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Ivan Restrepo | |||||||||||||||||||
Los plaguicidas en México I. EL FRACASO DE LA ESTRATEGIA QUIMICA EN EL CONTROL DE LAS PLAGAS Desde hace por lo menos dos décadas, los estudiosos del problema alimentario han demostrado que la producción mundial de alimentos ha sido más que suficiente para satisfacer los requerimientos nutricionales de toda la población. No obstante, por problemas de distribución, especulación, almacenamiento y transporte, va a dar a la basura aproximadamente el 40% de dicha producción. Y mientras los países industrializados han incrementado sus cosechas gracias a métodos intensivos y nuevas tecnologías, los demás se estancan, o peor aún, retroceden. Así, desde hace un buen tiempo se urge a los países pobres o en vías de desarrollo a aumentar los rendimientos en numerosos cultivos. Esto ha conducido, entre otras cosas, a la progresiva adopción en el sector agrícola de los sistemas de cultivo que dieron origen a la Revolución Verde. Para lograr altos rendimientos, no sólo se ha mejorado la tecnología, también se han ampliado las áreas de riego e intensificado el empleo de fertilizantes. La modernización de la agricultura, implicó igualmente un incremento en el uso de los plaguicidas. Sin embargo, la utilidad real de éstos se discute actualmente en muchos ámbitos y bajo distintas concepciones.
En efecto, el empleo de compuestos químicos para el control de las plagas causa impactos negativos al ambiente, a la salud, e incluso incide desfavorablemente en el proceso productivo del sector agropecuario. Se ha comprobado, por ejemplo, que con los plaguicidas se ocasiona la extinción de depredadores naturales de insectos y se incrementa cada vez más la resistencia de las plagas a las fórmulas químicas. Con ello, el costo de los plaguicidas puede llegar a representar hasta el 80% de los insumos utilizados en el campo. Más no es sólo por esos impactos desfavorables por lo que muchos países industrializados y algunos del Tercer Mundo han suspendido o restringido el uso de diversos agroquímicos. También por los peligros que constituye para la comunidad su fabricación, distribución y empleo. Sin embargo, todas las predicciones coinciden en que la utilización de tales productos continuará creciendo en el futuro, especialmente en los países atrasados o en vías de desarrollo. En tanto, en diversos estudios se demuestra cómo el problema de la escasez de alimentos no se resolverá por la simple vía de incrementar el uso de plaguicidas, como sugieren algunos grupos empresariales y técnicos; se necesita, en cambio, de otro tipo de tecnología y de variados apoyos para aumentar la producción. 1. Algunos ejemplos del fracaso de la estrategia química En la concepción de la agricultura moderna, los plaguicidas son el arma más violenta, efectiva e importante contra infestaciones agudas de las plagas; son productos fáciles de almacenar, transportar y aplicar.* Sin embargo, el uso de compuestos químicos en la agricultura está directamente vinculado con costas apreciables. Si en muchos casos se afirma que los beneficios directos de los plaguicidas pesan más que las desventajas, es necesario revaluar la situación actual y sus posibles implicaciones futuras. La estrategia de combatir a la plaga (sobre todo a las insectos) con el uso unilateral de armas químicas es, desde su concepción, una estrategia equivocada. Los insectos son los más diversos entre toda la fauna de la Tierra, los más adaptables y los más prolíficos. Estos rasgos los hacen perfectamente capaces de resistir, a largo plazo, un producto químico. La estrategia química, además de ser inadecuada para combatir las plagas, es peligrosa. Por principio, significa una amenaza para toda persona que tiene contacto directo con tales compuestos, tanto en una fábrica como en el campo. Se trata de materiales muy tóxicos. Dicha estrategia implica también un peligro para la saciedad en términos de la contaminación del agua, el aire y el suelo y de no pocos alimentos que contienen residuos de agroquímicos. Además, en muchos sentidos, el uso del plaguicida no resulta costeable si se consideran otras posibilidades para solucionar ciertos problemas de la agricultura. Por eso, la alternativa tajante entre el uso de plaguicidas o la pérdida de la cosecha, es sólo parte de la estrategia comercial de quienes los fabrican y venden. Son numerosos los ejemplos que ilustran el fracaso de la estrategia química. Así ha ocurrido en el cultivo de algodón en el valle del Río Bravo, en el sureste de Texas y en el noreste de Métrico. En Texas, antes del surgimiento de los insecticidas orgánicas sintéticos, las plagas primarias del algodón eran el gusano rosado (Pectinophora gossypiella), el picudo del algodonero (Anthonomys grandis) y la pulga saltona (Pseudatomoscelis seriatus). El picudo se controlaba parcialmente por medio de polvos de arsénico; la pulga saltona, con azufre; y el gusano rosado, por métodos culturales de cultivo: fechas exactas y vigiladas para la siembra y la cosecha, así como la eliminación de los residuos de las plantas después de la cosecha. Las otras plagas que ocasionalmente surgieron se atacaban con insecticidas inorgánicos o botánicos. Con la aparición de los insecticidas organoclorados después de la Segunda Guerra Mundial, fue posible controlar mejor el picudo del algodonero. El resultado se reflejó en rendimientos más altos que estimularan la inversión en ese cultivo, en términos de fertilización, riego y mecanización. Durante 10 años se registraron efectos muy favorables, en