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Los colores invisibles de la astronomía
En este texto se describen los principales sucesos que llevaron a la incorporación del estudio del espectro electromagnético en la astronomía. El autor nos narra cómo el descubrimiento de las radiaciones invisibles estimuló el surgimiento de nuevos campos en la astronomía, que aún hoy continúan desarrollándose.
Luis F. Rodríguez
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Los seres humanos siempre hemos ob­­servado los astros tratando de entenderlos. Inicialmente, sin la ayuda de ningún instrumento, utilizando el ojo para este propósito. Pero desde 1609, cuando Galileo apuntó su primitivo telescopio hacia la Luna, Satur­no, Jú­pi­ter y otros cuerpos cósmicos, esta he­rramienta se ha mejorado de manera dramática, proporcionando información cada vez más detallada de cuer­pos y fenómenos cada vez más remotos.

El estudio del Universo utilizando la luz, sea sólo con la vista o con teles­copios y otros detectores, constituye el campo de la astronomía clásica, sobre la cual se fundamenta buena parte del conocimiento que tenemos del Universo. Pero la luz únicamente es un componente de un fenómeno mucho más amplio, el espectro electromagnético.

En efecto, a mediados del siglo xix los estudios del físico escocés James Clerk Maxwell dejaron claro que la luz era parte de algo más grande. Como to­das las cosas importantes, la luz tiene varias descripciones. Aquí la visua­lizaremos como una forma de energía que viaja por el espacio a gran velocidad, aproximadamente 300 000 kiló­me­­tros por segundo. Más aún, po­demos describir esta energía como existente en forma de ondas electromagnéticas, que quedan caracterizadas principalmente por su longitud de onda —es de­cir, la separación entre dos crestas consecutivas de la onda—, la cual determina el “color” de la luz visible.

Por ejemplo, si la longitud de la on­da es de alrededor de 0.55 micras —que son una millonésima de metro—, el ojo humano la capta como de color ver­de y, así, cada color es producido por un intervalo de longitud de onda. Pero si es menor que 0.38 o mayor que 0.74 micras —lo que respectivamente corresponde al extremo violeta y al ro­­jo del espectro visible—, el ojo humano simplemente no la detecta. En otras palabras, fuera de este intervalo de longitudes de onda, la ra­diación electromagnética no es visible para nosotros. Metafóricamente, son colores in­vi­sibles.

El prisma de Newton

En 1666, Isaac Newton realizó un im­por­tante descubrimiento que se ha representado románticamente en algunas pinturas: en un cuarto intencio­nalmente oscurecido, un angosto rayo de Sol penetra a través de un agu­jero en la cortina. Un joven y apuesto New­ton sostiene un prisma que intersecta la trayectoria del rayo de luz. El mila­gro ocurre; del otro lado del prisma surge, transfigurado, el rayo de Sol que de originalmente blanquecino se ha transformado en un abanico de colores, en un pequeño arco iris artificial.

Por supuesto, el mérito de New­ton no fue jugar con un prisma y la luz del Sol para producir pequeños ar­cos iris, efecto conocido desde siglos atrás, sino ofrecer una explicación de lo que observaba. Newton propuso que la luz no era simple y homogénea, co­mo se creía hasta entonces, sino que estaba compuesta de distintos colores y que el prisma los afectaba de di­ferentes ma­neras, desviándolos en diversos án­­gu­los y permitiéndonos así distinguir uno del otro. Al abanico de colores que se formaba al pasar un rayo de luz por un prisma, Newton lo bautizó con el nombre de espectro. Al atravesar el pris­ma, de acuerdo con su longitud de onda —o su color—, la luz se desvía un ángulo diferente, con el violeta desviándose más que el azul, éste más que el verde y así sucesivamente.

El color de las estrellas

Para el astrónomo, el color de una es­trella proporciona información sobre su temperatura. En una primera apro­ximación, las estrellas emiten como un cuerpo negro, siguiendo la ecuación de Planck —la cual relaciona la energía y la frecuencia. La radiación de cuerpo negro tiene su máximo en una longitud de onda que va inversamente como la temperatura del cuerpo —relación que es conocida como la ley de Wien. De este modo, las es­tre­llas rojas son relativamente frías, mien­tras que las azules lo son calientes. La estrella Antares, que tiene una temperatura superficial de 3 400 grados Kelvin, es roja, mientras que la estrella Spica, con una temperatura superficial de 23 000 grados Kelvin, es azul. Nuestro Sol, cuya temperatura superficial es de 5 800 grados Kelvin, es intermedio entre las dos anteriores, se ve amarillo. En realidad, la mayoría de las estrellas en el cielo sim­plemente se ven blancuzcas, porque la luz que nos llega es muy poca, insuficiente para excitar los conos de la retina —que son los fotorreceptores sensitivos al color— y sólo excita los bastones, que no son sensitivos al color. Ca­si todas las estrellas se ven así por la misma razón que aquello que dice el refrán: “de noche, todos los gatos son pardos”.

