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¿Qué es la divulgación de la ciencia?
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Juan Tonda Mazón
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Estaba frente a mi computadora tratando de definir la divulgación de la ciencia y realmente no sabía por dónde empezar. Me imaginé cómo sería ésta si muchas personas tuvieran a su alcance un casco de realidad virtual, en el que uno se mete en un juego de computadora y experimenta estar en un mundo ficticio de tres dimensiones. Así, aprovechando los recursos que nos ofrece la divulgación de la ciencia, uno podría viajar por el Sistema Solar y acercarse a cada planeta, o recorrer el adn como quien se echa por una resbaladilla. Pero, oh desilusión, de pronto me encontré en la virtual realidad.
Si definir la ciencia es una tarea por demás compleja, a la que muchos científicos han preferido no poner atención, precisar en qué consiste su divulgación resulta igualmente difícil. Partiendo de esta premisa, una definición de divulgación de la ciencia sólo proporcionaría una imagen burda y muy general de lo que representa. Trataré por ello, de dar algunas ideas sobre esta actividad.
Si se tratara de un diccionario, la definición podría decir lo siguiente: disciplina que se encarga de llevar el conocimiento científico y técnico a un público no especializado, que va desde los niños hasta las personas de edad. Dicha labor es, sobre todo, interdisciplinaria, aunque la realizan especialmente los científicos, los técnicos, los comunicadores y, de manera más reciente, los divulgadores de la ciencia.
Como en toda definición, la primera pregunta sería: bueno, si yo tengo conocimientos de especialización en física, ¿nadie se encargará de hacer divulgación para mí?
Hacia la universalización
De la respuesta a esta pregunta parte una de las características más importantes de la divulgación de la ciencia. Si tengo conocimientos especializados de física, no quiere decir que los tenga de todas las áreas de esta disciplina. Por ejemplo, me podría haber especializado en la Teoría de la Relatividad General, sin embargo, no sabría cómo poner a funcionar un microscopio electrónico. Aun dentro de la física y a pesar de ser un investigador destacado en un área, el desconocimiento en otras resultaría bastante profundo.
La divulgación de la ciencia, por su parte, avanza en sentido opuesto: pretende hacer más universal el conocimiento, es decir, intenta que el físico relativista sea capaz de entender cómo se pone en funcionamiento un microscopio electrónico pero también que tenga conocimientos elementales de biología, química, ingeniería, electrónica, medicina, economía, historia, filosofía, etcétera, y que esté al tanto de los últimos avances de otras disciplinas. Resumiendo, un buen divulgador de la ciencia debe tener conocimientos elementales de muchas áreas de la ciencia y ser capaz de transmitirlos a públicos muy diversos. Por otro lado, quienes se acercan a la divulgación de la ciencia deben tener una necesidad de conocimiento, de entender cada vez mejor el mundo que nos rodea.
Existen muchos investigadores que además de aportar su granito de arena para que la ciencia avance, se preocupan, por una parte, de que los no especialistas conozcan lo que hacen, y, por otra, de llevar sus conocimientos a sectores más amplios de la población.
De hecho, fue así como nació la divulgación de la ciencia en México. Un grupo de investigadores se preocupó por editar una revista para que los estudiantes de las carreras científicas y del bachillerato entendieran lo que hacían sus colegas de otras áreas y estuvieran al día de los avances en todo el mundo. En el caso de los estudiantes de bachillerato, por vez primera se podían enterar de los avances científicos, de la ciencia fuera de los libros de texto, su historia y filosofía y acerca de lo que hacían los científicos mexicanos.
La labor educativa
Otro rasgo importante de la divulgación de la ciencia es que cumple con una función educativa, a pesar de que algunos divulgadores sostengan que no necesariamente tiene que ser así. Según ellos, sólo se trata de pasarse un rato agradable, divertirse con la ciencia o bien recibir alguna noticia científica; cumplir con educar, sostienen, es un proceso muy difícil y arduo que sólo puede darse en el salón de clases.
En óptimas condiciones, un mexicano está en un salón de clases ocho mil horas durante toda su vida, lo que representa el 8% del tiempo libre que tiene una persona, suponiendo que trabaja ocho horas diarias, duerme otras ocho y dedica a las comidas otras cuatro horas. El resto (92%) de ese tiempo se invierte en hablar, jugar, ver la televisión, divertirse, escuchar la radio, leer, oír música, ir al cine o al teatro, hacer algún deporte, descansar, tener relaciones sexuales, desplazarse de un lugar a otro, etcétera.
Si de ese 92% de tiempo restante no se aprovecha cuando menos una pequeña parte para la educación, entonces, hagámoslo, aunque no tengamos salón de clases ni maestros.
En este sentido, la divulgación de la ciencia ofrece la posibilidad de contar con una educación informal fuera del ámbito escolar. Esto se logra a través de los diferentes medios de comunicación, que pueden ser desde una charla informal hasta la transmisión de un programa de televisión que llega a cinco millones de personas.
La motivación
En ciencia nos han enseñado que un investigador debe aportar un granito de arena para el avance de su disciplina. Cuando esto ocurre, el científico experimenta un gran placer, y si en lugar de un solo granito aporta más de cien, estará en el limbo.
Cuando un investigador logra resolver algún problema o realiza algún descubrimiento o aportación al conocimiento, se siente realizado; ha logrado, con su esfuerzo, obtener un resultado. Éste se manifiesta con la publicación de su trabajo para que sus colegas conozcan sus aportaciones. El solo hecho de aportar algo nuevo, por pequeño que parezca, constituye una motivación fundamental para seguir investigando.
Esta característica es válida tanto para el investigador como para el divulgador de la ciencia. Cuando un divulgador logra transmitir una serie de inquietudes e ideas a su público, se siente contento y satisfecho; se siente a gusto si es capaz de motivar a su público produciendo el efecto que deseaba, del que se percatará al terminar su trabajo de divulgación.
Ese mismo placer que logra un investigador o un divulgador de la ciencia, lo experimenta un estudiante cuando entiende un argumento complejo, termina una obra de arte o resuelve un problema.
Aquí haré un paréntesis para señalar que motivar no es sinónimo de divertir, característica que algunos le adjudican a la divulgación. Si el fin último de la divulgación de la ciencia fuera divertir, un juego como el Nintendo 64, sería un gran producto de divulgación por el simple hecho de ser muy divertido. Creo, sin embargo, que la mayoría de las personas estará de acuerdo en que el ejemplo anterior no tiene nada que ver con la divulgación.
Un buen trabajo de divulgación puede motivar al público a comprender más un tema por varios caminos. Uno de ellos puede ser la diversión, la analogía, la historia o cualquier otro recurso. La falta de comprensión y la dificultad también pueden servir de motivación para adentrarse al conocimiento de la ciencia.
En mi caso, recuerdo que en la preparatoria leí un libro que explicaba la Teoría de la Relatividad Especial de Landau y me llamaron mucho la atención las propuestas de Einstein. Realmente el libro no resultaba fácil para entender la teoría de Einstein, sin embargo, conocer que la velocidad de la luz es la más alta a la que se puede aspirar, así como los efectos en la forma de las cosas y en el tiempo al acercarse a ella, son resultados que rompen con el sentido común. Resultados que no fáciles de entender, sí llamaron mi atención; que me llevaron a acercarme más a la ciencia y a tratar de conocer cómo se llegaba a conclusiones tan sorprendentes. Después de estudiar la carrera de física, tuve la oportunidad de llevar varias materias de relatividad con excelentes maestros como el doctor Carlos Graef Fernández, el doctor Michael Ryan y la doctora Deborah Dultzin. Cuando llegué a la parte del curso en la que se abordaban las ecuaciones de Einstein —dos simples ecuaciones tensoriales que engloban todas las ecuaciones de Maxwell y, por lo tanto, todas las leyes del electromagnetismo y la relatividad—, me produjo una gran satisfacción el hecho de saber cómo se podían unificar las leyes del Universo a tal grado, aunque resolver el problema más elemental con dichas ecuaciones resulte una tarea ardua. Con el ejemplo anterior, sólo he querido mostrar lo que aprendí recientemente del doctor Luis Estrada, cuando en una reunión de divulgadores de la ciencia nos llevó una película de topología llamada No anudado, simplemente para discutir si se trataba de un trabajo de divulgación de la ciencia. En esa ocasión, señalé que no creía que lo fuera, porque no se entendía nada y yo no había entendido la secuencia de los razonamientos.
La película mostraba los efectos que se producen al realizar transformaciones topológicas visualmente tal y como los vería una persona que estuviera en ese espacio matemático extraño. Debo decir que los efectos resultaban de una belleza inaudita y se habían realizado con un trabajo de computadora realmente impresionante. Hoy creo que esa película trata de mostrar que lo complejo y difícil puede servir de motivación para acercarse a la ciencia y por lo tanto, debe considerarse divulgación de la ciencia.
No obstante, en este caso influye nuestra necesidad de llegar al fondo de las cosas. Si no logramos entender algún artículo de divulgación de física y el tema nos llama la atención, es probable que tratemos de acercarnos a otros artículos sobre el asunto y de esta forma iremos aprendiendo más.
A continuación daré un ejemplo de que la divulgación no es traducción de la ciencia, sino recreación de ésta. Para entender qué es el adn puedo decir que se trata del ácido desoxirribonucleico. Esto sería una traducción literal, pero si digo que forma parte de una célula y que se encuentra en el núcleo de la misma, por lo menos puedo entender dónde está y que es de tamaño muy pequeño. Si además señalo que tiene la forma de doble hélice o de dos escaleras de caracol entrelazadas, entonces la analogía me proporcionará una imagen de la forma. Pero hasta ahora eso no me dice nada acerca del nombre. De ahí que si continúo con la analogía de las escaleras puedo decir que sus barandales están hechos de un compuesto químico llamado grupo fosfato y de un azúcar llamado ribosa a la que le falta un átomo de oxígeno, por eso lo de desoxi.
Además, los peldaños son las llamadas bases nitrogenadas: adenina, guanina, citosina y timina, y cada escalón está formado por uniones débiles de adenina y timina o de guanina y citosina. Finalmente, puedo decir que la clave de la vida se encuentra en el ADN, pues en él se encuentran los genes, que determinan la herencia y las características de un organismo.
El significado de la divulgación
Como prueba de que definir con precisión la divulgación de la ciencia no es una tarea sencilla, empezaré señalando que el primer problema al que me enfrenté fue considerar que el periodismo científico, la divulgación de la ciencia y la comunicación de la ciencia eran sinónimos.
Ahí el problema no era considerarlos sinónimos sino que existía una dependencia dedicada a la comunicación de la ciencia, una asociación dedicada al periodismo científico y una sociedad dedicada a la divulgación de la ciencia. Por razones obvias, cuando cada quien hablaba de lo que hacía, resultaba que todos estaban dedicados a lo mismo pero con tres nombres diferentes. El problema es que todavía hoy cada quien defiende sus términos.
Ahora hagamos un nudo, pero no topológico sino de estos tres términos. Los divulgadores y los comunicadores de la ciencia señalan que el término periodismo científico es en sí mismo contradictorio por reducción al absurdo: ¿cuál es el periodismo acientífico o no científico? La respuesta, simplemente, es que sólo puede existir un periodismo: que esté bien o mal hecho nada tiene que ver con el carácter científico. En otras palabras, puedo hacer una nota roja de gran calidad y estaría entonces haciendo periodismo científico. Los defensores del término periodismo científico llaman así a la parte de divulgación de la ciencia que se desarrolla en periódicos y suplementos de ciencia. Otros escritores señalan que, a diferencia de la divulgación de la ciencia, el periodismo científico no tiene sustento teórico, y que por lo tanto, es una tarea puramente informativa.
Los divulgadores y los periodistas científicos argumentan contra el término “comunicación de la ciencia” que la esencia misma de la ciencia es la comunicación. Así, la tarea más importante de los científicos es la comunicación; comunican sus resultados en revistas de prestigio internacional. Por lo tanto, un investigador y un comunicador de la ciencia serían personas que se dedican a lo mismo y no es así.
El concepto que tiene la mayoría de las personas de la comunicación es hablar por teléfono, cuestión que no refleja lo que es en realidad la comunicación de la ciencia. A favor de esta crítica puede señalarse la creación del término comunicación pública de la ciencia, que hace la diferencia de comunicar la ciencia al gran público y entre los especialistas.
Los comunicadores de la ciencia y los periodistas científicos critican el término divulgación porque, según su raíz, proviene de vulgo, vulgare, y es un término clasista que separa a los elegidos que saben de ciencia del vulgo, de la chuzma, a la que se le va a enseñar ciencia. Sin embargo, se puede contrargumentar que quienes hacen divulgación no adquieren esa filosofía, sino que la consideran una tarea social y cultural. A favor del término divulgación también puede señalarse que con una sola palabra se designa una sola actividad, sin lugar a confusiones, cosa que no ocurre con comunicación o con periodismo.
Pero aquí no acaba la historia del lenguaje, pues están también los términos difusión de la ciencia, comunicación pública de la ciencia y comunicación social de la ciencia. El término difusión de la ciencia proviene de las tareas universitarias, dado que la difusión es una de las actividades fundamentales de la universidad. En contra del término difusión de la ciencia está que se difunde dentro de todas las actividades culturales y que en las universidades se le ha relegado al último sitio. Comunicación pública de la ciencia es una designación afortunada, salvo porque requiere varias palabras para entenderla: soy un comunicador público de la ciencia. Verdad que resulta complejo referirse a esa profesión. En relación con la comunicación social de la ciencia, en México los departamentos de comunicación social de las secretarías de estado son los voceros para la prensa. Su labor es de carácter gubernamental, es decir, de proporcionar información de las actividades de las secretarías al resto de la sociedad, lo cual se funde con la política y no tiene relación con la divulgación de la ciencia. Si ése fuera el caso se podría hablar de democratización de la ciencia.
A partir de esta breve revisión de los términos que se emplean para designar la divulgación de la ciencia, habría que ponerse de acuerdo, en primer lugar, en usar el mismo término para nuestra actividad, cuando menos en todos los lugares donde se habla español.
La creatividad
Una característica importante de la divulgación es la de recrear el conocimiento científico a partir de la creatividad, conocimientos e imaginación propios del divulgador. En este sentido, la divulgación es una tarea artística en la que se combinan la sencillez, la diversión, la estructura, la riqueza y el uso del lenguaje, la motivación, el desarrollo del conocimiento científico, la capacidad para transmitir la belleza de un resultado, las características del pensamiento científico, la presentación, la capacidad para dirigirse a un público determinado, las imágenes y la síntesis visuales, la reiteración, las analogías y el contexto, todas ellas características que debe desarrollar un buen equipo de divulgación de la ciencia. Por ello, la divulgación no puede resumirse como una mera traducción o interpretación de la ciencia. Lo que tal vez puede decirse es que el concepto divulgación de la ciencia evoluciona con el tiempo, en el mismo sentido en que lo hace la ciencia, de ahí la riqueza de esta generosa disciplina que cada vez cobra mayor fuerza.
¿Quiénes hacen divulgación?
En un principio se creía que sólo los investigadores de ciencias naturales podían hacerla. Pero si bien algunos son capaces de ello, los resultados no siempre son buenos. En una segunda etapa entraron los comunicadores y los periodistas a auxiliar a los investigadores de ciencias naturales; entonces se entabló una dura batalla sobre quién llevaba la bandera: los comunicadores lanzaron la artillería pesada diciendo que los investigadores no sabían escribir, que redactaban muy mal y, lo peor, que no conocían los géneros periodísticos. El contrataque fue feroz; los investigadores señalaron que los comunicadores no tenían la más mínima idea del contenido científico de los artículos (en el caso de la divulgación escrita), que los periodistas se iban por la parte sensacionalista y desinformaban a su público con afirmaciones falsas que leían miles y miles de personas. Fueron años de una lucha encarnizada, que para algunos aún persiste. La tercera etapa, la actual, se presentó cuando algunos investigadores se dieron cuenta de que podían trabajar con los comunicadores y periodistas de la ciencia y de que el trabajo entre ambos lograba mejores resultados. Entonces empezaron a experimentar uniéndose historiadores, filósofos, pedagogos y artistas, y el resultado fue mucho mejor. Hoy puede decirse que la divulgación de la ciencia la realiza un grupo interdisciplinario. No sólo los periodistas aprenden de los investigadores, sino que éstos aprenden de aquellos y además de diseñadores, fotógrafos, educadores, historiadores, filósofos, etcétera.
Aprender a trabajar en equipo no es una tarea sencilla cuando en las universidades nos han inculcado que hay que destacar como persona, aun a costa de nuestro compañero y que los méritos no deben compartirse con nadie. Sin embargo, aprender de personas de otras disciplinas con un objetivo común resulta una tarea enriquecedora de la que se obtienen buenos resultados.
Hasta ahora, los divulgadores de la ciencia nos encontramos en esta etapa: la formación en la práctica. Pese a lo anterior, se empiezan a dar los primeros pasos para profesionalizar la divulgación de la ciencia a través de cursos y diplomados. Esperemos que en el futuro podamos tener acceso a una maestría en divulgación de la ciencia y, por qué no, a una licenciatura en la que los divulgadores formados en la práctica proporcionen su experiencia para formar a los nuevos.
A manera de conclusión
Me gustaría mencionar algunos términos que todavía hoy se prestan a confusión. En primer lugar está el término científico. Comúnmente se entiende que científicos son los investigadores en física, química, biología, medicina y matemáticas. Sin embargo, no se incluye a los profesores y a los divulgadores de la ciencia.
Por otro lado, cuando se habla de ciencia, nuevamente sólo se incluye a los físicos, químicos, biólogos, médicos y matemáticos, cuando las ciencias abarcan también a las ciencias sociales, de la conducta, las aplicadas, la historia, la filosofía, etcétera. Hoy, afortunadamente, hay consenso en que la divulgación de la ciencia debe abarcar todas las disciplinas. Si en los inicios de la divulgación sólo se incluían las llamadas ciencias duras, porque eran las que menos conocía el resto de la sociedad, hoy el concepto de ciencia se extiende al conocimiento que aportan las diferentes disciplinas, siempre y cuando dicho conocimiento tenga cierta validez que pueda cambiar con el tiempo.
Estoy convencido de que cualquier persona puede acercarse a la divulgación de la ciencia si está realmente comprometido con ella. Si la divulgación llega a penetrar los medios masivos de comunicación, tendremos verdaderos libros de texto en los cuales diariamente estaremos aprendiendo, en lugar de periódicos y noticieros en los que sólo podemos leer, ver o escuchar miles de malas noticias o declaraciones vacías que venden mucho, pero que no aportan nada para nuestro desarrollo intelectual.
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Juan Tonda Mazón
Dirección General de Divulgación de la Ciencia,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Tonda Mazón, Juan. (1999). ¿Qué es la divulgación de la ciencia? Ciencias 55, julio-diciembre, 76-81. [En línea]
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del herbario |
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Algas y humedales de Quintana Roo |
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Eberto Novelo y Rosaluz Tavera S.
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En la península de Yucatán la cultura maya logró su desarrollo más notable con una economía basada principalmente en la agricultura. El modelo de milpas con roza-tumba y quema como sistema agrícola no explica cabalmente la densidad poblacional alcanzada desde el período preclásico en la península (400 a.d.e.), por lo que seguramente existieron otros sistemas agricolas complementarios, especialmente en las áreas con suelos poco profundos y poca agua accesible durante todo el año.
Hay evidencias de la existencia de poblaciones mayas del preclásico en algunas zonas de humedales de la península. En especial en la región de Yalahau, en Quintana Roo, los restos de construcciones permiten suponer algún tipo de manejo del agua de estas zonas.
