revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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Charles Darwin: el hombre y sus mitos
 
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Peter J. Bowler
   
               
La teoría de evolución mediante selección natural de Char­les Darwin ha sido descrita quizá como la teoría científica más innovadora y más radical jamás propuesta. Para al­gu­nos ateos, como Richard Dawkins y Daniel Dennet, es el “áci­do universal” que disuelve toda esa fábrica de ideas pro­ve­nientes de la concepción tradicional de que el mundo fue diseñado por Dios, con los humanos jugando un pa­pel central en el drama cósmico. Quienes desean pre­ser­var los valores tradicionales naturalmente reaccionan de manera violenta, de modo que las estridencias de los crea­cionistas modernos no hacen sino continuar con la mis­ma hostilidad expresada por los pensadores conserva­do­res de tiempos del propio Darwin.

El hombre que propuso esa idea polémica ha adquirido inevitablemente un estatus de ícono para aquellos que han vivido sus consecuencias, considerándolo, en función de sus ideas, como un héroe o un villano. El hecho de que se hayan planeado tantas celebraciones para el bicentenario del nacimiento de Darwin es un indicador del estatus que ha alcanzado como el padre fundador de la ciencia mo­der­na. Me pregunto lo que harán los creacionistas con res­pec­to de este gran acontecimiento. Pero el mero hecho de que Darwin sea uno de los pocos científicos de quien casi todo mundo ha oído hablar significa que el mundo está repleto de historias sobre su vida y sus logros. Todos sabemos de su trabajo en las Islas Galápagos, y muchos creen que allí fue donde sufrió una especie de experiencia “eureka” que lo convirtió en un evolucionista. Hay muchas otras historias que circulan acerca de su vida y su obra, todas con la pre­ten­sión de dar una versión verdadera de los hechos, aunque todas diseñadas de una u otra forma para reforzar nuestras ideas sobre la importancia de sus logros.  A estas historias se refieren los “mitos” del título de este texto, y me disculpo ante cualquier académico que con­sidere que hago un mal uso del término, pero se ha vuel­to un término estándar para los historiadores de la cien­cia que abordan el origen de las principales iniciativas teóricas. Entiendo por “mitos” aquellas historias sobre des­cu­brimientos que normalmente se basan en hechos, aunque no sea más que de manera laxa, pero que al exami­nar­se más de cerca resultan ser distorsiones o interpretaciones erróneas de lo que realmente ocurrió. En el caso de Dar­win disponemos de una enorme cantidad de material do­cu­mental, gran parte de la cual ha sido publicada o puesta en línea, lo que permite a los historiadores evaluar la va­li­dez de las historias convencionales que se cuentan sobre su vida.Sin embargo, sería más importante dirigir nuestros es­fuer­zos hacia la comprensión de cómo y por qué fueron crea­dos tales mitos sobre su vida. Algunos provienen de la autorrepresentación que elaboró Darwin en su Autobio­gra­fía. Otros intentan esclarecer algún aspecto de su trabajo, frecuentemente haciendo un juicio sobre lo que fue real­men­te importante. Algunas de estas evaluaciones se hicie­ron en tiempos del mismo Darwin, mientras que otras se ba­san en anacronismos, es decir, en una evaluación con­tem­po­ránea de lo que fue más importante en su obra. Otros cuantos son poco menos que mentiras completas lan­zadas para desacreditar la teoría, como la afirmación, repetida por los creacionistas, de que en su lecho de muer­te se reconvirtió al cristianismo.
 
Mi argumentación nos llevará por una serie de esas his­to­rias, lo que resulta así una biografía basada en los mi­tos creados a lo largo de la vida de Darwin. Pero, lo más im­por­tante es que esbozaré los esfuerzos de los historia­do­res modernos por desafiar esos mitos. De esta manera, mi intención es brindar una visión general de cómo vivió y qué hizo, pero con un giro que la hará más interesante que una simple exposición de lo que nos cuentan los docu­men­tos. Comentaré también cómo y por qué las distorsiones han infectado las historias, para ayudar, espero, a entender las diferentes formas en que la gente ha reaccionado a la teo­ría de Darwin.
 
También mostraré cómo trabajan los historiadores de la ciencia, especialmente cuando abordan los “grandes te­mas”. Buena parte de nuestro trabajo no tiene que ver con la obtención de nueva información sobre el desarrollo de la ciencia —aunque ciertamente hay mucho que hacer al res­pec­to—, sino con una revaloración de lo que pensamos que ya se ha hecho. El interés de la gente, incluidos los cien­tífi­cos en activo, por ciertos logros del pasado, frecuente­mente se ha visto influenciado por razones particulares re­la­cio­na­das con nuestra perspectiva moderna. En algunos casos este enfoque hacia el pasado ha distorsionado la ima­gen de lo que ha ocurrido en una forma que violenta cual­quier eva­lua­ción basada en evidencia. Tales distorsiones dan una im­presión errónea no solamente de los propios su­ce­sos, sino de cómo se desarrolla la ciencia en sí misma.
 
Al desafiar estos mitos sobre el pasado, los historiadores de la ciencia buscan promover una reflexión más pro­fun­da sobre la naturaleza y el impacto de la ciencia. No pretendemos que las interpretaciones que ofrecemos sean en sí mismas puramente factuales —de hecho seguiremos pe­lean­do como perros y gatos sobre algunos puntos— sino que pretendemos alentar a todo mundo a pensar con más cui­dado sobre lo que los historiadores nos han estado con­tando acerca de la historia de la ciencia, y hacer al menos un esfuerzo para estar seguros de que hay una serie de evi­dencias de lo que se ha asumido como cierto.
 
