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Theatro de la Natura
 
 
Ramón Aureliano Alarcón
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En el inventario habitaba su única memoria    
 
Tengo por noticia confiable, y no es de menor admiración, lo que se cuenta en relación con aquel maravilloso Theatro de la natura del cual haré una breve relación. Era un aposento sabiamente dispuesto con singular arreglo que me parecía estar divisando una escena fantástica de una obra de Calderón, acaso Cupido en la fragua de los cíclopes. En ese recinto se veían, cuidadosamente acomodados, animales, plantas, rocas y otras rarezas tanto de la mar como de dentro y fuera de la tierra. En el lado derecho de la habitación estaba un estante que iniciaba en el piso hasta llegar casi al techo de medio punto; en dicha bóveda, colocadas como estrellas en el firmamento, aparecían los seres de las aguas, algunos de ellos descritos por Antonio de Torquemada en su Jardín de Flores Curiosas.

En la mitad del aposento había una ventana de regular altura, que proyectaba una débil luz sobre los curiosos objetos y los fríos mosaicos del piso.

En el margen izquierdo de la habitación y parecido a un relicario, o mejor aún, simulando la portada de algún templo, había un mueble con pequeños nichos preciosamente tallados en roble que contenían matraces con una que otra pócima, y frascos de variados tamaños cuidadosamente sellados por la boca, con seres de todas clases, mejor dicho remedo de seres, pues su naturaleza semejaba más a la de esos monstruos descritos en las hojas ­volantes y Relaciones de sucedidos, que a cualquier criatura conocida.

Colgada del estante, casi a la mitad, había una larga punta dentada, la cual he visto en otros lugares semejantes, quizás del pescado que Torquemada llama sierra, porque “tiene la cabeza como una cresta o renglera de espinas tan agudas y duras como puntas de diamantes, y metiéndose debajo de las naos con ellas sierran la madera, de suerte que si no son sentidas y lo remedian con tiempo, las abren y se hunden”. Sabemos que en la mar se crían tantos seres, unos vistos y otros oídos por incontables relaciones de los modernos y antiguos, baste mencionar que en el año de 1537 se halló —nos dice Torquemada en su referida obra— en las riberas de Alemania un “pescado de grandísima grandeza: tenía la cabeza de hechura de puerco jabalí con dos colmillos que salían más de cuatro palmos fuera de la boca, y cuatro pies de la manera y hechura que pintan a los dragones, y además de los ojos de la cabeza, tenía otros dos muy grandes en los lados, y otro junto al ombligo; en el espinazo unas espinas muy altas, fuertes y duras como de hierro. Este puerco marino se llevó a Antuerpia como cosa maravillosa para que todos la viesen”.

Conocida era la curiosa afición del insigne sabio doctor y amante de todas esas cosas, a reunir ejemplares de las pescaderías, mercados y de cuanto lugar su atención había fijado la posibilidad de encontrar algo. Nuestro sabio recorría largas jornadas en busca de sus preciados tesoros naturales, que no hay pequeño trecho cuando la curiosidad acicatea el paso. Con el pasar de los años aquélla paciente curiosidad y afición llegó a término, según varios testigos, al reunir miles de piezas, diez y ocho mil he oído decir.

No podía faltar en esta alacena de maravillas la piel de aquel monstruo de larga cola y de escamoso cuerpo de color verdoso oscuro, con manchas amarillentas y rojizas, grande cabeza y afilados dientes. Tengo por conocido que dicho ser, por ejemplo, es mencionado ya por Luis del Mármol Carvajal en su Descripción general del Africa publicado en Granada a partir de 1573. A este monstruo se le solía colgar en esos museos como signo de un buen augurio y fatum protector.

Algo que me hacía parar mientes cuando acudía a esta alacena de maravillas, era una gaveta en la parte inferior del estante que, para asombro mío, contenía un grande muestrario de hojas sueltas ya de libros, estampas, mapas, dibujos y otras grafías y descripciones no menos asombrosas como las que a continuación remito al amable lector.

La primera estampa, dícese por varios testigos, que era frecuente hallarlos en los bosques de Casmir del reino de Mogor, según el sabio padre Kircher, esos “gatos volantes” no eran más que los conocidos ahora por “murciégalos”.

Otro grabado muy raro, era aquel cuya inscripción decía “La mujer gato”, una “extraña y monstruosa criatura femenina”. Según la breve inscripción que acompañaba al grabado “fue vista y capturada en los bosques y desiertos de Aethopia”; salvo su cabeza y partes superiores, era semejante en todo a la naturaleza humana, con pechos y piernas. Ninguna criatura similar había sido vista en parte alguna antes, y dicen que se veía muy extraña y grácil en sus movimientos provocando gran satisfacción a todos quien es la contemplaban. En cuanto a esos murciégalos tengo todavía por consultar la obra del sabio Aldrovandi: Ornithologiae, Bononiae, 1599, a partir del folio 576 y siguientes, pero cuyo ejemplar no tuve tiempo de leer en la librería. Así he visto y mirado muy bien todo aquello que digo y me doy, por esta ocasión, por satisfecho.
Ramón Aureliano Alarcón
Instituto Mora.
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como citar este artículo

Aureliano Alarcón, Ramón. (2007). Theatro de la Natura. Ciencias 86, abril-junio, 48-49. [En línea]
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