En los humedales, las épocas seca y anegada tienen rasgos muy diferentes en el panorama vegetal, tanto que pueden considerarse una transición entre sistemas terrestres y acuáticos. En éstos, la persistencia del sistema terrestre o anegado es variable y depende de la topografía del terreno, del grado de permeabilidad del suelo, del origen del aporte principal del agua y de la lluvia.
La porción NE de Quintana Roo presenta vastos humedales en comunidades vegetales como selvas medianas, tintales y sabanas en las que el sustrato está cubierto por crecimientos algales. Debido a la topografía cártsica (rocas carbonatadas con alta densidad de cenotes profundos), la disponibilidad de agua se limita al período en el que la sabana permanece inundada; y en el período de secas, a la retención del agua en esos cenotes. También influyen los nortes y huracanes, pero en todo caso, la escasez del agua durante ocho meses y la falta de suelo, también debida al tipo de sustrato, hacen difícil explicar cómo esta región de la península pudo haber soportado la vasta población maya arriba mencionada.
Hemos estudiado los humedales de esta zona en la Reserva Ecológica El Edén (21° 13’ N y 87° 11’ O, cerca de Cancún) y sabemos que permanecen anegados al menos durante cuatro meses del año. En el período de lluvias, que marca el inicio de inundación del humedal, las algas proliferan abundantemente como perifiton (alrededor de macrofitas), epifiton (sobre macrofitas), plocon (masas sobrepuestas al sustrato), rizobentos (ancladas en el sustrato) y fitoplancton (organismos siempre libres).
Durante la época seca, las plantas vasculares alrededor de las cuales crecen las algas, también presentan un aspecto deteriorado, con estrés hídrico y algunas con sus tallos y hojas secos que yacen sobre el suelo. Los crecimientos de algas al secarse permanecen como una costra quebradiza de color grisáceo, de modo que la superficie del suelo queda cubierta por una costra que mezcla detritus vegetales con restos de algas.
La composición algal en El Edén alcanza cerca de 200 especies; muchas de ellas se comportan de manera especial en los humedales, tanto por las condiciones ambientales, como por las asociaciones que se establecen durante el ciclo hídrico. Así, en las primeras etapas de inundación proliferan algas afines a microcondiciones ácidas (producto de la descomposición rápida de la hojarasca); posteriormente proliferan especies afines a condiciones neutras o alcalinas y que son las que determinan el paisaje descrito para la época de secas. En estos últimos crecimientos, sobre una trama de vainas mucilaginosas vacías y rehidratadas, son abundantes las cyanoprokaryotes filamentosas, fijadoras de nitrógeno y unicelulares productoras de mucílagos abundantes y densos. Los crecimientos algales como las costras, desempeñan un papel preponderante porque regulan el paso de nutrientes entre el sustrato, los sedimentos y el agua. En el período de inundación, las algas asimilan nutrientes e incrementan su biomasa. Al final de este período, que es progresivo, los crecimientos algales liberan los nutrientes al sustrato de manera regulada dependiendo de las especies que las constituyen: pueden fijar nitrógeno, carbono e incorporar fósforo en tasas variables, o pueden producir una microzona anaeróbica en la interfase agua-sedimento, que entonces previene la liberación de nutrientes del suelo. De este modo, otros organismos (macrofitas y heterótrofos) dependen de las algas para la obtención de nutrientes.
Lo anterior explica por qué los humedales tienen una tasa más alta de actividad biológica que la mayoría de los ecosistemas y por tanto una productividad primaria neta muy alta. En términos ecológicos, así podemos explicarnos el mantenimiento de la rica cobertura vegetal, pero en términos antropológicos no es tan fácil explicar una agricultura intensiva porque el sustento de los cultivos requiere de un suelo y su manejo adecuado para obtener una cosecha productiva.
Algunos investigadores, como Arturo Gómez-Pompa y Scott Fedick, de la Universidad de California en Riverside, piensan que es posible que los mayas agregaran las costras de algas al suelo acumulado en algunas depresiones que destinaban para siembra, las cuales enriquecían el suelo a manera de abono verde. Las investigaciones que han realizado Ana Luisa Anaya y Sergio Palacios, de la unam, han probado que la adición de costras algales colectadas en El Edén tiene un efecto positivo en el crecimiento de cultivos de lechuga, maíz y jitomate, aun comparándolo con cultivos en los que se utilizó sulfato de amonio como fertilizante.
No puede confirmarse que los mayas hayan tenido un manejo de recursos como el que se ha propuesto, pero se ha comprobado en otros ecosistemas que las algas también participan en la formación de suelo de otras maneras: fijan carbono, cohesionan partículas, favorecen o inhiben la germinación de ciertas plantas, mantienen más tiempo la humedad captada durante la noche y por tanto evitan un calentamiento alto del suelo, entre otras cosas. Una de las pruebas más contundentes al respecto es el enriquecimiento con nitrógeno de suelos en los que se cultiva arroz previamente inoculados con cianoprokariotes, pues muchas especies de este grupo son fijadoras de nitrógeno.
En resumen, las algas no sólo son importantes en la ecología de los humedales, también pueden ser una parte importante de la historia de la cultura maya y quizá se conviertan en una alternativa agroecológica para cultivos en zonas con suelos pobres si la investigación interdisciplinaria marca las pautas de obtención masiva de crecimientos algales sin modificar el paisaje y la ecología de los humedales.
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Referencias bibliográficas
Carlton, R.G. y R.G. Wetzel, 1988,
“Phosphorus flux from lake sediments: effect of epipelic algal oxygen production.” Limnol. Oceanogr. 33 (4 part 1): 562 - 570.
El Edén web site: http://maya.ucr.edu/pril/el_eden/Home.html.
Fedick, Scott L., 1998. “Ancient maya use of wetlands in Northern Quintana Roo, Mexico”, en: Bernick, K. (Ed.) Hidden Dimensions: The cultural significance of wetland archaeology. UBC Press. Vancouver.
pp. 107-129.
Kadlec, R.H. y R.L. Knight, 1996, Treatment Wetlands. CRC Lewis Pub. Boca Ratón. 893 pp.
Vymazal, J., 1995, Algae and element cycling in wetlands. CRC Lewis Pub. Boca Raton. 689 pp.
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Eberto Novelo
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Rosa Luz Tavera S.
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Novelo, Eberto y Tavera S., RosaLuz. (1999). Algas y humedales de Quintana Roo. Ciencias 55, julio-diciembre, 44- 45. [En línea]
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Artilugio de la nación moderna
Mauricio Tenorio Trillo
Fondo de Cultura Económia,
México, 1998
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En el mundo moderno, el progreso es la vara con que la época prefiere medirse. La historia del tiempo moderno es la historia de la propia conciencia del progreso, o sea, de cómo la modernidad produjo una imagen de sí misma. Esta transformación sólo se hizo posible gracias a la visión moderna de la historia como una totalidad que progresa —como realidad, como forma de conocimiento— pero que nunca se completa: el futuro nunca es identificable. La conciencia de esta totalidad en un espacio-tiempo determinado ha formado lo que los historiadores llaman de manera habitual una era, una época. Ciertamente, y a pesar de lo post-esto y lo post-aquello que nos sintamos, debemos aceptar con modestia que la cada vez mayor secularización, racionalización y tecnologización, así como nuestra propia incapacidad de eludir el presente, han hecho de lo moderno nuestro irrehuible marco de referencia; como si todos fuéramos cómplices de un crimen, tenemos a la modernidad como código común; a él nos referimos siempre, de él dependemos. Y aun así, ¿hasta qué punto? Este estudio de las exposiciones universales busca relatar una historia que pertenece al escurridizo reino que se halla entre el surgimiento del progreso moderno, industrial y capitalista y su duración como una etapa de la humanidad, aparentemente ahistórica y natural; entre lo que ya es historia, aunque de significado aún no claro, y lo que es difícil de observar frente a nosotros porque moldea la conciencia de nuestra propia época.
Las exposiciones universales son miradores privilegiados para examinar estos fenómenos. De hecho, las exposiciones mundiales decimonónicas fueron la quintaesencia de los tiempos modernos casi tanto como las ciudades que fueron sedes de estos actos —Londres, París o Chicago—, pues estos centros urbanos eran entonces las burbujas de modernidad universal para el mundo occidental. Estas ciudades eran núcleos cosmopolitas, financieros y culturales que concentraban y combinaban tendencias nacionales e internacionales. Poderosas ciudades europeas y estadunidenses ofrecían tanto una cultura como un orden que se creía ecuménico y atemporal; una cultura y un orden, sin embargo, llenos de incongruencias y, sobre todo, inmanejables. Las ciudades cosmopolitas de fines del siglo xix combinaban modas, hábitos y formas estéticas canónicas con el incontrolable caos de desigualdad, marginación y prácticas de sobrevivencia y protesta que grandes sectores de sus habitantes adoptaban con temeridad. En cambio, las exposiciones mundiales fueron los retratos de bolsillo, calculados y bien demarcados, de estos polos cosmopolitas, así como también sus más grandes espectáculos.
Las exposiciones mundiales eran representaciones universales y conscientes de lo que se creía eran el progreso y la modernidad, y por ello eran al mismo tiempo el cometido y la interpretación ideal de la ciudad moderna. Tales exposiciones querían ser la demostración perfecta de esas creencias y a menudo sus vestigios se volvían los símbolos de las ciudades modernas. Pero cualquier exposición mundial finisecular era también invariablemente un magnifico espectáculo, un oasis de fantasía y fábula en una época de crisis y violencia inminentes.
Investigar las exposiciones universales celebradas de 1880 a más o menos 1930 significa captar la composición interna de la conciencia de la modernidad. Estos actos encarnaban y fomentaban componentes primarios de la vida moderna: la creencia en una verdad positiva, universal y homogénea; la idea de una libertad supuestamente alcanzada, y las contradicciones inherentes a esta idea; el intento de poner fin a la historia al recapitular el pasado y controlar el futuro, es decir, la posibilidad de considerar el presente como la mejor de todas las épocas posibles, un presente que ya ha revelado el curso esencial del futuro; y el credo del nacionalismo como parte intrínseca tanto del cosmopolitismo internacional como del imperialismo económico. Tales ideas guían este estudio.
Aquí se examina la presencia de México en las exposiciones mundiales con el fin ambicioso de evaluar cómo esta presencia reflejaba el concepto en formación de una nación moderna. Es una historia de México, pero también un comentario acerca de los orígenes del nacionalismo, cosmopolitismo y modernismo occidentales.
Este libro examina cómo México entró al circuito de las exposiciones mundiales para aprender, imitar y hacer ostentación de su propia posesión de las verdades universales del progreso, la ciencia y la industria. Aquí se muestra cómo la élite mexicana, al hacer esto, tuvo que enfrentar una realidad ideal que era difícil de entender en toda su amplitud y simultaneidad, pero que, no obstante, era fácil de imitar. En consecuencia, México se embarcó en una selección adicional en la ya de por sí selectiva naturaleza de las exposiciones universales, para adaptar la idea del mundo moderno a las propias circunstancias e intereses de las élites mexicanas. Dicha selección adicional es lo que llegó a conocerse como lo mexicano: ciencias mexicanas, arte mexicano, nacionalidad mexicana…
Al participar en las exposiciones mundiales, las élites mexicanas aprendieron las verdades universales que a su vez les facilitaron consolidar su integridad y poder nacional y su posición internacional. De hecho, llegaron a dominar lo que era fundamental en esas verdades universales: formas, estilos, fachadas. Este dominio se hizo visible especialmente en tres aspectos de la presencia de México en las exposiciones mundiales de fines del siglo xix: las exhibiciones científicas, las demostraciones de estadísticas y el uso constante de un lenguaje científico para expresarlo todo, desde lo que se entendía por administración pública hasta los efectos del pulque en la población indigena; desde la medición de cráneos hasta el cálculo de la resistencia del himen de las mujeres mexicanas. Estas herramientas se usaron para recalcar los componentes indispensables de una nación moderna: un territorio bien definido e integrado, una cultura cosmopolita, salubridad y homogeneidad racial que cuadraba con las nociones occidentales de supremacía de la raza blanca.
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Fragmentos tomados de la introducción. _______________________________________________________________
como citar este artículo →
Tenorio Trillo, Mauricio. (1999). Artilugio de la nación moderna. Ciencias 55, julio-diciembre, 82-84. [En línea] |
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Códices, libros y lienzos del México antiguo
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Calendario 2000
inah y Editorial Offset
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Hace seis años, Editorial Offset se incorporó a una costumbre que si bien ya muy antigua en México, representó el comienzo de una experiencia muy grata y divertida. Con el propósito de difundir nuestra labor como impresores y obsequiar en el fin de año a colaboradores, clientes y amigos, decidimos, en un arranque no precisamente de originalidad pero sí de entusiastas intenciones, diseñar un calendario para 1995. La idea se materializó entonces en una edición con motivos cordiales, es decir, con corazones de barro y filigrana que aunque sólo llegaron a seis —uno por bimestre— en vista de las restricciones de nuestro cauto administrador, inauguraron lo que en Editorial Offset ahora llamamos orgullosos “nuestros calendarios”.
Seis años son pocos, pero la tradición que nos precede es muy remota y, en el caso de México, también muy rica. En el siglo pasado, nuestros bisabuelos y bisabuelas consultaban El más antiguo Galván y el Almanaque de las señoritas, ediciones misceláneas en las que al lado del santoral, las fases de la luna y el aspecto del cielo, encontraban consejos útiles para manejarse con elegancia en sociedad, recetas de ungüentos para despiojar a los niños y hasta letanías y plegarias para conseguir un buen marido. Aquellos cuadernillos llenos de texto que todo padre previsor adquiría a principios de año con objeto de estar al tanto de sus noticias, proliferaron hacia fines de siglo bajo formas más sofisticadas que incluían anuncios publicitarios, cifras estadísticas sobre la industria y el comercio y los domicilios de artesanos y profesionistas reconocidos.
En el almanaque impreso por la viuda de Bouret para el año de 1897, nuestras abuelas se informaron, por ejemplo, de que la bicicleta Victoria para señoras tenía sólo un tubo entre las dos tijeras, que la Tipografía de Díaz de León trabajaba impresiones finas y también corrientes y que los niños criados con Fosfatina Faliéres hacían rápidos progresos en robustez. La modesta portada a color de aquel almanaque, un calendario azteca flanqueado de cactáceas y enmarcado entre faenas agrícolas y el puente del ferrocarril, anticipaba el camino que poco más tarde seguirían esas ediciones gracias a las nuevas técnicas de impresión. Así, nuestros padres habrían de crecer contemplando colgada en la cocina, acaso como parte de su educación estética y sentimental, la escena epopéyica de un indígena apolíneo llevando en brazos a una voluptuosa mujer semidesnuda, sobre el fondo delirante de los volcanes bañados con la luz sonrosada del crepúsculo. Todo ello bajo el generoso patrocinio de una compañía cervecera o un fabricante de sal de uvas y con las hojas de los meses desprendibles, a fin de que la lámina polícroma pudiera enmarcarse y conservarse para siempre.
Atrás habían quedado los remedios y consejos de los almanaques de don Mariano Galván e incluso las especificaciones sobre solsticios y equinoccios. La imagen a color había desplazado al texto y la especialización de la vida había puesto en desuso las antiguas publicaciones misceláneas, mezcla de vademécum, guía-roji y sección amarilla, atrayendo la atención sobre un solo tema o un solo producto que destacaban radiantes gracias a la impresión a cuatro tintas. Aunque hoy día, conviene mencionarlo, se sigue publicando con encomiable puntualidad El más antiguo Galván, las carnicerías y talleres mecánicos parecen tener una señalada preferencia por los paisajes alpinos y una señoritas ligeras de ropa encaramadas en columpios floridos.
Lo que ocurre tal vez, lo que ocurrió, es que en algún momento el tiempo empezó a ser tan vertiginoso, a transcurrir tan de prisa, que ya no hubo respiro ni para leer que el 10 de noviembre se festeja —o se festejaba— a San Andrés Avelino y que durante ese mismo mes en el firmamento pueden avistarse —o podían avistarse—, hacia las diez de la noche, fragmentos de Casiopea y Andrómeda. ¿A quién le interesaban los movimientos de los astros en la era del teléfono y el automóvil?
Consciente de esta tradición nacional que me he permitido evocar a grandes saltos y atenta a los riesgos que puede representar la estética de calendario, Editorial Offset ha tenido como reto fundamental en esta tarea, encontrar temas y tratamientos culturalmente significativos y visualmente interesantes. Temas y tratamientos que además de difundir nuestra labor, estimulen la curiosidad del público mediante breves textos explicativos del origen e importancia de cada imagen, cuya factura siempre hemos confiado a la cámara cuidadosa de Elsa Chabaud. De ese modo, tras el experimento pionero de los corazones y un segundo sobre el tema de la luna —alusivo al emblema de nuestra casa—, en 1997 difundimos la notable obra fotográfica de Armando Salas Portugal en torno al paisaje mexicano; al año siguiente, piezas magistrales de la artesanía popular representando animales fantásticos y el año pasado, moviéndonos ya sobre el filo de la navaja, motivos florales que dieron ocasión para recordar a varios poetas hispanoamericanos. Me atrevo a decir que en todos los casos, corazones y lunas, paisajes, artesanías y flores resultaron elecciones afortunadas para acompañarnos en ese recorrido inexorable de enero a diciembre del que penden como espadas de Damócles la visita al dentista, los pagos del predial, la entrega de calificaciones y el comienzo de la dieta naturista, pero también, y más señalada y gozosamente, la cita de amor, la partida de viaje, el fin del sexenio y la aparición del nuevo calendario.
La llegada del año 2000,exigía desde luego una edición sumamente especial. Desde mayo discutíamos el posible tema, el formato y la tipografía, sin encontrar nada a la altura de ese número cabalístico, fin del siglo XX o principios del XXI —pues la bizantina polémica parece que sigue en pie—, que arrasa con los unos y los nueves de nuestros almanaques, desquicia a las computadoras y entroniza la cuenta milenaria del 2000. En medio de un sinfín de ideas, algunas bastante delirantes, debo confesarlo, el Instituto Nacional de Antropología e Historia se cruzó por fortuna en nuestro camino, proponiendo lo que es sin duda el mejor y más hermoso material para ilustrar este parteaguas del tiempo occidental: los códices, lienzos y libros del México antiguo, que forman parte del acervo de la Biblioteca Eucebio Dávalos Hurtado.
Calendarios muchos de ellos, los invaluables documentos mesoamericanos proporcionados por el INAH no sólo ponen a nuestro alcance algunos fragmentos del arte pictográfico indígena con objeto de que apreciemos el significado de sus símbolos y la belleza de sus representaciones. También nos obligan a reflexionar en el tiempo y su historia y a recordar que esta medición contemporánea que dentro de unos días llegará al 2000, es sólo una más entre muchas otras que en el mundo han sido para fijar y dotar de coherencia a los hechos, grandiosos e insignificantes, de los hombres.
Los testimonios que aquí se despliegan nos acercan a una herencia secular, profunda y vigorizada, enraizada, ciertamente, en una compleja noción del tiempo; del tiempo estelar e histórico, mítico y ritual, celeste y divino que dio sentido de pertenencia y de trascendencia a culturas portentosas. Aunque de ellas nos separan hoy las hojas de muchos calendarios, su impronta ha marcado nuestra memoria colectiva y nuestras referencias cotidianas, como esperamos siga haciéndolo en el siglo y el milenio que se acercan.
No es éste un calendario de tonalidades deslumbrantes y golpes efectistas. En él prevalecen las texturas del papel añoso, del algodón y el amate, así como la gama cromática del gusto y la tecnología indígenas, a veces ya deslavada por el tiempo. Se impone, por lo tanto, una contemplación más detenida, una mirada más atenta, con objeto de descubrir a los personajes que pueblan el nopal genealógico del Códice Techialoyan-García Granados, las líneas delicadas del dibujo sobre la urdimbre del Lienzo de Zacatepec, el intrincado atavío guerrero del señor Serpiente en el Códice Porfirio Díaz, la caligrafía sepia y cuidadosa del herbario Badiano o los glifos que enmarcan una de las ruedas calendáricas de Veytia. La reflexión sobre el tiempo, al fin y al cabo, algo tiene de grave ceremonia. Así lo consideraban los mexicas al renovar, cada cincuenta y dos años, ese fuego ritual que hoy, en cierto modo, nosotros también renovamos.