Un joven geólogo

El padre de Darwin fue un médico eminente y empresario acaudalado, un miembro de la clase media en ascenso que ganaba influencia a medida que la revolución industrial pro­gre­saba. Su familia estaba relacionada con los Wedg­woods, famosos alfareros, y Darwin se casaría con su prima, Emma Wedgwood. El joven Darwin no era muy bueno en la escuela, aunque eventualmente fue enviado a estudiar medicina en Edimburgo con la intención de seguir la ca­rre­ra de su padre.
 
Aquí encontramos nuestros primeros mitos, que en este caso fueron creados por el propio Darwin en su Auto­bio­gra­fía. Sus estudios médicos le resultaron repugnantes y los aban­donó después de un par de años, de modo que en sus reminiscencias posteriores tuvo en baja estima este pe­rio­do de su vida en Edimburgo, considerando que tuvo po­cas consecuencias. En particular refiere que no se impresionó cuando un compañero estudiante, Robert Edmond Grant, alabó la teoría evolucionista del biólogo francés Jean Baptiste Lamarck. Grant era política y culturalmente ra­di­cal, y posteriormente fue profesor de zoología en el Univer­sity College de Londres, aunque quedó marginado de la co­munidad científica por sus ideas materialistas. Podemos apreciar fácilmente por qué Darwin, siempre consciente de su propio estatus social, no quiso admitir que había sido impresionado por un pensador de tan mala fama. Sin embargo, Philip Sloan y otros historiadores que han estudiado la correspondencia de Darwin y sus cuadernos de notas de este periodo muestran que trabajó con Grant sobre los in­vertebrados marinos que había colectado en Firth of Forth (un fiordo del río Forth en la costa occidental de Escocia). Más aún, el interés de Darwin por las criaturas entonces co­no­cidas como zoofitas (corales y organismos similares) parece haber sido inspirado por la idea de Grant de que for­maban un puente evolutivo entre los reinos vegetal y ani­mal. De esta forma, el periodo en Edimburgo ha sido re­va­lo­ra­do como un episodio importante en la biografía in­telectual de Darwin, a pesar de sus propios esfuerzos por minimizar su relevancia.
 
Al abandonar la medicina, Darwin tuvo que buscar otra carrera y decidió prepararse para convertirse en clérigo de la Iglesia de Inglaterra —hasta este momento parece ha­ber conservado una fe cristiana convencional. Había una larga tradición de vicarios rurales anglicanos que hacían un buen trabajo en historia natural. Después de un corto pe­rio­do con un tutor privado, Darwin ingresó al Christ’s Col­lege, en Cambridge, a fines de 1827. Se reconoce general­men­te que no iba con el propósito de estudiar ciencia, aun­que en realidad nadie entonces podía estudiar ciencia como pre­gra­dua­do ni en Oxford ni en Cambridge. Pero existe la creen­cia errónea, aunque muy difundida, de que estaba estu­dian­do para obtener un grado en teología, una suposición fá­cil de hacer dadas sus intenciones. Sin embargo, su pro­pó­sito era obtener un grado en Artes (lo que llamaríamos Hu­manidades), que era el preludio normal para estudiar y recibir las órdenes religiosas, el cual obtuvo sin mayor dis­tin­ción, aunque trabajó mucho más intensamente en estu­dios extracurriculares con el profesor de geología Adam Sedg­wick y el profesor de botánica John Stevens Henslow.
 
El trabajo que hizo Darwin con Sedgwick lo ayudó a de­fi­nir la primera parte de su carrera científica. Se olvida con frecuencia que obtuvo su primera reputación como cien­tí­fi­co en el campo de la geología, no en historia natural. Sólo recientemente hemos visto publicado por Sandra Herbert el primer estudio importante de esta parte de su obra. Hizo una expedición geológica a Gales con Sedgwick, quien le en­seño las nuevas técnicas para obtener las se­cuen­cias de las formaciones geológicas (Sedgwick fue quien de­fi­nió la for­mación conocida como Cámbrico). Darwin hizo un buen uso de estas habilidades tanto en el viaje del Beagle como posteriormente, aunque pronto cambiaría su perspectiva teórica de la geología. Sedgwick era un catas­tro­fis­ta, que si bien aceptaba que la Tierra era mucho más vie­ja de lo que implicaba el relato bíblico de la creación, veía sin embargo los procesos de levantamientos y erosión como el resul­­tado de las elevaciones repentinas de la corteza terrestre.
 
En el viaje del Beagle, Darwin leyó los Principios de geo­logía de Charles Lyell y se convirtió al método uni­for­mi­ta­ris­ta de éste, quien explicaba todas las formaciones geo­ló­gi­cas como el resultado de cambios graduales que se extendían durante vastos periodos de tiempo. Durante el via­je vio los efectos de los terremotos en las montañas de los Andes, así como evidencias de que las cordilleras mon­tañosas fueron elevadas poco a poco a lo largo de una pro­longada serie de terremotos de una violencia no mayor a la que observamos actualmente, y a su regreso publicó am­pliamente sobre la geología de Sudamérica. También pro­puso una teoría para explicar la formación de los arre­ci­fes de coral, basada en el supuesto de que el lecho oceá­ni­co se está hundiendo a una velocidad lo suficientemente lenta como para permitir que los animales coralinos sigan construyendo en dirección hacia la superficie (los corales sólo pueden sobrevivir en aguas someras, de forma que la subsidencia tiene que ser lenta o la construcción de arre­ci­fes cesará).
 