Por supuesto, los astrónomos po­de­mos medir con bastante exactitud la forma del espectro de emisión de las estrellas y determinar la temperatura con precisión, pero el color por sí solo nos da una idea. Es interesante que esta relación entre el color y la temperatura era conocida y utilizada desde hace mucho por los herreros y forjadores de metales que la empleaban para estimar a ojo la temperatura del metal que estaban calentando. En este contexto, cuando un astrónomo ha­bla de una estrella azul quiere decir una caliente y cuando habla de una ro­ja, es una fría.

Recientemente se descubrió un nue­vo tipo de cuerpos que están entre las estrellas y los planetas. Son muy fríos en el contexto de la astronomía estelar —tienen temperaturas de apenas alrededor de 1 000 grados Kelvin— y se les bautizó como enanas marrón —en inglés brown ­dwarfs. Lo de enanas es por su tamaño relativamente pequeño y lo de marrón porque a su temperatura casi no emiten luz visible y se verían oscuras. Si bien estos cuerpos, más grandes que los planetas y más pequeños que las estrellas, al inicio de su vida pueden tener procesos termonucleares en su interior —como lo hacen las estrellas normales—, no logran mantenerlos y después se comportan casi como planetas, sin fuente propia de energía. En Mé­xico, en ocasiones las llamamos ena­nas cafés, pero para no confundir el color con la bebida, quizá el término marrón sea más apropiado. Por otra parte, con lo de que “de noche, todos los gatos son pardos”, quizá las deberíamos de llamar enanas pardas —lo cual creo que es el caso en algunos paí­ses de habla castellana.

Entonces, si un cuerpo es muy frío o muy caliente, por la ley de Wien emi­tirá la mayor parte de su radiación elec­tromagnética fuera del inter­valo de los colores tradicionales y será invisible para nosotros o al menos, muy difícil de detectar. Si es muy frío será más rojo que el rojo y si es muy caliente, más violeta que el violeta. ¿Có­mo llamarle a estos colores invi­sibles?

El espectro electromagnético

Podemos pensar en la parte visible del espectro electromagnético como en un piano. Del lado izquierdo están los sonidos graves, de longitud de onda larga —que equivaldrían al rojo— y del derecho están los sonidos agudos, de longitud de onda corta —que re­presen­tarían el azul. Imaginemos ahora que el piano se extiende infinitamente, tan­to hacia la izquierda como hacia la derecha. Al apretar las te­clas que están más allá de las del piano normal, ya no captaríamos los sonidos por encon­trarse fuera del intervalo de audición del oído humano. Lo mismo pasa con la radiación electromagnética. El ojo humano sólo per­cibe la parte visible, pero construyen­do los detectores adecuados se puede captar y detectar el resto del espectro electromagnético.

Como era de esperarse, fueron as­tró­nomos y físicos los que descubrieron los colores invisibles que colindan con el intervalo de radiación visible. En 1799, el astrónomo británico Sir Wi­lliam Herschel realizó unos sencillos experimentos que indicaban la exis­tencia de radiaciones invisibles. Luego de haber formado un espectro con la luz solar, Herschel tomó un ter­mómetro y lo fue colocando en la zo­na de cada uno de los colores, la tem­pe­ra­tura subía al absorber la energía con­tenida en la luz solar, aumentaba al ir hacia el extremo rojo del espectro. Con una brillante intuición, Hers­chel colocó el termómetro antes del color ro­jo, donde no llegaba luz visible. La co­lumna de mercurio se elevó aún más que en el rojo. Entonces, ha­bía una forma de energía invisible an­tes de este color. A esta radiación se le lla­ma infrarroja, por encontrarse por de­bajo del rojo.