Para Editorial Offset es motivo de orgullo asociar su nombre al del Instituto Nacional de Antropología e Historia, contribuyendo con Códices, libros y lienzos del México antiguo a la difusión y conservación de una parte sustancial de nuestro patrimonio.
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Texto leído en la presentación del calendario Códices, libros y lienzos del México antiguo, realizada el 10 de noviembre de 1999 en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia.
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Claudia Canales _______________________________________________________________
como citar este artículo →
Canales, Claudia. (1999). Códices, libros y lienzos del México antiguo. Ciencias 55, julio-diciembre, 86-88. [En línea] |
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De volantines, espirógrafos y la flotación de los cuerpos
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Déborah Oliveros y Luis Montejano
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Existe un famoso libro de problemas de matemáticas llamado El libro escocés (The Scottish Book). Su historia comienza en los años que van de la Primera a la Segunda Guerra Mundial, en una ciudad Polaca llamada Lvov. En esos años se dio en Polonia (y en particular en Lvov) una sorprendente confluencia de matemáticos que a lo largo de la historia de las matemáticas contribuyeron con aportaciones muy importantes. Nos referimos a personajes como Stefan Banach, Stanislaw Ulam, Waclaw Sierpinski, Alfred Tarski, Hugo Steinhaus, Kazimir Kuratowski, Karol Borsuk, Stanislaw Mazur y Mark Kac, entre otros.
Además de las reuniones semanales de la Sociedad Matemática Polaca y de los seminarios de la Universidad, estos matemáticos se reunían en un pequeño café cercano a la Universidad que se llamaba Café Escocés, donde discutían, hablaban de la vida o proponían nuevos problemas de matemáticas. De esta manera se creó todo un rito en torno al café y a estas largas pláticas. Un día, Banach decidió que debían anotar los pormenores de lo que ahí sucedía para que no quedara en el olvido. Entonces llevó un cuaderno grande en el cual empezaron a escribir los problemas y los resultados expuestos durante sus discusiones. El cuaderno siempre se quedaba en el café bajo la custodia de uno de los meseros que conocía este ritual.
El primero de estos problemas tiene fecha del 17 de julio de 1935, aunque Ulam afirma que los primeros problemas datan de 1928. En varios casos, los problemas fueron resueltos allí mismo, y las respuestas están incluidas en el cuaderno. La mayoría de los problemas están planteados por Banach, Ulam, Steinhaus y Mazur, que eran los que más frecuentaban el café, pero también por amigos de ellos que llegaban de visita. Existen, por ejemplo, problemas planteados por matemáticos tan famosos como Erdoz, Frechet, Infeld, Lusternik y Von Neumann, además de los que ya mencionamos. El libro fue acumulando más y más problemas. Desafortunadamente, pocos años después la ciudad de Lvov y él, tendrían una vida muy tormentosa.
Trás el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad fue ocupada primero por los rusos y después, en el verano de 1941, por las tropas alemanas. En ese momento cesaron las anotaciones quedando como última fecha el 31 de mayo de 1941.
Cuenta la historia que poco antes de que esto sucediera, ante la inminente ocupación, Ulam y Mazur consideraron que había que poner a salvo el libro; quedaron de acuerdo en que si la ciudad era bombardeada, Mazur pondría el libro en una caja y lo enterraría. Más precisamente, acordaron que lo enterraría cerca de la portería de un campo de futbol en las afueras de la ciudad. Nadie sabe si esto sucedió o no, pero el caso es que el libro sobrevivió en buen estado, pues el hijo de Banach, Stephan Banach Jr., lo encontró y lo entregó a Steinhaus después de la guerra. Éste se encargó de enviar una copia a Ulam (que en ese entonces vivía en Los Álamos, Estados Unidos), quien la tradujo al inglés y la distribuyó en varias universidades entre sus colegas, con lo cual El libro escocés se dio a conocer en todo el mundo.
Los temas que se tratan en este libro son muy variados, y en él figuran ciento noventa y tres problemas, muchos de los cuales permanecen aún sin respuesta. Algunos tienen premios asignados para aquel que los resuelva, que van desde una botella de champagne, una botella de whisky, una cerveza, una taza de café, cien gramos de caviar, tocino o un ganso vivo.
Uno de los problemas de este libro, el 19, nos a cautivado de manera especial; en él, Ulam planteó lo siguiente: “Si un sólido de densidad uniforme tiene la propiedad de flotar en equilibrio —sin voltearse— en cualquier posición en la que se deje, ¿deberá ser éste necesariamente una esfera?”
Cierre sus ojos y recuerde los momentos en que ha estado en una alberca o en el mar jugando dentro del agua; recordará que hay posiciones en las que se puede estar sin moverse, como de “muertito”, por ejemplo, y hay otras que requieren más esfuerzo de su parte para no girarse. Ahora piense en un palo; notará que es imposible lograr que éste flote verticalmente, a menos que coloque una pesa en un extremo, en cambio, horizontalmente es casi un hecho que el palo se quede quieto. En el caso de una botella es muy difícil conseguir que ésta flote vertical y horizontalmente; por eso es que las botellas siempre están ladeadas. Un coco, por ejemplo, flota sin girar de manera muy natural casi en cualquier posición en la que se deje, y más aún, una pelota no tiene problema, pues ésta se mantiene en equilibrio en cualquier posición. Resulta que en todo cuerpo hay puntos que tienen cierta facilidad al equilibrio y ciertos puntos donde no. En el cuerpo humano, por ejemplo, hay zonas que pesan más que otras, como la cabeza, de manera que para que usted encuentre equilibrio dentro del agua en esta posición, esto influirá, como en el caso de la pesa en uno de los extremos del palo. Otro factor que influye será la forma del cuerpo, como sucede con el palo sin pesa o con el coco. El problema que planteó Ulam nos pide cosas muy simples; lo único que hay que tener claro es que si lo sencillo no se entiende, lo más complicado menos. La idea de Ulam es la siguiente: considere un cuerpo o sólido hecho de un material uniforme (todo de madera o todo de plástico, por ejemplo) que evite puntos más pesados que otros. ¿Existen entonces cuerpos uniformes distintos de la esfera que floten en equilibrio sin girarse en cualquier posición? Al respecto se saben algunas cosas, pero en realidad en todos estos años no se ha podido dar respuesta a esta pregunta. Nuestro propósito es ofrecer una solución parcial a este problema.
Vamos a ubicarnos en una mesa del Café Tacuba en un día lluvioso y con un rico café a un lado. A la manera de los matemáticos polacos cafeteros, platiquemos acerca de un artefacto mecánico al que hemos llamado volantín. Aparentemente esto no tiene nada que ver con el problema de la flotación, pero en realidad este artefacto tiene una íntima relación con el problema 19 que planteó Ulam.
Los volantines
Si alguna vez ha estado usted en una feria le será muy fácil imaginar el siguiente artefacto o juego mecánico al que hemos llamado volantín. Este aparato no sólo ofrecerá, como la mayoría de los juegos mecánicos, ese vértigo o la maravillosa sensación de movimiento, sino que también exigirá habilidad mental y coordinación física para que funcione perfectamente.
El aparato está diseñado como sigue: cinco barras de metal o de madera del mismo tamaño engarzadas libremente en los extremos unas con otras (el ángulo entre las barras no tiene ninguna restricción). A la mitad de cada una de las barras se encuentra empotrada, en la misma dirección a éstas, una llanta, la cual permitirá que nuestro aparato se mueva. Un poco más arriba de la llanta, y en la misma dirección, estará acondicionada una silla, donde usted podrá sentarse al igual que las otras cuatro personas que estén esperando el turno para subirse a este juego (figura 1). En esta silla no hay volante alguno, pues usted no podrá decidir que dirección tome la barra, pero sí habrá un pedal de velocidad, un pedal de freno y una palanca de reversa o de avance. El juego consistirá en tener la habilidad de no parar en ningún momento el movimiento (claro está, mientras que su turno no termine), además, deberá coordinarse con los demás jugadores para no causar desastres, pues podría suceder algo parecido a lo que ocurre cuando uno rema en un lago y el compañero de paseo, al igual que usted, no cuenta con la coordinación física necesaria para mantener el curso de la barca, de manera que al cabo de un rato comienza uno a dar vueltas sin poderse dirigir a ningún lado.
Una utilidad distinta que también podría tener el volantín (esto no es una promoción de venta de volantines, aunque creemos que podría dar buenos resultados) es la de ser usado como andadera para niños. Basta tener la misma estructura, sólo que en vez de contar con cuatro sillas en las barras, se pondría un adita mento para que el niño estuviera cómodamente sentado en medio. Le garantizamos que su niño no corre el riesgo de ser aplastado por las barras, además de que puede tenerlo en un espacio muy reducido, pues no podrá ir muy lejos y, gracias al diseño de este artefacto, creerá que está recorriendo todo el mundo.
Para alimentar su imaginación y pensando en lo que viene en seguida, elija la presentación que más le guste y agregue a su modelo un aditamento en cada junta de las barras que permita ir dibujando de distintos colores el movimiento del artefacto. A este volantín mejorado podríamos llamarlo volantín plus (figura 2).
Ahora tiene usted toda la información para ver a los volantines (o volantines plus) de manera abstracta, es decir, como un matemático los describiría. Un volantín está formado por cinco curvas, cada una de distinto color y con las siguientes propiedades: 1) las curvas están dibujadas por los vértices de un pentágono de lados iguales, y 2) el punto medio de cada uno de los lados del pentágono tiene velocidad paralela a los lados de dicho pentágono, es decir, el punto medio sólo puede avanzar si lo hace en la misma dirección de cada uno de los lados del pentágono.
Si pudo imaginar estos volantines no tendrá problema en generalizarlos, es decir, en evocar volantines de más o de menos barras, y preguntar: ¿existirán los volantines de dos barras? ¿Y los de tres u ocho? ¿Habrá algunos más interesantes que otros? Contestemos algunas de estas preguntas.
¿Cómo puede ser un volantín de tres barras? Pues así como para los volantines matemáticos necesitábamos un pentágono de lados iguales, aquí necesitaremos un triángulo equilátero, donde los puntos medios viajen a velocidad paralela a los lados del triángulo, del mismo modo que el modelo mecánico tendrá tres barras con sus tres sillas.
Puede demostrarse de manera muy sencilla (inténtelo usted) que el único movimiento posible de un triángulo equilátero con estas restricciones es un círculo (figura 3). De manera que si usted planeaba poner en su feria un volantín plus de tres barras, no logrará el éxito esperado, o si usted deseaba hacer una andadera con este modelo, sólo logrará marear a los niños, en pocas palabras, el volantín de tres barras y tres sillas es poco atractivo.
Podríamos ilusionarnos un poco con los volantines de cuatro sillas, pues hay una gran variedad de cuadriláteros de lados iguales, así que, en principio, hay más alternativas para los volantines plus de cuatro barras. Pensemos qué cosa necesitamos para que este volantín tenga éxito. Podría suceder que al ponerlo en la feria, por más buenos y ágiles que sean los jugadores, no logren hacerlo avanzar, entonces, usted podrá reclamarnos que el volantín que le vendimos no funciona.
Comencemos con un cuadrilátero cualquiera, e intentemos darle un pequeño empujón inicial señalado con la flecha f1 en el vértice v1; ahora note que para que la llanta marcada con el número 1 que está en la barra 1 avance (de manera paralela) es indispensable que la flecha f2 sea una reflexión de la flecha f1 respecto de la primera barra, es decir, es necesario que el ángulo que forman las flechas f1 respecto de la barra 1 y f2 respecto de la barra 1 sean iguales —esta propiedad se llama reflexión, pues si pensamos a la barra como un espejo y a la primer flecha viéndose por este espejo, la flecha dos será el reflejo de la primer flecha— figura 4a).
Note que si la flecha 1 y la flecha 2 no están en esta posición la primer llanta no avanzará; de la misma manera, si queremos que la llanta dos avance necesitamos que la flecha f3 sea una reflexión de la flecha f2; si queremos que la tercer llanta avance, la flecha f4 tiene que ser una reflexión de la flecha f3, y, finalmente, para que la cuarta llanta avance la primer flecha f1 deberá ser una reflexión de la flecha f4. De manera que si todo lo anterior funciona, entonces el volantín funcionará, si no, instantáneamente éste se atasca y no habrá manera de moverlo (figura 4b).
Experimente usted tomando un cuadrilátero cualquiera y considere varias flechas iniciales; notará que hacer cumplir todas las condiciones anteriores es realmente difícil. De hecho, el único cuadrilátero que permite esta propiedad es el cuadrado, pues la geometría es clara en el sentido de que la suma de un número par de reflexiones es una rotación o, dicho de otra manera, un giro. Así, si usted arma su volantín de cuatro barras y le da empujones iniciales en todas las posibles direcciones no logrará hacer avanzar a su volantín en el primer instante, a menos que sea un cuadrado; y si queremos que se siga moviendo deberá ser un cuadrado todo el tiempo, en cuyo caso las llantas paralelas a las barras sólo se moverán en forma de un círculo y, por consiguiente, las curvas pintadas por los vértices también formarán un círculo, por lo cual este volantín no tendrá tampoco mucho éxito (figura 5).
Las mismas condiciones que analizamos hace un momento para que los volantines de cuatro barras funcionaran deben de aplicarse a cualquier volantín de n barras, y la misma propiedad geométrica respecto de que la suma de un número par de reflexiones es una rotación, nos dice que la suma de un número impar de reflexiones es una reflexión, lo que nos diría en principio que cualquier volantín de n sillas, donde n es un número impar, se va a mover, solamente habría que averiguar en qué dirección hay que darle en empujón inicial para asegurarnos que el volantín funcione.
Regresemos a los volantines originales de cinco barras. En este caso y con la idea de que cualquier volantín con un número impar de barras avanza, nos preguntaríamos: ¿cuántos posibles volantines de cinco barras existirán? Dicho de otra manera, ¿cuántos pentágonos de lados iguales existen? Resulta que hay una infinidad de ellos, más aún, si analizamos con cuidado las propiedades que necesita todo volantín para funcionar, es decir, si estudiamos las propiedades dinámicas de estos objetos, es posible, por un lado, determinar cuáles son las ecuaciones diferenciales que los rigen en todo momento y, por el otro, encontrar las condiciones iniciales necesarias para que en cada caso el volantín avance.
Veamos algunas imágenes obtenidas de los volantines (figuras 6, 7 y 8). ¿Qué sucedería si tomamos como condición inicial un pentágono regular (de ángulos iguales)? Note que en el primer instante éste arrancará como un círculo; ¿se deformará después de un tiempo? Una de las propiedades que tienen los volantines es que preservan el área del polígono inicial, es decir, si comienza con un pentágono de área A0 y lo echa a andar como volantín, al cabo de un tiempo arbitrario, si usted detiene el volantín y calcula el área del pentágono que quedó, el área de éste será A0. Por otro lado, existe un teorema en geometría que dice que de todos los polígonos de lados iguales, aquellos que tienen la mayor área son los polígonos regulares; de manera que si comenzamos con un pentágono regular y lo echamos andar como volantín, tendrá que preservar el área, que es máxima en todo momento, así el volantín estará dibujado por un pentágono regular que no puede deformarse, lo que implica que su movimiento corresponde al de un círculo.
Note que en la figura 8 cada una de las curvas pintadas por los vértices del volantín se cierra en ella misma, y que las cinco curvas son entidades distintas. Por otro lado, en los ejemplos de las figuras 6 y 7 cada una de las cinco curvas dibujadas por los vértices ni se cierran ni coinciden. Observe que para el caso de los volantines de tres y de cuatro barras (figuras 3, 4a, 4b y 5), o en el caso del volantín de cinco barras que toma como condición inicial un pentágono regular, las curvas dibujadas por los vértices forman círculos, los cuales se empalman unos sobre otros. ¿Será que existen pentágonos iniciales (distintos del pentágono regular) en donde cada una de las curvas dibujadas por estos vértices se cierre y coincidan todas con todas? Este tipo de volantines se llaman volantines de Zindler, y para nosotros, como veremos más adelante, son muy especiales; de hecho, este tipo de volantines son difíciles de encontrar pero existe toda una técnica para hallarlos. Veamos dos ejemplos que, junto con los anteriores, serían divertidos ejemplares para la feria (figuras 9 y 10).
Si usted echa a volar por un momento su imaginación notará que si el volantín de cinco barras es ya suficientemente complicado, entre más barras agregue será más complicado aún, sobre todo si tiene un número impar de lados. De hecho aunque se conocen las ecuaciones diferenciales que los rigen y se saben algunas propiedades de ellos, aún no se conocen por completo.
Ahora pensemos un poco cómo serían los volantines de dos barras. Resulta que los volantines de dos barras son muchísimos; de hecho cualquier volantín de n barras contiene varios volantines de éstos. Detengámonos un momento en la estructura mecánica del volantín de dos barras; este modelo tiene una sola silla, pues la primer barra debe estar engarzada con la segunda y la segunda con la primera, así que no permiten más que un solo jugador, lo cual no hace a este volantín menos atractivo. Note que este modelo de dos barras no sirve de andadera, ya que los niños quedarían inmediatamente apachurrados. Veamos algunos ejemplos que el jugador de un volantín plus puede pintar si sigue bien las reglas.
El ejemplo más sencillo es la línea recta, en donde cada vértice dibuja la misma línea y el punto medio se mueve también de manera paralela a las barras. Otro ejemplo sencillo es el círculo dibujado por los vértices como si fuera un compás doble. Otros ejemplos no tan sencillos son las figuras llamadas figuras de Zindler, las cuales, a pesar de que tienen propiedades muy interesantes, no describiremos aquí, pero el lector interesado puede encontrar información sobre ellas en otros de nuestros trabajos. Las figuras 11 y 12 nos muestran dos de estos ejemplos; las dos barras dibujadas en cada una de ellas nos muestran a la misma barra en dos tiempos distintos.
Estos volantines nos recuerdan a los espirógrafos que venden en la calle. Por cierto, por qué no pedimos otro café y platicamos ahora de lo prometido, es decir, de la relación de los volantines con el problema de la flotación de los cuerpos.
El problema de la flotación
Existe una versión bidimensional del problema de la flotación que se refiere a figuras planas y no a sólidos; físicamente podemos pensar en un cilindro de densidad uniforme y suponer que mientras su eje permanezca paralelo a la superficie del agua éste flote en equilibrio sin voltearse o moverse, en cualquier posición en la que se deje. O pensar en una figura plana en donde el agua es plana también; entonces la pregunta diría, en el primer caso, ¿deberá ser este cilindro necesariamente circular?, o, en el segundo caso, ¿deberá ser esta figura de manera necesaria un círculo? De aquí en adelante será precisamente en esta versión bidimensional en donde centraremos nuestra atención.
Antes de continuar pongamos en claro algunas cosas. Primero, la noción de densidad uniforme se refiere a que estamos pensando en cilindros hechos de manera homogénea del mismo material, todo de madera o todo de plástico, etcétera. Esta densidad se mide con un número, al que llamaremos ρ; entonces, si consideramos una figura Φ de área A y la ponemos a flotar en varias posiciones, el hecho que la densidad de Φ sea ρ significa simplemente que la parte que está bajo el agua tiene un área ρA; por ejemplo, si la densidad es Φ, esto significará que al ponerla a flotar en cualquier posición, el área de la parte mojada es siempre la mitad del área total.