Durante las décadas de 1830 y 1840 Darwin se hizo de re­pu­tación como geólogo, y se desempeñó durante un tiem­po como secretario de la Sociedad Geológica de Londres. Se volvió un entusiasta promotor de la teoría de la Edad glaciar, pero se equivocó y no entendió sus implica­cio­nes, lo que posteriormente describiría como su “gran fa­lla” en ciencia; su explicación de los llamados, en Escocia, “caminos paralelos de Glen Roy” (glen es una palabra que de­riva del galés y significa valle, generalmente un va­lle lar­go y profundo), que en realidad son restos de playas for­ma­das cuando el glen estaba cubierto por un lago debido a que su boca estaba bloqueada por un glaciar. Darwin tra­tó de ex­ten­der su teoría de elevación y subsidencia gra­dual, sos­te­niendo que Escocia había estado hundida tem­po­ral­­mente bajo el océano, pero posteriormente se vio for­zado a con­ce­der que la teoría de la Edad glaciar ofrecía una mejor ex­plicación. Sus intereses geológicos, especialmente los con­cernientes a la Edad del hielo de la Tierra, segui­rán sien­do importantes durante su trabajo sobre evolución. Sin em­bar­go, no debemos olvidar que para la mayoría de la gen­te, en la década de 1840, Darwin era un prospecto de geó­logo pro­metedor, más que alguien de quien se pudiera esperar que dejaría huella en la teoría de la historia natural.

De la geología al evolucionismo

Tras haber hecho la aclaración de que Darwin se hizo de nom­bre primero como geólogo que como naturalista, ­ten­go que hacer un paréntesis en la historia principal que quie­ro contar. Permítanme regresar a los años de Cam­bridge y re­cor­dar que cuando salió de allí ya había adquirido un buen entrenamiento tanto en geología como en historia na­tural, aunque lo había hecho fuera del curriculum que se suponía estudiaba. Fue su promotor principal, el pro­fe­sor de botánica John Stevens Henslow, quien sugirió el nom­bre de Darwin al capitán Robert Fitzroy, que buscaba un ca­ba­lle­ro naturalista que lo acompañara a bordo del H. M. S. Beagle durante el segundo viaje de la nave para cartografiar la costa de Sudamérica. Normalmente, se suponía que el cirujano del barco debía proporcionar la pericia cientí­fi­ca en un viaje marino de exploración. Pero Fitzroy había llevado de vuelta la nave en su primer viaje, después de que el capitán se había vuelto loco debido al estrés y el ais­lamiento que implicaban su solitario puesto (el desafortu­na­do Pringle Stokes no sólo se volvió loco, sino que ter­minó por pegarse un tiro, y además, un tío de Fitzroy, Lord Cas­tlereagh, también se había suicidado. Fatalmente, el pro­pio Fitzroy terminó suicidándose el 20 de abril de 1865), por lo que quería llevar a alguien con quien pudiera hablar pero sin contravenir los rígidos códigos del protocolo naval. De ahí le surgió la idea de llevar a bordo a un naturalista edu­cado. Después de algunos problemas con su padre, Dar­win consiguió el puesto y el Beagle partió de Inglaterra en di­ciem­bre de 1831, permaneciendo fuera durante unos cinco años, haciendo la circunnavegación del globo terráqueo después de cumplir con sus deberes en las costas de Sudamérica.
 
 Darwin siempre dijo que el viaje del Beagle había sido el acontecimiento decisivo de su carrera. Ciertamente lo de­cidió a convertirse en un naturalista de tiempo com­ple­to en vez de un clérigo amateur (vale la pena hacer notar que nunca fue un científico profesional en un sentido mo­der­no; había muy pocos puestos disponibles en ese tiempo y su familia era lo suficientemente rica como para que Dar­win pudiera trabajar de manera independiente). Mientras que el Beagle navegaba de arriba a abajo por la costa de Su­da­mérica, Darwin pasó gran parte de su tiempo en tierra, lle­van­do a cabo extensos viajes de exploración, primero en las pampas argentinas y luego en las montañas de los An­des. Vio a los nativos de Tierra del Fuego, considerados en ese tiempo como uno de los pueblos más “salvajes” que ha­bi­ta­ban la Tierra, y fue testigo del fracaso de los esfuerzos de Fitzroy por civilizarlos cuando regresó a tres de ellos que habían sido llevados a Inglaterra en el viaje previo.
 
 Podría proseguir largo tiempo contando la serie de aven­turas que Darwin tuvo durante el viaje y narrando los des­cubrimientos que hizo en geología, historia natural y antro­pología. Ya he hecho notar la importancia de su trabajo en geología, pero para seguir con el tema principal de los ­mi­tos que rodean a Darwin quiero enfocarme en un solo as­pec­to de su trabajo: sus experiencias relacionadas con la bio­geo­gra­fía, en particular en las Islas Galápagos.
 