Al año siguiente, en 1800, Johann Wilhelm Ritter descubrió que también había una radiación invisible más allá del otro extremo del espectro vi­si­ble. Esta nueva radiación tenía el po­der de ennegrecer el cloruro de pla­ta de las placas fotográficas de antaño, con ma­yor efectividad que la luz visible. ¿Cómo bautizar este nuevo co­lor? Ra­diación ultravioleta, desde lue­go, por encontrarse más allá del color vio­leta.

Por conveniencia y tradición, en la actualidad se acostumbra dividir el espectro electromagnético en seis ban­das, que en orden decreciente de longitud de onda son: radio, infrarrojo, vi­sible, ultravioleta, rayos X y rayos ga­ma. Estas ondas tienen propiedades muy similares —por ejemplo, están descritas por las ecuaciones de Max­well y, en particular, todas viajan a la velocidad de la luz— pero difieren en su longitud de onda.

Por supuesto, la más familiar de las bandas del espectro electromagné­tico es la de la luz visible. Pero las ra­dia­ciones invisibles cada vez son más comunes por la aplicación de la tecno­logía en la vida diaria. Todos tenemos aparatos que captan ondas de radio, y las aplicaciones médicas de los rayos X y los rayos gama también nos son familiares. Los hornos de microondas utilizan ondas de radio para ca­len­tar los alimentos. Las ondas ultravioletas del Sol son las que broncean nuestra piel. La radiación infrarroja es de utilidad en ciertos tratamientos de rehabilitación médica. Los colores invisibles de Herschel, Ritter y Max­well son ya parte de nuestra vida diaria e inclusive han encontrado múltiples aplicaciones prácticas.

Las rayas espectrales

Además de la emisión de banda ancha que caracteriza un cuerpo negro, los átomos y moléculas que hay en los astros emiten y absorben radiación elec­tromagnética a longitudes de onda muy bien definidas, produciéndose las rayas espectrales que son general­mente muy angostas en el intervalo de lon­gitud de onda en el que están pre­sen­tes. Por ejemplo, el átomo de calcio tiene dos rayas espectrales a 0.39685 y 0.39337 micras en la zona del color violeta. Otra raya espectral muy im­por­tante proviene del hidrógeno y está a 0.65628 micras en el rojo. También hay rayas espectrales de importancia para la astronomía fuera del intervalo visible. A 1.3483 centímetros, en la ban­da de radio, está la línea del vapor de agua, y en todas las bandas encontramos rayas espectrales que proporcionan información de la composición química y de las condiciones físicas —como temperatura, densidad o grado de ionización— de los objetos estudiados. Como estas lon­gitudes de onda son tan precisas, la presencia de rayas usualmente nos dice inequívocamente que tal o cual elemento está pre­sente en el astro es­tudiado.

Corrimiento Doppler

Pero la situación de las rayas espectra­les se complica cuando consideramos que los astros tienen movimientos re­lativos a la Tierra, en ocasiones de muy alta velocidad. Por el efecto Dop­pler, si un cuerpo se acerca a nosotros, la lon­gitud de cualquier onda que emita —sea radiación electromagnética o so­nido— se acorta, mientras que el efec­to contrario se presenta si el cuerpo se aleja de nosotros. Entonces, una on­da que tiene un color en el marco de referencia del cuerpo que la emite, pue­de verse de otro color por un observador en reposo. Los astrónomos decimos que la radiación “está corrida al rojo” si el cuerpo se aleja de nosotros, o bien, “corrida al azul” si se acerca.

Esta designación se emplea aun cuan­do nos refiramos a ondas fuera del intervalo visible, donde en realidad su uso no tiene sentido. Si estudia­mos ondas de radio, decir que una raya es­pectral está corrida al rojo, significa que tiene una longitud de onda ma­yor que la que mediríamos en el mar­co de referencia del emisor. Es la con­vención, aun cuando una señal de ra­dio “corrida al rojo” —del espectro visible— tendría en principio una lon­gitud de onda más corta que la que mediríamos en el marco de referencia del emisor. Una de tantas inconsistencias con las que vivimos todos los científicos.

En 1929, el astrónomo estaduni­den­se Edwin Hubble comenzó a estudiar las galaxias externas a la nuestra. La luz que de ellas nos llega es la suma de la luz individual de muchísimas estrellas, lo cual confirma que son cuerpos celestes similares a nuestra Vía Láctea. Pero pronto quedó claro que tenía una característica extraña: estaba sistemáticamente corrida al ro­jo. De estas observaciones del cambio de color de la luz de las galaxias de­rivó uno de los descubrimientos más grandes de la humanidad, el que el Uni­verso está en expansión, de modo que las galaxias se alejan las unas de las otras.