Si pedimos además que la figura flote en equilibrio en cualquier posición Φ la Ley de Arquímedes nos dice que esto significa que la línea que pasa por el centro de masa G de la figura, y por el centro de masa de la parte de la figura que está bajo el agua es perpendicular a la línea del agua (figura 13). Quisiéramos proponerle un interesante experimento: deje usted flotar a Φ en una posición dada; pinte de rojo el punto en donde se encuentra el centro de masa de la parte que está bajo el agua; cambie de posición y marque con un segundo punto rojo el centro de masa de la parte que en esta nueva posición se encuentra bajo el agua; cambie de nuevo de posición y repita esta operación para obtener un tercer punto. Si usted se queda toda la noche marcando de esta manera puntos rojos, notará que éstos, poco a poco, irán describiendo una curva roja a la que llamaremos la curva de los centros de masa y que tiene las propiedades que dedujo Auerbach hace mucho tiempo (figura 14).
Si coloca de nuevo la figura en una posición dada y por el punto rojo correspondiente pinta una línea azul que sea paralela al nivel del agua, obtendrá los siguientes resultados. Utilizando un poderoso microscopio con mucho aumento, pero cuyo campo visual permita ver sólo una pequeña parte de la figura alrededor de este centro de masa, será prácticamente imposible distinguir la línea azul de la curva roja de los centros de masas.
En términos matemáticos esto significa que por cada punto de la curva de los centros de masa, la tangente a la curva es paralela a la correspondiente línea del agua.
Observe ahora con cuidado la curva roja de los centros de masa, note que ésta está muy curvada en algunas partes y poco curvada en otras. ¿De qué dependerá qué tan curvada sea la curva? La respuesta es verdaderamente sorprendente y como todas las cosas profundas muy simple.
Note primero que si colocamos la figura en una posición, el nivel del agua dibuja una línea sobre la figura, la cual llamaremos cuerda de flotación. Resulta que la curvatura de la curva roja en un punto depende única y exclusivamente de la longitud de la cuerda que en este momento está marcando la línea del agua, es decir, si esta cuerda es larga la curva roja será poco curvada, y si la cuerda es pequeña la curva roja en el correspondiente punto será muy curvada. Es por demás decir que si la curva tiene siempre la misma curvatura entonces la longitud de todas las cuerdas de flotación será siempre igual y viceversa.
Una vez que sabemos esto podemos deducir que el hecho de que una figura flote en equilibrio en cualquier posición es lo mismo que decir que la curva roja es un círculo. Puesto que, de acuerdo con la ley de Arquímedes, la figura está en equilibrio en cualquier posición si y sólo si la línea que pasa por el centro de masa de la figura y un punto de la línea roja es perpendicular a la línea del agua, que por lo anterior es paralela a la tangente de la curva roja de los centros de masa. Si medita usted un minuto notará que esto implica que una figura flota en equilibrio en cualquier posición si y sólo si todos los rayos que salen del centro de masa de la figura son perpendiculares a la curva de los centros de masa.
Si usted dibuja una curva con la propiedad de ser perpendicular a todos los rayos que salen de un punto fijo verá que la única posibilidad es que esta curva sea un círculo con centro en este punto. Así, pues, una figura está en equilibrio en cualquier posición si y sólo si la curva roja de los centros de masa es un círculo. En particular el círculo satisface esto.
Por otro lado, también sabemos que si la curva roja de los centros de masa es un círculo entonces tiene la misma curvatura en todo punto si y sólo si todas las cuerdas de flotación miden lo mismo. Así hemos llegado a la siguiente conclusión: da exactamente lo mismo decir que una figura flota en equilibrio en cualquier posición que decir que la longitud de todas las cuerdas de flotación miden lo mismo.
Volvamos a pensar en una figura cualquiera (no necesariamente que flote en equilibrio en cualquier posición y por lo tanto con cuerdas de flotación de distinto tamaño) y pensemos ahora el siguiente experimento. Deje de nuevo flotar a la figura en alguna posición fija y observe la cuerda de flotación. Pinte de verde el punto medio de esta cuerda de flotación; cambie de posición y vuelva a pintar de verde el punto medio de la nueva cuerda. Si usted tiene la paciencia de repetir este procedimiento para muchas posiciones irá observando que estos puntos verdes van formando una curva verde de los puntos medios (figura 15).
Tomemos de nuevo nuestro microscopio y observemos que alrededor de uno los puntos verdes resulta que es casi imposible distinguir a través del microscopio la curva verde y la línea del agua. Dicho de otra manera, la línea de agua es tangente a la curva verde de los puntos medios y esta propiedad es la que traduce el hecho de que la figura tenga densidad uniforme. Es decir, el hecho de que la línea del agua deje de un lado regiones con la misma área ρA es lo mismo que decir que la velocidad de la curva de puntos medios de las cuerdas es paralela a las cuerdas.
Ahora, la relación con los volantines de Zindler es obvia. Imagine usted que todas las curvas que dan lugar a nuestro volantín formaran una sola curva, entonces ésta tendrá la maravillosa propiedad de que todas las cuerdas de la figura que pasan por los lados del pentágono o polígono de n lados pueden ser pensados, por lo antes visto, como las cuerdas de flotación de la figura, y como éstas tienen la misma longitud, la correspondiente curva roja de los centros de masa es un círculo, y por lo tanto la figura flota en equilibrio en cualquier posición.
Con esto tenemos que las figuras de Zindler, ejemplos 11 y 12, son figuras que flotan en equilibrio para densidad Φ, distintas del círculo, lo cual nos hace probar que la conjetura de Ulam es falsa. Por otro lado, desafortunadamente los volantines de Zindler de las figuras 9 y 10 no son ejemplos de figuras que flotan en equilibrio en cualquier posición, pues en el primer caso la figura tiene como inconveniente que las barras del volantín no son interiores a la figura, lo cual no permite que las correspondientes cuerdas sean de flotación, y en el segundo caso, la figura se cruza a ella misma de manera que no es propiamente una figura.
De cualquier forma todo lo anterior se traduce entonces a que, encontrar volantines de Zindler simples (sin autointersecciones) con cuerdas interiores distintas del círculo nos dan ejemplos
de figuras que flotan en equilibrio en cualquier posición. Si usted encuentra un volantín de Zindler en donde sus n barras son interiores y no tiene autointersecciones, no sólo se hará rico con las ganancias de su juego, sino que podríamos incluir su hallazgo en nuestro libro del
Café Tacuba.
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Referencias bibliográficas
Auerbach, H., 1938, “Sur un probléme de M. Ulam concernant l’ equilibre des corps flottant”. Studia Math. 7: 121-124.
Boltyanskii,V.G. and Yaglom, I.M., 1961, Convex Figures, Holt, Rinehart and Winston, Nueva York.
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Oliveros B.D., 1997, Los Volantines: sistemas dinámicos asociados al problema de la flotación de los cuerpos. Tesis de doctorado, Facultad de Ciencias unam.
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Deborah Oliveros
Instituto de Matemáticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Luis Montejano
Instituto de Matemáticas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo →
Oliveros, Déborah y Montejano, Luis. (1999). De volantines, espirógrafos y flotación de los cuerpos. Ciencias 55, julio-diciembre, 46-53. [En línea] |
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Fuerza para el imperio. La nuez de cola
en Europa
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Nina Hinke
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A mediados del siglo xix la máquina de vapor había contribuido a la transformación de las formas de producción y de la sociedad europeas. Por sus espectaculares efectos, las máquinas invadieron el imaginario de la época. No sólo se interesaron por ellas industriales y obreros, sino que también ingenieros y científicos encontraron en los motores nuevos objetos de estudio, dándose a la tarea de entender su funcionamiento y la conversión del combustible en fuerza mecánica. A partir del estudio de los motores, Helmholtz y Clausius formularon las leyes de la termodinámica. La primera ley, o ley de la conservación de la energía, establecía que las fuerzas de la naturaleza, ya fueran mecánicas, eléctricas o químicas, no eran sino distintas manifestaciones de una misma energía o fuerza universal que no se podía ni aumentar ni destruir. La energía simplemente cambiaba de una forma a otra. Para Helmholtz, esa fuerza universal actuaba por igual impulsando el movimiento de los planetas, de los motores o de los humanos. El hombre-máquina funcionaba por medio de la conversión de la energía en trabajo mecánico y calor. La energía necesaria para el funcionamiento del motor humano provenía de los alimentos que se transformaban en energía mecánica al quemarse con el oxígeno de la respiración. El cuerpo humano era una máquina que podía transformar la energía en trabajo útil para la sociedad. Sin embargo, a diferencia de las máquinas que con un suministro constante de combustible podían trabajar día y noche, el motor humano se cansaba y necesitaba reposo, lo cual representaba un serio obstáculo para la producción de trabajo.
La creciente industrialización durante el siglo xix, junto con la asociación de la producción con el progreso, hicieron que el cansancio fuera identificado como una amenaza al desarrollo. De esta manera, el cansancio se convirtió en el desorden endémico de la sociedad del siglo xix, y pensadores y científicos se procuparon por el tema con candor, pues se trataba de una enfermedad que había que combatir. Si las leyes que gobernaban a las máquinas eran las mismas que las que gobernaban al cuerpo humano, razonaban los investigadores, el fenómeno del cansancio se podía estudiar científicamente. Los médicos y fisiólogos empezaron a estudiar el problema con la esperanza de que si desmenuzaban los procesos vitales y lograban entender
los mecanismos del cansancio, éste podría ser resuelto. Sólo había que entender el funcionamiento de la máquina, analizar sus movimientos, cuantificar el rendimiento de los individuos en el trabajo, medir el gasto energético realizado en cada una de las actividades e investigar el aporte energético de cada uno de los alimentos. Algunos fisiólogos de finales del siglo xix, como el francés Etienne Jules Marey y el italiano Angelo Mosso, investigaron con minucioso cuidado los movimientos internos y externos del cuerpo. La nueva fisiología se dedicó a registrar las pulsaciones del cuerpo en el laboratorio. Para ello, inventaron una serie de instrumentos que permitían plasmar en gráficas los movimientos del cuerpo, como el pulso, el ritmo cardiaco y las contracciones musculares, como el esfigmógrafo, el pneumógrafo y el kymiográfo, entre otros, con lo cual buscaban optimizar el uso de la energía animal por medio del conocimiento profundo de la actividad de los distintos componentes del cuerpo-máquina. Ese conocimiento les permitiría descifrar los mecanismos íntimos del cansancio. Por otro lado, además de registrar cuidadosamente las pulsaciones del cuerpo humano y el vuelo de las aves, realizaron varios estudios en los que analizaron los movimientos del cuerpo al momento de realizar un trabajo, como la caminata de los soldados con o sin mochila, el trote y el galope de los caballos y el salto de garrocha, con el fin de eliminar cualquier gesto superfluo.
Otros investigadores se preocuparon por estudiar la alimentación de las clases obreras. La analogía entre los alimentos y el combustible de las máquinas se tomó en un sentido literal y el valor de la comida empezó a ser evaluado por su cantidad energética, en términos de calorías y joules. Con estas nuevas medidas los investigadores podían predecir la cantidad de fuerza libre, ya fuera en forma de calor o de trabajo, que se generaría de la combustión completa de los alimentos consumidos por los trabajadores. Se elaboraron tablas que permitían comparar la cantidad de energía necesaria para desempeñar distintos trabajos y se midió el gasto energético de todo tipo de actividades, desde sentarse a pensar hasta cargar objetos pesados. Algunos fisiólogos opinaron que la mayor productividad de los ingleses, comparada con la de los alemanes, se debía a su dieta de pan blanco y carne frente a la de papas y verduras. Esto desencadenó una sonada controversia “del pan contra la papa” en el década de 1870.
En la lucha contra el cansancio y por el aumento de la productividad del cuerpo humano también se investigaron nuevos remedios que devolvieran la energía perdida o que permitieran contrarrestar el efecto del cansancio. Los médicos empezaron a buscar nuevos tónicos y estimulantes. Entre la gran variedad de productos que estudiaron, uno en particular captó la atención de los europeos: la nuez de cola. El nuevo tónico era una semilla originaria de África occidental. En realidad, los europeos ya la conocían desde el siglo xvi, cuando empezaron a explorar las costas del continente africano, donde su uso se remonta a tiempos inmemoriales.
La nuez de cola en África
Ya desde el siglo xv la nuez de cola era en África objeto de un vasto y próspero comercio controlado por los Diolas, comerciantes musulmanes. Por mucho tiempo Cola nitida fue la principal especie de exportación, mientras que las demás variedades se consumían localmente. El transporte de Cola nitida se hacía básicamente por tierra, en caravanas, desde las regiones boscosas donde crecían espontáneamente (en los actuales países de Ghana, Sierra Leona, Costa de Marfil, Liberia y Guinea-Bissau) hasta los mercados de la sabana (hoy Senegal, Mali y el norte de Nigeria), que se encontraban a unos mil kilómetros de distancia. Ahí, la nuez de cola gozaba de tanto prestigio que podía ser intercambiada por sal o por esclavos. Las semillas eran objetos de lujo y la gente gastaba fortunas en ellas. En algunos lugares, incluso, se aceptaban como los cauries, las conchas que se empleaban como moneda.
Los reportes de los viajeros del siglo xix y los trabajos de algunos antropólogos indican que la nuez de cola tenía muchos usos entre las distintas tribus en África occidental y del norte. Por lo general, la nuez de cola se consumía en grupo y durante diversos eventos sociales, pues era fácil encontarla en casi todas las ocasiones importantes de la vida: en los nacimientos, en las bodas y en la muerte. Para consumirla, la nuez de cola fresca se fragmentaba en varios trozos y se repartía entre los presentes. En algunos lugares se tenían más de una decena de nombres para designar los distintos fragmentos de la nuez, según su tamaño. Una vez repartida, la semilla se masticaba al mismo tiempo que se iba succionando el jugo de sabor amargo. El bagazo se conservaba en la boca y después se escupía. Los consumidores, como buenos gourmets, distinguían las colas según varios criterios, como su variedad, tamaño, color, época de colecta y estado de hidratación, entre otros factores.
Por su elevado costo, la mayoría de la gente solamente podía consumirla en ocasiones especiales. En el califato de Sokoto, actual Nigeria, durante los preparativos de una boda, los pretendientes debían traer las colas en cada una de las etapas que precedían a la ceremonia; en el caso del hombre, éste debía ofrecer las colas durante la presentación de los regalos, y posteriormente, cuando el acuerdo era sellado, debía traer, según sus posibilidades, hasta cien colas más. En otro testimonio se relata que entre los bambaras y los malinkes, ambos pertenecientes al grupo Mandingue, localizado en Senegal, Mali y Guinea, el pretendiente debía enviar diez colas blancas a la familia de la mujer. Al día siguiente, por su parte, la familia contestaba enviando una nuez. Una cola roja significaba que no estaban de acuerdo, mientras que una blanca correspondía a una respuesta afirmativa. Del futuro esposo también se esperaba que llevara una provisión de colas para la ceremonia.
Durante la consumación del matrimonio la nuez de cola era utilizada para ganarse las atenciones de la nueva esposa. Además, entre los medios que había para favorecer la aceptación de la mujer cuando ésta se negaba a aceptar al nuevo marido, estaba la elaboración de un brebaje en el cual una cola era bañada durante seis días. Al séptimo día, la nuez preparada se le daba a la esposa reacia, logrando resultados infalibles. La nuez de cola también servía tanto para obtener favores sexuales fuera del matrimonio como para combatir la impotencia, incrementar el flujo del semen y hacer a los hombres más atractivos a los ojos de las mujeres.
En caso de conflicto entre dos tribus, antes del inicio de cualquier hostilidad la nuez de cola era utilizada como intermediario o mensajero para determinar las futuras intenciones de cada una de las partes. En un lugar neutral, en el centro de un montículo, se colocaban dos nueces rojas y una blanca dividida en dos. Si una de las dos nueces rojas era tomada por una de las dos tribus, la guerra estaba declarada, pero si se llevaban una mitad de la blanca era señal de paz. También servía para resolver conflictos entre dos personas, ya que cuando alguien era acusado de una falta grave, éste, para mostrar su inocencia, debía hacer un juramento y tomar una bebida a base de cola cuyos efectos podían ser letales. Según la creencia, si aquel que prestaba juramento mentía, lo que le esperaba era la muerte; en cambio, si se atrevía a ingerir el brebaje quedaba demostrado que era honesto y su nombre quedaba limpio.
De África a Europa
Para los viajeros europeos que empezaron a explorar el continente africano desde el siglo xvi, el consumo y el valor que los habitantes de África occidental le atribuían a las nueces de cola constituyó una inagotable fuente de asombro, pues en sus relatos de viaje describían tanto su encuentro como los diversos usos que se le daban a éstas. A lo largo de los siglos se familiarizaron con la valiosa nuez, en particular porque se dieron cuenta que la podían utilizar para conseguir favores y hacer su presencia agradable. Además, en el uso de la cola encontraron algunas similitudes respecto de la importancia que tenía el café entre los europeos; por ejemplo, el empleo generalizado en las reuniones sociales, consumirla después de los alimentos y tomarla para combatir el cansancio. Por estas razones, los europeos empezaron a nombrar a la nuez de cola como “café de Sudán”. A pesar de que los europeos que visitaban o vivían en África la conocían muy bien, la nuez de cola era para la mayoría de ellos un producto exótico y ajeno a su mundo hasta finales del siglo xix, cuando se introdujo en Europa.
Uno de los primeros en promover la utilización de la nuez de cola, en particular en Francia, fue un farmaceútico de la marina y posterior director del Jardín Colonial de Marsella, Edouard Heckel. Alrededor de 1880, Heckel había recibido algunas semillas a través de unos comerciantes. De inmediato se puso a investigarla no sólo con interés científico, sino también estratégico. Como casi todos los franceses de la época, y además alsaciano de origen, Heckel, aún dolido por la pérdida de la guerra contra Prusia en 1871, pensaba que Francia necesitaba una milicia fuerte, por ello organizó una serie de experimentos con el apoyo del Ministerio de Guerra y el Servicio de Salud de la Armada. El resultado fue la obtención de unas “galletas estratégicas” que distribuyó entre algunos batallones del ejército colonial. Éstas iban acompañadas de un protocolo preciso que señalaba la dosis y la forma en que debían de consumirse durante las caminatas. Con esto, Heckel quería demostrar la acción eficaz que la nuez de cola tenía contra el cansancio y el hambre durante el ejercicio prolongado. Otro experimento consistió en administrar la cola seca en froma de polvo durante la ascención de una montaña de 2 300 metros de altura. El teniente del 160 Regimiento de Perpignan, encargado del experimento, reportó que habían podido caminar sin sentir los efectos del cansancio durante doce horas, habiendo tomado únicamente veinticinco minutos de descanso en total. Durante los últimos kilómtros registraron una velocidad de seis kilómetros por hora, lo que demostraba que las fuerzas musculares seguían intactas aún después de un ejercicio considerable y prolongado. Otros soldados tuvieron que caminar setenta y dos kilómetros teniendo como único alimento algunas galletas de cola. Según el reporte habían logrado recorrer esa distancia en quince horas y media y sin mayores problemas de hambre.
Para poder llevar a cabo un seguimiento riguroso del valor de la nuez de cola en la estrategia militar, Heckel distribuyó entre los responsables de los regimientos una serie de cuestionarios en los que inquiría acerca de los efectos que la nuez producía en factores como el cansancio, el hambre e, incluso, sobre las reacciones secundarias —como afrodisiaco—, tratando de cuantificar el incremento en el rendimiento. Por medio de un análisis minucioso de las respuestas, Heckel fue organizando protocolos distintos en los que probó dosis diferentes, horarios, etcétera. Al final presentó sus conclusiones en un largo artículo en la Academia de Medicina de París.