 Creo que el trabajo de Darwin sobre la distribución geo­grá­fi­ca de las especies fue uno de los fundamentos más im­por­tante de su teoría, ya que al dejar al descubierto la de­bilidad de la teoría convencional de la creación divina de las especies, lo convirtió a lo que actualmente llamaríamos evolucionismo. También moldeó los fundamentos de la teo­ría que desarrollaría para reemplazar la teoría de la crea­ción, al forzarlo a pensar en la evolución no como una la­de­ra por la cual la vida ascendía hacia la humanidad, sino como un árbol ramificado sin ninguna línea central de desa­rrollo. En lugares como las Galápagos, Darwin se percató de que la mejor forma de explicar de dónde vienen las nue­vas especies es ver cómo las formas representativas de una forma ancestral común pueden ramificarse en múltiples di­recciones cuando quedan aisladas en diferentes localida­des. No hay una sola meta porque cada población aislada se adapta según su propio modo al nuevo ambiente, y pos­teriormente puede convertirse ella misma en el ancestro co­mún de otros grupos de especies divergentes, siempre y cuando ocurran nuevas migraciones. Pueden igualmente extinguirse si se enfrenta a desafíos ambientales a los que no pueda adaptarse. La evolución no está preprogramada, es azarosa y oportunista, completamente dependiente de las oportunidades (con frecuencia completamente impre­de­cibles) que se presentan a los organismos al emigrar ha­cia nuevas localidades. Todo esto le vino a la mente en las Islas Galápagos, don­de encontró, en muchas de las islas, series de especies dis­tintas pero relacionadas. Las Galápagos son un grupo de is­las volcánicas situadas en el océano Pacífico, a quinientas mi­llas al oeste de las costas de Ecuador. El Beagle pasó allí al­gún tiempo en septiembre de 1835, hacia finales del via­je. El mejor ejemplo de los descubrimientos que hizo allí fue el que conocemos actualmente como los pinzones de Dar­win, aun­que en ese tiempo probablemente fueron más im­por­tan­tes los mímidos (en septiembre de 1835 colectó en San Cristóbal, la primera isla de las Galápagos que visitó, un ejem­plar del género Mimus, muy parecido a los que ha­bía visto en Sudamérica; poco después, en Floreana, una ­isla ve­cina, encontró otros mímidos muy semejantes a los de San Cristóbal, aunque consistentemente diferentes). Hay una serie de especies de pinzones en las diferentes islas que difieren especialmente en la forma de sus picos, los cua­les están adaptados a diversas formas de forrajeo para ob­te­ner alimento. Cuando Darwin se dio cuenta de que eran dis­tin­tas especies (hecho que confirmó un eminente orni­tólogo cuan­do regresó a Inglaterra), vio que resultaba muy difícil tomarse en serio la explicación por creación di­vi­na. ¿Debe­ría uno creer que el Creador había hecho mi­la­gros se­pa­ra­dos en cada una de estas pequeñas islas situadas en medio del océano? Tenía mucho más sentido imaginar pe­que­ñas poblaciones derivadas de una especie ancestral de Suda­mé­ri­ca que se habían establecido en las islas después de haber cruzado el océano arrastradas por tormentas. Cada una se había adaptado de manera propia a su nue­vo hogar. Aquí es­taba el fundamento de la teoría de la evolución di­ver­­gen­te conducida por la migración y la adap­tación.

Existe la creencia popular de que Darwin sufrió una es­pe­cie de experiencia tipo “eureka” en las Islas Galápagos, pero éste es otro de los mitos que han sido rebatidos me­dian­te un estudio cuidadoso de sus cuadernos de notas y car­tas. John Van Wyhe, fundador de la página en la red “Dar­win-online”, afirmó recientemente que toda esa histo­ria del papel crucial de las Galápagos es un cuento que fa­bri­ca­ron los historiadores de mediados del siglo XX, quienes estaban fascinados por el libro clásico de David Lack de 1947, Los pinzones de Darwin. Señala que en la introducción de El origen de las especies, Darwin se refiere solamente a la biogeografía de Sudamérica como el fundamento de sus ideas, y no a las Galápagos específicamente. Las explica­cio­nes históricas más tempranas de su trabajo no se enfocaron en las islas. Por otra parte, hay una discusión sustancial sobre las Islas Galápagos en el texto de El origen de las especies, y la explicación que da Darwin en su libro El via­je del Beagle destaca que, al estudiarlas, uno es arrastrado hacia ese “misterio de misterios”, es decir, el primer origen de nuevas formas orgánicas. Creo que las Galápagos fueron importantes porque enfatizaron ideas que Darwin ya tenía de estudios más amplios de biogeografía en el continente.

Por otra parte, la idea de que Darwin sufrió una expe­rien­cia “eureka” cuando estaba en las islas ha sido rebatida por el estudio detallado de los cuadernos y cartas que hizo Frank Sulloway. Parece que Darwin no reconoció la im­por­tan­cia de las diferentes formas hasta que ya casi se iba, así que tuvo que recolectar especímenes sin etiquetarlos y sin saber de cuál isla procedían. Afortunadamente, otros miem­bros de la tripulación también eran naturalistas aficionados y habían hecho una colecta más cuidadosa, de modo que Dar­win fue capaz de armar gradualmente una imagen de cómo estaban distribuidas las diferentes especies sobre las islas. Pero ello ocurrió durante el viaje de regreso, y la his­to­ria no estuvo realmente completa hasta que el ornitólogo John Gould confirmó que los pinzones eran especies dis­tin­tas y no meras variedades locales de una sola forma. Así, las ideas convencionales acerca del trabajo de Darwin en las Galápagos están un tanto distorsionadas en cuanto a lo que en el fondo era una interpretación coherente del signifi­ca­do de las islas. En realidad, yo diría que en este caso el mito sirve para un propósito útil, ya que capta la atención del pú­bli­co hacia la biogeografía como el área clave de la cien­cia que condujo a Darwin a su descubrimiento.

También, con demasiada frecuencia la gente asocia la evo­lu­ción con el registro fósil. Es cierto que Darwin des­cu­brió fósiles en tierra firme en Sudamérica que fueron im­por­tan­tes para confirmar que el continente siempre ha te­ni­do una fauna distintiva y propia, y no tanto porque pro­por­cio­na­ran evidencia directa de la evolución. Sin em­bargo, Darwin siempre mantuvo que el registro fósil era dema­sia­do incompleto para permitir reconstruir el curso detallado de la evolución. Al enfocar la atención de la gente en la bio­geo­grafía más que en el registro fósil, la historia de las Ga­lápagos brinda a cualquiera una mejor comprensión so­bre la fuente de donde provino su teoría.

