades, el nivel de escola­rización y la especialización de los conocimientos.
 
Aires y lluvias aparecen como los principa­les fenómenos meteorológicos. Los indígenas distinguen varios tipos de lluvias y de aires. Las lluvias varían en función de la tempo­rada y de su intensidad, los aires según su dirección y fuerza. A los aires también se les atribuyen colores, al igual que al rayo o el trueno; el rojo, por ejemplo, es frecuentemente asociado con la fertilidad.
 
En el área cultural mesoamericana en general, desde la época prehispánica, los indígenas conciben que las nu­bes se forman dentro de las montañas y que el viento las empuja hacia la cumbre. Esas representaciones corres­ponden a observaciones de las nubes orográficas, ya que la mayor parte del país es montañosa. Los habitantes de las costas perciben que las nubes provienen del mar y, en mu­chos casos, persiste hasta ahora la idea de que el agua del mar comunica con el agua del interior de la tierra. En­tre los mexicas, ciertos paraísos donde iban los muertos —en particular el Tamoanchan y el Tlalocan, estudiados por Alfredo López Austin— estaban vinculados con el origen de las nubes, la lluvia y la fertilidad. La celebración de To­dos Santos como “cerrada del temporal” es la expresión de esta continuidad. No sólo las nubes sino las primeras se­millas de maíz provienen del interior de la montaña. Lluvia y rayo o trueno son aso­ciados con el maíz, tanto en la coincidencia de la estación de lluvia con el crecimiento de la planta, en la celebración de los ritos agrarios, como en los mitos y en las re­presentaciones de las divini­dades.
 
Las zonas orientadas hacia el Golfo, caracterizadas por precipita­ciones fuertes, reciben un mayor nú­mero de huracanes que otras regiones y, en las alturas, el trueno es un elemento de suma importancia. En el eje Neovolcánico, el rayo juega ese papel central, así como en las zonas lluviosas orientadas hacia el Pacífico. No sólo el rayo o trueno, sino también el viento, el arcoiris, el hielo, el gra­nizo y el chahuistle son vinculados con la lluvia o se opo­nen a ella. Igualmente provienen del interior de la monta­ña. Lluvia, tormenta, rayo y arcoiris son frecuentemente asociados o representados por serpientes.
 
Las nociones de aire, rayo-trueno, arcoiris o chahuis­tle son más amplias que la de un elemento meteorológico. El chahuistle es al mismo tiempo una plaga de las plantas. El rayo o trueno, el arcoiris, y sobre todo los aires, pueden dañar la salud humana. Los aires son ambivalentes; traen las buenas lluvias o la tormenta; son al mismo tiempo soplo vital, torbellino, emanación de los muertos o diablo; provo­can en particular enfermedades “frías” y “pérdida del espí­ritu”. La centella, femenina, se distingue del rayo, masculino, capaz de robar mujeres (al igual que el trueno) y matar personas. Ciertos pueblos indígenas describen también un arcoiris femenino y uno masculino, peligroso para las mujeres en menstruación, embarazadas o recién paridas, y hasta causa de embarazo.
 
La lluvia, el viento, el rayo o el trueno son frecuente­men­te asociados a antiguas divinidades que, generalmente, fueron transformadas en santos. San Marcos frecuente­mente reemplaza a los dioses de la lluvia, y Santiago a los del rayo. Sin embargo, el carácter ambivalente de las divi­nidades prehispánicas no coincidía con las nociones cristianas. Así, su aspecto benéfico ha sido atribuido a los san­tos y su aspecto maléfico a los diablos, o ciertas divinidades se han visto cambiadas en “aires”. La serpiente emplumada o culebra de agua no ha mutado en santo: todavía persiste en el imaginario de los indígenas de manera más o menos explícita y entre los mixtecos es la expre­sión de la tormenta.
 
La meteorología popular
 
En la actualidad disponemos de pocos datos sobre la meteorología popular en México, que merecería más atención. Los indígenas mesoamericanos realizan la ma­yoría de sus previsiones del tiempo con base en la observación y el conocimiento de la natura­leza (cuerpos celestes, plantas, animales, fenómenos meteorológicos). La previ­sión no es solamente una observación sino una interpretación de los signos de la naturaleza, es de­cir una adivinación, y se inte­gra a la cosmovisión. La obser­vación de la posición de las Plé­yades o del comportamiento de ciertos animales, como las aves, como indicadores del cam­bio es­ta­cio­nal, no es una exclu­si­vidad me­so­ame­ricana, es común a muchas so­cie­da­des. Así, ciertas prácticas euro­peas pudieron coinci­dir con las indígenas. Aquí las previsio­nes se hacen a corto plazo, para las horas o los días siguientes, y a largo plazo, para la llegada del temporal y el resto del año. En estos últimos casos, los indígenas se apoyan también en almanaques (el Calendario de Gal­ván) o en las cabañuelas, que fue­ron introducidos por los españoles. Éstos pudieron ser adoptados porque las sociedades mesoamericanas tenían calendarios y sistemas de cómputo elaborados. En algunos casos, parecen haber reemplazado sistemas complejos de previsión meteorológica que se practicaban por medio de los calendarios mismos.
 
