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El regreso del caballo: lo macro y lo micro en la evolución
 
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Héctor T. Arita
   
               
La vida solo puede entenderse
viendo hacia atrás,
pero debe vivirse
hacia adelante.
Soren Kierkegaard
 
 
La Rabona vaciló al sentir el suave pi­so de los arenales de
Centla. El con­fi­na­mien­to y la falta de ejercicio habían he­cho mella en aquella yegua rucia y el resto de los caballos que venían en la nave. Después de todo, el viaje por mar desde Cuba había sido largo, es­pe­cial­mente para esos nerviosos ani­ma­les de guerra. Finalmente, luego de acos­tum­brar­se de nuevo al terreno fir­me, la Rabona y sus compañeros corrían ágil­men­te por las extensas pla­ni­cies de la desembocadura del río Grijalva. Era la tarde del 24 de marzo de 1519 y por primera vez en más de 10 000 años la tierra mexicana se cubría de huellas de caballo.

Al día siguiente, los dieciseis ca­ba­llos que formaban parte del ejército de Hernán Cortés desempeñaron un pa­pel central en la batalla de Centla, la pri­me­ra escaramuza que el extremeño tuvo en su extraordinaria aventura mi­li­tar que culminó un par de años des­­pués con la caída del imperio mexica. Las huestes de Cortés, en número de unos 500, enfrentaron a un contin­gen­te de más de 10 000 mayas chontales. Cuando la batalla parecía perdida apa­re­ció la caballería “y aquí —relata Ber­nal Díaz del Castillo— creyeron los in­dios que el caballo y el caballero eran todo uno, como jamás habían visto ca­ba­llos”. El efecto fue espectacular y dra­má­ti­co. Los dieciseis jinetes causaron tal daño al ejército local que algunos sol­da­dos juraron haber visto al propio Apóstol Santiago comandando la ca­ba­lle­ría. “Lo que yo entonces vi y conocí”, escribe en cambio el realista Díaz del Castillo, “fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, y venía junta­men­te con Cortés.” En poco tiempo, los guerreros indios huyeron despa­vo­ri­dos y Cortés había ganado la primera de muchas batallas en las que los ca­ba­llos fueron protagonistas.

Los primeros corceles españoles lle­ga­ron al Nuevo Mundo en el se­gun­do viaje de Cristóbal Colón y todavía en el momento de la expedición de Cor­tés estaban confinados a La Espa­ño­la y Cuba y se contaban entre los bie­nes más caros en las incipientes co­lo­nias españolas. “En aquella sazón […] no se podía hallar caballos ni negros si no era a peso de oro”, explica Díaz del Castillo. En la Probanza de Villa Se­gu­ra se asienta que Cortés había com­pra­do una yegua por 70 pesos de oro y 150 puercos a un peso y dos reales ca­da uno. Otras partes del documento afir­man que Cortés había desembol­sa­do entre 450 y 500 pesos por cada uno del resto de los caballos, pero sólo ha­bía gastado 600 pesos para el sueldo de todos los marineros y 200 para el del piloto mayor, Antón de Alaminos. ¿Por qué eran los caballos tan apreciados?

Para contestar la pregunta basta leer las narraciones de la conquista de América. En cualquier batalla en terreno abierto la presencia de unos po­cos soldados a caballo era suficiente pa­ra derrotar contingentes de miles de guerreros nativos. En México, Cortés y sus 500 españoles lograron vencer a un ejército de 20 000 tlaxcaltecas, quie­nes posteriormente resultaron inva­lua­bles aliados del conquistador. En Pe­rú, Pizarro logró la captura de Ata­hual­pa en Cajamarca con un puñado de españoles y en contra de 30 000 ele­mentos de la crema y nata del ejército inca. Sin duda los españoles tuvieron una ventaja tecnológica con sus es­pa­das y armaduras de hierro y con sus pri­mi­ti­vas armas de fuego, pero es in­ne­ga­ble el papel protagónico del ca­ballo en la conquista de América.


Gracias a la meticulosidad de Bernal Díaz del Castillo sabemos que ade­más de la Rabona venían con Cortés otros quince caballos, desde el corcel de Cristóbal de Olid, castaño oscuro y “harto bueno”, hasta el de Baena, un ejem­plar overo que “no salió bueno pa­ra cosa alguna”, y el de Cortés, un cas­ta­ño zaino que posteriormente murió en San Juan de Ulúa. Esta variedad en las complexiones, la llamada “capa” —el color del pelaje— y el tempera­men­to de los caballos es un reflejo de la diversidad de formas comprendidas dentro de la categoría genérica de “ca­ba­llo ibérico”, que incluye una gran va­rie­dad de formas, entre las que se en­cuen­tran las famosas razas lusitana y andaluza.
 