El hecho de que el movimiento re­lativo entre el objeto emisor y el ob­ser­vador cambia el color de lo emitido queda bien reflejado en la novela Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon, donde el protagonista inicia un viaje interestelar a gran velocidad y nos dice: “Al cabo de un rato, noté que el Sol y todas las estrellas vecinas eran rojas. Las del polo opuesto del cie­lo eran en cambio de un frío azul. En­ten­dí rápidamente el extraño fenó­me­no. Yo estaba viajando aún, y viajando a tal velocidad que la luz misma no era indiferente a mi paso. Las ondas de los astros que quedaban atrás tarda­ban en alcanzarme. Me afectaban por lo tanto como pulsaciones más lentas que lo normal y las veía como rojas. Las que venían a mi encuentro, en cam­bio, se apretaban y acortaban y eran visibles como una luz azul”.

Por cierto, Stapledon comete el pe­queño error de asociar el azul con lo frío —“de un frío azul”—, cuando en realidad es lo opuesto, lo caliente.

Un caso extremo de corrimiento al rojo lo presenta la llamada radiación cósmica de fondo. Cuando se pro­du­jo, hace 13 700 millones de años, el Uni­verso estaba a 3 000 grados Kelvin y la longitud de onda típica de esta radia­ción era como de una micra. Por la ex­pansión del Universo, ahora la de­tec­tamos con longitudes de onda típicas de un milímetro, es decir, mil veces ma­yor que la original. Hoy, la ra­dia­ción cósmica de fondo tiene la forma prácticamente perfecta de un cuerpo negro con temperatura de 2.725 grados Kelvin, pero su temperatura original era mil veces mayor.

La primera de las astronomías invisibles

Hace un siglo, en 1901, prácticamente todo el conocimiento astronómico provenía de la observación de la luz visible que emiten los astros. Durante el siglo xx ocurrió una ampliación dra­mática en nuestra capacidad para estudiar el Universo gracias a la ob­serva­ción en las otras cinco bandas, hasta entonces inexploradas, del espectro electromagnético.

La exploración del Universo en las bandas invisibles la inició Karl Gu­the Jansky en la década de los treintas. Na­cido en 1905, en el estado de Okla­ho­ma de los Estados Unidos, en el se­no de una familia de raíces europeas —su padre era de origen checoeslova­co y su madre, francés e inglés—, Jans­ky estuvo desde su niñez inmerso en una atmósfera con marcadas in­fluen­cias científicas y de ingeniería. Se reci­bió de físico en 1927 en la Universidad de Wisconsin y al año siguiente empezó a trabajar en los importantes laboratorios Bell, en sus instalaciones de Cliffwood, New Jersey. Su jefe, Ha­rald Friis, de inmediato le enco­mendó trabajar en el problema de la estática que se recibía en las bandas de radio y que dificultaba la comunica­ción trasatlántica. En aquel entonces esos laboratorios eran la institución encargada de la investigación de la com­pañía de teléfonos Bell y trataban de entender por qué había estática que interfería con las comuni­ca­cio­nes radiotelefónicas entre América y Europa. Obviamente, era un área con gran futuro comercial y había gran in­terés en dominarla tecno­ló­gi­ca­mente.

Para investigar el problema, Jans­ky construyó una antena con su respectivo sistema de recepción que cap­taba ondas electromagnéticas con longitud de onda de 15 metros. La an­te­na de Jansky tenía una importante ca­racterística: estaba montada sobre una estructura que podía girar como un carrousel y que le daba la capacidad de apunte. Es decir, Jansky podía de­terminar de qué región del horizon­te provenían las señales que recibía. Pron­to notó que una importante fuen­te de estática eran las tormentas eléctricas, tanto las cercanas como las lejanas. En efecto, todos hemos tenido la experiencia de que los relámpagos producen un ruido en un receptor co­mercial de radio.

Pero además de esta interferencia de origen natural y terrestre Jansky de­tectaba, como luego reportaría por escrito, “una estática constante, como un siseo, cuyo origen es desconocido”. Con la tenacidad que lo caracterizaba, continuó estudiando el problema has­ta que pudo determinar que la mis­teriosa estática alcanzaba su mayor intensidad cuando su antena apun­ta­ba hacia cierta región en el cielo. Era el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea.

