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Matemáticas y música en la revolución científica
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César Guevara Bravo
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La música siempre ha sido una de las actividades que atrae a
casi todas a algún momento de su vida. Los científicos no son la excepción, y difícilmente han sido ajenos a estas sensaciones. Como su mentalidad es la de explicar lo que sucede en su entorno, no es entonces extraño que trataran de revelar las claves teóricas para entender por qué la música nos toca y mueve de esta manera. Así, su modo de participar en la construcción del edificio de la música ha sido proporcionando justificaciones físico-matemáticas sobre el sonido y la forma de los instrumentos. las personas, es difícil conocer a alguien que no le atraiga algún género de ésta, o que no asocie una melodía.
En plena revolución científica, los estudiosos del siglo xvi comenzaban a entender la música ya no sólo como una disciplina abocada a la composición y a la creación de conmovedoras interpretaciones, donde las matemáticas tenían sólo que proveer los elementos de ajuste cada vez que surgían problemas en las consonancias —como pasó con los epiciclos en el sistema ptolemaico—, debían además tratar de explicar las razones técnicas que sustentan la música, entender de qué manera ésta forma también un cuerpo amplio y exegético, tratando de formular razones de todo, tanto de lo material como de lo intangible.
Otro factor de identidad entre ambos grupos fue la escritura. El científico renacentista encuentra que los músicos, a partir del siglo xi, comenzaron a crear su propio lenguaje junto con un elaborado sistema de notación y diagramas. Ellos ya tenían una representación gráfica semejante a lo que posteriormente la geometría cartesiana presentaría como función de dos dimensiones coordenadas (en la representación musical la coordenada x es el tiempo, la coordenada y el tono). Por lo tanto, el científico ve en las partituras musicales una variedad de formas que le son cercanas a las usadas en el campo de las matemáticas, como las nociones de simetría, periodicidad, proporción, o lo discreto y lo continuo. Con todos estos elementos comunes, no sorprende que los matemáticos se sintieran cómodos y atraídos hacia el campo de la música.
Cabe recordar que las diversas revoluciones del conocimiento, como lo señalan Claude Palisca y Daniel P. Walker, no pueden llegar a ser totalmente independientes, y que el mismo Stillman Drake está convencido de que los orígenes del perfil experimental de la ciencia del siglo xviii se tienen que buscar también en la música del siglo xvi.
Al respecto hay tres caminos que pueden dar una idea de cómo se desarrolló durante los siglos xvi y xviii el vínculo entre las matemáticas y los paradigmas de la música: a) por un lado están los que trataban de ver las diferentes disciplinas del conocimiento al interior de un solo cerco teórico; la música no es considerada una disciplina perteneciente a las artes o las matemáticas aplicadas, sino como parte de un solo conjunto de conocimientos que tendrían en común un lenguaje universal: el de las matemáticas; b) en paralelo a éstos surgieron aquellos que se interesaban en resolver problemas concretos originados al tratar de explicar la mecánica del sonido y la manera en que éste es percibido por el cuerpo humano; y c) en el siglo xviii los avances matemáticos proporcionan una nueva herramienta: el análisis, una teoría con que será posible entender más sobre la propagación del sonido, y que llevó a nuevas teorías que ya no eran especulativas, las cuales a su vez repercutieron de manera directa o indirecta en el diseño de los instrumentos y las interpretaciones.
Un lenguaje universal para todas las ciencias
El interés de algunos matemáticos del Renacimiento por la música no fue sólo para retomar los paradigmas pitagóricos de las proporciones geométricas relacionadas con los sonidos que les eran más armónicos y agradables, ni tampoco para regresar a los viejos modelos románticos del quadrivium; trataban de concebir las distintas áreas del conocimiento como una sola ciencia, sin particularidades, partiendo de principios unitarios y universales, para con ellos poder explicar la diversidad de efectos de esa nueva ciencia. En este cuerpo general de conocimientos se encontraba la música.
Desde las primeras décadas del siglo xvii se generaron reflexiones sobre las posibilidades de disponer de una ciencia universal o Mathesis universalis, esto es, un solo marco explicativo y un conjunto de leyes generales para todas las áreas del conocimiento. En este contexto aparece la figura de René Descartes, cuya filosofía tenía por objetivo la inteligibilidad, es decir, adquirir el conocimiento verdadero y tener la certidumbre de su veracidad.