Tanto entre las especies silvestres como entre las domesticadas, la única manera de comprender la diversidad presente es estudiando el pasado. La com­bi­na­ción de especies de mamíferos nativos de México, por ejemplo, só­lo puede explicarse entendiendo tanto el contexto temporal y geográfico de la evolución de la clase Mammalia en el Nuevo Mundo como el escenario am­bien­tal contemporáneo. La presencia con­jun­ta de tlacuaches, que son mar­su­pia­les de origen sudamericano, con coyotes, que son carnívoros de origen norteamericano, únicamente puede ex­pli­car­se por medio del estudio de la historia evolutiva de los dos grupos. Sabemos que Norteamérica y Suda­mé­rica fueron continentes separados por millones de años y que la evolución de sus faunas de mamíferos siguió de­rroteros diferentes. Hace casi tres mi­llo­nes de años, sin embargo, se cerró el istmo de Panamá, creando un puente terrestre que permitió lo que se co­no­ce como el “gran intercambio biótico ame­ri­ca­no”. Así es como actualmente en los Andes podemos encontrar llamas, pecaríes, jaguares y zorros, todos ellos formas norteamericanas, y monos, tlacuaches, ratas espinosas y ar­ma­dillos, de origen sudamericano, en algunas partes de México.

En el caso de las especies domes­ti­ca­das, es necesario además in­cor­po­rar la historia humana. Las diferen­tes ra­zas de perros, que varían enorme­men­te en tamaño, forma y comporta­mien­to, son el resultado de la selección artificial ejercida por seres hu­ma­nos deseosos de poseer pe­rros cada vez más ap­tos pa­ra la cacería, para cuidar los hogares, para acom­pañar y divertir, o en algunos casos hasta para servir como ali­men­to. De todas maneras, el origen último de la diversidad genética que ha per­mi­ti­do esa diversificación de for­mas pe­rru­nas se encuentra en la historia evo­lu­ti­va de los cánidos, par­ticu­lar­men­te en la de los lobos, especie a partir de la cual, con toda seguridad, evo­lucionó el perro moderno. La his­to­ria evolutiva de los caballos, inclu­yen­do la de los die­ci­seis corceles de Cortés comienza, iró­ni­ca­men­te, en Norteamé­rica hace 55 mi­llo­nes de años.
 
El origen de los caballos

La Tierra era un planeta muy dife­ren­te a principios del Eoceno, hace unos 55 millones de años. El clima en las zo­nas ecuatoriales era tal vez semejante al actual, pero el planeta en su totalidad era mucho menos frío de lo que es aho­ra. Como lo ha señalado Christopher Scotese, en aquella época había coco­dri­los en los pantanos cer­canos al ­Po­lo Norte y palmeras en el sur de Alas­ka. En los bosques cálidos de Norteamé­ri­ca y Eurasia surgieron los ancestros de los caballos. Se tra­ta­ba de unos ma­mí­fe­ros pequeños que tradicional­men­te han sido comparados en tamaño con un fox terrier, por razones históricas que Stephen Jay Gould examinó con lu­jo de detalle en uno de sus famosos en­sa­yos. También por razones his­tó­ri­cas, y siguiendo las estrictas reglas de la no­menclatura taxonó­mi­ca, estos ca­ba­llos ancestrales han perdido su bello nombre de Eohippus (algo así como caballo del amanecer) y son oficialmente cono­ci­dos como Hyracotherium (bestia pare­cida a un hyrax, que es el nombre cien­tífico de los damanes, unos pequeños m
amíferos del norte de África).

Si pudiéramos toparnos con un ejem­plar vivo de Hyracotherium, di­fí­cilmente lo asociaríamos con un ca­ba­llo. Medían unos 60 centímetros de largo y 20 de altura, tenían cuatro de­dos en las patas delanteras y tres en las traseras y poseían dientes pequeños y planos que sugieren que la dieta consistía en hojas suaves. Hay que re­cor­dar que los caballos actuales son mucho más grandes, tienen un solo de­do en cada pata, que terminan en la pezuña, y poseen grandes y com­ple­jos dientes especializados que les per­miten procesar pastos duros.