buena medida debido al uso intensivo de los compuestos organoclorados. Durante la segunda mitad de la década de los cincuenta, el picado logró desarrollar una resistencia al DDT. Para combatirla fue necesario optar por el uso de los insecticidas organofosforados. Esta maniobra ocasionó que el gusano bellotero (Heliothis spp.) se convirtiera en una plaga severa, cuando antes no presentaba problemas mayores. Más el efecto de los organofosforados recayó sobre los enemigos naturales que controlaban a dicho gusano. A partir de entonces se comprobó que dichos productos tienen un efecto relativamente nulo sobre el bellotero, pero adverso sobre sus enemigos. Libre de depredadores naturales, el gusano se reproducía con gran rapidez. Los agricultores cambiaron de nuevo al DDT, pero el bellotero ya había desarrollado una resistencia al veneno. Entonces se hizo necesario tratar el cultivo con altas dosis de paratión metílico para lograr un control mínimo. Este último compuesto también era capaz de combatir al picudo, pero su uso implicaba un gasto muy alto para el productor. Finalmente, en los últimos años de la década de los sesenta, el gusano Heliothis virescens logró tal resistencia al paratión que era necesario rociar el cultivo de 14 a 18 veces por temporada; y aún así, las siembras registraban grandes pérdidas. En este caso, el uso de agroquímicos propició que un organismo que no era plaga llegara a serla y causara grandes trastornos a la actividad algodonera. Durante la misma década, el problema fue aún más severo en el área de Matamoros y Reynosa (bajo río Bravo), al noreste de México. La resistencia de Heliothis spp. a los organoclorados obligó a los agricultores a usar el paratión metílico. Como en Texas, H. virescens se volvió rápidamente resistente al paratión. Después logró tenerla hacia todos los productos químicos disponibles. La imposibilidad de controlar al insecto y otras plagas y los altos costos de control, provocaran que el cultivo del algodón ya no fuera económicamente redituable. Más de 280 mil hectáreas de algodonero desaparecieron virtualmente del noreste de México; y en el lado de Texas, la superficie disminuyó de 121 mil hectáreas a 28 mil. El gobierno mexicano impulsó una nueva área algodonera cerca de Tampico, 400 km al sur de Matamoros y Reynosa. En 1966 se sembraran 200 mil hectáreas de algodón. En cuatro años H. virescens también dañó seriamente el cultivo. El uso inadecuado de los plaguicidas para combatir una sola especie de insecto tuvo el poder de destruir una agroindustria. Estos casos no constituyen ejemplos aislados. Son claras expresiones de lo inadecuado que resulta la estrategia de control que se ejerce con base en tratamientos químicos. Otras regiones de México son ahora una buena muestra de la aseveración anterior, como más adelante damos cuenta. El desarrollo del proceso es predecible: Primero, es el resurgimiento de la plaga principal, que fuera originalmente el objetivo del tratamiento. Dicho resurgimiento se debe a la eliminación de insectos benignos que compiten con la plaga y a la interacción que ejercen los agroquímicos sobre los procesos naturales de regulación. En un ambiente sin enemigos, tanto la plaga que sobrevive al tratamiento con base en una fórmula determinada, como las nuevas generaciones de individuos que nacen con resistencia genética a ella, tienen la libertad de multiplicarse a su antojo. La segunda etapa del proceso es el brote, la erupción de una o más plagas secundarias en el medio. Sin depredadores ni parásitos, las especies que no tenían importancia como plagas se convienen en dañinas. Y para combatirlas se recurre a la aplicación de más y sofisticados compuestas químicos. De ese modo se gesta lo que muchos investigadores llaman el círculo vicioso de los plaguicidas. Cada problema ocasionado por una plaga requiere un tratamiento distinto con más agroquímicos, sean nuevos o conocidos. Pero virtualmente todo organismo vivo puede desarrollar una resistencia a los productos con que se les ataca. Este hecho señala el comienza de la tercera fase del proceso predecible: el último eslabón en el fracaso del control químico es la resistencia. Eventualmente, con el uso continuo de los compuestos mencionados, se eliminan los organismos no resistentes de la plaga y solamente subsisten los individuos bien adaptados a vivir en el medio modificado por el hombre. En poblaciones que no han sido previamente expuestas a los productos químicos, el desarrollo de la resistencia es relativamente lento; pero la frecuencia de genes resistentes, seleccionados para mantener la salud ante los plaguicidas, aumenta rápidamente en una población que por varias generaciones ha sido repetidamente expuesta a estos compuestos. El resultado final es que la especie llega a ser incontrolable por medio de fórmulas químicas. Las plagas que han logrado resistencias múltiples aumentan año con año y cada vez son más difíciles de controlar. Sólo de las especies artrópodas, en 1969 se habían catalogado más de 280 como resistentes a uno o más compuestos. Entre 1970 y 1980, su número se incrementó de 224 a 328; en la actualidad suman ya 411. Pero también los hongos, bacterias, malas hierbas y roedores resisten cada vez más a algunos plaguicidas, En efecto, en 1960 sólo había 20 especies de hongos y bacterias resistentes; hoy son más de 150. Asimismo, se cuentan ya 60 especies de hierbas que resisten a uno o más herbicidas. También hay por lo menos siete especies de ratas que no desaparecen con los productos elaborados para matarlas; incluyendo a la rata negra común.
