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T. S. Kuhn y la “naturalización” de la filosofía de la ciencia
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Ana Rosa Pérez Ransanz
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Hoy día se acepta ampliamente que la ciencia es un fenómeno cultural complejo, cuyo desarrollo depende de múltiples factores: biológicos, psicológicos, sociales, económicos, técnicos, legales, políticos, ideológicos, etcétera. De aquí que la empresa científica se preste a ser analizada desde perspectivas teóricas muy diversas y en función de distintos objetivos e intereses. Tal parecería, entonces, que la reflexión sobre la ciencia no puede ser tarea de una sola disciplina.
Consideremos, por ejemplo, el hecho de que las teorías científicas son producto de una actividad humana colectiva, la cual se desarrolla en determinadas condiciones y estructuras sociales. Si esto es así, el estudio de las instituciones y de las comunidades donde se lleva a cabo esa actividad, o del impacto que tienen sus resultados en nuestras formas de vida, cubre aspectos importantes de la ciencia en tanto que fenómeno social. Por otra parte, la ciencia, como conjunto de prácticas y resultados, está sujeta a un proceso de cambio y evolución. Se trata de prácticas y productos que se generan y desarrollan, modifican o abandonan, a través del tiempo. De aquí que la comprensión de la dinámica científica requiera la información que generan los estudios históricos de las diversas disciplinas. También encontramos que los estudios psicológicos y neurofisiológicos de procesos cognitivos como la percepción, el aprendizaje o la invención, contribuyen a esclarecer ciertas condiciones de la producción y transmisión de conocimientos. Ahora bien, desde la perspectiva de la ciencia como una actividad de resolución de problemas, es decir, como una actividad dirigida al logro de objetivos específicos, cae también bajo el dominio de la teoría de las decisiones. Y en tanto que sistema de procesamiento de información, la actividad científica es analizada por quienes se ocupan del diseño y funcionamiento de dichos sistemas, los teóricos de la inteligencia artificial, y en general por quienes trabajan en el campo de la psicología computacional. Este somero e incompleto recuento permite entrever la amplia gama de investigación científica que hoy día se hace sobre la ciencia misma. Además, hay que destacar el hecho de que las diversas ciencias que se ocupan de la ciencia, las llamadas “metaciencias”, han tenido un desarrollo sin precedentes en las últimas dos décadas. Sin embargo, esta proliferación de estudios metacientíficos ha dado lugar a una intrincada controversia. Si bien actualmente domina la tendencia a considerar que la ciencia debe ser objeto de estudio de un gran programa interdisciplinario de investigación —quizá uno de los más complejos de la ciencia contemporánea—, por otra parte impera un considerable desacuerdo en cuanto al orden de importancia y las relaciones que guardan entre sí los distintos estudios sobre la ciencia. Incluso se destacan algunos grupos que pretenden que su perspectiva teórica tiene un carácter fundamental o privilegiado. A modo de ejemplo consideremos una posición radical, la del grupo de sociólogos del conocimiento que trabajan en el “programa fuerte”, cuyo punto de vista coincide con la opinión que no pocos científicos tienen sobre el papel de la filosofía de la ciencia, opinión según la cual los análisis filosóficos no tendrían nada que aportar en un programa interdisciplinario de estudios sobre la ciencia. Los defensores de dicho programa sostienen, por su parte, que la sociología es el mejor camino para alcanzar una comprensión científica de la ciencia misma. El problema básico, según estos autores, es el problema de explicar las creencias en términos de factores o mecanismos causales, explicación que no necesita tomar en cuenta las propiedades epistémicas de las creencias. Es decir, en la explicación de por qué un grupo de sujetos acepta o rechaza ciertas creencias no son relevantes las consideraciones sobre la justificación, la verdad o la objetividad de las mismas. Y se supone que el mismo tipo de mecanismos causales, como por ejemplo los ejercicios de poder entre los sujetos o grupos involucrados, ha de explicar todo tipo de creencias vigentes en una comunidad, al margen de los criterios epistemológicos para calificar una creencia como conocimiento. Estos sociólogos piensan que hay algo básicamente equivocado en los modelos epistemológicos, según los cuales existen contextos donde las creencias se aceptan con base en razones que son independientes de los intereses personales, posición social e ideología de los sujetos involucrados. Esta pretensión de racionalidad se considera un mito inventado por los filósofos, ya que, según su juicio, todos los casos de aceptación y cambio de creencias, considerados racionales o no, deben ser explicados por su vinculación causal con los factores sociales. De aquí el rechazo de los análisis epistemológicos, y en particular de los análisis filosóficos del conocimiento científico.