La transición de los primitivos Hy­ra­cotherium a los caballos modernos ha sido empleada desde principios del si­glo XX como un ejemplo de macro­evo­lu­ción direccional. Macroevolución es el proceso evolutivo que tiene lugar en las especies y en categorías su­pe­rio­res (géneros, familias, etcétera), y que ge­ne­ralmente ocurre en inter­va­los de tiempo de cientos de miles o millones de años. Una famosa ilus­tra­ción de Tho­mas Huxley, basada en da­tos del paleontólogo O. C. Marsh, que presenta “la evolución del caballo” desde Hy­ra­co­the­rium hasta el ca­ba­llo moderno ha sido reproducida en incontables li­bros de texto. La figura muestra los cam­bios en tamaño (des­de el pequeño Hy­ra­cotherium hasta los caballos ac­tua­les), en el número y largo de las pa­tas (des­de tres y cuatro dedos hasta un so­lo dedo en cada pa­ta) y en la denta­­­dura (desde dientes pe­queños y planos has­ta grandes dien­tes con complejos pa­tro­nes). La figura implica un tipo de evo­lu­ción lineal, con una dirección de­ter­mi­na­da, como si el proceso tuviera un destino final de­fi­nido desde el prin­ci­pio. En este es­que­ma, el caballo ac­tual representa al­go así como la cús­­pi­de de la evolución de la estirpe.
 
Algunos tipos de capas de caballo
Alazán
De color canela
Appaloosa
De color blanco o claro con manchas oscuras
Bayo
De color pardo claro con raya dorsal y, en ocasiones, con marcas tipo cebra
Castaño
De color pardo
Morcillo
De color negro con tintes rojizos
Overo
De color durazno
Palomino
De color rojizo claro, con la crin y cola más clara
Rucio
De color pardo claro, blanquecino o canoso
Zaino
De color oscuro, sin ningún otro color
 
 
La interpretación actual de “la evo­lu­ción del caballo” es muy distinta. El registro fósil, uno de los más completos entre todos los mamíferos, muestra un proceso mucho más complicado y errático que el de la figura de Huxley. A lo largo de 55 millones de años de ma­cro­evolución de los équidos han apa­re­cido muchísimas ramas dife­ren­tes, la gran mayoría de las cuales se ha extinguido. En total, Bruce Mac­Fad­den calcula que se conoce algo así como 36 géneros y unos pocos centenares de es­pecies en el registro fósil de los équidos. Esta diversidad pasada contrasta con la presente. En la actualidad exis­te solamente un género (Equus), re­pre­sen­ta­do por ocho especies (el caballo y varias especies de cebras y asnos). El caballo no es la cúspide de la evolución de su grupo sino simplemente uno de los últimos sobrevivientes de una estir­pe que otrora fue mucho más diversa.
 
 
Gran parte de la evolución de los équi­dos se dio en Norteamérica, y alcanzó su pico de diversidad en el Mio­ce­no tardío, hace unos 10 millones de años. En esos tiempos, Norteamérica estaba cubierta de extensas sabanas muy parecidas a las que ahora existen en África Oriental. La variedad de ma­mí­fe­ros de talla gran­de en esas sabanas rivalizaba también con la fauna del África actual, aunque el reparto de per­so­na­jes era muy diferente: en lugar de elefantes había mastodontes y existían diversas especies de rinocerontes de di­ferentes tamaños, inclu­yen­do formas semiacuáticas muy pa­recidas a los hi­po­pó­tamos actuales; el papel de las jira­fas era representado por camellos gi­gan­tes de largo cuello y con alturas de hasta seis metros; los pecaríes reali­za­ban la función de los ja­balíes africanos y el papel de los gran­des depredadores era desempeñado por osos, coma­dre­jas de gran tamaño y unos carní­vo­ros llamados borofaginos, semejantes a las hienas actuales. Una de las dife­ren­cias más significativas, empero, era la au­sencia de antí­lopes, muy carac­te­rís­ti­cos de las sa­ba­nas africanas con­tem­po­rá­neas y, en su lugar, la Nortea­mérica del Mioceno era el hogar de una gran diver­sidad de camélidos (llamas y camellos), be­rren­dos y caballos, de los que se sabe que coexistían hasta do­ce especies en el mis­mo sitio al mismo tiempo.