La resistencia a los plaguicidas organoclorados, organofosforados y carbamatos, quizás con la excepción de los ciclodienos, no se basa en el mismo mecanismo genético. De modo que de nada sirve reemplazar un plaguicida con otro dentro de estos grupos. Por el contrario, agravan generalmente el problema de la resistencia. La evolución que en esta se observa demuestra que la estrategia del control químico ha fracasado totalmente. Así, el uso de plaguicidas no conlleva peligros solamente para la salud humana en los procesos de su fabricación y aplicación; o para la contaminación del medio y los alimentos, también es con frecuencia un peligro para el mismo desarrolla del cultivo, particularmente en cuanto a su continuidad en un lugar específico. Los efectos nocivos de los plaguicidas en los ecosistemas han sido bien investigados últimamente; estos incluyen: a) la resistencia que a su acción muestran cientos de especies de insectos, con clara tendencia a aumentar en el futuro; b) la resistencia de numerosas especies a los herbicidas y fungicidas; c) las variaciones en el éxito reproductor de una gran variedad de plantas, inducidas por los efectos nocivos de los plaguicidas sobre los organismos polinizantes; d) la reducción de las poblaciones vegetales y animales benéficas como efecto del uso de herbicidas; e) la toxicidad de los productos químicos en organismos benéficos y f) la presencia de plaguicidas persistentes en el agua, el suelo y los organismos vivientes. A pesar de todos los hechos anteriores, aparentemente los beneficios económicos obtenidos por el uso de plaguicidas exceden las pérdidas que se registran por los efectos inesperados. Esto es así seguramente porque no es fácil cuantificar los daños ecológicos de la más diversa índole que también se presentan. A pesar de los graves problemas que han causado los plaguicidas, hay que señalar su utilidad cuando existe un brote inesperado de plagas, salvo en el caso de una que sea ya resistente. Pero el paso desde el uso prudente al abuso del plaguicida no es fácil de evitar. La utilización del producto químico estimula su abuso. Esto sucedió en los casos del algodón mencionados antes, y en muchos más registrados en México y en otros países. El algodón es quizás un ejemplo extremo, pero sirve muy bien para subrayar los peligros inherentes al control químico. La cantidad de plaguicidas utilizada en él es gigantesca. Tan solo en Centroamérica se consumen anualmente más de 23 mil toneladas métricas de plaguicidas, en forma de ingrediente activo. El país que más plaguicidas utiliza en el algodón es Guatemala: 9000 toneladas métricas. Le sigue El Salvador con 7000; Nicaragua con 5800 y por último Honduras con sólo 176 toneladas métricas de ingrediente activo. Es imponente notar que en la región centroamericana, la mayor parte de estos productos se utiliza en un periodo de tiempo relativamente corto (entre agosto y diciembre) y en una superficie menor a cuatro mil kilómetros cuadrados. Varios factores explican un consumo de tal magnitud, que también se observa en otras partes del mundo. El algodón es un cultivo de exportación que se siembra en muchos países que así obtienen divisas. A causa de esto, en varios sentidos se encuentra sometido a estrategias políticas, o subsidios, precios fijos, etc. Es muy común que las agencias gubernamentales concedan préstamos para invertir en el uso preventivo de las plagas. Así, existe la idea de que cualquier plaga que aparece en el algodón le resta dinero al bolsillo del agricultor y a la vez, al mismo gobierno. Pero también el uso prolífico de agroquímicos es provocado por la presión que ejerce sobre el productor la industria que los elabora; esta presión se da por medio de una intensa propaganda, por los numerosos vendedores al servicio de las grandes empresas y las agencias comercializadoras y por la generalización de la idea de que el campo debe estar libre de insectos. El resultado de tanto uso de agroquímicos ha sido la ruptura de gran número de ecosistemas algodoneros en diversas partes del mundo. Son conocidos los casos registrados en Egipto, el Valle Imperial en California, el Valle del Cañete en Perú y el Valle del río Ord en Australia; lo mismo que en Colombia, México, Guatemala y Brasil, para citar sólo unos cuantos. Aunque la situación es más aguda en el algodón, los mismos problemas surgen, tarde o temprano, en varios cultivos y el patrón de comportamiento siempre es el mismo: primera, hay un periodo durante el cual disminuyen las pérdidas en el cultivo debido al uso innovador de agroquímicos; esto es, a corto plazo hay una ganancia concreta para el agricultor. Por lo general se aplica un organoclorado, después, empieza la resistencia, ya sea en la plaga primaria o en la secundaria. Esto provoca que el agricultor añada mayor cantidad de plaguicidas o nuevos plaguicidas a sus cultivos. Comúnmente, el cambio se orienta hacia un organofosforado o un