En el Discurso del método (1637) muestra de manera acabada su método de una ciencia universal, y en la Geometría ejemplifica algunas aplicaciones del método, pero fue nueve años antes en las Reglas para la dirección del espíritu (1628) que manifestó las primeras señales de su pensamiento acerca de las matemáticas y la existencia de una base para un conocimiento del mundo y la certeza de ese conocimiento en relación con la subjetividad. Para Descartes la Mathesis universalis es “todo aquello en que se examina el orden o la medida, importando poco si se busca tal medida en números, figuras, astros, sonidos, o cualquier otro objeto; y por lo tanto, que debe existir una ciencia general que explique todo aquello que puede investigarse acerca del orden y la medida sin aplicaciones a ninguna materia especial, y que el nombre de esa ciencia es […] Mathesis universalis”.
Se puede apreciar que para Descartes la Mathesis no es conjeturada ni sólo para ser usada en el ámbito de los entes estrictamente matemáticos, pues también se extiende a los sonidos, colores, movimientos, luminarias, etcétera, piensa que es necesario “remitir a las Matemáticas todo eso en lo cual se reconoce el orden y la medida” sin especificar el objeto de esta medida. De ello deduce que debe existir una ciencia general capaz de explicar todo cuanto pueda uno cuestionarse sobre el orden y la medida, pero sin tener que aplicarlo a un tema específico. Además, en el inicio de Reglas explica la posibilidad de tener que orientar los esfuerzos no sólo hacia las matemáticas o algunas ciencias en particular, sino que, de forma más general, se orientarán hacia la formación y la adquisición —por el espíritu— de una disposición para poder hacer “juicios sólidos y verdaderos sobre todo lo que se le presenta” (Regla 1).
En este contexto se puede entender lo que pretendía Descartes en 1618, cuando escribió el Compendium musicae, un pequeño trabajo que no intentaba que el lector aprendiera teoría musical, sino explicar por medio del lenguaje de la teoría de proporciones cómo es que la música provoca que surjan determinadas sensaciones. El Compendium fue uno de los primeros pasos de su gran proyecto de una ciencia universal, donde la mecánica del sonido y las sensaciones del cuerpo tendrían una sola clave para ser descifrados: la matemática. De esta manera un solo cuerpo de conocimientos acogería lo referente al sonido, la música y la fisiología, y no sería ya admitido tratar de abordarlas en lo individual.
Lo que queda claro en sus primeras obras de juventud es que para Descartes ni la música ni la matemática eran realmente su verdadero objetivo, sino el método. El trato matemático de la música no pretendía resolver el problema de las cuerdas, consonancias o instrumentos, como se aprecia en el Discurso del método: “lo que más me agradaba de este método era que con él estaba seguro de utilizar mi razón en todo […] y no habiéndola sometido a ninguna disciplina en particular me prometía aplicarla tan útilmente a las dificultades de las otras ciencias como lo había hecho con las del álgebra”. Como lo resalta Jules Vuillemin en Mathématiques et métaphysique chez Descartes, “la invención de la geometría analítica parece secundaria con relación a la invención de un método universal de pensamiento”.
Hasta la época de Descartes la matemática había sido pensada principalmente como un instrumento necesario para el desarrollo de la astronomía, la mecánica y lo que hoy se conoce como problemas aplicados de ingeniería, lo cual es tratado en el Discurso del método, dejando claro que la matematización de la ciencia ya no es sólo la capacidad de llevar problemas de la naturaleza a un modelo matemático para ahí resolverlos, y que para él lo importante es que la matemática sea el fundamento de una ciencia universal, de la Mathesis universalis. No obstante, como lo presenta en las Reglas, ésta no supone tener siempre la certidumbre, esto es, que no siempre se tendrá aptitud de poder hacer “juicios sólidos y verdaderos sobre todo lo que se le presenta” para fundar la inteligibilidad en forma más general. Es decir, las matemáticas son tomadas para determinar lo que puede entenderse por evidencia y certitud.