La formulación de la teoría

Poco después de que el Beagle había regresado a Inglaterra en 1836, Darwin se convenció de que la teoría de la creación divina de las especies debería ser reemplazada por al­gu­na forma de evolucionismo —lo que entonces llamaba la teoría de la transmutación. Los cuadernos que escribió en los años siguientes muestran el proceso lento por el cual fue descubriendo el camino hacia la teoría de la selección natural. Éstos han sido estudiados ampliamente por los his­to­riadores y han aclarado mucho el proceso creativo invo­lucrado en la construcción de la teoría. La biogeografía lo con­du­jo rápidamente hacia la idea de una evolución rami­ficada guiada por la adaptación de las poblaciones ex­pues­tas a condiciones nuevas. Pronto cambió su interés hacia el estudio del trabajo que hacían los criadores de animales, lo cual le ayudó a ver el grado de variación dentro de las po­bla­cio­nes, y lo orientó también, directa o indirecta­mente, hacia la idea de la selección. En cierto sentido, la pre­gun­ta central que surgió fue: ¿hay un proceso natural que pueda reemplazar la selección artificial practicada por los cria­do­res? La respuesta a esta interrogante le vino cuan­do leía el Ensayo sobre el principio de la población de Thomas Mal­thus, quien argumentaba que la gente tendía na­tu­ral­­men­te a producir más hijos de los que los recursos dis­po­­ni­bles podían sustentar. Al menos en el caso de las tribus pri­mi­ti­vas, Malthus hacía notar que la presión de la pobla­ción con­du­ci­ría hacia una “lucha por la existencia”, cuyo re­sul­ta­do determinaría quién viviría y quién moriría. Allí se en­con­tra­ba la base del mecanismo de la selección natural.

Darwin afirma en su Autobiografía que leyó a Malthus por mero “entretenimiento”, lo que ha permitido a aquellos comentaristas modernos que ven a Darwin como un cien­tí­fi­co puro afirmar que en realidad la ideología que re­pre­sen­ta­ba Malthus tuvo poco influencia en su teoría. Mal­thus se había pronunciado en contra de que el Estado apo­ya­ra a los pobres afirmando que la divina providencia ha­bía ordenado la pobreza y la penuria como incentivos para el ahorro y el trabajo duro. Sabemos ahora por los cua­dernos de Darwin que su lectura de Malthus fue todo me­nos accidental, fue parte de un programa más amplio para investigar las consecuencias de incluir la raza humana den­tro de un marco evolutivo. Darwin necesitaba claves que le ayudaran a entender cómo había sido moldeada la natu­raleza humana por nuestros orígenes animales. Ac­tual­­men­te pocos historiadores dudan que hubo una influencia significativa del entorno cultural de la época sobre las ideas de Darwin acerca de la selección natural. Este punto fue rea­fir­mado hace algunos años por la popular biografía es­crita por Adrian Desmond y James Moore, la cual da la ima­gen de Darwin como la de un pensador angustiado por la amenaza potencial que representaba su teoría hacia los valores morales y religiosos convencionales.

Más recientemente, el equipo Desmond-Moore ha hecho una interpretación aún más radical de la aportación de los temas vigentes en su tiempo sobre el pensamiento de Dar­win. En su nuevo libro, La causa sagrada de Darwin, ar­gumentan que fue su odio a la esclavitud lo que lo con­du­jo hacia su modelo evolutivo. Sabemos que toda la fami­lia de Darwin tomó parte activa en la campaña contra el co­mer­cio de esclavos y que él presenció directamente los te­rri­bles efectos de la esclavitud cuando estuvo en Suda­mé­ri­ca. Desmond y Moore destacan que uno de los prin­ci­pa­les argumentos empleados por quienes apoyaban la es­cla­vi­tud fue que las razas blanca y negra habían sido creadas por separado. La raza negra no descendía de Adán, por lo que representaba una especie distinta y, desde luego, in­fe­rior. Darwin apoyaba la tesis bíblica de que todos los hu­ma­nos compartían un mismo ancestro y, a partir de allí ­—se­gún Desmond y Moore— se dio cuenta de que la mejor forma de apoyar esta posición era argumentar que las formas re­la­cio­na­das en el reino animal también habían divergido de un ancestro común. Este punto de vista revisionista del ori­gen de la teoría ha llamado mucho la atención, especial­men­te en Norteamérica, donde la afirmación de que el dar­wi­nismo ha sido responsable de promover el odio racial es aprovechada por los creacionistas.

La referencia a la idea bíblica sobre el origen de la raza humana en esta nueva tesis resulta particularmente iró­ni­ca, dada la tendencia de la teoría de Darwin a socavar la ma­yo­ría de las demás ideas tradicionales sobre la creación divina. El primer libro de Desmond y Moore ciertamente apo­ya­ba la idea popular de que Darwin deliberadamente se abstuvo de publicar su teoría debido a su miedo a la reacción pública. En 1844 había escrito un ensayo sustancial des­cri­biendo su teoría, un esbozo de El origen de las especies, mas no publicó nada sobre el tema durante los si­guien­tes quince años. Considerando los sentimientos de su es­po­sa, la posibilidad de una reacción adversa era demasiado obvia. En 1839 se había casado con su prima, Emma Wedg­wood, y tres años después se habían establecido en Down House, en Kent. Darwin se había convertido en el escude­ro no oficial de esta aldea, una posición social de la cual es­ta­ba perfectamente consciente y que se vería amenazada por cualquier protesta pública. Emma, que igualmente asumía con toda seriedad su profunda religiosidad, se percataba cla­ra­mente de que las ideas de su marido amenazaban con so­ca­var sus creencias tradicionales. En un escrito a ­Hooker, Dar­win comentaba que el desafiar la creación divina era como “confesar un asesinato”, una expresión que ha sido in­ter­pretada ampliamente como muestra de que se man­te­nía reacio a publicar su teoría.