carbamato que no dañe tanto al ecosistema y que no ofrezca tanta acción residual. Pero se requieren más aplicaciones por temporada, con lo cual los problemas se agigantan por la resistencia y la aparición de plagas diversas. Finalmente, en los casos extremos, el cultivo no resulta costeable. Cuando se llega a este punto, solamente quedan dos opciones: abandonar el cultivo afectado cambiando a otro cultivo o a otro tipo de uso de la tierra, o variar de táctica en el control de las plagas. Lo que sucede en el campo de la salud pública es más dramático, especialmente en la lucha contra el vector del paludismo o malaria: el mosquito anófeles. Parece que será imposible erradicar esta enfermedad por medio del DDT u otros insecticidas. En 1973, 24 vectores eran ya resistentes al DDT, 41 al dieldrín y BHC. Tres de las 10 especies de anófeles importantes en nuestro continente han desarrollado resistencia al DDT: el A. quadrimaculatus, en Estado Unidos; el A. pseudopunctipennis, en México y, por último, el Anopheles albinanus wiedermann en Centroamérica, que es ya resistente a tres grupos enteros de insecticidas: los organoclorados, los organofosforados y los carbamatos. Para las especies ya resistentes a los organoclorados (en especial a los ciclodienos y al DDT) las opciones que quedan para controlarlas son el malatión y el propoxur, pero éstos son muy caros. Cabe advertir cómo el control de la malaria se requiere precisamente en los países más pobres del mundo. En China, las grandes campanas contra el paludismo se llevan a cabo siguiendo un programa de control integrado. Este comienza con el incremento de la medicina preventiva, la cual incluye el estudio, diagnóstico y tratamiento de los pacientes afectados por la enfermedad; ello permite registrar la incidencia y prevalencia del padecimiento. Incluye también diversos aspectos de tipo social. Así, en sus zonas tropicales, los pobladores han eliminado las fuentes de reproducción de los mosquitos, como son las aguas estancadas; los habitantes se protegen en sus casas con mosquitos y en los huertos se siembran hierbas que repelen los insectos o se queman algunos compuestos de la herbolaria que tienen efectos repelentes. En el campo, donde existen lagunas y estanques, así como en los arrozales, se han sembrado peces de los géneros Gambusia y Poecilia, que se alimentan con los huevos y larvas de los anófeles. Esta técnica ha dado buenos resultados como una forma de control biológico del vector. También existen regulaciones apropiadas sobre el uso de plaguicidas en la agricultura, restringiendo el número y cantidad de agroquímicos para el combate de otras plagas. Este programo constituye una viva demostración de lo que es el control integrado; en él la prevención de malaria se basa en el trabajo de los habitantes de las comunidades y no en lo imposición de una tecnología importada y costosa que desplazaría su participación activa. En gran parte la resistencia que se observa en las poblaciones de mosquitos vectores de la malaria, se debe al uso de sustancias químicas en la agricultura. Por ejemplo, en México, Guatemala, Honduras, El Salvador y Panamá, el Anopheles albimanus desarrolló resistencia a los organofosforados y los carbamatos, que se emplearon como sustitutos del DDT y el dieldrín, en correlación con el uso de estos productos en el algodonero. En Centroamérica, las áreas con más problemas de materia, son justamente aquéllas donde se cultiva el algodonero. El uso intensivo de plaguicidas en la agricultura muchas veces provoca que un producto cuya eficacia debía ser alta para la salud pública, deje de tener las ventajas esperadas. Respecto a las consecuencias en la salud, hay una gran cantidad de estudios que señalan los efectos residuales de los plaguicidas en mamíferos. Se ha analizado la leche materna y la leche de vaca en múltiples regiones tropicales sometidas a las campañas contra el paludismo; también en países templados, concentrándose en ambos casos la acumulación de sustancias tóxicas. En particular, DDT y su producto de biotransformación, el DDE. Más adelante nos referiremos con más amplitud a este asunto, al hablar de los impactos adversos de los agroquímicos en el ser humano y en el ambiente. Otro ejemplo de los peligros del control químico se tiene en la agricultura de California, en Estados Unidos. Se trata del usuario número uno de insecticidas en el mundo, con un 5% del total. Allí, cada una de las 25 especies de plagas más dañinas provocan pérdidas millonarias. Diecisiete ya son resistentes a uno o más insecticidas, y se sospecha que siete más lo son también. Diversos estudios señalan que en California 24 de las 23 plagas principales son agravadas o inducidas por el uso de insecticidas. Antes eran menos peligrosas, pero ahora son un problema debido a la acción de los agroquímicos. En otros casos se trata de plagas en etapa de resurgimiento después del uso de dichos compuestos. Cuando