En ese sentido, la Mathesis universalis nos indica que no hay conocimiento o ciencia, sino que, por causa de la subjetividad, lo que se persigue finalmente es la inteligibilidad. En consecuencia, el problema es saber lo que hace que algo subjetivo pueda adquirir certeza para así llegar al conocimiento. Lo anterior aplica tanto para la ciencia como para la filosofía, lo cual encaja perfectamente con su discusión en el Compendium musicae sobre la subjetividad de los gustos musicales, la cual estaría resuelta si la música se coloca en el marco explicativo de una ciencia universal, donde las razones que se encuentran —por medio de la matemática— darían cuenta de por qué una composición gusta más que otra, y entonces se transitaría de la subjetividad a la certeza de los gustos musicales. De lograrse esto, se llegaría a un triunfo de la nueva ciencia universal, a la vez que se entendería cómo es que un conjunto de partículas en movimiento (la música) al impactar los tímpanos del escucha le generan determinados sentimientos.
Es importante mencionar que el entorno de la relación música-matemáticas no se debe sólo a Descartes, ya que escribió su Compendium musicae bajo la influencia de Isaac Beckman, quien gozó de las enseñanzas de la obra de Gioseffo Zarlino. Es probable entonces que Descartes conociera el pasaje de Zarlino en donde afirma que “existe entre los intervalos una razón matemática fundada en la naturaleza misma de los sonidos y ésta se encuentra en las relaciones entre los elementos, es decir, en el mundo de los fenómenos naturales. El fundamento de estas razones naturales ha de buscarse en los sonidos armónicos”.
Para Descartes la relación entre naturaleza y música era imprescindible. Pero en los inicios del siglo xvii era notoria la distinción entre la música vista como parte de la ciencia y la música vista como arte; entre los partidarios de la primera estaba Zarlino, y entre los de la segunda figuraba Vincenzo Galilei.
Los Galilei
Padre del célebre Galileo, Vincenzo Galilei elaboró en el siglo xvi una teoría de la música, alejándose de la teoría predominante en la época, la ptolemaica-pitagórica de las consonancias y disonancias, al rechazar la idea de subordinar la composición a las reglas pitagóricas, en donde las consonancias se definen sólo a partir de proporciones matemáticas y los intervalos musicales de la octava, quinta, y cuarta eran generados por las proporciones 2/1, 3/2, y 4/3. Por tanto, aceptar la ruta pitagórica era quedarse con la música homofónica, que se acompañaba de instrumentos que sonaban al unísono con la voz, o a lo más, con una octava de diferencia.
El problema de los instrumentos y las voces para entonarse juntos ya había surgido en el siglo xiii, cuando inició el canto simultáneo de dos o tres voces junto con el desarrollo de nuevos instrumentos, usados inicialmente para acompañar la voz, pero empleados posteriormente también solos. Vincenzo enfrentó estos mismos problemas en un momento en que era ya urgente definir un nuevo sistema de entonación por medio del establecimiento de una nueva división de la escala que tuviera contemplada la tercera y la sexta como consonancias.
En su Istituzioni Larmoniche (1588), donde usa el Senario, Zarlino ya proponía una nueva subdivisión de la escala musical fundamentada en la justa entonación, pero el sistema tenía inestabilidades en la entonación, lo cual fue una de las diferencias entre Vincenzo y Zarlino. El primero, en su Discorso intorno all’opere di Gioseffo Zarlino (1589), así como en otros trabajos, demostró que no siempre es correcto definir las relaciones (proporciones) entre las consonancias en términos del tamaño de los sonidos y sus longitudes.
Por medio de la práctica experimental, Vincenzo afirmó que si en lugar de la longitud se consideraba la tensión de la cuerda, se necesitaba entonces cuadruplicar los pesos aplicados a las cuerdas y no simplemente duplicarlo para obtener la octava. Si se consideraba la tensión de la cuerda como elemento de variación, resultaba entonces que las consonancias no están definidas por proporciones simples entre números, con lo cual Vincenzo mostraba las inconsistencias en el Senario de Zarlino.