¿Qué fue de esa impresionante di­ver­si­dad de caballos norteamericanos? Los grandes cambios climáticos que acom­pa­ña­ron el final del Mioceno y el comienzo del Plioceno, hace unos cin­co millones de años, marcaron el fi­nal de las grandes sabanas ameri­ca­nas y fueron el preám­bu­lo a la desaparición del li­naje de los caballos en el con­ti­nen­te Americano. En un postrer des­tello, al­gu­nas especies de équidos lo­gra­ron invadir Sudamérica, pero se extin­guieron al poco tiempo. Otra ra­ma emigró a Eurasia y de ahí a África y dio origen a los caballos, cebras y as­nos ac­tuales. Mientras tanto, en Nor­tea­mé­ri­ca, unas pocas especies se afe­rra­ron a la existencia, hasta que finalmente se extinguieron al final del Pleistoceno, ha­ce unos 11 000 años.

Existe evidencia clara de que los pri­me­ros habitantes humanos de Nor­tea­mérica conocieron los caballos. De he­cho, una de las teorías que existen pa­ra explicar la extinción de los grandes ma­míferos pleistocénicos es la ca­ce­ría des­medida por grupos humanos, aunque seguramente los cambios cli­má­ti­cos ju­ga­ron también un papel pre­pon­de­ran­te. En la gruta de Loltún, las investiga­cio­nes pioneras de Ticul Ál­va­rez y los trabajos más recientes de Joa­quín Arro­yo han mostrado que ape­nas hace unos cuantos miles de años la pe­nín­sula de Yucatán contaba entre su fau­na no só­lo con caballos pleisto­cé­ni­cos, sino con perezosos gigantes y mas­to­don­tes. De cualquier manera, pa­ra cuan­do los con­quistadores es­pa­ño­les desembarcaron en Cozumel, los cas­cos de los caballos nativos habían ­de­ja­do de hollar la tie­rra americana ­desde ­ha­cía miles de años. Por ello, los in­dios de lo que aho­ra es México desconocían por com­pleto a “aquellos ‘cier­vos’ que traen en su lo­mo a los hombres”, como los des­­cri­­bie­ron los indígenas in­for­man­tes de Saha­gún. De hecho, en Mesoa­mé­­ri­ca los úni­cos animales do­mes­ti­­ca­dos fue­ron el perro y el pavo, am­bos cria­dos pri­mor­dialmente como fuente de alimen­to. No existían ni bes­tias de ­tiro ni mu­cho menos animales entre­na­dos para la guerra, como los 16 cor­celes que lle­garon con los conquis­ta­do­res y que sem­braron el terror en­tre los indios.


Orígenes del caballo moderno

Mientras en Norteamérica el linaje de los caballos estaba en franco declive, el grupo que invadió Eurasia experi­­men­to la última gran radiación evo­lu­ti­va ­ha­ce unos tres millones de años, de acuer­do con datos del reloj molecu­lar. La ra­dia­ción dio origen a dos clados prin­ci­pales: el del caballo moderno y varias es­pe­cies silvestres pleistocénicas, y otro que incluye todas las cebras y asnos sil­vestres. No está muy claro el con­tex­to geográfico de esta ra­diación, ya que la mayor parte de las especies silvestres están actualmente restringidas a Áfri­ca, pero seguramen­te las formas an­ces­tra­les habitaron principalmente las llanuras de Asia Central.

En Eurasia, el caballo fue amplia­men­te conocido por los seres humanos, al menos desde hace unos 30 000 años. Como evidencia de esa interacción existen preciosas representaciones de caballos al galope en muchos de los sitios con pinturas rupestres. Tam­bién hay, por supuesto, huesos fosili­za­dos de estos animales, mezclados con herramientas humanas, algunos mos­trando marcas de tales instrumentos. A pesar de la cercana interacción de los humanos y los équidos es muy poco pro­bable que haya habido intentos por domesticar el caballo en el Paleolítico, es decir, hace más de 11 000 años.

La evidencia arqueológica ha apun­tado siempre a que la domesticación del caballo debió suceder hace unos 4 000 o 5 000 años en la región central de Asia. Sin embargo, es muy difícil es­ta­ble­cer los detalles usando las herra­mien­tas tradicionales de la arqueología, por lo que, recientemente, varios es­tu­dios han empleado métodos mo­le­culares para rastrear atributos particu­lares de los animales y establecer el tiem­po de origen de variedades cla­ra­men­te domesticadas. En un estudio pu­bli­ca­do en 2002 en los Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, Thomas Jansen y sus colaboradores examinaron el adn mi­to­con­drial de 652 caballos provenientes de poblaciones de todo el mundo pa­ra rastrear las relaciones de parentesco entre ellas. Los investigadores lle­ga­ron a la conclusión de que los ca­ba­llos actuales descienden de varias lí­neas diferentes, lo que sugiere que la domesticación de los équidos sucedió en diferentes ocasiones y lugares.