Son varias las críticas que un filósofo puede hacer a este tipo de programas de investigación sobre la ciencia, y por razones que van más allá de la mera lucha territorial. Una de las críticas más obvias al “programa fuerte” va dirigida contra su tendencia reduccionista. Los sociólogos de este programa cometen una falacia, pues reconocer que la ciencia es un fenómeno social no implica que la mejor —y menos la única— manera de dar cuenta de la ciencia sea en términos de factores y condicionamientos sociales. El innegable carácter social de esta empresa no justifica semejante pretensión, como tampoco lo haría la innegable dimensión social de una enfermedad como el sida, cuya explicación no se agota en los factores sociales involucrados en su propagación. Esta línea de crítica se aplicaría a cualquier teoría sobre la ciencia que pretendiera tener la perspectiva fundamental o privilegiada. Por otra parte, los sociólogos radicales del conocimiento, al estipular los requisitos que debe cumplir una explicación de las creencias para calificar ella misma como explicación científica, de hecho están adoptando ciertos criterios epistémicos sobre lo que cuenta como una buena explicación y sobre lo que constituye un enfoque científico. Por tanto, resulta incoherente que nieguen la importancia de este tipo de criterios filosóficos, cuando justo son aquello que justificaría sus pretensiones de conocimiento acerca del conocimiento. Todo estudioso de la ciencia —sea del campo que sea— que utilice criterios normativos en su quehacer, pero que a la vez niegue la utilidad o pertinencia de los análisis epistemológicos, caería en una inconsistencia semejante. Esta forma de argumentar en favor de la epistemología, cuyo problema central se podría formular como el problema del control de calidad de nuestras creencias y prácticas cognitivas, supone que existen problemas propiamente filosóficos que no se pueden reducir o asimilar a los planteados en la agenda de otras disciplinas. En el caso del conocimiento existe un área de la filosofía profesional que se ocupa expresamente de analizar los criterios que permiten distinguir aquellas afirmaciones o prácticas que son aceptables, confiables o razonables, de las que no lo son. Y cabe notar que tanto en la vida cotidiana como en la investigación científica, lo tengamos o no presente, hacemos constantemente ese tipo de distinciones y evaluaciones epistémicas. Un crítico de la epistemología podría replicar que él no tiene ningún reparo en aceptar que, en efecto, existen problemas de carácter filosófico en relación con las creencias y prácticas científicas, pero que esos problemas sólo pueden ser abordados seriamente por los mismos científicos. En pocas palabras, la filosofía de la ciencia sólo pueden hacerla los propios científicos. La respuesta a este crítico —que entre otras cosas estaría ignorando la utilidad de la división del trabajo— sería que ciertamente la reflexión filosófica exige un conocimiento a fondo de su objeto de estudio. Ningún filósofo de la ciencia pondría esto en duda. Pero tener un buen conocimiento de un campo de investigación no exige ser un científico practicante. La idea de este crítico, tomada en serio, equivaldría a afirmar que sólo los huicholes son capaces de estudiar sus ritos, o que sólo quienes van a misa y comulgan son capaces de estudiar el dogma católico. Lo cual, en algunos casos, ni siquiera resulta conveniente. Además, el hecho de que alguien sea un científico practicante tampoco garantiza que esté en mejor posición para tratar los problemas filosóficos de su disciplina. El análisis filosófico, como el trabajo científico, requiere de un entrenamiento profesional en el que se adquieren ciertas habilidades, destrezas y herramientas específicas. Sin embargo, por otra parte, también es preciso reconocer que algunas de las objeciones que se han hecho a la epistemología y la filosofía de la ciencia tradicionales tienen un trasfondo de razón. Al respecto, una de las repercusiones de mayor alcance del trabajo de Thomas Kuhn ha sido su contribución a una nueva manera de entender la filosofía de la ciencia, una manera que se ha catalogado como “naturalizada”. Si bien esta orientación tiene antecedentes importantes dentro del mismo campo de la filosofía, uno de los principales motores de este cambio de rumbo se encuentra en la obra más discutida de Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, publicada en 1962. A partir de que la filosofía de la ciencia se constituye como una disciplina académica especializada —alrededor de los años veintes de nuestro siglo— dominó el supuesto de que era posible descubrir y codificar los principios epistemológicos que gobernaban la actividad científica. Pero además se consideraba que dichos principios debían ser autónomos o independientes de la ciencia misma, pues de lo contrario no podrían fungir como fundamento de la evaluación y elección de teorías, ni de las normas del proceder científicamente correcto. Tales principios supuestamente constituían el núcleo de una racionalidad también autónoma -incondicionada y categórica- que estaba por encima de las prácticas y resultados de esta empresa cognitiva. Aunque Kuhn nunca utiliza el término “naturalización” para caracterizar la orientación de sus análisis —término que se vuelve de uso común a partir del trabajo de Quine