Pero Vincenzo no sólo se limitó a reflexionar sobre la tensión de las cuerdas, mostró también —sobre una línea que posteriormente tomaron Galileo y Mersenne— que las proporciones numéricas que se generan, asociadas a las consonancias, corresponden al resultado de los experimentos cuando las proporciones se expresan a partir de la longitud, grosor y tensión de las cuerdas. En su Discorso particolare intorno alla diversità delle forme del diapason menciona algunos de sus experimentos con las cuerdas y los pesos usando diversos materiales. Entre otras conclusiones, señala que si dos cuerdas producen un unísono, deben ser del mismo material, magnitud y tensión, porque de lo contrario todos los sonidos serían aproximados. Las observaciones de Vincenzo, aunque algunas son improcedentes, muestran que las proporciones numéricas son significativas si se aplican al conjunto de propiedades físicas de los cuerpos sonoros, pero carecen de sentido si se usan sólo como una abstracción, sin considerar las variantes materiales, para apoyar una teoría en lugar de otra.
Otra figura que también participó de manera notable en la explicación física del sonido fue Giovanni Battista Benedetti (1530-1590), quien escribió la primera teoría de la consonancia (armonía) con una base física, asociando las proporciones numéricas de los intervalos musicales (consonancias) con la vibración de las cuerdas, de lo cual resulta que la frecuencia de las vibraciones es inversamente proporcional a la longitud de la cuerda que la produce. Así, la consonancia deriva de los ciclos de la vibración sonora. Aunque Benedetti no demostró sus propiedades, sus afirmaciones son importantes, ya que los números podían ser vistos como factibles en la cuantificación de los eventos físicos de las cuerdas, esto es, ya no se quedarían sólo como una herramienta para sustentar eventos especulativos.
En este contexto llega Galileo Galilei, quien de una manera original presentó al final de la primera jornada de Dos nuevas ciencias una reflexión acerca de las cuerdas vibrantes y su correspondencia con las consonancias; y con el deseo de hacerlo más comprensible vincula las vibraciones de una cuerda con el movimiento de un péndulo.
Las preguntas que intentará responder Galileo en esta jornada fueron: ¿por qué unas consonancias nos agradan más que otras?, ¿cómo es que las vibraciones de una cuerda se pueden transmitir a otras o a otros objetos sin tener contacto directo con ellos? En cuanto a la primera interrogante, no se puede olvidar que fue uno de los problemas fundamentales que Descartes planteó en el Compendio.
Un recurso experimental de Galileo fue el uso de vasos con agua. En ellos, sostiene en sus Diálogos, se puede ver cómo se modifica la cantidad de ondas cuando se pasa de una octava a otra más alta, a lo cual su interlocutor, Sagredo, le pregunta si existe la posibilidad de plasmar de manera duradera —porque en el agua sólo perdura unos segundos— las variantes entre octavas, cuartas o quintas en escalas más altas o bajas (con el fin de poder tener más información de cómo las consonancias impactan a nuestro oído). Galileo presenta entonces otro experimento donde plantea que con una pieza metálica se podría grabar en una lámina diferentes líneas cuya cantidad representaría las diferentes escalas —lo que pareciera ser el principio de una grabación para escuchar en fonógrafo.
Estos experimentos —para intentar fundamentar sus respuestas— muestran que las ideas galileanas ya tenían una base experimental; no obstante, surge siempre la duda sobre si en verdad los efectuó o sólo eran mentales. De cualquier manera, Galileo retomó de ellos lo que consideró como importante en esta parte de la teoría de las consonancias: “digo que las razones de los intervalos musicales no tienen como causa próxima e inmediata la longitud, tensión o grosor de la cuerda, sino, más bien, la relación numérica de las vibraciones de las ondas del aire, que golpean el tímpano de nuestro oído […] estos sonidos tan diferentes en tono, algunos pares son recibidos por nuestros sentidos con sumo agrado, otros con menor agrado, mientras que otros nos hieren con un considerable desagrado”.
La descripción proporcionada por Galileo no responde al problema, y se esperaría más de él cuando se le conoce como el gran observador de los fenómenos físicos. No obstante, Marin Mersenne tampoco logró dar una descripción más precisa de estos fenómenos de consonancia y disonancia, aunque con estos autores aún debe haber algunas reservas sobre la viabilidad de sus descripciones, ya que por medio de la visualización de consonancia se puede llegar a relaciones conmensurables o no de las cuerdas. Así, queda por explicar por qué para ellos la regularidad produce algo bello, cosa que Galileo parece dar por sentado.