Otros trabajos han utilizado la mor­­fo­logía para detectar diferencias entre poblaciones naturales y domesticadas. Los perros domésticos, por ejemplo, tie­nen cráneos menos robustos que los lobos, con mandíbulas más cor­tas y dientes menos fuertes. Estas ca­rac­te­rís­ti­cas, que permiten a los arqueó­logos y arqueozoólogos detectar la presencia de perros domésticos en los sitios ocu­pa­dos por humanos, son resultado de la selección artificial, es decir, del pro­ceso por medio del cual los humanos es­cogen para la crianza ciertos indi­vi­duos con caracteres morfológicos y con­duc­tuales adecuados para sus pro­pó­si­tos. En el caso de los perros, es ló­gi­co suponer que los humanos hayan pre­fe­ri­do siempre la compañía de cá­ni­dos con mandíbulas fuertes, pero no tan robustas y poderosas como las de los lobos. También resulta sen­sato pen­sar que la selección ar­tificial haya pro­du­ci­do que los perros modernos agiten la cola pa­ra mostrar un es­tado de áni­mo, comportamiento que en los lo­bos sólo se da en los juveniles. Más ra­zo­na­ble aún es imaginar que la selec­ción ar­ti­fi­cial haya eliminado de las po­bla­cio­nes de perros modernos el ins­tinto de regurgitar alimento semidi­ge­ri­do, com­por­ta­mien­to totalmente nor­mal en los lobos, pero que resulta­ría su­ma­men­te inconveniente en un perro do­més­tico.

En marzo de 2009 apareció en ­Science un estudio encabezado por Alan Outram, de la Universidad de Exe­ter en el Reino Unido, donde se em­plean in­ge­nio­sos métodos indirectos para es­ta­blecer la existencia de caba­llos domesticados en Kazajistán, hace unos 5 500 años, con los cuales anali­za­ron hue­sos de caballos asociados con restos arqueológicos de la cultura Bo­tai, que prosperó en esa región hacia el año 3 500 a.C. Encontraron que la mor­fo­lo­gía ósea de estos caballos es más se­me­jan­te a la del caballo doméstico que a la del caballo pleistocénico. Más aún, un análisis patológico mostró en los hue­sos metacarpianos las mo­di­fi­ca­cio­nes típicas de animales que han sido montados o al menos sometidos con ­rien­das. Además, el grupo de in­vesti­ga­ción documentó, usando isó­topos de carbono, la pre­sen­cia de restos de leche de ye­gua en sedimentos en el in­te­rior de piezas de cerámica provenien­tes del sitio.

Una vez que se logró la domesti­ca­ción del caballo, seguramente se dio un rápido proceso de selección artificial que moldeó la fisonomía de los ca­ba­llos modernos. Aquellos individuos más dóciles, con mayor resis­ten­cia y con mejor porte tuvieron pro­ba­bili­da­des más altas de reproducirse, y en po­cas generaciones estas ca­rac­te­rís­ti­cas llegaron a ser las más fre­cuen­tes en las poblaciones asociadas a los seres hu­manos. Otro atributo importante pa­ra los criadores de caballos es la capa, es de­cir, la coloración del pela­je; es una ca­rac­te­rís­ti­ca que no deja ras­tro en los depósitos arqueológicos, pero las téc­ni­cas moleculares modernas han per­mi­ti­do recrear su micro­evo­lu­ción, es ­de­cir, sus cambios en las poblaciones duran­te los primeros cientos de años después de la domesticación del caballo.

El color del pelaje está determi­na­do en los caballos por ocho mutaciones en seis genes. Algunos de los alelos de­ter­minan el color predominante, mien­tras que otros producen diferentes to­nalidades (“diluciones”) o diferentes pa­tro­nes (rayas, manchas). Un equipo multinacional encabezado por Arne Lud­wig analizó la variación en estos ­ge­nes para recrear la posible coloración de los caballos antes y después de la domesticación. El equipo de inves­ti­ga­ción reportó en Science en abril de 2009 que en muestras de adn de huesos pleistocénicos provenientes de Si­be­ria, Europa Central y España no se encontró polimorfismo (variación) en los genes involucrados, lo que sugiere que todos los individuos eran castaños o bayos y probablemente con algunas rayas parecidas a las de las cebras. Só­lo en algunas muestras de principios del Holoceno de España (aproximada­mente de 10 000 años) se encontró un gen que sugiere la existencia de algunos individuos negros.

