Mucha preocupación
tenía el sol por este asunto que digo,
hasta que tomó la idea de pedir la opinión
de la luna,
la cual también había notado
esa extrañeza de los aires,
y dio por respuesta
que le permites conocer mejor aquello.
Al poco tiempo
tomó noticias de que la nube aquella
no era sino los pensamientos secretos
de la gente,
que se despegaban de los sueños
y alejábanse,
andando por ahí de vagamundos,
confundidos
unos con otros.
Cuando lo hubo contado al sol,
ambos determinaron
que era menester
que tales pensamientos no formaran nube,
sino que fuesen a la lejanía
donde quedan todos los sueños,
para que allí se juntasen
nuevamente con ellos,
y no causaran estorbo en las personas.
Fue así que la luna
reunió los pensamientos secretos de la gente,
y por que tuvieran fuerza para mejor viajar,
los amasó hasta convertirlos en alientos de la noche,
y cuando esto hizo,
bañólos con su luz por darles forma,
que fue la de un ave.
El sol tomó su rayo más intenso,
lo partió para tener dos pedazos muy vivos,
y mucho los apretó
hasta formar dos ojos como solecillos,
los cuales puso en el rostro de aquélla.
Y es el decir de los nativos
que desde entonces tal pájaro habita en estas tierras,
y que hace como que duerme por las noches,
pero tienen por verdad que no hace sino coger del aire
los pensamientos secretos de la gente,
los cuales arroja con fuerza en las alturas,
donde los grandes vientos los lleva
al sitio en que han de estar.
Algo de veras habrá en esta historia,
pues la dicha ave es como un pedazo de noche,
de color azuloso y muy oscuro,
con brillos en su rostro,
como si fuese de metal pulido,
y su cola es ancha,
muy larga y negra.
Llámanle zanate,
y mide casi dos palmos de la cola al pico,
que es alargado y filoso,
cual punta de saeta.
Tiene los ojuelos amarillos,
y ellos hay una extraña viveza,
pues pareciera que alumbran cuando mira.
Acostumbra andar en los árboles,
aun los de jardines,
pues que lleva buenos tratos con el hombre.
Gusta de posar erguido en una rama,
y hablar entrecortadamente
en su lengua de ave,
que es su voz tan aguda
como el silbido del viento,
mas no de causar inquietud ni espanto,
sino buena paz,
pues pareciera decir satisfecho
que ha cumplido su encomienda.
Mauricio López Valdés
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