Galileo y Mersenne evalúan el grado de la consonancia contando las vibraciones solamente coincidentes en todas las vibraciones de la cuerda más aguda —y no la vibración de las cuerdas juntas. Galileo lo hace con la octava y la quinta, y deja ver la viabilidad —sin adentrarse más— de la cuarta. También se tiene que considerar el contexto de la época de Galileo y no esperar mucho más de él en este tema. En el caso de Mersenne, sí dedicó muchas páginas de su obra al tema sin llegar a un resultado que fuera en realidad mejor.
Al igual que Descartes, quien en el Compendium musicae (1618) cambió de opinión ante Mersenne, formulando su explicación de tipo atomista sobre el gusto o rechazo por algunas composiciones, y admite que no logró explicar por qué algunas consonancias son más agradables que otras, Galileo no pudo ser completamente convincente. En Dos nuevas ciencias menciona que la molestia de los sonidos se da: “en las pulsaciones discordantes de dos tonos diferentes que golpean a destiempo nuestros tímpanos; y serán especialmente crueles las disonancias si los tiempos de las vibraciones son inconmensurables. Una disonancia de este tipo se produciría si, de dos cuerdas al unísono, se toca una con una parte de la otra, y que sería a la cuerda entera como el lado del cuadrado a su diagonal: disonancia semejante al intervalo de cuarta aumentada [es el tritono, un intervalo de cuarta alargado en un semitono, por ejemplo, de Do a Fa sostenido] o quinta disminuida [es el semidiapente, un intervalo de quinta, disminuido en un semitono, por ejemplo, de Do a Sol bemol]. Consonantes y agradables al oído serán aquellos pares de sonidos que golpeen al tímpano con cierto orden. […] en el mismo tiempo y que sean conmensurables en número”.
Sabemos que una explicación de esta clase no es la respuesta a los gustos musicales, ya que aun cuando al uso del tritono o el diapente se le adjudique parte del desagrado de los sonidos, ahora se conoce que este rechazo en la época de Galileo fue más por razones de cultura musical que por razones fisiológicas; incluso se llegó a prohibir el uso del tritono y el diapente.
Esto queda claro con el hecho de que a partir de Claude Debussy desaparece la idea de disonancia, pues él utilizó los grupos de acordes paralelos que implican quintas, séptimas y novenas sin restricciones definitivas. En sus composiciones impresionistas las estridencias armónicas ya no se escuchan distantes por el antagonismo entre ellas, como se aprecia en un fragmento de Noche en Granada, en donde el primer acorde es una disonancia que, lejos de rectificarse en una consonancia, como lo esperaría un espectador conservador, se duplica en una sucesión de disonancias. La disonancia ya no significa el desconocimiento de la consonancia, más bien se emplean las cualidades de una en la otra y, como lo dice Clemansa Firca, “Debussy ofrece una calidad consonántica a sus disonancias”.
Galileo muestra así que, independientemente de lo familiarizado que hubiera estado con el Diversarum speculationum mathematicarum et physicarum liber de Benedetti así como con la obra de su padre, es claro que lo más sobresaliente es que logra conjuntar los resultados de los estudios de su padre y los de Benedetti. De Vincenzo retoma la inquietud de que ya no era posible seguir con las proporciones aritméticas tal cual porque piensa que dependen de las propiedades físicas de las cuerdas, y de Benedetti adopta las bases para pensar que sí se puede usar las proporciones aritméticas considerando la relación de longitud, entre otras características de la cuerda. Con base en ambas posturas propuso así su idea del origen de las consonancias emanadas de la vibración de las cuerdas.
Desde el punto de vista de Stillmann Drake, la actitud de Galileo frente a los paradigmas científicos se originó a partir de la influencia de la práctica musical de su padre Vincenzo. Mersenne reconoce en la Verité des sciences (1625) las bases que puso Vincenzo para la investigación sobre el peso específico de las cuerdas, las vibraciones y el peso en relación a la longitud, entre otras propiedades. Por todo lo anterior, es importante revisar en los trabajos de los científicos del siglo xvii sus reflexiones sobre los temas musicales, porque con ellos se entiende mejor la evolución de las ciencias exactas en dicho siglo.