En contraste con estos patrones tan sencillos, las muestras más re­cien­tes, a partir de aproximadamente 5 000 años, muestran un polimorfismo mu­cho más elevado, que refleja la gran va­rie­dad de capas que existe en los ca­ba­llos actuales. Entre las variantes que probablemente surgieron en un breve lapso en ese entonces se encuentra la dilución plata y una capa semejante al color palomino moderno. Este repen­ti­no incremento en la diversidad de co­lo­raciones refleja sin duda el efecto de la selección artificial. El color de un caballo, que en general no está rela­cio­na­do con la capacidad física del animal o su probabilidad de supervivencia, es empero una característica muy im­por­tante para los criadores de caballos. Es fácil imaginar que los primeros se­res humanos que domesticaron caballos se hayan interesado en producir coloraciones pocos comunes, y que a través de cruzas dirigidas se hayan desarrollado las modernas capas.

El caballo español

En diversos sitios de España hay evi­den­cias de la interacción del ser hu­ma­no con los caballos. En la cueva de Al­ta­mira, por ejemplo, se encuentra el famoso Caballo ocre, una represen­ta­ción realizada con la meticulosidad y rea­lis­mo característicos del estilo ru­pes­tre franco-cantábrico. Se calcula que el caballo de Altamira tiene una an­ti­­güe­dad de unos 12 000 años. Hace tiem­po surgieron hipótesis acerca de la posi­bilidad de que la moderna raza española pudiera ser descendiente di­rec­ta de los caballos pleistocénicos co­mo los representados en Altamira. No faltó quien se atrevió a señalar seme­jan­zas entre los dibujos de las cuevas y los caballos ibéricos modernos. Estas teorías, sin embargo, nunca tuvie­ron mucho apoyo y las investigaciones modernas han demostrado sin sombra de dudas su falsedad. El consenso actual es que los caballos desaparecieron de la península Ibérica en algún mo­men­to del Mesolítico, entre 11 000 y 5 000 años atrás.

Parece ser que el caballo fue rein­tro­ducido a España por grupos celtas ha­cia el siglo viii antes de Cristo. To­da­vía hay en el norte de España pobla­cio­nes, algunas de ellas parcialmente sil­ves­tres (o más bien, cimarrones), que se consideran descendientes de estos an­ti­guos caballos celtas. Son animales relativamente pequeños, con capas sim­ples, generalmente oscuras, que po­nen en evidencia su origen primi­ti­vo. Ya que hay evidencia de intercam­bios comerciales entre los celtas de Es­pa­ña con los de Inglaterra e Irlanda, es muy probable que durante varios si­glos se haya introducido en diferentes oca­siones caballos provenientes de otros lugares de Europa y Asia. Estos ani­males no son, sin embargo, los tí­pi­cos “caballos ibéricos”. En el estudio de Jansen y sus colaboradores sobre el adn mitocondrial de los équidos, se en­con­tró que los caballos ibéricos forman un cluster muy claro junto con los ca­ballos bereberes del norte de África, una raza adaptada a las condiciones del desierto. Para entender por qué los caballos de España están más empa­ren­ta­dos con las razas africanas que con las de Europa es necesario nue­va­men­te apelar a la historia.

Los caballos africanos probable­men­te comenzaron a llegar a España el 30 de abril del año 711. Ese día, Ta­rik, un general berebere, cruzó el es­tre­cho de Gibraltar desde el norte de Áfri­ca y comenzó la conquista árabe de la Hispania de Rodrigo el Visigodo. Como lo hizo Cortés en Veracruz 808 años después, al desembarcar Tarik aren­gó a sus guerreros y ordenó quemar las naves. “Oh, mis gue­rreros, ¿a dón­de podrían huir? Atrás no hay sino la mar, enfrente, el enemigo”, se dice que exclamó para motivar a su ejér­ci­to. En pocos meses los “moros” do­mi­na­ban ya gran parte de la península ibé­rica, que adquirió el nom­bre de Al-Andalus. No se retirarían sino hasta la caída de Granada en 1492.