La suposición de que Darwin retrasó deliberadamente la publicación de su trabajo ha sido desafiada reciente­men­te por John Van Wyhe, quien señala que cuando la cita “co­me­ter un asesinato” se pone en contexto, parece mucho más algo escrito con ironía. Además de ése, hay muy pocos enunciados en las cartas de Darwin que indiquen que tu­vie­ra miedo de publicar. Van Wyhe argumenta que Dar­win simplemente estaba ocupado en terminar otros trabajos. Para empezar estaban los libros sobre geología, además de que en la década de 1840 había iniciado un estudio im­por­tan­te sobre los percebes, que era entonces un grupo de ani­ma­les poco conocido. Esta empresa había sido motivada a raíz de algunos especímenes anómalos que había traído de su viaje del Beagle, aunque se había convertido en un pro­yec­to enorme y muy demandante que eventualmente con­du­jo a la publicación de cuatro volúmenes altamente téc­ni­cos a principios de la década de 1850. El proyecto ayudó in­di­rec­ta­men­te a su teoría, ya que arrojó mucha luz sobre el tipo de estructuras que podía producir la selección na­tu­ral, además de darle a Darwin una reputación como natu­ralista.
 Van Wyhe destaca que fue sólo después de que estos volúmenes estuvieron en la imprenta cuando Darwin em­pezó a pensar en publicar su teoría. Pero los años inter­me­dios de la década de 1850 fueron también un tiempo en que los científicos, e incluso algunos pensadores religiosos, se sintieron más incómodos con la idea de que ocurrieran frecuentes intervenciones divinas en el mundo. Así, per­ma­ne­ce aún sin resolverse el asunto de si Darwin real­men­te se rehusaba a publicar por miedo a las consecuencias. Personalmente creo que había cierta molestia persistente sobre este asunto y que lo motivó a dirigir sus esfuerzos ha­cia otros trabajos.

Otro factor que limitó los esfuerzos de Darwin fue su en­fer­medad crónica, la cual se desarrolló durante la dé­cada de 1850 y lo incapacitó para trabajar adecuadamente gran par­te del tiempo. Los médicos que han escrito sobre este asun­to todavía discuten una serie de posibles explica­­cio­nes sobre la causa de sus náuseas, debilidad y otros sín­to­mas. Las dolencias pueden haber tenido un origen par­cial­mente nervioso. A Darwin se le había vuelto difícil to­le­rar el ner­vio­sismo de los encuentros públicos. Actual­men­te muchos suponen que Darwin se había convertido en una especie de recluso, encerrado en su retiro de Down. Pero esto no es sino otro mito. Down está en realidad muy cerca de Londres, adonde Darwin continuaba viajando re­gu­lar­mente para trabajar en bibliotecas y museos. Aún más impor­­tan­te es que ya había un servicio postal regular y efi­cien­te, que le permitió construir una enorme red de correspondencia por todo el país y por todo el mundo. Tanto amigos como co­legas naturalistas lo visitaban en Down, incluido el geó­lo­go Lyell, el botánico Hooker y ocasionalmente el joven Thomas Henry Huxley. A mediados de la década de 1850 Lyell y Hooker habían comentado con Darwin su teoría y le habían insistido que la publicara cuanto antes. Darwin em­pe­zó a trabajar en el asunto hasta avanzar un mamo­treto de tres volúmenes, pero su trabajo se vio interrumpido en 1858 por la llegada de un escrito de Alfred Russel Wal­la­ce que contenía la propuesta de una teoría similar a la suya.

Se han escrito muchas tonterías sobre el “codescubri­mien­to” de la selección natural por Darwin y Wallace. En rea­li­dad, éste no fue el caso de un descubrimiento simul­tá­neo porque Darwin había estado trabajando en su teoría du­ran­te veinte años. Inicialmente Wallace abordó el pro­ble­ma desde la misma dirección que Darwin, es decir, desde el estudio de la distribución geográfica. Estaba colectando especímenes en lo que actualmente conocemos como In­do­ne­sia cuando concibió su idea de la selección natural. Pero había diferencias significativas entre las propuestas. Wal­la­ce no hizo estudios sobre la crianza de animales y nun­ca aceptó la analogía que vio Darwin entre selección ar­ti­fi­cial y natural. La lectura de su artículo de 1858 (“On the tendency of varieties to depart indefinitely from the ori­gi­nal type”, leído junto con el texto de Darwin el 1 de ju­lio de 1858 en una reunión extraordinaria de la Linnean So­cie­ty of London) me sugiere que en ese entonces tenía so­la­men­te un entendimiento superficial de cómo actuaba la selección natural sobre las variantes individuales, lo cual es el núcleo de la teoría de Darwin. Wallace estaba mucho más interesado en la eliminación de las variedades locales menos adaptadas de una especie, es decir, lo que conocemos como subespecies.

De cualquier modo, ciertamente había grandes seme­jan­zas con la idea de Darwin, por lo que éste se aterrorizó cuan­do el artículo de Wallace llegó por correo a las puertas de su casa. Llamó a Lyell y a Hooker, quienes organizaron la lectura conjunta de sus artículos en la Linnean Society, lo que hizo de dicha reunión la primera presentación pú­bli­ca de la teoría. Luego se puso a escribir la versión resu­mida de su “gran libro”, que resultó en lo que conocemos como El origen de las especies.

No es éste el lugar para contar la historia completa de los debates que desató El origen. Muchos pensadores con­ser­va­dores reaccionaron con horror hacia una teoría que pa­re­cía negar no sólo la creación divina, sino cualquier de­sig­nio o propósito en el mundo natural. Algunas de las con­fron­taciones han adquirido por sí mismas un estatus míti­co. Quizá la mejor conocida sea la confrontación entre el “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley, y el obispo de Oxford, Samuel Wilbeforce, en el encuentro de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. Darwin mismo no asistió —por entonces no podía tolerar la agitación de ese tipo de eventos públicos— pero Wilbeforce atacó su teo­ría por su tendencia a socavar la religión y a ligar la hu­ma­nidad con los monos. Según la interpretación clásica de ese encuentro, narrada en los libros de texto, Huxley apabulló al obispo al afirmar que él prefería descender de un mono que de alguien que hacía un mal uso de su posición para ata­car una teoría que no entendía. Sin embargo, los histo­ria­dores modernos han cotejado las cartas y agendas es­cri­tos por personas que realmente estuvieron presentes en el debate, y han demostrado que el discurso de Huxley no se consideró particularmente contundente; de hecho, fue un discurso del botánico Hooker el que dio el mayor apoyo a Darwin.
 Esta historia del triunfo de Huxley fue manufacturada por una generación posterior de darwinistas para simbo­li­zar la derrota de la teoría sostenida por el oscurantismo re­li­gioso. Con el establecimiento del darwinismo moderno a mediados del siglo XX, la historia persistió durante un buen tiempo sin que nadie la desafiara, hasta que la si­guien­te generación de historiadores comenzó a poner a prue­ba sus fundamentos.