El siglo xviii y las herramientas del análisis
Con los avances teóricos y experimentales que ya se tenían desde el siglo xvi comenzó a ser usual que en la Europa de entonces se trabajara conjuntamente en las escuelas de música los desarrollos teóricos de la acústica y la fabricación de instrumentos. Así, dichos vínculos transformaban tanto la ciencia como las técnicas musicales. Pero tampoco se puede llegar a pensar que esta comunicación entre músicos y científicos llegaría a tal grado que los primeros dependerían de los teóricos de la física-matemática para desarrollar su creatividad, ya que los músicos, influenciados o no por los científicos, siempre experimentaron con lo nuevo.
De esta manera los músicos atendían sus inquietudes y los filósofos naturales hacían lo propio. Durante el siglo xvii se generaron los cambios que marcarían para siempre los caminos de la matemática y la física. El personaje que marcó los destinos de la ciencia desde el siglo xvii fue Isaac Newton, quien sin duda impresionó a la comunidad científica y sentó las bases de lo que es la ciencia moderna. Pero al llegar la segunda mitad del siglo xviii, en el Reino Unido la matemática entró en un periodo de receso, mientras que en el continente los avances fueron notables, con personajes como Daniel Bernoulli, Clairaut, D’Alembert, Lagrange, Monge, Laplace, Legendre y Euler, entre otros.
Los progresos en todas las disciplinas durante ese siglo son abrumadores: el álgebra y la geometría analítica se extendieron de manera notable, pero la asignatura más importante fue el análisis; de él se generaron ramas matemáticas como el cálculo diferencial e integral, la teoría de series de potencia, las ecuaciones diferenciales y el cálculo de las variaciones, entre otras.
Así, la matemática creció en tanto se interesaba por la solución de problemas de la física, y dos de los personajes que mejor entendieron este vínculo fueron Euler y Lagrange, pues partieron de que el pensamiento inicial de Newton era el de expresar los principios físicos por medio de ecuaciones matemáticas a fin de construir nuevas propiedades físicas mediante razonamientos matemáticos; se trataba de la inclusión de nuevas áreas de la física al interior de lo que eran las disciplinas matemáticas, como lo escribiera Lagrange: “aquellos que gustan del análisis tienen que sentirse satisfechos por el hecho de que la mecánica se haya convertido en una rama de él”.
En el perfil analítico que tomaron las disciplinas físico-matemáticas durante el siglo xviii, la música fue también receptora directa de las aportaciones de los dos mejores representantes de las ciencias exactas. Así, las recientes herramientas del análisis darían mayor certidumbre en cuanto a que las nuevas aportaciones vinculadas con la música ya no estarían sujetas a las variantes de la apreciación sensorial, cultural o filosófica.
La afinidad entre ambos por los problemas de la acústica quedó presente cuando se interesaron en uno de los problemas pendientes de esta disciplina, que era —de nuevo— el de las cuerdas vibrantes. Desde 1746, Euler y D’Alembert se habían propuesto describir matemáticamente el movimiento de una cuerda que vibra, y el estudio lo plantearon en términos de dos variables: el tiempo y la distancia desde un punto cualquiera de la cuerda a uno de sus extremos. En esta dirección, Euler estudió las propiedades de la cuerda y pretendió encontrar el movimiento de ella en función de las dos variables simultáneas. Como resultado de su estudio, propuso que la solución al problema estaba en una ecuación diferencial en derivadas parciales a la que se le conoce como ecuación de onda unidimensional:
(donde b2= , T es la tensión de la cuerda, y se considera constante cuando la cuerda vibra, y θ es la masa por unidad de longitud).
Y su solución general es:
donde F tiene que ser una función impar y periódica, y el paso final para obtener la solución y(s, t) estaba en elegir a la función F como curva inicial.
Tanto Euler como D’Alembert habían llegado a los mismos planteamientos y las discrepancias entre ellos no se habían dado hasta que llegó el momento de proponer criterios para elegir las curvas iniciales, que darían lugar a soluciones de la ecuación diferencial.