en 1945 empezó la época de los plaguicidas sintéticos debido al gran éxito del DDT', en Estados Unidos se aplicaban alrededor de 25 millones de kilos de insecticidas. En ese entonces las pérdidas ocasionadas por insectos constituían alrededor del 7% del cultivo antes de la cosecha. Actualmente se utilizan allí más de 300 millones de kilos, pero se pierde el 13% del cultivo antes de la cosecha debido a la acción de los insectos. La utilización creciente de sofisticados agroquímicos no ha podido resolver el problema. Cuando en 1945 empezó la época de los plaguicidas sintéticos debido al gran éxito del DDT', en Estados Unidos se aplicaban alrededor de 25 millones de kilos de insecticidas. En ese entonces las pérdidas ocasionadas por insectos constituían alrededor del 7% del cultivo antes de la cosecha. Actualmente se utilizan allí más de 300 millones de kilos, pero se pierde el 13% del cultivo antes de la cosecha debido a la acción de los insectos. La utilización creciente de sofisticados agroquímicos no ha podido resolver el problema. Para algunos investigadores, en los Estados Unidos la producción agrícola en áreas de alta tecnología se aproxima ya a su nivel más alto. A pesar de la intensificación de la agrotecnología, las plantas se encuentran en sus limites genéticos y no son capaces de producir más cada año. Por otra parte, el uso de plaguicidas aumenta de manera exponencial pero sin que se registre un aumento apreciable en los rendimientos de las plantas. A la vez más que nunca existen especies de insectos dañinos; el costo de control es también más alto y el efecto nocivo en el medio no tiene comparación. Sin embargo, sigue aumentando el uso de agroquímicos. A pesar de que hoy se utilizan métodos más avanzados e intensivos, hay pérdidas de aproximadamente 33% de la producción agrícola potencial, propiciadas por las malezas, los insectos, diversos organismos patógenos, los nemátodos y otras plagas. Se calcula que sin el uso de tales fórmulas, las pérdidas llegarían a un 41% de la producción potencial. Estas cifras adquieren toda su magnitud si se les compara con el 7% de pérdidas que había al empezar la época del uso extensivo de fórmulas químicás. 2. El supermercado de los plaguicidas Es importante señalar algunos indicadores económicos de los plaguicidas. En 1974, por ejemplo, los países del Tercer Mundo importaron 641 millones de dólares de estos insumos químicos; cuatro años después, aumentó casi a 1000 millones de dólares. Para 1980 este cifra llega a 2817 millones, lo que equivalió al 20% del comercio internacional de plaguicidas (13 mil millones de dólares). Los principales exportadores a nivel mundial son: Alemania, con el 25%; Estados Unidos, 20%; Inglaterra, 15%; Suiza, 15%; Francia, 13%; Japón, 5% e Italia, 3%. Estos países surten virtualmente todas las importaciones del Tercer Mundo. Para 1986 se calcula que el consumo total de plaguicidas se aproximó a los 2.5 millones de toneladas con un valor de 15 mil millones de dólares; y que el Tercer Mundo tuvo un consumo de poco más de medio millón de toneladas con un costo de 3600 millones de dólares. Cada año los Estados Unidos se inclinan más hacia las exportaciones. En la última década, la producción interna de plaguicidas creció un 50%, mientras las exportaciones lo hicieron en 200%. Se estima que dicho país exporta más de 1000 millones de dólares en plaguicidas, el 30% de las cuales se compone de productos no registrados para uso interno, o bien cuyo registro ha sido cancelado por su Agencia de Protección Ambiental (EPA). No están disponibles aún cifras que permitan comparar el fenómeno anterior con lo que ocurre en el caso de otras naciones exportadoras, pero todo hace suponer que el comportamiento es muy similar. No hay duda, tampoco, del negocio inmenso que en este caso constituye el Tercer Mundo para las multinacionales. La tecnología de los plaguicidas atraviesa las fronteras con mucho más facilidad que la superestructura social y legislativa necesaria para su control en nuestros países. Los intereses económicos en juego hacen que se hagan a un lado y no se consideren en lo más mínimo los graves problemas de salud, de empleo y del ambiente que ocasionan los agroquímicos. En las fábricas de los países importadores, el mayor peligro es para los obreros que mezclan, empaquetan y distribuyen los productos, sin tener la protección necesaria (ropa adecuada, guantes, mascarillas, etc.). Bien poco saben del peligro que representan los productos con los que trabajan. Cabe aclarar que, a la materia prima que llega al país importador en recipientes con etiquetas en inglés, francés, etc., se le debe colocar otra en castellano donde se advierta del peligro y uso correcto de los productos. Pero aún teniendo estas etiquetas, muchos trabajadores no ponen atención en ellas por negligencia, porque a duras penas dejaron el analfabetismo o porque están escritas de manera ininteligible.