Jansky reportó su descubrimiento el 27 de abril de 1933 en una po­nen­cia titulada “Perturbaciones eléctricas de origen aparentemente extraterrestre”, la cual presentó en una sesión de la Unión Internacional de Radiociencia en Washington. Si bien estos resultados no despertaron gran interés ahí —en una carta a su padre, Jans­ky se queja de que el auditorio esta­ba somnoliento—, el departamento de pren­sa de los Laboratorios Bell pre­paró un resumen que hizo llegar a los más importantes periódicos, y así a los pocos días, el 5 de mayo de 1933, uno de los encabezados del New York Times decía: “Ondas de radio provenientes del centro de la Vía Láctea”, seguido del resumen. Uno hubiera es­perado que esta noticia despertara gran interés en la comunidad as­tro­nó­mica de la época, pero no fue éste el caso. Los astrónomos de entonces estaban familiarizados con las propiedades de la luz, con los telescopios y las placas fotográficas, pero se sentían totalmente incómodos en un medio en el que se hablaba de on­das de radio, antenas y receptores. Ade­más, por ra­zones ajenas a su con­trol, Jansky tuvo que abandonar esta área de investigación. A pesar de su insistencia en continuar trabajando en el problema de la “estática estelar”, su jefe le encargó otras tareas. Después de todo, Jansky había cumplido en identificar el origen de las distintas formas de es­tática que dificultaban las telecomuni­caciones y Friis pensó que no corres­pondía a ellos, prácticos ingenieros de una compañía telefónica en medio de la gran depresión, el continuar dedicando re­cursos a un problema que tenía carac­terísticas de pertenecer a la ciencia pura.

Pero la semilla ya estaba sembrada y pronto germinó. Al final de la se­gunda guerra mundial, con equipo de radar de desecho, grupos de in­ves­ti­ga­dores en Inglaterra, Holanda, Aus­tra­lia, la Unión Soviética y Canadá, en­tre otros países, comenzaron a construir radiotelescopios y a refinar lo que Jans­ky había iniciado. Ahora, la ra­dio­astronomía es un área importante de la astronomía e inclusive se han en­tregado tres premios Nobel en física a radioastrónomos. En 1974, lo re­ci­bieron Antony Hewish y Martin Ryle por el descubrimiento de los pul­sares —el primero— y por el desarrollo de la técnica de síntesis de apertura —el segundo. En 1978, les tocó a Robert W. Wilson y Arno Penzias por el des­cu­brimiento de la radiación cósmica de fondo. Finalmente, en 1993 lo reci­bieron Russell A. Hulse y Joseph H. Taylor Jr. por el descubrimiento del pulsar binario, lo cual ha permitido po­ner a prueba ciertas predicciones de la relatividad general.

En una primera aproximación, la radioastronomía es la astronomía del Universo frío —recordemos la ley de Wien. Fenómenos como las nubes mo­leculares y el polvo cósmico nos proporcionan información de com­po­nen­tes muy fríos del Cosmos. En general, los procesos de formación de galaxias y de estrellas inician en regiones frías y la radioastronomía ha brindado información muy valiosa. Hay fenómenos de muy alta energía que emiten fuerte­mente en ondas de radio. Quizá el me­jor ejemplo sea la radiación sin­cro­tró­nica, que se produce cuando elec­trones moviéndose a velocida­des relativistas en un campo magnético emiten copiosamente ondas de radio. Este tipo de radiación ha permitido estudiar objetos como las radiogalaxias, los pulsares y distintos ti­pos de estrellas.

La astrofísica de altas energías

Después de la segunda guerra mundial, hubo gran interés en comenzar a explorar astronómicamente las regiones de altas energías del espectro, ¿emi­tirían los astros rayos x y rayos gama? Del considerable conocimiento acumulado en los inicios del siglo xx, que­daba claro que las estrellas más o menos normales como el Sol, no serían fuentes significativas de rayos x o gama puesto que prácticamente emiten casi toda su energía en el infra­rrojo, visible y ultravioleta. Para que hubiera una astronomía de altas ener­gías, tendría que haber en el Universo astros de naturaleza distinta a los que entonces se conocían.
 
Una limitante crucial al estudio en las otras bandas del espectro elec­tromagnético es que la atmósfera sólo es transparente —o sea, deja pa­sar— para la luz, parte del infrarrojo y las ondas de radio, pero es opaca —o sea, no deja pasar— para las otras ra­dia­cio­nes.