Dados sus efectos contra el cansancio y por sus propiedades como “alimento de ahorro”, Heckel quería introducir la nuez de cola en la ración alimenticia de los soldados, pues estaba convencido que les permitiría estar más fuertes a la hora del combate. Pensaba que la nuez de cola podía transformar en trabajo la energía potencial acumulada en el cuerpo; a los ojos de Heckel ésta era un estimulante que “permitía desaparecer todo cansancio, devolviéndole a los músculos su fuerza y su flexibilidad”.
La nuez de cola se popularizó rápidamente como tónico y estimulante entre la población en general. En 1900, sólo en Francia, las farmacias ofrecían más de treinta productos distintos hechos a base de cola con nombres como comprimidos Koladona, Kola-fer Trouette, Elixir de Kola-Coca Vigier, Kolafé, Vino de Kola-Coca Chevrier, Neuro Kola y Kola-Quina Batteur.
Barreras culturales
Uno de los problemas a los que se enfrentó Heckel para poder introducir la nuez de cola como un nuevo tónico fue su presentación, pues según sus propias palabras, “no se podía pensar en imponer al soldado francés el empleo de la nuez de cola según el método del negro africano, es decir, hacerlo masticar la nuez fresca y tragar la saliva. Hay que agregar que el gusto francés, incluso el de los simples soldados, es demasiado refinado como para encontrar placer en la masticación de una semilla astringente y siempre un poco amarga”. La transformación de la nuez de cola en productos familiares para los europeos, como vinos, aguas minerales, granulados, pastillas y galletas, todos ellos medicinales, fue uno de los pasos importantes para su domesticación y aceptación fuera de África. No habría persona que la consumiera a menos de que se evitara la necesidad de escupir el bagazo después de masticarla. Además, había que deshacerse del fuerte sabor amargo, dándole un sabor dulce más acorde con el paladar europeo. La forma más popular en Europa fue, sin duda, la de los vinos fortificantes. No así en Estados Unidos, donde el movimiento de los temperados, que logró la prohibición del alcohol en varios estados, estaba en pleno apogeo. Ahí la forma más popular fue la Coca-Cola, desarrollada por un farmacéutico, de nombre Pemberton, como una bebida medicinal (ver recuadro).
La nuez de cola científica
Interesados por la nuez de cola, varios investigadores se dieron a la tarea de estudiarla. Para poder establecer científicamente su valor farmacológico como estimulante, había que establecer su origen botánico, analizar sus composición química y aislar sus principios activos, así como comprobar sus efectos fisiológicos.
Una de las principales dificultades para la identificación botánica de las nueces de cola fue que los científicos las conocían principalmente por medio del comercio, donde sólo figuraban las semillas, o por medio de los ejemplares botánicos producto de colectas de floras locales. Casi ninguno de los ejemplares de las sterculaceas, y en particular los del género Cola depositados en los herbarios de París, Berlín, Kew, Ginebra y Copenhague, iba acompañado de las semillas (nueces) de cola. Había que establecer una relación unívoca entre los distintos tipos de semillas y las especies productoras. Por ejemplo, ¿las colas rojas grandes de dos cotiledones eran de la misma especie que las colas rojas más pequeñas también de dos cotiledones?, ¿las especies de colas con cuatro cotiledones provenientes de Gabón correspondían a los frutos de los ejemplares de herbario colectados en esa región, o había otras especies?
La clasificación botánica de las colas se debe en gran medida a un bótanico del Museo de Historia Natural de París, Auguste Chevalier quien, aparte de ser considerado por algunos como el padre de la etnobotánica, desempeñó numerosas expediciones a las colonias francesas en África y Asia. En 1899, durante una misión para realizar el inventario de las riquezas naturales del Sudán francés, conoció las colas y le llamó la atención “la gran importancia que le atribuían los indígenas”. Decidió averiguar más sobre ese producto y durante 1899 y parte de 1900 estudió el comercio de las colas; para ello visitó los mercados más importantes de la región, como los de Dakar, Bamako, Djenné y Timbuctú. Entre 1902 y 1904 regresó a las colonias y durante otra misión, que duró desde 1904 hasta 1907, recorrió la regiones productoras de cola de la Guinea francesa y la Costa de Marfil (ver mapa de África occidental). Durante los distintos viajes, Chevalier se fue familiarizando con las diferentes formas y colores que presentaban las nueces y aprendió a distinguir las variedades locales propias de cada una de las distintas regiones. En los mercados preguntaba de dónde provenían las diversas especies; si éstas se cultivaban en la región o si crecían de manera espontánea; también inquiría sobre sus nombres, cuáles eran las más preciadas, etcétera. En el campo hacía observaciones de los árboles productores de nueces y comparaba su tamaño, sus hojas, los frutos, etcétera. Poco a poco estableció un mapa de la distribución geográfica de las colas; además tomó notas y colectó muestras y especímenes para el herbario. Con todo el material reunido después de haber recorrido más de quince mil kilómetros en las regiones productoras y consumidoras de colas, publicó en 1911, junto con un farmacéutico de la Escuela Superior de Farmacia de París, Emile Perrot, una extensa monografía titulada Les kolatiers et la noix de kola.
La experencia de Chevalier en el campo fue determinante para la elaboración de su clasificación botánica de las colas, pues no sólo pudo establecer la correspondencia entre los árboles productores y el tipo de semillas conocidas en el comercio, sino que además pudo observar los usos y el valor que se le atribuía a las distintas variedades. Toda esa experiencia dejó trazos visibles en el trabajo de Chevalier, ya que a diferencia de las clasificaciones anteriores, como aquella elaborada por el alemán Karl Schuman en 1900, en la suya las semillas constituyen un carácter distintivo importante, y las especies de colas comestibles forman una categoría aparte: la sección Eucola (ver recuadro).
Gracias a que Chevalier había colectado varios ejemplares de las distintas variedades de semillas y a que conocía las distinciones hechas por los africanos entre las diversas variedades, pudo incorporarlas en su clasificación como un elemento distintivo. A partir del uso de las semillas como un criterio fundamental de clasificación, resultó un nuevo orden en el grupo de las colas. Schuman, en contraste, nunca había viajado a África, por ello su clasificación de la familia Sterculiaceae está basada únicamente en los ejemplares que tenía a su disposición en el herbario. La diferencia de experiencia y de los materiales a partir de los cuales trabajaron resultó en una clasificación distinta.
Perrot y Chevalier también analizaron la nuez de cola desde el punto de vista químico-farmacológico. Con el propósito de que estableciera la composición química de las distintas variedades que iba encontrando a su paso, en varias ocasiones Chevalier le envió semillas a su amigo Emile Perrot, quien trabajaba en el laboratorio de materia médica de la Escuela Superior de Farmacia. La identidad de la o de las sustancias responsables del efecto estimulante de la nuez de cola había sido objeto de más de un debate, y aún persistían distintas opiniones. Heckel le había atribuido la acción estimulante de la nuez de cola a dos compuestos: la cafeína y otro compuesto químico menos definido, el “rojo de cola”. El rojo de cola era un compuesto que se podía aislar únicamente a partir de nueces de cola secas. Heckel pensaba que el rojo de cola era una sustancia que se producía durante la desecación de la semilla, al mismo tiempo que iba perdiendo un aceite volátil, al que le atribuía un efecto afrodisiaco.
Heckel explicaba que los africanos buscaban sobre todo el efecto genésico de la nuez de cola y por ello solamente consumían las nueces frescas, aunque para los europeos era mejor el consumo de las nueces secas que habían perdido el aceite volátil pero que tenían las virtudes estimulantes del rojo de cola. En 1892, Knebel, un investigador alemán, demostró que el rojo de cola de Heckel era un glucósido de cafeína (al que llamó kolanina) mezclado con una materia colorante. Al tratar el rojo de cola de Heckel con un ácido, Knebel había obtenido cafeína, glucosa y un residuo de color rojo. Emitió entonces la hipótesis de que la kolanina se desdoblaba en cafeína y glucosa al masticar la nuez fresca. Al no poder procurarse nueces frescas en el mercado tuvo que comprobar su argumento con referencia a la forma del uso tradicional. “Debo restringirme a retomar las observaciones hechas por los viajeros en África que podrían servir de fundamento a este punto de vista [...] todas estas descripciones indican que al momento de masticar, es decir, al momento en que la saliva entra en contacto con la kolanina, se suelta el sabor dulce derivado del desdoblamiento de la kolanina”. En 1896, Carles hizo un estudio comparativo entre las nueces secas y las nueces frescas y estableció que la kolanina no estaba presente en las nueces frescas, sino que se iba formando durante la desecación de las nueces por el efecto de una enzima, la koloxidasa. El producto análogo en las nueces frescas era la “kolanina verdadera” o “rojo kolánico soluble” (que no logró aislar). A partir de los trabajos de Carles se pudo establecer que las únicas nueces de cola que tenían un valor farmacológico eran las nueces frescas, como las consumían los africanos. Al poco tiempo los ingleses Knox y Prescott lograron aislar de las nueces frescas un compuesto al que llamaron kolatina. Finalmente, en 1906, Perrot y Goris separaron a partir de la kolatina otro compuesto distinto en estado puro, la kolateína. Una vez aisladas y caracterizadas, la kolatina y la kolanina fueron probadas experimentalmente para determinar su actividad fisiológica.
Desde los trabajos de Heckel se habían dado intensas discusiones acerca de los efectos fisiológicos de la nuez de cola. Para los nuevos fisiólogos, los experimentos sobre la resistencia al cansancio en las caminatas en campo abierto, como lo había hecho Heckel, no eran científicos ni concluyentes, ya que había que comprobar la acción fisiológica del rojo de cola en el laboratorio. También había que comprobar que la acción estimulante de la nuez de cola no se debía únicamente a la cafeína, como pensaban algunos. Para estos autores, puesto que el único principio activo era la cafeína, era mucho más sencillo seguir consumiendo café o té como hasta entonces se había hecho. No valía la pena seguir investigándola y mucho menos introducirla en la milicia. Para probar el valor de la nuez de cola, Perrot y Goris analizaron la acción de los dos compuestos que habían aislado, en perros en el laboratorio. Con ayuda del kymiógrafo desarrollaron gráficas respecto de la actividad muscular después de la aplicación de inyecciones con los dos principios activos. Los resultados mostraron que la kolateína no tenía ningún efecto en la contractibilidad de los músculos, pero que tenía un efecto calmante sobre la frecuencia de los latidos del corazón, al mismo tiempo que aumentaba la energía cardiaca. Estos resultados indicaban que la kolateína podía contrarrestar los efectos nocivos, como la taquicardia, que se presentan al tomar altas dosis de cafeína.
A través de sus trabajos, los científicos establecieron que la nuez de cola pertenecía a la familia Sterculiaceae, y que las especies más útiles eran Cola nitida y la Cola acuminata, ya que contenían un alto grado de cafeína, además de la kolatina y la kolateína, y que estos principios activos hacían de ellas “el tónico por excelencia”. Después de los trabajos científicos la nuez de cola europea tenía muy poco parecido con la nuez de cola africana. Ahora se le consideraba una planta estimulante al igual que el café, el té o el mate. Se convirtió en un producto farmacéutico que se consumía de manera individual, y la única diferencia entre las distintas variedades era su contenido en cafeína. Cambió su dimensión social; y el color, el origen e incluso el sabor que tanto significado tenían para los africanos, ya no presentaba ningún valor para la nueva nuez de cola.
Conocimiento científico y popular
Los científicos se basaron continuamente en el uso tradicional de la nuez de cola para estudiar y analizar la planta. El uso tradicional constituyó una fuente de información importante para el desarrollo del conocimiento científico acerca de la nuez de cola. Desde su identificación como una semilla comestible hasta la forma en que debía de consumirse, las observaciones sobre el uso tradicional de la nuez de cola guiaron las investigaciones científicas. Chevalier, por ejemplo, no sólo se interesó en ella al ver el valor que tenía para los habitantes locales, sino que también privilegió el estudio de aquellas especies que se consumían en los distintos lugares. El uso de las semillas frecas guió los modelos experimentales y sirvió como elemento explicativo para dar cuenta de los resultados encontrados. Mientras que se hacían los experimentos y no existía una certeza sobre los efectos de las semillas, y mientras que no había un consenso sobre cuáles eran los principios activos, los científicos recurrieron a las costumbres tradicionales para obtener más datos y argumentos. El conocimiento científico se constituyó, en buena medida, a partir del saber popular sobre las semillas y que después fue probado con los métodos propios a los fisiólogos y a los farmacéuticos. El trabajo de los científicos consistió en probar con las técnicas de rutina de sus disciplinas, el conocimiento popular. El método científico empleado por los investigadores se redujo a la aplicación de una serie de técnicas que sin embargo tuvieron profundas consecuencias. A través de los trabajos científicos se elaboró una redefinición de la nuez de cola en términos botánicos, químicos y fisiológicos.
Al mismo tiempo que los investigadores realizaban sus experimentos con base en el uso tradicional de la nuez de cola, iban juzgando por comparación con sus propios resultados el uso que le daban los africanos. Los científicos establecían a la luz de sus propias conclusiones la racionalidad del saber tradicional. Por ejemplo, al hacer un estudio comparativo del contenido en cafeína y de rojo de cola entre varios tipos de colas utilizados por los africanos, y encontrar que una de las variedades no contenía los principios activos, Heckel concluyó que “es por una ilusión aún inexplicable el hecho de que los negros la empleen y le atribuyan un valor fuera de proporción con su valor real”. Cuando los experimentos confirmaban o correspondían con el uso tradicional, se atribuía esta coherencia a la intuición y a la eficacia del conocimiento empírico. En el momento que Goris y Perrot lograron aislar la kolatina a partir de las nueces frescas concluyeron que “el uso que le dan los negros, descartando las nueces secas, es perfectamente racional desde el punto de vista científico”. Aquellos elementos del conocimiento africano que no se dejaron cuantificar o que no correspondieron a las conclusiones emitidas por los científicos no sólo se dejaron a un lado, sino que también se ignoraron o se descalificaron como supersticiones y errores. Por otra parte, una vez que la comunidad científica aceptaba ese conocimiento como verdadero —como el hecho de que las nueces de cola frescas eran las únicas útiles— entonces desaparecía la mención al uso y al conocimiento tradicional, y pasaba a ser parte del conocimiento científico. Al hablar de ello ya no era necesario hacer referencia al uso en África, y se podían citar los trabajos científicos que lo probaban. De esta manera, el conocimiento tradicional es integrado al conocimiento científico y borrado lentamente.
A través de los experimentos científicos, del uso de las cuantificaciones y del análisis como criterios de validación, se creó una distinción entre la nuez de cola africana y la europea. Aquellos parámetros que concordaban con aquellos establecidos por los investigadores constituían la realidad y eran del dominio de la ciencia, y todo aquello que no se dejara cuantificar pasaba a formar parte de las creencias y pertenecía al dominio de la cultura y de la antropología. Este ejemplo nos sirve para analizar con qué desprecio ha operado la ciencia con respecto al saber tradicional, imponiendo jerarquías y negándole validez a todo aquello que no entra dentro de sus propias definiciones, prácticas y cosmovisión.
Un vegetal útil
Los estudios científicos acerca de la nuez de cola estuvieron motivados por distintas razones. Además del establecimiento de un conocimiento científico de la planta, ya fuera botánico, químico o farmacológico, se buscaba conocer y estudiar aquellas plantas de las colonias que pudieran ser de utilidad para los europeos. La identificación de plantas útiles era parte del proyecto colonial de la época. Así lo expresó claramente un botánico de Marsella: “Toda colonia es una materia prima cuyo valor es proporcional a la manera en que se le explota. Después de haber hecho todos los sacrificios necesarios en hombres y en dinero para expander nuestros dominios coloniales, no podremos justificar la conquista, sino en la medida en que utilicemos para la industria francesa la fertilidad de los países recientemente adquiridos, utilizando los variados productos que nos ofrecen”. Chevalier, como tantos otros en su época, compartía esa visión, pues el propósito de sus misiones en las colonias era estudiar y realizar inventarios de productos que pudieran ser explotados por los franceses. Con la colaboración de Perrot escribió varias monografías en una colección de la Escuela Superior de Farmacia titulada, Los vegetales útiles del África occidental. A Chevalier no sólo le interesaban las nueces de cola como especies botánicas, sino sobre todo como producciones comerciales para la metrópoli. En una extensa monografía incluía numerosos datos sobre el cultivo, propagación y cuidados de los árboles, además de los datos necesarios para la cosecha, empaque, conservación y comercialización de las semillas.
En varias ocasiones Chevalier le envió a Perrot muestras de aquellas plantas que encontraba durante sus expediciones y que al parecer podían tener una aplicación en la industria, en la alimentación o en la terapéutica. Perrot hacía el análisis de las especies y de esa manera determinaba si poseían una actividad farmacológica o si tenían un valor nutritivo y, por otra parte, si tenían algún compuesto que pudiera servir a la industria, como fibras, saponinas u otros. Es decir, Perrot establecía si las muestras que Chevalier le enviaba podían tener una utilidad y si éstas se podían explotar.
Por otro lado, los científicos sirvieron como intermediarios entre las colonias y la metrópoli, pues el papel central que desempeñaban era traducir las muestras provenientes de las colonias a compuestos químicos, esencias o fibras, asignándoles así una utilidad. Por ejemplo, al redefinir la nuez de cola en términos de cafeína, kolateína, kolatina y como estimulante, los médicos pudieron prescribirla como un medicamento; entonces los boticarios comenzaron a prepararla en distintas presentaciones y los pacientes pudieron comsumirla para combatir la neurastenia. Redefinida en términos científicos y en propiedades que eran familiares para los europeos, la nuez de cola pudo salir del laboratorio e insertarse en el mundo de la industria y el comercio. Fue gracias a la atribución de nuevas propiedades específicas que los vegetales ajenos a la cultura occidental cobraron un sentido para los europeos y pudieron ser integrados a sus costumbres. A través de los estudios científicos y de la identificación de las propiedades útiles de las distintas plantas, éstas se convirtieron en productos potenciales para el mercado de la metrópoli. Fue así como mediante los estudios científicos las plantas de las colonias que formaban parte de la vegetación local se convirtieron en vegetales útiles.
Los científicos, conscientes de su papel como intermediarios, sirvieron además activamente como divulgadores. Perrot, por ejemplo, estableció un museo que cumplía una doble función, pues aparte de mostrar las distintas plantas o sus partes útiles, servía como lugar de consulta para comerciantes e industriales. El museo estaba organizado de la siguiente manera: primero aparecía una explicación monográfica de las plantas que contenía toda la información necesaria (el libro de las colas de Perrot y Chevalier es un ejemplo); después, el visitante encontraba, entre otras plantas análogas, la planta que le interesaba, ya fuera por su composición o por su utilidad; por ejemplo, todas la plantas productoras de gomas estaban dispuestas conjuntamente, o la nuez de cola se presentaba rodeada del café, del té y del mate, y para terminar, se pasaba a las colecciones organizadas en orden geográfico, es decir, por países productores. El museo de Perrot no era una excepción, ya que había varios en Francia e, incluso, Heckel había organizado uno en Marsella con el apoyo de la cámara de comercio local. Este último lo esta blecieron con el fin de “evaluar las riquezas naturales coloniales y así permitirles ubicarse en el comercio y la industria de la metrópolis”. Al ingresar al museo bastaba “mirar las vitrinas para ver todos aquellos productos de una colonia que tuvieran un interés científico o económico, a su vez que las diversas manipulaciones industriales o las aplicaciones de cada uno de los productos”. En una de las vitrinas se exponía, por ejemplo, una semilla, los ácidos grasos aislados por saponificación o por destilación, glicerina, y velas y jabones producidos a partir de ella. Los museos constituían lugares de exposición y de información acerca de los productos coloniales donde los comerciantes e industriales podían ver los datos sobre las características, la procedencia y la calidad de los productos de alguna planta.