Hoy día, el lugar del desembarco de Tarik lleva el nombre del guerrero be­re­be­re: Gibraltar, Geb-El-Tarik. Du­ran­te los casi 800 años de domina­ción árabe llegaron a Iberia no sólo la al­ga­rabía, el álgebra y la alquimia, tam­bién los caballos andaluces alazanes y las al­bar­das. La huella del influjo mo­risco, tan clara en la composición genética de los caballos españoles ac­tua­les, se re­fleja en innumerables fa­cetas de la his­toria y cultura españolas. Incluso el encuentro final de Cristóbal Colón con la reina Isabel tuvo lugar a mediados de 1492 en el Alcázar de Cór­doba, una joya arquitectónica del orgulloso im­pe­rio árabe recién derro­tado. Para 1493, los caballos que Colón llevó en su se­gun­do viaje al Nuevo Mundo traían con­si­go los genes que originalmente ha­bían llegado desde el norte de África. Esos mismos genes serían los que se esparcirán por todas las colonias es­pa­ñolas en las Amé­ricas.

El regreso

Los caballos fueron acom­pañantes in­separables de los conquistadores en sus expedi­ciones para expandir el im­pe­rio español en América. El propio Cor­tés llevó más de 100 caballos a su ex­pe­di­ción a las Hibueras (Honduras) en bus­ca del sublevado Cristóbal de Olid. De hecho, Puerto Cortés, en Hon­du­ras, se llamó originalmente Puerto de Caballos porque varios de estos ani­ma­les se ahogaron allí a la llegada del contingente español. También du­ran­te esta expedición Cortés y su ejér­cito pasaron por el lago Petén en Gua­te­ma­la, en donde visitaron la población in­dí­ge­na de Tayasal. Uno de los caballos favoritos de Cortés, un morcillo se­gún Bernal Díaz del Castillo, había sa­li­do las­ti­ma­do de una pata. El con­quistador decidió dejar su querido ca­ballo al cui­da­do del Canek (cacique lo­cal) y con­ti­nuó su ruta rumbo a Hon­duras. Cortés nunca supo más de aquel morcillo, pe­ro los cronistas pos­te­rio­res han reco­gi­do una historia increíble.

En 1616 Bartolomé de Fuensalida y Juan de Orbita, misioneros francis­ca­nos, partieron de Mérida rumbo a Ta­ya­sal para intentar convertir a los ha­bitantes de la región al cristianismo, pues era ése uno de los últimos re­duc­tos de resistencia de los indios mayas a la conquista española, encabezada en el siglo anterior por Montejo. Los mi­­sio­ne­ros encon­tra­ron un ex­traño ídolo tallado en roca en for­ma de caballo al que llamaban Tzimin Chac (tzimin es el nombre maya para el ta­pir, aplicado por extensión al caballo, y tzimin chac sig­nifica algo así como caballo del true­no). Según la his­toria, narrada en di­fe­­ren­tes versiones entre otros por Sylva­nus Morley y Alfonso Herrera, el caballo que Cor­tés había dejado encargado ha­bía muer­to al poco tiempo de la par­tida del conquistador. Los indios, ate­rro­ri­za­dos por su responsabilidad en la muer­te de un dios, habían decidido crear y adorar al nuevo ídolo para expiar su cul­pa. La his­toria termina con un en­fu­re­cido Or­bita destruyendo con su pro­pias manos el abominable ídolo pagano.

Los caballos también fueron pro­ta­gonistas en la expedición de Francisco Vázquez de Coronado a los confines nor­te­ños del dominio español. En su ob­se­si­va búsqueda de la mítica ciudad de Quivira, Coronado cruzó el terri­to­rio de lo que actualmente es Nuevo Mé­xi­co, fue el primer europeo en con­tem­plar el cañón del Colorado y llegó hasta Kansas. Allí no se encontró con la añorada Quivira sino con los indios Wichita, con los cuales tuvo algunas es­ca­ramuzas militares.

En esta y otras expe­­di­ciones espa­ño­las a las pla­nicies del centro de los Es­ta­dos Uni­dos, va­rios animales lo­gra­ron huir y tarde o temprano formaron poblaciones de caballos cimarrones (fe­rales). Estos caballos se conocen en in­glés como mustangs, una palabra su­pues­ta­mente derivada del español mes­te­ño, que significa caballo sin due­ño. El hecho de que los mustangs des­cien­den de los animales llevados ahí por los españoles quedó demostrado en el estudio de Jansen y colaboradores so­bre el adn mitocondrial de los caballos. Casi una tercera parte de los indi­vi­duos mustangs analizados en el estudio que­daron clasificados en el cluster for­ma­do por los caballos ibéricos y be­re­be­res. Los caballos final­men­te re­con­­quistaron Norteamérica, siguiendo la ruta de los conquistadores, primero la de Tarik y el resto de los moros y lue­go la de Cor­tés, Coronado y los demás españoles.