No terminan ahí las cosas: cuando el producto es envasado nuevamente en recipientes pequeños, a veces se expende sin etiqueta y, por ende, sin advertencia del peligro de envenenamiento a que se expone el usuario directo y en general quienes habitan el campo o consumen ciertos productos impregnados con estos agroquímicos. La contaminación generalizada del suelo, del agua, de las plantas y de los alimentos (leche, carne y verduras, por ejemplo), propicia graves problemas de intoxicación en la población trabajadora; afecta también a quienes viven en otras áreas pero consumen los productos alimentarios citados. El daño para la población es pues directo e indirecto. Tomemos como ejemplo de lo anterior a una sola empresa norteamericana para indicar el peligro que constituyen los plaguicidas en el Tercer Mundo: la Velsicol Chemical Corporation, parte del monopolio Northwest Industries. Esta empresa logró renombre en 1976 a través de la prensa norteamericana, después de una denuncia de la OSHA, agencia de los Estados Unidos destinada a la administración de seguridad y salud ocupacional. Se reveló que los obreros de la planta de esa empresa que trabajaban en Texas en la fabricación de fosvel (leptofos), sufrían enfermedades del sistema nervioso central. Los trabajadores levantarin una demanda contra Velsicol; la fábrica fue cerrada. La Agencia de Protección Ambiental (EPA) negó el permiso a Velsicol para vender fosvel en ese país pero lo otorgó por un año para “uso experimental”. Entre los organoclorados, Velsicol produce endín, clordano y heptacloro, y a pesar de que en los Estados Unidos está estrictamente limitado su uso, estos productos se exportan al Tercer Mundo. ¿Por qué alientan los países industrializados la exportación de productos altamente tóxicos? Responder a esta interrogante lleva a conocer el papel que juegan las trasnacionales. Tomemos nuevamente los Estados Unidos como ejemplo, por ser el país del que disponemos de mayor información. Allí, todo ingrediente activo debe estar registrado y aprobado por la EPA. Pero no existe ninguna institución que vigile o restrinja realmente las exportaciones de aquéllos que son suspendidos; más aún, la ley estadounidense permite el envío al exterior de los productos suspendidos internamente. Si una empresa tiene un producto que es sólo para exportación, no requiere registrarlo en la EPA y tampoco avisar de los ingredientes que lo componen. Lo grave es que en los plaguicidas no registrados se utilizan sustancias aún más dañinas que las suspendidas por esa agencia. A partir de 1979 la EPA modificó algunos de sus reglamentos. Por ejemplo, toda empresa fabricante de tóxicos debe notificar al comprador de los peligros del producto; también, avisar si está registrado o no por la EPA. El comprador, a su vez, acusará recibo de esa advertencia a la citada agencia gubernamental. Sin embargo, aunque la EPA informe a los gobiernas compradores sobre el por qué no está registrado cierto compuesto, no tiene el poder de impedir ni la exportación ni su uso. Las transacciones se dan tan velozmente que antes de que un gobierno pueda decidir la autorización o restricción de un producto, éste ya se encuentra en el país. Además, muchos de los compradores extranjeros son filiales de las compañías elaboradoras, por lo cual la información del producto jamás llega a las autoridades competente y menos a los consumidores que las aplican en el campo. Si los gobiernos que compran o permiten que particulares adquieran agroquímicos en los Estados Unidos no disponen de métodos eficaces de vigilancia, control o información, muy poco pueden hacer para sancionar a éstos o para evitar problemas en la salud y el ambiente. A esta dificultad se enlazan los efectos de la política de la actual administración norteamericana que ha debilitado el poder de la EPA frente a los fabricantes, al no hacer necesaria la aprobación por parte de los Departamentos de Estado y Comercio, el que los exportadores notifiquen el contenido y riesgo de sus productos. Agréguese a lo anterior el que la Asociación de Fabricantes de Productos Químicos y la Asociación Nacional de Productos Químicos Agrícolas se oponen vigorosamente a la EPA alegando, entre otras cosas, que no tienen ninguna necesidad ni obligación de informar sobre los peligros que representan las fórmulas que elaboran. A este respecto, las asociaciones de fabricantes de productos químicos, lanzaron en agosto de 1981 una propuesta: a grandes rasgos, señala que avisar sobre la peligrosidad de sus fórmulas puede ser perjudicial para ellos, pues se crea una desventaja competitiva para los exportadores y arriesga los intereses del comercio estadounidense. A la fecha no existe ningún acuerdo oficial entre el Departamento de Estado y el de Comercio de dicho país acerca de la ley de producción y exportación de insumos químicos peligrosos. Ambas dependencias estaban de acuerdo en que era conducente distribuir entre los consumidores los reglamentos de los productos. El Departamento de Estado proponía que se enviaran a los gobiernos interesados y el de Comercio quería que lo fueran a un intermediario, como la ONU. Las advertencias sobre uso y contenido de los plaguicidas, según la ley estadounidense vigente en 1981, contienen muy poca información sobre las formas adecuadas de utilizarlos, los antídotos en caso de envenenamiento, etc. Por esta razón, los gobiernos importadores y los particulares no pueden tomar decisiones convenientes a la hora de comprarlos. Más aún si carecen de medios de investigación adecuados y confiables. Las nuevas disposiciones sobre la materia están diseñadas para diseminar menos información, evitando así las “desventajas competitivas” para el exportador. La política de los Estados Unidos es coherente con el apoyo que ese país brinda a sus productores. Así, el Tercer Mundo