Para D’Alembert una función es factible si es analítica, si la variable independiente y la dependiente se relacionan por medio de una sola ecuación, que puede ser explícita o implícita, y además tiene que ser continua y derivable en grado dos. Mientras que para Euler la idea de función era más extensa, ya que admite que una función puede existir en trozos, formada por diferentes funciones analíticas, y entonces se tendría que la cantidad de curvas iniciales para la solución de la ecuación diferencial sería más diversa, y no tan limitada como con la idea de función que tenía D’Alembert. Y como era de esperarse, la oposición entre ambos en este punto fue irreconciliable; el primero no aceptaría la idea de usar funciones discontinuas como soluciones a la ecuación diferencial, mientras el segundo lo veía como algo válido.
Entonces apareció Daniel Bernoulli, dando su punto de vista sobre la controversia, proponiendo que cualquier función inicial F para la solución y(s, t) podría expresarse con series trigonométricas; la función F tendría entonces la forma:
y que cualquier movimiento de la cuerda se podía representar de la forma:
Pero Euler nunca aceptó esta posibilidad porque después de estudiar los argumentos de Bernoulli consideró que carecían de un verdadero sustento físico y matemático.
Pasados más de doce años de controversia entre los tres personajes mencionados, y sin llegar a un acuerdo en la ecuación de la cuerda vibrante, en 1759 apareció Lagrange con su trabajo titulado Recherches sur la nature et la propagation du son; y aunque también llegó a la misma ecuación de onda que Euler y D’Alembert, lo hizo por medio de un estudio totalmente diferente. Lagrange consideró que el aire podía ser visto como un fluido elástico comprimible, y bajo este supuesto podía usar las ecuaciones generales de la mecánica de fluidos, en particular la de la hidrostática, a diferencia de Euler y D’Alembert, quienes usaron la segunda ley de Newton con un elemento de la cuerda de longitud x, donde igualaban la resultante de las fuerzas que actuaban sobre el elemento de la cuerda con la variación en la cantidad de movimiento de dicho elemento.
Al final los tres llegaron a la misma ecuación diferencial, cerrando el problema. La diferencia radicó nuevamente en las curvas iniciales requeridas para encontrar las soluciones a la ecuación diferencial. Sucedió que cuando Lagrange hizo los cálculos, llegó a que las curvas iniciales podían expresarse en términos de las series trigonométricas:
donde las curvas α (s) y β(s) no tenían condiciones de derivabilidad ni de continuidad. Al no ponerle condiciones de continuidad a las curvas iniciales, Lagrange dejaba ver la posibilidad de que su resultado fuera compatible con el de Euler, lo cual manifestó explícitamente en una carta, con lo que su adhesión a la propuesta de éste del uso de las funciones discontinuas fue total.
Esta controversia no fue ni el principio ni el final del interés de estos personajes por el estudio de lo relacionado a la música, ya que desde sus primeros trabajos tuvieron presente esta inquietud; no hay duda que para estos grandes científicos la música siempre fue parte esencial de su vida. Cabe recordar que Euler ya había escrito en 1727 y 1739 amplios trabajos sobre teoría musical y teoría del sonido, y después de 1756, Lagrange, Bernoulli y el mismo Euler, además de seguir publicando sus investigaciones al respecto, canalizaron sus estudios de manera directa para perfeccionar los tonos emitidos por algunos instrumentos musicales, como fue el caso de los cilindros de los órganos o algunas trompetas con formas hiperboloides.
Se sabe que Lagrange siempre vio a Euler como el gran maestro de la matemática, y explícitamente ambos concurrieron en mutuos halagos cuando se adentraron conjuntamente en los temas de la música. Sin duda los teóricos de la música y de las ciencias exactas han de agradecer que dos de los mejores científicos del siglo xviii hayan incursionado con gran interés en la construcción de los elementos que conforman la acústica, pero seguramente Euler y Lagrange agradecieron siempre los emotivos momentos que les hizo pasar la música, una motivación constante para tratar de explicar la mecánica de su estructura.
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Referencias bibliográficas
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César Guevara Bravo
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Es matemático y docente del Departamento de Matemáticas de la Facultad de Ciencias de la UNAM, desde hace más de veinte años. Sus áreas de interés son la historia de las matemáticas y la teoría de los números, y en ellas ha publicado trabajos de investigación y divulgación.
como citar este artículo →
Guevara Bravo, J. César. (2010). Matemáticas y música en la revolución científica. Ciencias 100, octubre-diciembre, 32-41. [En línea]
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