La frágil naturaleza de nuestro entendimiento sobre el encuentro Huxley-Wilbeforce simboliza otro equívoco más extendido acerca de lo que representó la teoría de Darwin para sus contemporáneos. Durante el curso de la década de 1860, el “darwinismo” se convirtió en una teoría amplia­mente aceptada, aunque en ese tiempo ello significaba poco más que un apoyo general a la idea de evolución. Sin embargo, persistía la duda, ampliamente extendida, de que la teoría de la selección natural de Darwin brindara una ex­pli­cación viable acerca de cómo operaba el proceso. In­clu­so Huxley no creyó que la selección fuera la historia com­pleta, según se deduce de los argumentos que usó en su cam­pa­ña para socavar la autoridad del establishment reli­gio­so. Científicos profundamente religiosos, como el bo­tá­ni­co Asa Gray, el principal adherente de Darwin en Estados Unidos, pensaba que la variación entre las poblaciones no era azarosa, sino que se producía principalmente en la dirección benéfica para las especies, lo cual reflejaba un ele­mento de diseño introducido por el Creador en las le­yes de la naturaleza. Al final hubo una clara aceptación general de la evolución, aunque la mayoría de las primeras ge­ne­ra­cio­nes de “darwinistas” seguían creyendo que algo con más propósito que la selección natural operaba en la evo­lu­ción, asegurando así su progreso continuo hacia for­mas su­periores.

La imagen de que el fin del siglo XIX estuvo dominado por un darwinismo materialista es en sí misma un mito, pro­mo­vida por las últimas generaciones de laicos que tenían a Huxley como su héroe. De manera un tanto para­dó­ji­ca, también fue apoyada por sus oponentes. Eminentes fi­gu­ras literarias como Samuel Butler y posteriormente George Bernard Shaw reaccionaron contra el materialismo de la teoría de la selección natural con un nivel de re­chazo tan profundo como el expresado por clérigos como Wilbe­force. Les gustaba proyectarse a sí mismos como víc­timas de una ortodoxia darwinista cruda que se había apo­derado de la ciencia y la cultura de las postrimerías de la época victoriana. En realidad, Shaw concibió su propia ver­sión de “evolución creativa” como el fundamento de una nue­va teoría no materialista que desplazaría al darwinismo. A pesar de todas sus estridencias, el darwinismo que ata­có no fue más que un producto de su imaginación. Los bió­lo­gos de fines del siglo XIX que aceptaron la selección na­tu­ral como el mecanismo único de evolución pueden con­tar­se con los dedos de una sola mano. La mayoría de los científicos y figuras literarias le dieron un peso mayor a mecanismos no seleccionistas de evolución, entre los cua­les el más obvio es el de la herencia de caracteres ad­qui­ridos de la teoría lamarckista.

Aquí debo hacer una digresión para explicar este me­ca­nismo alternativo. Mucho antes de Darwin, el biólogo fran­cés Jean Baptiste Lamarck había propuesto la teoría de una evolución guiada por el propio esfuerzo de los animales para enfrentar los cambios en sus ambientes. Era la teoría que Robert Grant había adoptado cuando Darwin estaba en Edimburgo. Los caracteres adquiridos eran aquellos desa­rro­llados por un animal durante el curso de su propia vida por medio de sus propios esfuerzos. El ejemplo más obvio en los humano sería el de los músculos protuberantes de un levantador de pesas. Si caracteres de ese tipo se pudieran transmitir a las siguientes generaciones, las poblaciones serían capaces de adaptarse a las nuevas condiciones cambiando sus hábitos y construyendo las estructuras ade­cuadas. Habría un propósito en la evolución que surgiría, no de la creación divina, sino de la conducta creativa de los seres vivientes. Esta era la alternativa que preferían Butler y Shaw, y que también fue muy popular entre los científi­cos. En realidad, lo que llegó a conocerse como “neolamar­ckis­mo” era una fuerza poderosa a la que Julian Huxley (el nieto de Thomas Henry) describiría posteriormente como “el eclipse del darwinismo” ocurrido alrededor de 1900.