Ritos y calendarios
 
El tiempo que hace está ligado al tiempo que pasa. Los ca­lendarios agrícolas y, en consecuencia, religiosos, se apoyan en los calendarios climáticos y astronó­micos. La complementariedad de las esta­ciones de secas y lluvias es uno de los fundamentos de la cultura mesoameri­cana. El cultivo de maíz, base de la ali­mentación, se asocia con las lluvias.
 
Desde la época prehispánica hasta aho­ra, los cambios estacionales han sido mar­cados por ritos agrarios que son al mismo tiempo peticiones y agradecimientos a la lluvia. Según Michel Graulich, entre los mexicas los ritos de cambios estacio­nales coincidían con dos “fiestas de las vein­tenas”: ochpaniztli, la fiesta de la siembra, y tlacaxipehualiztli, que celebraba la cose­cha de las mazorcas. Estos ritos se han fu­sionado con las fiestas católicas; así, las peticiones ocurren en el día de San Marcos, el 24 de abril, o de la Santa Cruz, el 3 de mayo, o en las fiestas de otros san­tos em­ble­má­ticos, como San Isidro, San An­to­nio, San Pedro o Santiago, de ma­yo a finales de julio. El ciclo concluye, cerca del final de sep­tiem­bre con fiestas de santos y, sobre todo, con la celebración de Todos Santos, en noviembre, ya que la cosecha de maíz varía según la altitud. Se agradece a los santos y los antepasados pro­veedo­res de abundancia.
 
Del pasado prehispánico al presente, en toda Mesoamérica las peticiones de lluvia siempre se han realizado en edificios religiosos, cue­vas y cumbres de montañas o volcanes, es decir, en puntos de contacto con el interior de la tierra y el cielo. En eso coin­cidieron en parte con los ritos de lluvia que se practicaban en Eu­ropa, en donde hacían procesiones alrededor de las iglesias y en las cumbres. Sin embargo, las ofrendas en esos ritos son típicamente mesoameri­ca­nas: el copal, cuyo hu­mo simboliza las nubes, preparaciones a base de maíz como tamales cocidos al vapor, igualmente análogo a las nubes, aves (animales del cielo) vivas o sacrificadas (con derrame de sangre), y pulque o bebida de cacao, que simbolizan agua y sangre. Esos elementos se encuentran en todas las regio­nes, pero los ritos de la Mon­ta­ña de Guerrero, particularmen­te espectaculares, han atraí­do más antropólogos.
 
Especialistas rituales

Los ritos son frecuentemente practicados por comunidades, a veces bajo la dirección de especialistas, quienes, en algún momento, llevan ciertos ritos de ma­ne­ra individual o en pequeño grupo. Con fre­cuencia, esos es­pecialistas son rezande­ros. En la zona de los volcanes del centro de México, se trata de chamanes ini­ciados por la fuer­za del rayo, mientras en otras regiones existen hombres-rayo. Ser tocado por el rayo es mucho más frecuente en alturas elevadas como las del eje Neovolcánico. El hecho de sobrevivir a un suceso de retiro inicia a la persona fulminada como “tiempero” o curandero.
 
Esos chamanes son designados bajo varios nombres locales en náhuatl o en castellano; el más conocido es el de granicero. A raíz de un artículo fundador de Guillermo Bonfil Batalla, “Los que trabajan con el tiempo”, los graniceros llamaron la atención de va­rios antropólogos. La continuidad de sus prácticas con la época prehispánica es obvia. En la Sierra Nevada efectúan peticiones de llu­via en los volcanes, donde quedan ruinas de templos dedicados a Tláloc, excavadas entre otros por Stanislaw Iwaniszewski. La fuerza de esas creencias y prácticas es tal que aún permanecen, incluso en zo­nas bajo influencia urbana como Texcoco, que colinda con la conur­bación de la ciudad de México, o en pueblos nahuas de Tlaxcala, muy cercanos a la ciudad de Puebla.
 