Los mustangs también jugaron un papel importante durante la ex­pan­sión de los europeos hacia el oes­te nortea­me­ricano en el si­glo XIX. Algu­nos pue­blos indígenas aprendieron a capturar y domar ca­ba­llos cima­rro­nes y se con­vir­tie­ron en há­bi­les jinetes. Por su­pues­to, muchos de los caballos que los pue­blos indios po­seían eran ani­ma­les robados a los pro­pios coloniza­do­res eu­ropeos e incluso adquiridos a través de los traficantes de armas, de ma­nera que los caballos in­dios cons­ti­tuían mezclas de varie­da­des prove­nien­tes de dife­ren­tes partes de Europa. ­Esta riqueza genética per­mitió incluso al pue­blo de los Nez Percé, del no­roes­te de los Es­ta­dos Uni­dos, desarrollar una va­rie­dad de caba­llo nueva, la única au­tén­ti­ca­men­te americana: los appa­loosas.

Se estima que a finales del siglo XIX llegó a haber más de un millón y medio de caballos cimarrones en los Es­ta­dos Unidos. En la actualidad, y sólo gra­cias a la protección federal, existen unos 35 000 de estos animales. Su su­per­vivencia depende de las políticas que se establecen respecto a su iden­ti­dad. En 1971, el Congreso de los Es­ta­dos Unidos declaró los mustangs “sím­bolos vivientes del espíritu his­tó­ri­co y pionero del Oeste” y promulgó leyes para su protección. No obstante, para al­gunos rancheros los caballos no son más que una pes­te que compite por el terreno y el alimen­to con el ganado.

Más reciente­men­te, un movi­mien­to encabezado por un grupo de reco­no­cidos científicos ha dado una pers­pec­ti­va adicional al problema. Pa­ra ellos, los caballos cimarrones no de­ben con­siderarse como peste, ni si­­quie­ra co­mo una especie introducida con valor his­tó­rico y folclórico. Los ca­ba­llos son, con todo derecho, según es­ta perspec­tiva, una especie nativa del con­ti­nente.

La propuesta concreta de este gru­po, que dio a conocer su idea en un ar­tícu­lo pu­blicado en 2006 en la re­vis­ta American Naturalist, es la de res­­tau­rar la diver­si­dad de los ecosistemas pleistocénicos en América del Norte. Para ello sería pre­ciso introducir espe­cies que pu­die­ran desempeñar el papel ecológico de los elementos de la me­ga­fauna que se extinguió hace 11 000 años. En un pri­mer momento se es­ti­mu­la­ría el esta­ble­cimiento de pobla­cio­nes de ca­ballos para restaurar las po­bla­cio­nes exis­ten­tes hace miles de años. Pos­te­rior­men­te, se analizaría la posibilidad de introdu­cir animales co­mo los elefantes asiá­ti­cos, cheetas, leo­nes y ca­me­llos para sustituir las espe­cies correspondientes que desaparecieron de Norteamérica a finales del Pleistoce­no. Al final, po­dría­mos ver en algu­nas zonas de Amé­rica del Norte paisa­jes se­mejantes a los de hace 12 000 años: eco­sistemas cuyas funciones estarían de­ter­minadas por animales de gran ta­lla y no, como sucede actualmente, por unas pocas es­pecies invasoras y re­sis­tentes a la per­turbac
ión.

Tal vez los movimientos vacilantes de La Rabona y sus compañeros en los arenales de Centla hace casi 500 años fueron los primeros pasos hacia la realización del sueño de recrear los ambientes silvestres del Pleistoceno. Seguramente Cortés nunca pensó en ello, pero el conquistador extremeño pudo haber sido, sin proponérselo, el pri­mer restaurador ecológico del
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Referencias bibliográficas
 
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Graham, Robert B. C. 1930. Horses of the conquest. A study of the steeds of the Spanish conquistadors. The Long Riders’ Guild Press, Geneva, Switzerland, 2004.
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Prothero, D. R. 2006. After the dinosaurs: The age of mammals. Indiana University Press
     
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Héctor T. Arita
Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es biólogo por la Facultad de Ciencias de la unam y doctor en ecología por la Universidad de Florida, Gainesville. Actualmente es investigador en el Centro de Investigaciones en Ecosistemas (cieco) de la unam.
 
como citar este artículo
Arita, Héctor T. (2010). El regreso del caballo: lo macro y lo micro en la evolución. Ciencias 97, enero-marzo, 46-55. [En línea]
     



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