El mismo Darwin aceptó que el lamarckismo jugaba un papel secundario, pero existe una creencia ampliamente ex­ten­dida de que hacia el final de su vida le dio una mayor importancia, a medida que retrocedía ante los ataques lan­za­dos contra la teoría de la selección. Esto es una exage­ra­ción, su propia teoría hereditaria siempre había dejado cam­po libre para el efecto lamarckiano, y las últimas re­fe­ren­cias que hizo a la teoría fueron sólo para reafirmar a sus lectores que no sostenía una posición dogmática a fa­vor de la selección natural. Otros comentaristas posteriores pen­sa­ron que Darwin se había visto forzado a retraerse porque creyeron que su teoría había sido fatalmente so­ca­va­da por su incapacidad para valorar el modelo nuevo de herencia pro­pues­to por Gregor Mendel. A principios del si­glo XX la nueva ciencia de la genética se había construido tardía­men­te con base en los famosos experimentos de Mendel con chícharos para crear una teoría de la herencia que des­truía el lamarckismo y establecía el fundamento del mo­der­no neodarwinismo. Los hijos de los levantadores de pe­sas no podían heredar sus músculos protuberantes. Los ge­ne­tis­tas finalmente reconocieron que las mutaciones ge­ne­ra­ban ocasionalmente un nuevo ca­rác­ter que ayudaría a los organismos a adap­tar­se a su ambiente, proporcionan­do de esta manera la materia prima de la se­lec­ción natural. Así surgió el neodarwinis­mo, que todavía sigue dominando la bio­logía, lo cual fue celebrado por Julian Huxley en su libro clásico de 1943, Evolución: la síntesis moderna.
 Resulta fácil, desde la perspectiva del darwinismo mo­derno, imaginar que la “falla” de Darwin para apreciar la im­por­tancia del trabajo de Mendel le impidió colocar su teo­ría sobre fundamentos más sólidos. Esto es una burda sim­pli­fi­ca­ción. Darwin no leyó el artículo de Mendel, como nadie más en ese tiempo, y los pocos partidarios conven­ci­dos de la selección natural de fines del siglo XIX fueron capaces de desarrollar la teoría sin la ayuda de la genética. Karl Pearson y W. F. R. Weldom fueron los pioneros del es­tu­dio estadístico de la variación en las poblaciones y estu­diaron los efectos de la selección natural usando una teoría de herencia que no era la de la genética mendeliana. La verdadera fuente de dificultades que enfrentó Darwin no fue la ausencia de una teoría genética, sino la incapacidad de sus contemporáneos para aceptar que la evolución podía operar solamente por ensayo y error. Este modelo se acep­tó ampliamente sólo hasta fines del siglo XX, permitiendo que los darwinistas ateos, como Richard Dawkins, resaltaran con precisión las consecuencias que tanto temían los pensadores religiosos de tiempos de Darwin.

Y esto me lleva a mi mito final sobre Darwin. Él mismo había reconocido las implicaciones más amplias de su ­teo­ría en una etapa temprana y había ido abandonando gra­dual­men­te su fe religiosa. Ya he hecho notar una conse­cuen­cia de esto, es decir, la posibilidad de que hubiera retrasado la publicación por miedo a las consecuencias. Darwin nunca fue un ateo, aunque ciertamente se convirtió en un ag­nós­ti­co, para usar el término acuñado por T. H. Huxley. En las páginas creacionistas en la red, rutinariamente se cuen­ta la historia de que, en su lecho de muerte, Darwin sufrió una conversión, regresando a su original fe cristiana y, por implicación, repudiando su teoría. El historiador James Moore ha investigado la fuente de esta leyenda. No hay nin­gún hecho que la avale. Varios miembros de la familia de Dar­win estuvieron presentes en su lecho de muerte y nin­gu­no registró ningún indicio de tal conversión. La his­to­ria parece haberse originado en los escritos de un evan­ge­lis­ta que predicaba en la villa de Down poco antes de que Dar­win muriera, quien simplemente dio unas palabras de aliento para el gran hombre. Hay que recordar que Dar­win era, en efecto, el escudero del poblado y que se tomaba en serio sus deberes sociales. Muy bien pudo mostrarse re­nuen­te a recibir a un evangelista visitante pero, de haberlo hecho, habría mandado un mensaje equivocado, con el ries­go de alterar el orden social. Darwin no fue un darwi­nis­ta social, y ello hace surgir un tema que ya no hay tiem­po de abordar aquí.

Darwin murió muy temprano la mañana del 19 de abril de 1882 a la edad de 73 años. Sus familiares querían un fu­ne­ral privado, pero Huxley y otros científicos destacados los persuadieron de que una figura tan eminente merecía una ceremonia pública que permitiera expresar el respeto de la nación. Así, Darwin fue enterrado en la Abadía de West­mins­ter el 26 de abril, y entre quienes ayudaron a car­gar el féretro estaban Huxley y Wallace. Podría parecer ex­tra­ño que un hombre cuyas ideas han sido consideradas como fatales para todas las creencias religiosas haya sido en­te­rrado en un suelo sagrado con la asistencia de clérigos eminentes. Pero para entender este suceso necesitamos apre­ciar su simbolismo.
 Darwin nunca fue un cientí­fico profesional, aun cuando para la nueva generación de profesionales como Huxley su teoría representaba el triun­fo del pensamiento progresista sobre el viejo dogma. Esto per­mi­tía a los nuevos profesionales presentar la comunidad científica como la sucesora natural del clero y como fuente de autoridad moral en las naciones modernas. Ade­más, no debemos olvidar que la primera generación de dar­wi­nis­tas había evitado con éxito los ataques de los con­ser­va­do­res mediante el recurso de minimizar la teoría de la se­lección natural y presentando la evolución como el de­sen­vol­vi­mien­to de un proceso cósmico que tiene un propósito. Ha sido sólo en los tiempo modernos, siguiendo el triunfo de la síntesis del darwinismo y la genética, que nos hemos vis­to forzados a confrontar las implicaciones de la visión de Darwin de un mundo gobernado solamente por ensayo y error, un mundo, como proclama Richard Daw­kins, sin nin­gún signo de propósito divino inscrito en él. El resultado ha sido el resurgimiento de controversias similares a aquellas que confrontó primero Darwin consi­go mismo, y no creo que esta vez amainen tan rápidamente.chivichango97
 
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Peter J. Bowler
Queen’s University, Belfast.

Es profesor de la Queen’s University, Belfast, miembro de la American for the Advancement of Science y de la Académie Internationale d'Histoire des Sciences. Fue presidente de la Sociedad Británica de Historia de la Ciencia de 2004 a 2006.
 
Traducción:  Alfredo Bueno
Facultad de Estudios Superiores-Zaragoza, Universidad Nacional Autónoma de México
 
 
como citar este artículo
Bowler, Peter J. (2010). Charles Darwin: el hombre y sus mitos. Ciencias 97, enero-marzo, 4-17. [En línea]
     
   

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