Tanto en el Altiplano central como en otras regiones de Mé­xi­co, el poder del rayo interviene también bajo la forma de un nahual o de un lab, su equivalente tzeltal. En el caso del nahualismo, ciertas personas muy potentes se transforman en rayo y pueden castigar a quienes tuvieron un mal comportamiento, o bien, dañar a alguien, de manera similar a la brujería. Entre los tzeltales, según He­lios Fi­guero­la, el lab es parte inhe­rente de la persona, no se trans­for­ma. Los nahuales o lab meteo­rológicos son generalmente más potentes que los nahuales o lab animales. A los líderes de rebeliones, como el subcomandante Marcos, los tzeltales atribuyen un lab torbellino y relatan todavía conflictos entre pueblos durante los cuales luchaban mandando rayos y tormentas.
 
Riesgos y desastres climáticos
 
Los elementos climáticos afectan no sólo el campo sino también las ciudades, ya sea por falta de agua o por inundaciones. México se encuentra además en la zona de influencia del fenómeno de El Niño, que ocurre irregularmente, provocando sequías (en verano) o precipitaciones (en invierno) más fuertes de lo normal. El Niño también aumenta el número de huracanes en el Pacífico mientras lo disminuye en el Atlántico.
 
Desde hace unos quince años, a escala internacional, se ha estudiado más a fondo la cuestión de los ries­gos y desastres naturales. En México, Vir­ginia García Acosta edi­tó una importante recopilación de los sucesos ligados a de­sastres naturales en las fuentes históri­cas, de los cuales ciertos coinciden con fenómenos de El Niño; y miembros de su equipo estudiaron los riesgos climá­ticos provoca­dos en los últimos años por El Niño en diferentes ciudades me­xicanas. Aunque el impacto del evento de 1997-1998 fue considerado como menos fuer­te que el de 1982-1983, de cual­quier ma­nera causó desastres mayores. Así se demues­tra que si los riesgos son naturales, la gravedad del desastre depende de las condiciones sociales, económicas y políticas. Entre el riesgo y el desastre aparece el concepto de “vulnerabilidad diferencial”, vinculado con las nociones de “capacidad de re­cuperación” y de “estrategias adap­tativas”, ya que las so­cie­dades nunca han sido simples ac­tores pasivos frente a las catástrofes.
 
La noción de poblaciones vulnerables ante los riesgos naturales apareció de manera muy evidente con el impac­to de los ciclones de septiembre-octubre de 2005 en el golfo de México, en particular el de Katrina en Luisiana. Aun­que se puede prever la llegada de los ciclones por medio de imágenes de satélites, y en Estados Unidos se dispone de muchos medios, los desastres fueron muy importantes y afectaron principalmente a los grupos sociales más pobres de la región. Los escenarios de varios climatólogos su­gieren que, con el cambio climático global, este tipo de desastres se va a mul­tiplicar.
 
La relación entre las culturas rurales y urbanas de México y el ambiente es com­pleja. Es necesario situar esta relación en sus aspectos históricos, económicos, socia­les y re­ligiosos. Además de la riqueza de una cosmovisión climática, existen conocimientos de los factores climáticos que permiten a los pobladores ajustar sus actividades económicas y cotidianas al ritmo de las es­taciones, a la llegada de las lluvias o las secas. Son socieda­des que tratan de con­vi­vir con su clima, tengan o no conciencia del respeto a la na­turaleza.
 
México está cambiando muy rápido. El crecimiento de­mográfico del país (que ya sobrepasa cien millones de ha­bitantes) provoca más presión sobre los recursos na­turales y modifica de manera visible la configuración de las ciudades. Un sector más y más grande de la po­bla­ción se está vol­viendo vulnerable a los riesgos natu­ra­les. Por la emigra­ción masiva a Estados Uni­dos, muchos me­xicanos, sobre todo de origen indígena, se separan tem­poral o definitiva­mente de su contexto cul­tu­ral. Al mis­mo tiem­po, un núme­ro mayor de campesinos ya no vive de la agri­cultura, sino de las remesas. Muchos si­guen todavía culti­vando su milpa, pero varios se alejan poco a poco del trabajo de la tierra y de su vínculo con la natura­leza. A raíz de es­tos cambios, valdría la pena estudiar, en los años que vie­nen, la evolución de los conocimientos loca­les y de la percepción del medio ambiente, así co­mo la percepción de posibles cambios climáticos y la ca­pa­ci­dad de adaptación a los riesgos y desastres climá­ticos previstos por varios escenarios científicos.
 
     
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Esther Katz
Institut de Recherche pour le Développement.
 
Annamária Lammel
Universidad de París­-VIII.
 
Marina Goloubinoff
Bogor, indonesia.
     
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como citar este artículo
 
Katz, Esther y Lammel Annamária, Goloubinoff Marina. 2008. Clima, meteorología y cultura en México. Ciencias número 90, abril-junio, pp. 60-67. [En línea].
 
     

 

 

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