A través de los museos y de la participación en diversas exposiciones universales y coloniales, Heckel, Perrot y Chevalier, entre otros, promovieron activamente las producciones coloniales entre los comerciantes y los industriales. Además, viajaron como expertos a las colonias para ayudar al establecimiento de plantaciones y así organizar y maximizar la producción de los vegetales útiles. Así fue con la nuez de cola, y así sucedió con decenas de otras plantas, entre las cuales podemos nombrar el karité, el café verde y la pseudocinchona. Los científicos constituyeron el puente de enlace entre los dos continentes, entre los usos, la producción y los mercados coloniales y sus contrapartes metropolitanas.
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Referencias bibliográficas
• Chevalier A. y E. Perrot, 1911, Les kolatiers et la noix de kola. Les végétaux utiles de l’A.O.F. A. Challamel, París.
• Heckel E., 1893, “Les végétaux utiles de l’Afrique tropicale. Les kolas africains.” Annales de l’Institut Colonial de Marselle, 1.
• Hinke N., 1996, La noix de kola comme végétal utile de l’A.O.F. (fin XIXe - début du XXe siècle). dea en Epistémologie et Histoire des Sciences, Université de Paris 7.
• Lovejoy P.E., 1995, “Kola nuts. The coffee of the central Sudan”, en: Goodman J., Lovejoy P.E. y A. Sherratt (eds.). Consuming habits. Drugs in history and anthropology. Routledge, Londres y Nueva York, pp.103-125.
• Pendergrast M., 1993, For God, country and Coca-Cola. Charles Scribner’s Sons, Nueva York.
• Rabinbach A., 1995, The human motor. Energy, fatigue and the origins of modernity. California University Press, Berkeley.
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Este trabajo es parte de la tesis de maestría que se realizó con el apoyo del Conacyt.
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Nina Hinke
Universidad de París
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como citar este artículo → Hinke, Nina. (1999). Fuerza para el imperio. La nuez de cola en Europa. Ciencias 55, julio-diciembre, 62-71. [En línea]
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Humboldt y la botánica americana
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Graciela Zamudio Varela y Armando Butanda
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Sin lugar a dudas, la obra científica de Alejandro de Humboldt (1769-1859), ha sido un pilar fundamental en el conocimiento de las leyes que rigen el devenir de la naturaleza. Determinante para la construcción de sus teorías científicas, fue su interacción con la diversidad y la riqueza natural obtenida a lo largo de su viaje por tierras americanas.
Su permanencia por cinco años en el nuevo continente tuvo un impacto importante, no sólo por sus aportaciones a la ciencia, sino también por los cuestionamientos que hizo al régimen colonial.
Como prueba de lo anterior, señalamos el hecho de que a dos siglos de haber iniciado su viaje, su labor sigue siendo reconocida a través de la traducción y reedición de sus obras y de numerosos homenajes organizados por sociedades científicas, instituciones gubernamentales y educativas, en los países americanos que recorrió y donde es considerado como “el segundo descubridor de América”.
Sin embargo, las investigaciones que han analizado el impacto de la obra de Humboldt en la ciencia, poco han destacado el papel que jugaron en el desarrollo de sus teorías, tanto la diversidad de condiciones físicas y biológicas que enfrentó, como el contacto que estableció con otros naturalistas, americanos o que se encontraban en América, que ya habían explorado y formado colecciones de especímenes que representaban una muestra de las diversidades biológica y mineralógica tan desconocidas para él.
Considerando que dentro de su amplio programa de investigación, fue el estudio de la distribución geográfica de la vegetación el que en gran medida le permitió hacer contribuciones originales a la ciencia, presentamos a continuación algunos elementos que permiten destacar la influencia que tuvo el contexto americano en el desarrollo de esta línea de investigación.
La distribución de la vegetación
Según han señalado sus biógrafos, “la botánica fue para Humboldt su primer amor entre las ciencias. La conoció en 1788 a través de Karl Ludwig Willdenow, quien seguramente compartió y posiblemente inspiró en Humboldt la pasión por la geografía de las plantas”.
Ya en su primera publicación científica Florae fribergensis specimen (1793), Humboldt había formulado su punto de vista sobre la geografía de las plantas, al señalar que “Las observaciones de partes individuales de los árboles o hierbas de ninguna manera puede considerarse geografía de las plantas; más bien, la geografía de las plantas indica las conexiones y relaciones por medio de las cuales todas las plantas se relacionan entre sí ...”
A diferencia de la mayoría de los botánicos de su época, buscadores de especies nuevas o dedicados a clasificar las plantas a partir de su morfología externa, Humboldt se interesó por observar la distribución y las asociaciones entre las especies, que son los parámetros que “deciden el carácter propio de la vegetación de un país”, y del paisaje en su conjunto. Serán éstas las ideas científicas que pondrá en práctica durante su gran viaje por América.
Un pasaporte con fecha 7 de mayo de 1799 expedido en Aranjuez, autorizaba a Humboldt a colectar libremente plantas, animales y minerales en Améri ca, así como realizar las observaciones, el registro de datos y los experimentos que considerara oportunos. Además
de lo anterior, este documento real obligaba a las autoridades correspondientes a brindar todo el auxilio y protección que necesitara su equipo expedicionario. Como parte de los preparativos de su viaje a América, Humboldt recopiló y revisó una parte importante de lo que se había escrito sobre el territorio americano que recorrería. Con respecto a la botánica, consideró muy valiosos los resultados obtenidos por las expediciones botánicas establecidas por la corona española a tierras americanas a finales del siglo xviii, y que tuvieron entre sus objetivos llevar a cabo el inventario de sus recursos vegetales, particularmente los de uso medicinal.
De esta manera, conoció algunos aspectos de la diversidad florística del Nuevo Mundo a través de la revisión de los materiales enviados al Real Jardín Botánico de Madrid y que le fueron proporcionados por Casimiro Gómez Ortega y José Antonio Cavanilles. Estos materiales habían sido colectados por Ruiz y Pavón en la Expedición a Perú y Chile (1777-1788); por Sessé, Mociño y Cervantes en Nueva España (1787-1803); Née, Haenke y Pineda durante la Expedición de Alejandro Malaspina (1789-1794), y en menor medida, contenían información de los resultados de la expedición a Nueva Granada (1783-1816) ya que Mutis, su director, se rehusó a enviar sus colecciones a Madrid prefiriendo el intercambio con Carlos Linneo en Suecia.
El avance logrado en el conocimiento de la flora americana llevó a Humboldt a afirmar “Desde el reinado de Carlos iii y durante el de Carlos iv, el estudio de las ciencias naturales ha hecho grandes progresos no sólo en México, sino también en todas las colonias españolas. Ningún gobierno europeo ha sacrificado sumas más considerables que el español, para fomentar el conocimiento de los vegetales.”
Antes de partir hacia el nuevo mundo, conoció en París al médico y botánico francés Aimé Bonpland, fiel compañero en su aventura americana.
“Sabrá Vd. que al irse uno y dejar las llaves se intercambian algunas palabras amables con la mujer del portero. En esas circunstancias me encontraba a menudo con un hombre joven que llevaba una caja de herborización. Era Bonpland; así nos conocimos.”
Escenarios explorados
En julio de 1799, Humboldt y Bonpland desembarcaron en Cumaná, tierra venezolana, en donde tuvieron el primer contacto con la naturaleza americana y cuyo impacto quedó claramente expresado en la carta que Humboldt escribió a su hermano Guillermo el 16 de julio de 1799. “Estamos aquí en el país más divino y más rico. Plantas maravillosas [...] !Y que árboles! Cocoteros de 50 a 60 pies de alto [...] una masa de árboles con hojas monstruosas y flores olorosas del tamaño de una mano, de los que nada sabemos. Hasta este momento discurrimos como enloquecidos: en los tres primeros días no hemos podido determinar nada, pues desechamos siempre un objeto para apoderarnos de otro. Bonpland asegura que perderá la cabeza si no cesan pronto las maravillas.”
En Venezuela, como en los demás sitios que visitaron posteriormente, lo primero que hicieron fue presentarse ante las autoridades virreinales e iniciar sus relaciones con las elites intelectuales locales. Llevaron a cabo excursiones por las montañas y ríos, lo que les permitió hacer observaciones sobre los fenómenos astronómicos, geológicos y climáticos, entre otros, que tenían lugar por esos días o en los previos a su llegada. Asimismo, iniciaron sus colecciones de historia natural y el contacto con los distintos grupos indígenas de América.
El resultado de esta etapa es su obra Voyage aux règions èquinoxiales du Nouveau Continent publicada en París entre 1807 y 1834, y que según los estudiosos del tema debería llamarse “Viaje a Venezuela”, ya que de los 30 tomos que la forman, 24 tratan sobre la naturaleza venezolana.
Continuando el viaje, se embarcaron para la Habana el 28 de julio de 1800. Durante su estancia en la isla se relacionaron con los miembros de la expedición científica dirigida por el conde de Mompox y Jaruco. También intercambiaron experiencias con los botánicos Estévez, Boldo, La Osa y Francisco Ramírez, a quien dejó una de sus colecciones con el encargo de remitirla a su hermano Guillermo, y con los pintores Guio y Echeverría.
Durante su estancia en la Habana, Humboldt registró la información que después constituiría su obra Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826-1827).
Al no poder realizar el viaje con la expedición del capitán Thomas Nicolas Baudin que tenía como objetivo reconocer la costa de América del Sur, Humboldt y Bonpland tomaron la decisión de continuar su exploración por tierra y llegar a Santa Fe de Bogotá para reunirse con José Celestino Mutis, director de la Expedición Botánica al Nuevo Reino de Granada.
Desembarcaron en Cartagena de Indias el 30 de marzo de 1801. En el trayecto hacia Santa Fe, recorrieron la Cordillera Central de los Andes Colombianos. Así, Humboldt observó la sucesión de las comunidades vegetales a través de un gradiente altitudinal que iniciaba en las regiones de clima tropical y concluía en las zonas nevadas.
Por su parte, Mutis esperaba el arribo de los naturalistas utilizando sus influencias con las autoridades locales para ofrecerles las mejores condiciones para llevar a cabo sus tareas. Por ejemplo, en Turbaco, José Ignacio de Pombo les brindó su casa de campo en medio de la exuberancia de la selva tropical. Ya en Europa, Humboldt recordaría “la permanencia que hicimos en Turbaco, fue de las más agradables y de las más útiles para nuestras colecciones botánicas.”
Mutis dio un gran recibimiento a los exploradores, brindándoles alojamiento en una casa vecina a la suya. Humboldt lo describió como “un eclesiástico anciano, venerable, de casi setenta y dos años, y también hombre rico. El Rey sitúa para la expedición botánica aquí mismo 10 000 pesos por año. Treinta pintores trabajan para Mutis desde hace quince años; él posee de 2 000 a 3 000 dibujos tamaño in folio, que son verdaderas miniaturas. Después de la de Banks en Londres, jamás había visto una biblioteca botánica tan grande como la de Mutis.”
En los días siguientes, Mutis les mostró sin ninguna reserva sus colecciones botánicas, formadas a lo largo de varias décadas de exploración y en donde estaba bien representada la riqueza florística de la región, en gran medida desconocida para la ciencia europea. Además, el sabio Mutis obsequió al barón más de un centenar de láminas botánicas realizadas magistralmente por los pintores neogranadinos. Es probable que Mutis buscara, con tantas atenciones hacia los viajeros, el reconocimiento a su labor por una autoridad científica proveniente de instituciones de reconocido prestigio académico.
Como resultado de los constantes diálogos entre estos dos hombres de ciencia, Humboldt escribió “Mutis jamás perdía de vista los grandes problemas de la física del mundo. Había recorrido las cordilleras con el barómetro en la mano; había determinado la temperatura media de estas planicies que forman como islotes en medio del océano aéreo; y admirado del aspecto de la vegetación, que varía a proporción que se desciende a los valles, o que se sube a las cimas heladas de los Andes, todas las cuestiones que se conexionan con la geografía de las plantas le interesaban vivamente.”
Humboldt agradeció los beneficios que obtuvo su empresa científica durante su estancia en Santa Fe, al reconocer en Mutis al “patriarca de los botánicos.”
En su viaje a Ecuador, a principios de 1802, conocieron en Ibarra a Francisco José de Caldas naturalista de Popayán, cuyos manuscritos científicos Humboldt ya había consultado y quedado gratamente sorprendido por la precisión de las observaciones en ellos registradas. En Quito fueron recibidos por el marqués de Selva Alegre, don Juan Pío Montúfar, y por su hijo Carlos Montúfar quien a partir de ese momento se les unió en las exploraciones por el territorio americano.
En el archivo de la Real Audiencia, Humboldt tuvo acceso a los documentos, sobre todo a mapas, del territorio amazónico elaborados por Maldonado entre 1740 y 1750, y a los de Francisco Requena realizados entre 1783 y 1790. Esta información le permitió precisar sus propios registros. Acompañados —él y Bonpland— por Caldas y Montúfar, llevaron a cabo ascensiones a los volcanes Pichincha y Cotopaxi, entre otros.
Los expedicionarios continuaron su viaje hacia el Perú; siguieron el camino del inca a través de los Andes con el objetivo de registrar los factores que determinaban la distribución de las especies de quina, para lo cual contaban con la amplia información que Mutis les había proporcionado. Durante este trayecto Humboldt, Bonpland y Montúfar llevaron a cabo la ascensión al Chimborazo, a 5 878 metros de altura, la máxima registrada hasta ese momento. Este recorrido le permitió a Humboldt elaborar el gran perfil de los Andes, que utilizó como modelo para explicar la zonación altitudinal de la vegetación, con los nombres científicos de numerosas especies típicas de las distintas regiones climáticas exploradas a lo largo de su viaje.
En el diario de viaje de Humboldt por tierras peruanas, se encuentran constantes registros de sus observaciones sobre la distribución de las especies vegetales. Se planteó preguntas como las siguientes: “¿La chinchona tiene una distribución continua en los Andes? Parece que no. Nosotros la conocemos de Santa Marta, Facativá, Villeta, Guaduas, Vega de Supía, Melgar, Ibagué, Quindío, Popayán [...] hasta Alasí, Cuenca, Loja, Huancabamba, San Felipe. ¿Por qué no hay chinchona entre Pasto, la Villa de Ibarra, Quito y Ambato donde hay numerosos lugares que tienen la altitud de Loja y su temperatura? Trazos muy altos, muy fríos, interrumpen la quina y como la planta no se propaga fácilmente del grano, estas interrupciones parecen ser la causa de la falta de quina.”
Como parte de su metodología de análisis, Humboldt compara las observaciones registradas a lo largo de sus recorridos, por ejemplo cuando dice: “¡Qué diferente ésta costa del Perú sin verdor, sin árboles, sin lluvias desde Ica a Piura con la de los Yumbos, de la Esmeralda, de Guayaquil, donde la naturaleza en un clima cálido y húmedo ha producido un mundo de plantas, donde la vegetación es la más frondosa, majestuosa como la de los ríos al oriente de los Andes!”
La flora peruana no dejó de maravillarlo, por lo que su recuerdo lo llevó a escribir en su obra publicada en 1808, Ansichten der Natur (Cuadros de la Naturaleza), “no bastaría la vida de un pintor para reproducir, aun ciñéndose a un corto espacio de tierra, las magníficas orquídeas que adornan los valles profundos de los Andes del Perú.”
A lo largo de su diario por el Perú, Humboldt no deja de señalar los peligros, las incomodidades y los riesgos que sufrían sus colecciones, manuscritos e instrumentos durante sus largos y accidentados trayectos.
De vuelta a Ecuador, arribaron en enero de 1803 a Guayaquil en donde compararon sus herbarios y realizaron herborizaciones con los botánicos españoles Juan Tafalla y Juan Agustín Manzanilla, cuyos conocimientos sobre la flora local les fueron reconocidos en las publicaciones humboldtianas. En Guayaquil, Humboldt escribió su obra Essai sur la Gèographie des Plantes, publicada en París en 1805.
Humboldt y Bonpland finalizaron su viaje de exploración de la flora americana recorriendo parte del territorio novohispano, en donde el desempeño de sus actividades contó, como en ningún otro lugar de los antes visitados, con un número importante de colaboradores pertenecientes a la elite intelectual local. Lo anterior dio como resultado el establecimiento de relaciones que permitieron el intercambio científico y que fueron muy bien aprovechadas por el viajero europeo. Su reconocimiento a la existencia de una comunidad científica local, lo llevó a aseverar que “ninguna ciudad del Nuevo Continente, sin exceptuar las de los Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México”, refiriéndose a la Escuela de Minas, el Jardín Botánico y la Academia de las Nobles Artes.
El contacto de los expedicionarios con Vicente Cervantes, catedrático y director del Real Jardín Botánico de la Ciudad de México, les permitió tener acceso a los duplicados del herbario, a los manuscritos y a las láminas producto de los trabajos de la Real Expedición Botánica comandada por Martín de Sessé, que había dado por terminados sus trabajos de exploración y regresado a España apenas unos días antes del arribo de Humboldt a la capital novohispana en marzo de 1803.
El deslumbramiento que provocan en Humboldt la diversidad y la riqueza de la flora mexicana, así como el grado de madurez que ya habían alcanzado sus postulados sobre la geografía botánica, son evidentes en la descripción que hizo del declive oriental de las montañas entre Perote y el puerto de Veracruz “En ninguna parte se deja ver mejor el admirable orden con que las diferentes asociaciones de vegetales van sucediéndose, unas arriba de las otras, que cuando uno va subiendo desde Veracruz hacia la meseta de Perote [...] de manera que en este país maravilloso, en el espacio de pocas horas, recorre el hombre de ciencia toda la escala de la vegetación.”
Sus recorridos por tierras mexicanas también le permitieron fijar los límites de la distribución de algunas especies de zonas templadas. “Al subir al Cofre de Perote, averigüé que el límite superior de las encinas se hallaba a 3 155 metros, el del Pinus montezumae a 3 943, casi a 650 sobre la cima del Etna.”
Como parte de los resultados botánicos del viaje, podemos decir que a pesar de que una parte importante de las colecciones se perdió entre los naufragios, el ambiente y los ataques de insectos y hongos, la expedición regresó con seis mil especímenes que fueron depositados en herbarios de diferentes ciudades de Europa. Esta colección incluía un importante número de géneros nuevos y, según lo estimado por Willdenow, alrededor de 1 400 o 1 500 eran especies nuevas para la ciencia.
Además de formar esta importante colección de plantas equinocciales, Humboldt resume el cúmulo de observaciones registradas durante su trabajo de campo y algunas de sus aportaciones a la geografía botánica: “hacíamos mediciones astronómicas, geodésicas y barométricas. Por los diarios de nuestra expedición podemos indicar para casi todas las plantas recogidas el grado de latitud, el máximo y el mínimo de altitud sobre el nivel del mar, la temperatura del aire y la composición del suelo y la naturaleza de las montañas de los alrededores. Con la brújula en la mano y los datos de nuestros manuscritos, he registrado en el perfil de Suramérica preferentemente aquellas plantas a las que la naturaleza parece haber asignado límites altitudinales muy determinados.”
Para concluir, sólo señalar que el gran impacto científico que han tenido los resultados de su viaje por tierras americanas se debe, por un lado, a la propia formación académica de Humboldt, la cual le permitió generar ideas originales para el estudio de la naturaleza. Por otro lado, también es importante destacar la influencia que tuvieron en estos resultados los aportes de los conocedores de la flora local con los que mantuvo un intercambio, no sólo de materiales biológicos, sino también de los conocimientos adquiridos a lo largo de su relación con la naturaleza.
Consciente de este importante apoyo, en su correspondencia con científicos europeos y en sus publicaciones, Humboldt expresa, de manera reiterada, su gratitud hacia los sabios que tanto le ayudaron a lo largo de su viaje por tierras americanas.
