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El diablo de los números
Bibliofilia53
Hans Magnus Enzensberger
Ediciones Siruela, España, 1998
     
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Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar. Se decía: Siempre me toca hacer el papel de tonto.
 
Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser tragado por un pez gigantesco y desagradable, y cuando esta a punto de ocurrir llegaba a su nariz un olor terrible. O se deslizaba cada vez más hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más y más rápido, hasta despertar bañado en sudor.
 
A Robert le jugaban otra mala pasada cuando ansiaba mucho algo, por ejemplo una bici de carreras con por lo menos veintiocho marchas. Entonces soñaba que la bici, pintada en color lila metálico, estaba esperándole en el sótano. Era un sueño de increíble exactitud. Ahí estaba la bici, a la izquierda del botellero, y él sabía incluso la combinación del candado: 12345. ¡Recordarla era un juego de niños! En mitad de la noche Robert se despertaba, cogía medio dormido la llave de su estante, bajaba, en pijama y tambaleándose, los cuatro escalones y... ¿qué encontraba a la izquierda del botellero? Un ratón muerto. ¡Era una estafa! Un truco de lo más miserable.
 
Con el tiempo, Robert descubrió cómo defenderse de tales maldades. En cuanto le venía un mal sueño pensaba a toda prisa, sin despertar. Ahí está otra vez este viejo y nauseabundo pescado. Sé muy bien qué va a pasar ahora. Quiere engullirme. Pero está clarísimo que se trata de un pez soñado que, naturalmente, sólo puede tragarme en sueños, nada más. O pensaba: Ya vuelvo a escurrirme por el tobogán, no hay nada que hacer, no puedo parar de ningún modo, pero no estoy bajando de verdad.
 
Y en cuanto aparecía de nuevo la maravillosa bici de carreras, o un juego para ordenador que quería tener a toda costa —ahí estaba, bien visible, a su alcance, al lado del teléfono—, Robert sabía que otra vez era puro engaño. No volvió a prestar atención a la bici. Simplemente la dejaba allí. Pero, por mucha astucia que le echara, todo aquello seguía siendo bastante molesto, y por eso no había quien le hablara de sus sueños.
 
Hasta que un día apareció el diablo de los números.
 
Robert se alegró de no soñar esta vez con un pez hambriento, y de no deslizarse por un interminable tobogán desde una torre muy alta y muy vacilante. En su lugar, soñó con un pradera. Lo curioso es que la hierba era altísima, tan alta que a Robert le llegaba al hombro y a veces hasta la cabeza. Miró a su alrededor y vio, justo delante de él, a un señor bastante viejo, bastante bajito, más o menos como un saltamontes, que se mecía sobre la hoja de acedera y le miraba con ojos brillantes.
 
—¿Quién eres tú?— preguntó Robert.
 
El hombre le gritó, sorprendentemente alto:
 
—¡Soy el diablo de los números!
 
Pero Robert no estaba de humor para aguantarle nada a semejante enano.
 
—En primer lugar —dijo—, no hay ningún diablo de los números.
 
—¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás hablando conmigo, si ni siquiera existo?
 
—Y en segundo lugar, odio todo lo que tiene que ver con las Matemáticas.
 
—¿Por qué?
 
—“Si dos panaderos hacen 444 trenzas en seis horas, ¿cuánto tiempo necesitarán cinco panaderos para hacer 88 trenzas?” Qué idiotez —siguió despotricando Robert—. Una forma idiota de matar el tiempo. Así que ¡esfúmate! ¡Largo!
 
El diablo de los números se bajó con un elegante salto de su hoja de acedera y se sentó al lado de Robert, que en protesta se había sentado entre la hierba, alta como un árbol.
 
—¿De dónde te has sacado esa historia de las trenzas? Seguro que del colegio.
 
—¡Y de dónde si no! —dijo Robert—. El señor Bockel, ese principiante que nos da Matemáticas, siempre tiene hambre, a pesar de estar tan gordo. Cuando cree que no le vemos porque estamos haciendo los deberes, saca una trenza de su maletín y se la devora mientras nosotros hacemos cuentas.
 
—¡Vaya! —exclamó el diablo de los números, sonriendo con sorna—. No quiero decir nada en contra de tu profesor, pero la verdad es que eso no tiene nada que ver con las Matemáticas. ¿Sabes una cosa? La mayoría de los verdaderos matemáticos no sabe hacer cuentas. Además, les da pena perder el tiempo haciéndolas, para eso están las calculadoras. ¿No tienes una?
 
—Sí, pero en el colegio no nos dejan usarla.
 
—Ajá —dijo el diablo de los números—. No importa. No hay nada que objetar a un poco de práctica con las tablas. Puede ser muy útil si uno se queda sin pilas. ¡Pero las Matemáticas, ratoncito, eso es muy diferente!chivicango53
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como citar este artículo

Magnus Enzensberger, Hans. (1999). El diablo de los números. Ciencias 53, enero-marzo, 68. [En línea]

 
 
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