Entonces, no es fortuito que la se­gunda astronomía en desarrollarse fue­ra la radioastronomía, porque como la astronomía visible, se puede rea­lizar desde la superficie de la Tierra. Pa­ra observar el Universo en las otras radiaciones era necesario elevarse por encima del manto protector de nuestra atmósfera. La astrofísica de altas energías tuvo que esperar el desarrollo de la tecnología espacial para poder realizarse.

En 1960, un grupo de estadounidense encabezado por Riccardo Giacconi, Herbert Gursky, Frank Paolini y Bruno Rossi envió un cohete que por unos minutos estuvo por encima de la atmósfera terrestre y que trataría de detectar rayos x provenientes de la Luna. Habían supuesto que la Luna podría absorber y reemitir parte de los rayos x que le llegaban del Sol. Para su gran sorpresa, detectaron una fuen­te muy intensa de rayos x en la constelación del Escorpión, en una po­sición distinta a la de la Luna. Esta fuen­te era mucho más intensa de lo que es­peraban que fuese la Luna. Más aún, seguramente se encontraba fuera del Sistema Solar y esto quería decir que la fuente era intrínsecamente muy luminosa en los rayos x. De hecho, si suponían que el objeto emisor de rayos x era una estrella colocada en el centro de nuestra Galaxia, resul­ta­ba ser cien millones de veces más in­tensa en los rayos x que nuestro Sol. Varios grupos comenzaron a lanzar co­he­tes con detectores de rayos x, encon­trando algunas nuevas fuentes, pero el verdadero alcance e im­por­tan­cia de la astronomía de rayos X sólo que­dó claro con la construcción del pri­mer satélite dedicado a los rayos X, el cual fue puesto en órbita el 12 de diciembre de 1970 y se le bautizó con el nombre de uhuru. La misión de es­te satélite duró poco más de dos años —pasado cierto tiempo, los fluidos que lleva el satélite para distintos usos se agotan y la electrónica comienza a fallar y el satélite “muere” quedando en silenciosa órbita alrededor de la Tierra—, al final de los cuales produjo un ca­tálogo de más de 300 fuentes cósmi­cas de rayos X. La mayoría caía en una de las cuatro categorías siguien­tes: 1) sistemas de estrellas binarias, 2) remanentes de supernova, ambos ti­pos de objeto en nuestra Galaxia, 3) las llamadas galaxias activas y 4) los cúmulos de galaxias. Si bien los cuatro tipos de objetos se conocían con an­terioridad, la presencia de emi­sión de rayos X reveló nuevas facetas de ellos. En todos, la emisión de rayos x provie­ne de gas que se ha calen­tado, por dis­tintos procesos, a tempe­ra­turas enor­mes, de decenas de millones de grados Kelvin o más.
 
En 2002, Riccardo Giacconi recibió 50% del premio Nobel de física por su papel en el descubrimiento de fuentes cósmicas de rayos x. En realidad, en este caso el premio reconocía la la­bor de cientos, si no es que miles, de personas que creyeron en Giacconi y que trabajaron por décadas con él en la construcción de enormes y costosos satélites, verdaderos observatorios en órbita, que permitieron esos descubrimientos.

En la actualidad, existe investigación astronómica en todas las ventanas del espectro electromagnético y gracias a estos colores invisibles, sabe­mos que el Universo es mucho más di­verso e interesante de lo que se creía hace unas décadas. Con el conoci­mien­to cada vez más detallado de la radiación electromagnética que proviene del Cosmos, la astronomía comienza a volver los ojos hacia dife­rentes formas de energía, como los neutrinos y la radiación gravitacional, para continuar avanzando en el en­ten­dimiento de nuestro Universo.
Luis Felipe Rodríguez
Centro de Radioastronomía y Astrofísica
Universidad Nacional Autónoma de México
Luis Felipe Rodríguez es físico por la Facultad de Ciencias de la unam y Doctor en Astronomía por la Universidad de Harvard. Es el iniciador en nuestro país de la radioastronomía y autor de numerosos trabajos científicos y de divulgación. Actualmente es Director del Centro de Radioastronomía y Astrofísica de la unam, en el campus de Morelia, Michoacán.
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como citar este artículo

Rodríguez, Luis Felipe. (2007). Los colores invisibles de la astronomía. Ciencias 85, enero-marzo, 40-48. [En línea]
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