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Referencias bibliográficas
• Rayfred L. Stevens, 1969, El método y el estilo de Alexander von Humboldt. Viajero, científico y observador de la naturaleza, Anuario de Geografía, México.
• Alexander von Humboldt, 1999, Cuadros de la Naturaleza, Siglo xxi editores, México.
• Miguel Angel Puig-Samper, 1991, Las expediciones científicas durante el siglo xviii, Ediciones Akal.
• Charles Minguet, 1989, “Alejandro de Humboldt y los científicos españoles e hispanoamericanos”, en: Ciencia, vida y espacio en Iberoamérica, vol. iii, José Luis Peset (coordinador), España.
• Klaus Dobat, 1987, “Alexander von Humbolt como botánico”, en: Alexander von Humboldt. La vida y la obra, Wolfgang-Hagen Hein (editor), Alemania.
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• Guillermo Hernández de Alba, 1959, Humboldt y Mutis, Revista Academia Colombiana de Ciencias, vol, x, núm. 41.
• Jaime Labastida, 1999, Humboldt ciudadano universal, Siglo xxi editores, México.
• Manuel Vegas Vélez, 1991, Humboldt en el Perú. Diario de Alejandro de Humboldt en el Perú, cipca, Perú.
• Eduardo Estrella, 1991, Flora Guayaquilensis: La expedición botánica de Juan Tafalla a la Real Audiencia de Quito 1799-1808, Ecuador.
• Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Porrúa, México.
• Roger McVaugh, 1977, Botanical results of the Sessé & Mociño expedition (1787-1803). I. Summary of excursions and travels, Contr. Univ. Michigan. Herb., vol. 11. |
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Este texto será publicado por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia.
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Graciela Zamudio Varela
Facultad de Ciencias e Instituto de Biología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Armando Butanda
Facultad de Ciencias e Instituto de Biología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Zamudio Valera, Graciela y Butanda, Armando. (1999). Humboldt y la botánica americana. Ciencias 55, julio-diciembre, 36-43. [En línea]
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La cocinera atrevida
(breve autoentrevista culinaria)
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Lourdes Hernández
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Telefoneé a la Cocinera y le solicité una entrevista telefónica. Sólo serían tres preguntas; ella accedió.
—¿Cuáles son las relaciones y las coincidencias entre la comida y el amor?
—Me temo no poder responder esa pregunta. Cocinar y amar son verbos que se me confunden, uno sobre el otro, el otro en el uno; términos indisolubles del abecé de mi vida.
“Hago el amor cocinando y soy hambrienta y exigente cuando amo. Me interesa la comida que provoca risas, aquella con la que se pierde la cuenta de los suspiros, la que facilita el tiempo para medir el silencio de los besos… En cuanto a los amores, siempre me he pronunciado por los que tienen raíz de jengibre. Nunca me cansaré de exaltar sus cualidades excitantes. Generalmente poseen un gusto perfumado, una lengua violenta y un cierto hablar misterioso.”
—De acuerdo a su confusión de ideas, me imagino que sería inútil preguntarle cuál es la distancia que media entre la cocina y la recámara.
—Dice un viejo rumor, y nada parece desmentirlo, que las grandes alcahuetas y madamas siempre han sido hechiceras en la cocina del amor. Y Usted sabe, tan bien como yo, que existe una cantidad groseramente alta de publicaciones, con licencia o sin ella, destinadas a convencernos —¡insensatos!— de que la lujuria se prescribe en recetas.
“Ahora, si Usted insiste en hacerme esa pregunta, yo deberé responderle que de nueva cuenta ignoro la respuesta… pero en mi casa y en mi caso, la mesa y la cama tienen no sólo las mismas medidas sino igual uso.
“Por ejemplo, permítame convencerla de que cocinar no mata y ayuda a vivir”.
“La hoja larga de mi cuchillo cortaba acompasada, sobre el lecho de madera, pequeñas y concéntricas rebanadas de cebolla. Temblorosos círculos de traje transparente color carne, no separados del todo, se crisparían y dorarían al fuego de la noble mantequilla —espolvoreados apenas de azúcar morena y rociados con tres gotas de zumo de limón— anticipando, con el placer de su aroma, ese gozo repetido por pescar.
“Pescar ese finísimo círculo de cebolla, húmedo y fuerte, con la punta de los dedos o más bien de las uñas y soplarle y dejarlo caer en el plato más cercano y volver a soplarle y no esperar mucho, sino sólo hasta que se enfríe un poco para que penetre sin daño en la boca mojada, dispuesta, y la lengua reacia se convenza de que no quema, de que es muy bueno. Y habrá que morder, escuchar cómo cruje y sentir cómo derrama su jugo que inunda delicioso la boca entera. No podría resistirme a volver por una nueva rodaja al sartén.
“Por otro lado, comer en la cama es con mucho una de mis más caras fantasías. Y creo que aun cuando lo hiciera mil veces y una más, siempre me costará diferenciar si se trata de un sueño o es real… Comer en la cama es comer sobre un mantel de sábanas empapadas en los olores de la noche, cuando la boca todavía sabe a sal y el cuerpo es todavía parte de un sueño. ¡Ah!, la tentación de comer recostada, con el ombligo como boca hambrienta que acogerá migas, gotas, cosquillas.”
—¿Usted cree que la efectividad de la comida afrodisiaca es directamente proporcional a la situación y a su contexto?
—Vaya pregunta compleja. ¿Habrá quienes de verdad crean que los platos con mucha mostaza, páprika y ajo, así como los que ostentan langostas y otros mariscos ricos en fósforo, suelen crear una excitación automática? No me responda: es pura retórica. Conjeturas de este tipo no me quitan el sueño, por suerte. Pero hay una cierta honestidad que aprecio en preparar esa comida para el Otro, que delata el deseo y que se cocina en el sazón de la espera y de la incertidumbre…
“Gracias al festín de Trimalción, descrito en el Satiricón por ese lascivo sujeto de nombre Petronio, me hice de un recurso sorprendentemente ingenuo: espolvoreo de azafrán la silla del amado, y de esa manera lo resguardo de toda embriaguez que no sea la de mi propio deseo de mujer disoluta, de mujer a quien el amor no perturba y sólo le causa alegría.”
—Disculpe mi insistencia: creí entender que para usted no existe afrodisiaco alguno.
—Hay, no uno sino varios. Cada quien debe guardarse de conservar los propios, de atesorarlos con respeto. Pero dígame Usted, ¿hay alguno más intenso que leer como en libro abierto de letras grandes el deseo del Otro por Uno? ¿El de imaginarse el sabor del beso que de tan cerca está siendo? ¿El querer querer para siempre y no sólo por un momento alimentarse de esa piel de algas y de sabores de mar?… Chupar ese sabor de pimienta, que duele de tan ardiente… eso es COMER (escríbalo con mayúsculas, sea Usted tan amable).
“Hay festines que no sacian, que son como la fiebre que deja secuela, que de sólo pensarla da escalofríos…”
—¿Considera usted su cocina de vanguardia?
—Esa cuarta pregunta no estaba en el convenio. Pero, sabe, en mi vocabulario privado comer y amar sólo se sostienen cuando exhalan una sutil aureola de perversión.
Me despedí agradeciéndole su cordialidad. Y mientras transcribía la entrevista, por alguna extraña razón se me vino a la mente aquel célebre zéjel del poeta cordobés del siglo xii Ben Guzmán, y que creí enterrado en los exámenes de secundaria:
“Cuando muera éstas son mis instrucciones para el entierro.
Dormiré con una viña entre los párpados; que me envuelvan entre sus hojas como mortaja.
Y me pongan en la cabeza un turbante de pámpanos.”
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Lourdes Hernández | ||||||
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La eutanasia
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Arnoldo Kraus y Asunción Álvarez
Tercer Milenio, CNCA,
México, 1998
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La idea del bien morir, del morir con dignidad, no es gratuita, las caras de la muerte han mutado. Se muere solo, se fenece mal, se abandona el mundo de los vivos sin despdirse, sin adiós. No existen los espacios para el diálogo sereno y oportuno: todo indica que la muerte silenciosa duele menos.
La transfiguración de la muerte tiene historia: implica menos conciencia de vida. No hay duda de que tales desencuentros resumen las prisas de vivir y ejemplifican la necesidad de redefinir el binomio vida-muerte. Religión, ética, escuela, familia y sociedad deben crear nuevos espacios para debatir. No escapa de tal obligación, por supuesto, la medicina. Hay que recorrer hacia atrás los senderos de la profesión, no es factible un diálogo sano del “cuándo y cómo” morir si no se sembraron los lazos de la relación galeno-paciente. Silenciar las voces de quienes piensan que la autonomía es bien humano y que la elección de “cuándo morir” es legado inherente a la condición humana, implica sabotear la razón. Viajar a través del mundo de la eutanasia fertiliza algunos de los rincones oxidados del alma humana.
La preocupación de la sociedad por la muerte se incrementó a partir de la disquisiciones acerca de la eutanasia en Holanda, la campaña de Kevorkian en favor del suicidio asistido y las discusiones públicas y médicas —sobre todo en Estados Unidos, Australia y Europa— a propósito de los aciertos y desaciertos de estas prácticas. La avidez de conocimientos sobre el tema también ha resurgido como consecuencia —indeseable— de la tecnología que prolonga sufrimientos innecesarios y de la creciente desconfianza hacia la profesión médica.
El auge académico respecto a la eutanasia ha tenido que confrontar los sinsabores de definiciones complejas y en ocasiones imprecisas. Imposible también soslayar que los linderos de la eutanasia pueden ser inalcanzables pues entremezclan, a priori, los conceptos de vida, muerte, autonomía, futilidad y “bien morir”. A lo anterior hay que agregar que las discusiones sobre el tema de marras son complejas pues “abundan” los jueces: religión, sociedad, tecnología médica, el enfermo, los códigos legales, la familia y el médico. En síntesis, vida y muerte pertenecen a todos. Huelga decir que el problema se complica porque no hay reglas universales para aplicar la eutanasia: cada caso, al igual que cada ser, es diferente. Estas interacciones devienen en un panorama complicado que tiene la virtud de estimular el diálogo. Al hablar de eutanasia, nadie queda excluido. O, corrigiéndonos, nadie debería quedar excluido.
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Fragmento de la introducción. _______________________________________________________________
como citar este artículo → Kraus, Arnoldo y Álvarez, Asunción. (1999). La eutanasia. Ciencias 55, julio-diciembre, 84-85. [En línea]
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Los difíciles caminos de la campaña antivariolosa en México | |||
Ana María Carrillo
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Uno de los éxitos más significativos de la medicina del siglo xx ha sido la erradicación de la viruela. Durante siglos, esta enfermedad fue una importante causa de muerte, y quienes sobrevivían a ella quedaban ciegos o con cicatrices en la cara. En México, el último caso se presentó en 1951, si bien en África la enfermedad persistió hasta 1977. Actualmente, el virus de la viruela sólo existe en laboratorios de investigación; en 1978 se produjeron dos casos de infección en Birmingham, Inglaterra, por la dispersión del virus en uno de estos laboratorios.
Es bien conocido que la introducción del virus variológico en lo que hoy es la República Mexicana cambió la situación de indígenas y españoles en la guerra de conquista, pues ocurrió en el momento en que el pueblo mexica había expulsado a los españoles de Tenochtitlan. La falta de inmunidad de los indígenas favoreció el paso acelerado de persona a persona del agente biológico y, con la contribución de otras enfermedades y de la guerra, el posterior despoblamiento del territorio. Desde 1545 y a lo largo de toda la época colonial las epidemias de viruela se mezclaron con otras de sarampión y varicela en todo el país, de tifo en el altiplano, y de fiebre amarilla y paludismo en las costas.
En la pasada centuria fueron conocidas cincuenta y un epidemias de viruela. El padecimiento
seguía haciendo estragos a principios del siglo xx.
Aunque para curar la viruela se intentaban un sinnúmero de tratamientos, no había un método curativo realmente efectivo; de hecho, no lo hay aún ahora. Sin embargo, existían dos métodos para prevenir el mal: la inoculación o variolación y la vacunación.
Desde tiempos remotos, médicos asiáticos y africanos habían observado que quienes se enfermaban de viruela y sobrevivían gozaban de futura inmunidad. Por ello, trataban de prevenir la enfermedad causando un ataque benigno, para lo cual inoculaban el fluido de diversas maneras: en China pulverizaban las costras y las soplaban dentro de la nariz del paciente, y en África hacían una pequeña incisión en la piel de una persona sana, en la cual aplicaban suero de la pústula de un enfermo. Este procedimiento, al que se llamó variolación, se extendió en el siglo xviii por Europa, donde encontró defensores y opositores.
Uno de los acontecimientos médicos más importantes de finales del siglo xviii fue el descubrimiento de la vacuna de la viruela por Eduard Jenner (1749-1823). Este médico inglés se enteró de una creencia popular: las personas que habían contraído “la peste de las vacas” (cowpox) no contraían la viruela (smallpox), idea que lo hizo meditar profundamente. Tiempo después, estudió en Londres al lado de William Hunter, quien lo instó a no razonar demasiado: “No piense, experimente”, le dijo.
Jenner ejercía el empleo de médico inoculador, y se percató de que en algunas personas la operación siempre se malograba; al investigar se dio cuenta de que todos los “rebeldes” estaban empleados en la ordeña de vacas. Tras dos años de investigación, Jenner descubrió en las vacas un virus que da inmunidad cruzada con el virus humano. En 1796 inyectó con dicho virus a un niño. Al cabo de tres días las punciones se cubrieron con pequeños botones; le inoculó entonces el virus de la viruela y las punciones se extinguieron sin que presentara calentura u otro síntoma de infección. Dos años más tarde hizo público su descubrimiento. A diferencia de los médicos de su tiempo, Jenner creyó en la tradición popular. La comunicación de sus investigaciones a la comunidad médica no encontró eco, pero en 1798 publicó la memoria, hoy clásica, Variolae vaccinae, de la que deriva el término de vacuna, que adquirió luego un sentido genérico.
En la Nueva España los primeros intentos de variolación datan de 1779 y fueron realizados por el médico Esteban Enrique Morel con aprobación del virrey y del Protomedicato, sin apoyo de los médicos, pero sí de religiosos y militares. La introducción formal de la vacunación en lo que hoy es México se remonta a 1804. Aquel año, Carlos iv envió una comisión formada por Francisco Xavier de Balmis, como director, Alejandro Arboloya y Anacleto Rodríguez. Dicha comisión traía niños españoles para implantar la vacuna de brazo a brazo, y aunque hubo una gran resistencia de la población poco a poco la práctica vacunal fue propagándose. Algunos facultativos la aceptaron con tal entusiasmo que llegaron a pensar que podría aplicarse para la curación de parálisis, ceguera, demencia y otras enfermedades crónicas.
A fines del siglo xix, en algunos estados, había organismos encargados exclusivamente de la vacunación: la Oficina Conservadora de la Vacuna, en la capital del país; la Oficina Central de Vacuna contra la Viruela, en Chihuahua; la Inspección General de Vacuna, en Hidalgo; las Oficinas de Vacuna, en Puebla; la Oficina Conservadora y Propagadora de la Linfa Vacunal, en Tamaulipas, y la Dirección General de Vacuna, en Yucatán. En otros lugares, la responsable de la vacunación era la burocracia sanitaria: el Consejo de Salubridad en Aguascalientes; la Oficina Inspectora de Salubridad, en la capital de Coahuila; la Junta de Sanidad, en Durango; la Dirección General de Salubridad Pública, en la ciudad de México; y el Consejo de Salubridad, en Nuevo León. A veces, el Estado encargaba la tarea a un responsable: el administrador del ramo de la vacuna en Colima; el director del Hospital Civil, primero, y el inspector sanitario después, en la capital de Tepic, y un empleado especial en Tuxtla Gutiérrez. En otros casos, la correcta conservación y aplicación de la linfa vacunal estaba en manos de las autoridades políticas: los jefes y directores políticos en Jalisco, y los ayuntamientos en Guerrero, Oaxaca, Sinaloa y Querétaro, si bien en este último estado actuaban bajo las instrucciones del Consejo de Salubridad.
Hubo casos en que los particulares se hacían cargo de la vacuna, como en Fresnillo, Zacatecas. En varios estados, como Sinaloa, el servicio de vacunación se practicaba sólo en las ciudades. En otros, como Chihuahua y Tamaulipas, la linfa se enviaba a todas las municipalidades.
En la ciudad de México, durante más de cien años, la conservación de la vacuna estuvo en manos de cinco personas: Miguel Muñoz, que la recibió de Balmis en 1804, y la mantuvo hasta 1842; Luis Muñoz, su hijo, que se encargó de ella desde entonces hasta 1872; Fernando Malanco, que la tuvo de 1872 a 1898; Joaquín Huici, que la conservó de ese año a 1903, y Francisco de P. Bernáldez fue el responsable desde 1903 hasta 1910. Hubo estados en que los conservadores de la vacuna duraron también muchos años en el puesto, como Gustavo López Hermosa, que lo ocupó de 1885 a 1910 en San Luis Potosí, y Luis Ojeda, quien se encargó de impartir la vacuna en Guanajuato de 1895 hasta finales del porfiriato.
De 1877 a 1910 en la capital fueron vacunadas 717 289 personas, y en las municipalidades, en el mismo lapso, otras 123 578. En San Luis Potosí se reportó haber vacunado en 25 años a más de setenta mil pobladores, y en Tepic, en menos de veinte años, a cerca de 50 000.
La extensión del mal en el porfiriato
De acuerdo con Orvañanos, a finales del siglo xix la viruela era endémica en todos los estados; hacía su aparición generalmente en invierno, podía durar tres o cuatro meses. La enfermedad comenzaba de manera repentina, con fiebre, malestar general, dolor de cabeza, dorsalgia intensa, postración y dolor abdominal. Después de un lapso de tres o cuatro días, la temperatura bajaba y aparecía una erupción, que pasaba por las siguientes fases: máculas, pápulas, vesículas, pústulas y costras; estas últimas se desprendían al final de la tercera o cuarta semana. Las lesiones aparecían en la cara y más tarde en extremidades y en tronco.
Había dos variedades clínico-epidemiológicas de la viruela: la variola minor (alastrim) y la variola major (viruela clásica). En los casos de variola major moría entre 15 y 40 por ciento de las personas no vacunadas. El mal se trasmitía por contacto íntimo con secreciones de las vías respiratorias y, en menor medida, por lesiones cutáneas de los pacientes.
Durante el porfiriato hubo numerosas y graves epidemias, como la de 1882 en varios estados, o la de 1889 que afectó a todo el país y se prolongó durante más de un año, causando cerca de cuarenta mil muertes.
La prensa radical utilizaba a las epidemias para censurar a los gobiernos federal o locales, y las comparaba con los males políticos. He aquí un par de ejemplos: en 1897 la viruela negra se desarrolló en Puebla con caracteres alarmantes, y atacó principalente a los extranjeros. El Hijo del Ahuizote publicó entonces: “Esto faltaba a aquel estado: la peste después de la reelección”. Dos años más tarde el mismo periódico decía: “Después de la fiebre amarilla, comienza en Xalapa la viruela. El sistema de salubridad no es de lo mejor y es fácil la propagación. Veracruz está para plagas; desde don Teodoro [se refería al gobernador Teodoro Dehesa], que es la más temible, hasta el vómito prieto, todas se recargan ahí”.
Las pérdidas económicas y en vidas humanas ocasionadas por los enfermos y muertos, y las cuarentenas que otros países imponían a México a causa de aquéllas, fueron estímulos para combatir las epidemias de viruela.