no cuenta con las autoridades de dicho país, ni tampoco de las de aquellos otros que elaboran agroquímicos, para obtener la información y la protección adecuada sobre el uso de tales compuestos. Tampoco se tiene el apoyo científico y técnico necesario que impida localmente la acción de los exportador. El mercado de plaguicidas tiende a crecer sin control porque, en general, los países compradores del Tercer Mundo no disponen de los medios adecuados para proteger a la población; en la mayoría de los casos reina la ignorancia sobre el problema. Suele suceder con frecuencia, también, que a pesar de conocer las implicaciones del uso unilateral de agroquímicos, ciertos funcionarios y técnicos están coludidos con los agentes vendedores de las multinacionales. Los beneficiarios principales de la estrategia química de control son precisamente los fabricantes y quienes viven de la industria, pues tienen grandes ganancias económicas. Por ejemplo, los distribuidores profesionales, los fabricantes de implementos para la aplicación de los productos, los dueños de los aviones fumigadores, las casas de publicidad que promueven los agroquímicos a través de revistas, folletos, programas de radio, etc. Todo hace pensar que la estrategia que basa un programa de control de plagas en el uso intensivo de plaguicidas está destinada al fracaso aún en los países en vías de desarrollo agrícola y tecnológico. Si bien hay un aumento inicial en los rendimientos de la cosecha, a mediano plazo el aumento es y se debe sobre todo a la aplicación intensiva de cada vez más compuestos químicos; más esta espiral tiene su límite, no solamente porque las inversiones monetarias llegarán a ser astronómicas (de 20 a 46 millones de dólares el descubrimiento de un nuevo plaguicida) sino porque debe protegerse el ambiente y a la población, cada vez más afectadas por los residuos de los numerosos venenos modernos. 3. El atractivo de utilizar plaguicidas y sus contraindicación Dadas las limitaciones inherentes al control químico unilateral y a los altos costos que implica, es importante explicar por qué se suscitó la atracción por dicha estrategia. Es evidente, por ejemplo, que en el campo de la salud pública el control fue efectivo, por lo menos al principio, y es relativamente barato y fácil de aplicar. También implica una cuestión moral: si el uso del plaguicida sirve para salvar la vida de muchas personas, debe ser aprovechado. Asimismo, recurrir en el lugar apropiado a métodos químicos en contra de ciertas enfermedades originadas por vectores rinde su efecto. Pero termina en cuanto se desarrolla una resistencia.
Ahora bien, el atractivo del control unilateral en la agricultura tiene bases más complejas. En buena medida, es el resultado de la inercia de una buena parte de los profesionistas vinculados con el sector agropecuario y de la voracidad de los fabricantes de agroquímicos, interesados en ampliar sus mercados. Hoy en día —salvo en muy pocas universidades y dependencias gubernamentales— la mayoría de los entomólogos prefiere el método químico, como fruto de su preparación, de su creencia en los resultados a corto plazo y hasta de la interesada intromisión de las empresas en los planes de estudio de no pocas instituciones de educación superior. También cuenta el que una parte considerable de la investigación que se realiza en el mundo sobre temas de interés agrícola y entomológico es patrocinada directa o indirectamente por la industria química. En el campo, casi toda la información sobre los plaguicidas se recibe a través de la propaganda elaborada por quienes los fabrican o distribuyen, y el resto a través de los técnicos que recomiendan su uso. Casi siempre, los agricultores se orientan para utilizarlos por las indicaciones que se incluyen en las etiquetas de los envases que contienen los plaguicidas. Con los fármacos ocurren en numerosos países diversas anomalías: además de no existir mayor control para su venta, es fácil comprobar cómo la gente recurre a la automedicación y hasta recomienda a amigos y familiares tal o cual nombre porque “les hizo mucho bien”. Con los agroquímicos sucede algo semejante. El campesino escucha a través de un técnico, un amigo, por la radia o en la tienda, las ventajas de un producto determinado por qué es bueno para las plagas y lo adquiere fácilmente en el mercado. Además, el agricultor que ya sabe algo acerca del poder inmediato de un plaguicida no quiere arriesgar su cosecha. En la mayoría de los casos desconoce la capacidad de resistencia que ofrece un cultivo determinado a cierto nivel de plaga y no tiene el concepto de “umbral económico”. Por esto, en vez de buscar una solución a través del conocimiento profundo del problema (lo cual siempre implica costo y riesgo así como tiempo y técnicos capaces), se empeña en auto protegerse con un tratamiento profiláctico a base del control químico, de acuerdo con un programa preestablecido. Este tratamiento programado, en vez de responder a una necesidad real, entraña un uso mucho mayor de insumos que el adecuado; y a largo plazo, crea más problemas de los que resuelve. Así, por ejemplo, a causa del éxito inicial del DDT y de los otros organoclorados, el objetivo del agricultor fue dejar a su cultivo completamente libre de insectos. Los plaguicidas son las únicos capaces de matarlos indiscriminadamente, aunque con el paso del tiempo compruebe que es un éxito pasajero. La respuesta de la industria química a la perdida de eficacia del DDT y otros compuestos fue y sigue siendo el descubrimiento y as comercialización de nuevos productos cuya eficacia también inevitablemente será limitada. Pero esta estrategia evita la necesidad de confrontar globalmente la falla principal del enfoque: creer que el insumo químico puede afectar selectivamente a un organismo determinado, cuando lo que sucede