Por voluntad o por fuerza
Algunas veces el Estado mexicano trató de persuadir a los ciudadanos de acceder a la vacunación. Uno de los mecanismos que empleó fue impartir la vacuna gratuitamente a quienes no tenían medios para pagarla, e incluso gratificar a las madres de niños vacunados que los presentaban cuando tenían buenos granos vacunos; otro fue la creación de la vacuna ambulante, la cual apovechaba los días de mercado y de raya para conseguir que el mayor número de personas se vacunara; uno más, fue la propaganda activa en la prensa y otro la vacunación en parroquias, escuelas y hospitales.
Sin embargo, un siglo después de la introducción de la vacuna antivariolosa aún había oposición a ella: las autoridades de Tepic, por ejemplo, decían que la epidemia de 1893 se había cebado especialmente entre los niños de la clase más humilde del pueblo que “como en todas partes siente una extraña pero invencible repugnancia por la vacunación”; el gobierno de Tamaulipas lamentaba en 1907 las defunciones ocurridas principalmente en gentes de edad, renuentes a dejarse vacunar; por su parte, el gobernador de Guerrero se quejaba ese mismo año de la oposición de la población a la vacunación en todo tiempo: “tienen la creencia de que lejos de ser benéfica, les es nociva”.
Por eso, cuando el convencimiento no dio resultado, la burocracia sanitaria intentó forzar a los padres a vacunar o revacunar a sus hijos. Para finales del porfiriato la vacuna era obligatoria en muchas entidades de la República: la capital, los territorios de Tepic y Baja California, Chiapas, Chihuahua, Coahuila, Durango, Estado de México, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nuevo León, Puebla, Oaxaca, Querétaro, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Tepic, Veracruz, Yucatán y Zacatecas. En otros estados, durante las epidemias se dictaban disposiciones terminantes para la propagación de la vacuna.
Para que la ley se cumpliera, se emplearon numerosas estrategias; una de ellas fue la vacunación forzosa. A finales del siglo xix había en la capital veinticinco centros de vacuna, cada uno de los cuales contaba con agentes que buscaban a niños y adultos no vacunados en calles, plazas y sitios concurridos; dichos agentes podían extender sus pesquisas al interior de las casas, y pedir, en caso necesario, el auxilio de la Policía, que estaba obligada a auxiliarlos. En Torreón, Coahuila, durante una epidemia de viruela, inspectores domiciliarios y policías recogieron a las personas para hacerlas vacunar por la fuerza. En Tepic se buscaba a los no vacunados en sus casas o en otros establecimientos donde se reunía un número más o menos considerable de personas, y se les vacunaba aun contra su voluntad, sin importar su edad, sexo o condición social. Con frecuencia cada vez mayor la población civil —con o sin su consentimiento— fue empleada en estas tareas de vigilancia sanitaria.
La ley obligaba a los padres o tutores, y los directores de los planteles de enseñanza oficiales o privados, los maestros de talleres y dueños de fábricas y casas de comercio, así como los propietarios de fincas rústicas y los jefes militares, estaban también obligados a cumplir o exigir que se cumplieran las disposiciones relativas a vacunación y revacunación, bajo la conminación de multas (de cinco a quinientos pesos) y hasta con prisión. En casi todos los estados de la República, y desde luego en la capital del país, los directores debían verificar antes de inscribir a los niños en las escuelas que éstos estuvieran vacunados a satisfacción; en caso de que no lo estuvieran, debían canalizarlos para que pudieran recibir el preservativo. Sin embargo, algunos padres preferían dejar a sus hijos sin escuela antes que vacunarlos.
También fueron comunes la denuncia de casos y el secuestro y aislamiento de los enfermos. En el Distrito Federal la viruela estaba dentro de los padecimientos que los médicos, directores de hospitales, escuelas, fábricas o industrias, dueños de hoteles, casas de huéspedes o mesones y, en última instancia, los jefes de familia, estaban obligados a reportar al Consejo Superior de Salubridad, máxima autoridad sanitaria durante la segunda mitad del siglo pasado. Al informar acerca de la enfermedad, debían indicar la casa en la que el paciente la había contraído. En varios estados también se recurrió a la declaración obligatoria de la enfermedad, como Coahuila y Yucatán. Hubo casos de agentes sanitarios que fueron despedidos por no dar cuenta de algún enfermo de viruela.
En Hidalgo no se permitía que los niños con viruela anduvieran por la calle, y los que lo hacían eran secuestrados por la policía, además de que también se imponía una multa a sus padres. Esas medidas se extendían a los administradores de haciendas de beneficio, minas, talleres y todos los lugares donde concurrían niños. En el caso de Coahuila y Tlaxcala, los enfermos eran aislados, y aunque en ocasiones dicho aislamiento tenía lugar en el domicilio de éstos, a veces era imposible hacerlo, sobre todo en el caso de los pobres, cuyas casas estaban situadas en vecindades, o de los extranjeros alojados en hoteles o casas de huéspedes. A ellos se les enviaba a lazaretos de “variolosos”, como los establecidos en 1904 en Torreón y Durango, y a los que la población les tenía terror. La prensa de la época reportaba que para evitar que sus enfermos fueran descubiertos, muchas familias los alojaban en los lugares más inadecuados, por lo que no era raro que murieran pocas horas después de ser descubiertos por quienes hacían las visitas domiciliarias.
Era común la desinfección de utensilios, ropa y habitaciones de enfermos. Dentro de las medidas tomadas ante la epidemia de 1898 en Yucatán y Campeche estaban el establecimiento de puntos de fumigación en las fronteras y la vigilancia estricta en los lugares en que se había desarrollado la epidemia. Hay, asimismo, reportes de desocupación y desinfección —con cloruro de cal entre otros medios— de las casas de los enfermos en Tabasco, Coahuila y el Distrito Federal.
Límites de la campaña
En el régimen porfiriano hubo varios factores que dificultaron el buen éxito de la cruzada nacional contra la viruela, entre ellos destaca la franca oposición de algunos a la vacuna, las deficiencias del servicio de vacunación, la división de los médicos mexicanos —entre aquellos que defendían el empleo del virus bovino y los que pugnaban por continuar con la vacunación de brazo a brazo— la falta de tubos de linfa vacunal aun durante las epidemias, la insuficiencia de administradores de la vacuna, y la inexistencia de buenas comunicaciones y de una organización nacional de salubridad.
Ya desde la época de Jenner y en la propia Inglaterra se habían formado sociedades antivacunistas. Algunos veían en la introducción obligatoria de un cuerpo extraño en las personas un atentado a la libertad individual.
Además de las críticas generales, en México había deficiencias en el servicio de vacunación. Un abuso muy común, denunciado por los mismos médicos, era que un agente subalterno del Consejo pretendiera llevar por la fuerza a la oficina de una demarcación de policía, para vacunarlos, a niños enfermos que no deberían haber salido de sus casas. Sólo se excusaba del “absurdo mandato” a la madre o la familia que exhibía un certificado médico, pero los pobres casi nunca estaban en condiciones de satisfacer tal requisito, pues no eran atendidos por facultativos.
Otro problema era la inconveniencia de los locales donde se impartía la vacunación, que en la capital eran las estaciones de Policía y las viejas oficinas del Consejo. Las estaciones de Policía, exceptuando la de la primera demarcación, carecían de piezas destinadas a la vacunación, por lo que ésta se hacía a la intemperie, donde no era posible reconocer convenientemente a los niños ni hervir el agua que debía emplearse para la asepsia de los brazos, por lo que se acababa prescindiendo de este importante cuidado. Las madres tenían que sufrir una larga espera, sin más sitio para sentarse que el pavimento siempre encharcado por el riego o la lluvia, y en contacto inmediato con gendarmes, presos y cadáveres de adultos y hasta de niños que eran conducidos a las comisarías para que se expidiera el certificado de defunción. Es fácil explicar entonces la aversión de los pobladores a llevar a sus hijos a vacunar. En 1920, el conservador de la vacuna decía que esa descripción de la vacunación en las comisarías seguía siendo válida.
Quizá la principal controversia fue la suscitada a propósito de las vacunas humanizada y animal. Ambas tenían su origen en el virus vacuno, pero esta última se tomaba directamente de las pústulas de la ternera, mientras que la anterior iba pasando de brazo a brazo. Desde 1868, el doctor Ángel Iglesias —quien había sido segundo director de la vacuna— trató de implantar la vacuna animal, pues sostenía que la humanizada podía ser causa de trasmisión de sífilis vacunal. La posibilidad de trasmisión de esta enfermedad por medio de la vacuna humanizada fue demostrada en 1883 por el doctor Corys en Londres, lo que llevó a su sustitución por la vacuna animal en varios países.
Pero otros médicos insistieron en la vacunación de brazo a brazo. Al parecer, por cada diez veces que no prendía la vacuna animal no prendía dos veces la humanizada. Además, las autoridades sanitarias mexicanas aseguraban que el virus vacuno tomado con las debidas precauciones, aun de granos de niños sifilíticos, no contenía virus gálico; a pesar de ello, no se tomaba virus ni de niños enfermos ni de niños sospechosos. Alegaban que en el país siempre se había tenido gran cuidado al elegir a los niños vacuníferos, por lo que en sus estadísticas no se había registrado ningún caso de sífilis vacunal.
Sin embargo, al reportar en sus informes internos las vacunaciones practicadas del 1 de julio de 1876 a diciembre de 1877, el Consejo de Salubridad señalaba las enfermedades que habían tenido cuarenta y seis vacunados: viruela, varioloide, varicela, escrófula, pitiriasis, psoriasis, liquen, herpes, impétigo, sarna, acnea, roséola, erupción sospechosa, ulceraciones y sífilis.
Entre los médicos militares había quienes defendían la vacuna animal, pues, para ellos, estaba plenamente comprobado que la sífilis vacunal era producida por la vacunación de brazo a brazo.
Como en tantos otros asuntos no hubo uniformidad en toda la República. En el Distrito Federal las autoridades sanitarias defendían la vacuna humanizada, pero algunos médicos ofrecían la de ternera a su clientela particular. En Colima, Estado de México, Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Querétaro, Sonora, Tabasco y Zacatecas la vacunación se hacía empleando sólo la linfa humanizada. La vacuna de ternera se había usado —si bien la humanizada estaba más generalizada— sin éxito en Morelos y Nuevo León, y con regular o buen éxito en Chihuahua, Coahuila, Durango, Jalisco, Puebla, San Luis Potosí, Tamaulipas y Tepic.
No todas las poblaciones de un estado ni todos los médicos de una población tenían un criterio único respecto de la vacuna humanizada o animal. En Puebla, por ejemplo, casi todos los distritos empleaban la vacuna humanizada, pero en Zacapoaxtla se empleaban las dos, y en Acatlán sólo la de ternera. En Tamaulipas se empleaba también la vacuna humanizada, pero en Matamoros se recurría a ambas.
En 1908 el Consejo Superior de Salubridad aceptó que era conveniente proceder a la experimentación para saber si la sífilis se propagaba al inocular la vacuna, aunque no aclaraba con qué sujetos se iba a hacer la investigación. En 1909 varias comisiones fueron nombradas para tratar de dirimir la disputa. Dos años después el médico José Terrés envió algunas cartas a los periódicos, en las que alertaba acerca de los peligros a que se exponía a los niños que recibían la vacuna humanizada. Esto causó alarma entre el público, por lo que tanto en el Consejo Superior de Salubridad como en la Academia Nacional de Medicina se volvió a discutir el asunto, pues había quienes pensaban que la sífilis vacunal era “una quimera” y quienes estaban convencidos de su existencia. Como la vacuna animal era producida por compañías particulares europeas o estadounidenses y nadie respondía de su pureza, se solicitó crear un Instituto de Vacuna Animal en México.
Además, los defensores de la vacuna humanizada decían que ésta no demandaba la revacunación, lo que no sucedía con la vacuna animal aplicada a la mayoría de los extranjeros. En realidad, muchas personas que habían recibido la vacuna humanizada debían ser revacunadas: en 1899, en Ciudad Porfirio Díaz, Coahuila, hubo casos de viruela en vacunados (situación que era comprobada por las cicatrices que habían dejado las vacunas). Igualmente, durante la epidemia de viruela de 1901, que afectó al estado de Querétaro, se observó que la mayoría de los afectados habían sido vacunados, lo cual, se decía, demostraba la necesidad de la revacunación periódica. En Tabasco era obligatoria la revacunación cada diez años; lo mismo sucedió en Sinaloa, donde se administraba periódicamente hasta llegar a los cincuenta años.
En ocasiones, tanto la vacuna humanizada como la animal se descomponían, lo que explica que aparecieran anuncios como el siguiente: “Con pus reciente, se administrará gratuitamente la vacuna”. En ese entonces se decía que la vacuna humanizada tenía un precio casi insignificante, mientras que la animal era muy cara.
El Consejo Superior de Salubridad de México enviaba tubos de linfa a los estados que no tenían otro medio de obtenerla o donde ésta no era suficiente. Ese organismo aseguraba públicamente que en toda la República nunca había faltado linfa para vacunar, postura que no era cierta, pues si bien en tiempos normales la cantidad de linfa alcanzaba para abastecer a todos los estados, cuando la viruela se desarrollaba epidémicamente los pedidos solían exceder la demanda. Entonces, cuando las circunstancias más imperiosamente lo exigían, el organismo sanitario se veía obligado a negar el recurso. Hubo epidemias en los estados de Tlaxcala, Oaxaca, Zacatecas, Hidalgo, Guerrero, Coahuila y Tabasco, en los cuales se reportaba que no tenían ni un solo tubo de linfa vacunal.
Con la propagación de la vacuna también había problemas que tenían con ver con la ausencia o escasez de médicos o con la dificultad para pagar sus honorarios. Otras veces el problema era la gran carga de trabajo que los propagadores tenían; ni el Distrito Federal estaba exento de estas dificultades. Y había casos en los que se llegaban a observar defectos en la manera de administrar la vacuna por la inexperiencia de los vacunadores: en Chihuahua, por ejemplo, se procuraba que “una persona medianamente inteligente” administrase con provecho la vacuna.
En ocasiones la vacunación no podía llevarse a cabo por la existencia de enfermedades epidémicas diferentes de la viruela. Una muestra de ello ocurrió en Omitlán, Hidalgo, donde en 1899 se reportaba que era casi general el desarrollo de la escarlatina, la influenza y la neumonía, entre los niños, la primera, y entre los adultos, las segundas.
Por último, la inexistencia de buenas comunicaciones y de una adecuada organización nacional de salubridad hacían lenta la divulgación de la información sobre las epidemias, ya que un médico avisaba al jefe político del distrito donde trabajaba que informara a las autoridades sanitarias de su estado —cuando las había—, para que éstas, a su vez, dieran aviso al gobernador, quien lo comunicaba a la Secretaría de Gobernación, dependencia que notificaba al Consejo Superior de Salubridad. Por todo lo anterior, a finales del periodo que aquí nos interesa, México aún estaba lejos de la erradicación de la viruela.
No comparto la opinión de Miguel E. Bustamante en el sentido de que para el Consejo de Salubridad no era grave la endemia de viruela en la República Mexicana, ni el supuesto desinterés por parte de los estados que él achaca al gobierno federal; tampoco participo con su idea de que la endemia causada por el virus variólico empezó a verse como problema de salud nacional al redactar la Constitución de 1917, cuando el médico y diputado José María Rodríguez obtuvo de Carranza el decreto para la preparación y el uso de la vacuna animal en la nación. La poca intervención de la Federación en los asuntos sanitarios de los estados se debía a la oposición de éstos, sustentada en la organización federal de la República, pues la Constitución de 1857 —vigente durante el porfiriato— dejaba a cada estado en libertad de decidir sobre sus asuntos sanitarios.
En varias ocasiones el Gobierno Federal se ocupó del problema de la viruela de manera global. En 1882 la Secretaría de Gobernación —de la cual dependían los asuntos sanitarios— mandó a todos los gobernadores una circular referida a la vacuna; en ella criticaba que en la mayoría de las entidades los servicios de vacunación estuvieran, aparte de mal organizados, encomendados a personas ajenas a la medicina. En 1898 todos los estados recibieron un cuestionario que tenía la función de reorganizar el servicio nacional de la vacuna.
Por otro lado, cuando los estados lo solicitaban, el Consejo Superior de Salubridad de la capital establecía servicios sanitarios para combatir las epidemia de viruela, como sucedió en Torreón en 1904, donde aparte de aplicar de manera eficaz la vacuna, se aisló a los enfermos, se hicieron desinfecciones y la epidemia fue dominada.
A finales del periodo aquí tratado existía la propuesta de reformar nuevamente el Código Sanitario, dando más poder al Ejecutivo en lo tocante a la viruela, haciendo obligatoria la vacunación en todo el país. Este proyecto se vio interrumpido por la Revolución.
Desde la creación del Departamento de Salubridad, en 1917, se implantó la vacuna animal y se hizo obligatoria su aplicación, pero tendrían que transcurrir treinta y cuatro años para que el padecimiento fuera erradicado totalmente, lapso durante el cual algunos sectores de la población seguirían oponiéndose a la vacunación. A veces, con violencia, las profesiones sanitarias tuvieron que ofrecer sus mártires a la campaña antivariolosa.
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Referencias bibliográficas
Para escribir este artículo consulté la sección Inspección de la Vacuna, del Fondo Salubridad Pública del Archivo Histórico de la Secretaría de Salud. Particularmente útil fue el trabajo de OROPEZA, José María. “Apuntes para la historia de la vacuna en México”, AHSSA, salubridad pública, Inspección de la Vacuna, caja 3, exp. 20, fos. 49-182, 1821-1922. Consulté asimismo los diarios oficiales federal y de los estados, así como la prensa política en general; la prensa médica, sobre todo la Gaceta Médica de México (el Apéndice del vol. v (3a serie) de 1910 está dedicado íntegramente a la vacuna); los periódicos de la burocracia sanitaria, en especial el Boletín del Consejo Superior de Salubridad (que en 1896 dedicó un número especial a la celebración del centenario del descubrimiento de Jenner); y los del Cuerpo Médico Militar, como la Gaceta Médico Militar.
Dentro de los trabajos consultados más importantes están:
• Bustamante, Miguel E. 1977, “Consecuencias médicosociales de la viruela y de su erradicación”, Gaceta Médica de México, vol. cxiii, núm. 12, diciembre, pp. 564-573.
• Fenelón, Carlos. 1899, “Algunas observaciones comparativas entre los resultados de la vacuna animal y la humanizada, hechos por el inspector sanitario del territorio de Tepic”, Boletín del Consejo Superior de Salubridad, vol. iv (3a época), num. 7, enero 31, pp. 221-228.
• González, Jesús M. 1891, “Técnica de vacunación animal de ternera”, Gaceta Médico Militar, vol. iii, pp. 300-307 y 321-327.
• Liceaga, Eduardo. 1897, “La vacuna de Jenner bien conservada y cuidadosamente propagada preserva indefinidamente de la viruela”, Boletín del Consejo Superior de Salubridad, vol. iii (3a época), núm. 1, julio 31, pp. 1-10.
• Manuell, R. E. 1910, ¿Cómo es, y por qué nuestra discusión sobre la vacuna es como es?”, Gaceta Médica de México, Apéndice al vol. v (3a serie), pp. 362-367.
• Noriega, Tomás. 1909, “La vacuna”, Gaceta Médica de México, vol. iv, (3a serie), núm. 9, abril 30, pp. 262-270.
• Orvañanos, Domingo. 1889, Ensayo de geografía médica y climatología de la república Mexicana, México, Secretaría de Fomento.
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Agradecimientos
Agradezco a Francisco de la Cruz, quien me ayudó en la búsqueda de algunos materiales que permitieron enriquecer este ensayo.
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Ana María Carrillo
Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo → Carrillo, Ana María. (1999). Los difíciles caminos de la campaña antivariolosa en México. Ciencias 55, julio-diciembre, 18-25. [En línea]
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