en realidad es que afecta a todo el ecosistema, del cual la plaga es apenas una parte, a veces mínima. No debe subestimarse el papel de la industria trasnacional para mantener la popularidad de la estrategia química unilateral: el uso de plaguicidas le representó en 1986 ventas anuales por 15 billones de dólares. No solamente ejerce un poder gigantesco por medio de la propaganda, sino que también utiliza tácticas de intimidación contra investigadores y trabajadores que en estaciones experimentales de diversas partes del mundo estudian opciones alternativas al uso de compuestos químicos; y contra quienes en diversos foros denuncian los muchos riesgos de tales productos. Cabe señalar que el plaguicida se considera indispensable en el ambiente creado en torno a la modernización de la agricultora. Es cierto que las plagas destruyen un porcentaje apreciable de la cosecha potencial en muchos países y que representan un peligro para la salud humana. Pero tampoco debe olvidarse que la mayor parte de los cultivos modernos se basan en híbridos, en frutos genéticas que no tienen una larga historia en el desarrollo de resistencias apropiadas, y de esa manera necesitan la protección artificial que lea da la industria química. La tendencia actual de establece áreas extensas de monocultivos propicia que una infestación llegue rápidamente a niveles muy peligrosos y requieran tratamiento químico. También la preferencia creciente en el mundo por hortalizas, frutas y cítricos estéticamente perfectos, impulsada también por la publicidad, aumenta la necesidad de recurrir a plaguicidas que eviten la imperfección del fruto. 4. Incrementar la producción de alimentos, una justificación Los que proponen el uso intensivo de plaguicidas sostienen que hay un mundo hambriento y que se necesita recurrir a cualquier método con tal de aumentar los rendimientos de los cultivos, para así alimentar a cada vez más seres humanos. Este argumento es acaso el más esgrimido por los fabricantes de agroquímicos y sus defensores en diversas esferas, cuando hablan de lo indispensable de utilizar sus productos. Pero dicho criterio merece un cuidadoso análisis. Ante todo, es necesario precisar que tanto en el mundo industrializado como en los países en vías de desarrollo o abiertamente atrasados, la mayoría de los plaguicidas no se usa en las cultivos cuyas cosechas proporcionan el alimento que demanda la población. Por ejemplo, en los Estados Unidas casi la mitad del insecticida se utiliza en el algodón; otra tercera parte no va a los campos agrícolas, sino a las industrias, los clubes de golf, los parques y los pastos de casas particulares. En el caso del Tercer Mundo, la gran mayoría se destina a los cultivos de exportación, principalmente algodón, tabaco, café y hortalizas. El argumento de que se necesitan los agroquímicos para alimentar a los hambrientos, tampoco es válido por otra causa también importante. Como hemos visto, el uso de los plaguicidas propicia su necesidad, cada ves a un precio más alto. La tendencia del agricultor cuando aumentan sus costos de cultivo, es dedicar más terreno a la agricultura de lujo, de exportación, con la cual obtendrá mayores ganancias. Esto conduce a que haya menos hectáreas dedicadas a los cultivos básicos que son los que demanda la mayoría de la población. Toda las estadísticas demuestran que en el Tercer Mundo el uso más intenso de plaguicidas se concentra en los cultivos destinados a la exportación. No pocos investigadores sostienen que dicha práctica da la oportunidad al mundo industrializado de experimentar en cabeza ajena el uso extremo de productos químicos. Un ejemplo claro es el caso del algodón en Nicaragua. Entre 1950 y 1965, el número de hectáreas dedicadas a dicho cultivo aumentó 1000%. A fines de la década de los cincuenta, por recomendación de los técnicos de la Agencia Internacional para el Desarrollo de los Estadas Unidos (AID), los grandes agricultores aplicaban insecticidas unas ocho veces por temporada, y también una buena cantidad de fertilizantes. Los rendimientos aumentaron considerablemente hasta alcanzar su más alto nivel en 1965. Al año siguiente, todavía con la asesoría de la AID, las aplicaciones eran 28 por temporada; aún así, los rendimientos empezaran a bajar y los costos a aumentar considerablemente. Pocos años después, en la región costera del Océano Pacífico los campos se trataban de 35 a 40 veces con mezclas de varios plaguicidas aplicados por avión. La producción del algodón dejó de ser costeable. Nicaragua obtuvo en cambio el récord mundial en el número de aplicaciones de agroquímicos a un solo cultivo. Y por primera vez el frijol y el maíz cultivados en la región citada, que no se trataron para nada, sufrieran grandes daños a causa de los insectos. El caso nicaragüense muestra claramente el resultado del sobreuso de los plaguicidas; ese país funcionó virtualmente como campo experimental en beneficio de las poderosas empresas trasnacionales de Estados Unidos. Muy alto fue el costo ecológico para los campesinas pues muchos resultaron intoxicados o sufrieron enfermedades como ceguera y dermatitis; y las mujeres, trastornos de tipo reproductivo. Debe señalarse que a partir del triunfo de la revolución sandinista, los recursos económicos destinados a la compra de plaguicidas se redujeron dramáticamente, lo que motivó que se despertara el interés y la experimentación con métodos alternativos y de control integral, a través de comités regionales, quienes han obtenido algunos éxitos importantes, pese a la inestabilidad que existe en ciertas áreas agropecuarias por la acción de los mercenarios.
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* Actualmente en prensa, a ser publicado por la editorial Océano.
con la colaboración de Susana Franco. |
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