publicado en 1969, de hecho éstos encierran el núcleo de lo que hoy se entiende por “epistemología naturalizada”. En contraste con el enfoque tradicional, se parte de la idea de que no hay un conjunto de normas o principios autónomos, pues ahora se considera que la epistemología no es independiente de la ciencia. Pero esto —por lo menos en el caso de Kuhn— no significa negar que hay mejores y peores maneras de hacer ciencia, ni rechazar la posibilidad de que el análisis epistemológico permita formular recomendaciones de procedimiento o juicios de valor sobre esta actividad (por ejemplo, sobre el carácter racional de casos concretos de aceptación o rechazo de teorías). Pero sí implica que este tipo de normativa y evaluación crítica se debe contextualizar tomando en cuenta la manera en que los agentes llevan a cabo su quehacer, es decir, lo que para ellos significa “hacer ciencia”, lo cual ciertamente ha variado en las distintas comunidades y periodos históricos. La epistemología tradicional —cuyo principal cuestionamiento ha provenido del análisis de la ciencia— requiere principios autónomos debido a su compromiso con una concepción demasiado estricta de la justificación de creencias, donde ésta debe proceder de manera lineal y en una sola dirección. Esto es, se considera que la justificación debe partir de principios “autoevidentes” o “autojustificatorios”, pues de lo contrario se correría el peligro de caer en un regreso al infinito o en una circularidad viciosa. De aquí que la justificación de las afirmaciones que se hacen en la ciencia deba apelar, en última instancia, a principios que sean por completo independientes de cualquiera de esas afirmaciones. En particular, lo que las teorías científicas digan sobre los procesos de percepción, aprendizaje o procesamiento de información, sobre la evolución de las diversas creencias y prácticas, sobre los grupos donde se generan y avalan los productos de investigación, etcétera, no puede ser tomado en cuenta en la justificación de dichas teorías. En una palabra, aquello que requiere justificación nunca podrá utilizarse para justificar o evaluar. En contraste con esta concepción tradicional, resalta un sentido muy básico en que el modelo de Kuhn del desarrollo científico implica una naturalización de la epistemología: los estándares de evaluación que operan en la ciencia no son del todo autónomos respecto de las teorías sobre el mundo, lo cual se puede generalizar afirmando que los estándares o criterios utilizados en las distintas comunidades científicas se modifican en función de la misma dinámica de la investigación. Kuhn destaca que los cambios de teoría, los cambios en el nivel de las afirmaciones empíricas, han repercutido en el nivel de los criterios de evaluación o justificación. Aquí vale la pena citarlo extensamente: “Lo que puede parecer especialmente problemático acerca de cambios como éstos [cambios en los criterios epistémicos] es, desde luego, que por lo regular ocurren como secuela de un cambio de teoría. Una de las objeciones a la nueva química de Lavoisier era que obstaculizaba el logro de aquello que hasta entonces había sido uno de los objetivos de la química tra dicional: la explicación de cualidades, como el color y la textura, así como el cambio de éstas. Con la aceptación de la teoría de Lavoisier tales explicaciones dejaron de ser, por algún tiempo, un valor para los químicos; la habilidad para explicar los cambios de cualidades dejó de ser un criterio relevante para evaluar una teoría química”. Sin embargo, “la existencia de un circuito de retroalimentación a través del cual el cambio de teorías afecta a los valores que condujeron a tal cambio, no hace que el proceso de decisión sea circular en ningún sentido nocivo”.
Este sentido en que Kuhn naturaliza la epistemología, al afirmar que los valores o estándares epistémicos son afectados y modificados por la dinámica de las teorías empíricas, va acompañado de una naturalización del análisis filosófico de la ciencia. Este análisis requiere ahora de la información que generan otros estudios sobre la ciencia, estudios que son de carácter empírico. La naturaleza social, histórica y evolutiva de la empresa científica, la cual se reconoce ampliamente a partir de Kuhn, así como la importancia que éste otorga a los aspectos psicológicos de ciertos procesos cognitivos, descubren una red de relaciones entre las diversas disciplinas donde se toma a la ciencia como objeto de estudio: la filosofía, la historia, la sociología, la psicología cognitiva y, más recientemente, la biología evolucionista. La tarea de establecer la naturaleza de estas relaciones, central para un programa interdisciplinario de estudios sobre la ciencia, apenas está en marcha —se podría decir que arranca en los años setentas—, y como se dijo proliferan las discusiones sobre la primacía de alguna de estas disciplinas frente a las demás. Si bien aquí no es posible entrar en esta intrincada discusión acerca de las relaciones de complementación, presuposición o reducción entre los diversos estudios metacientíficos, vale la pena mencionar las principales posiciones en el campo de la naturalización de la epistemología. La más radical es la posición que afirma que la epistemología debería ser reemplazada o sustituida por una ciencia empírica de los procesos cognitivos, y según se conciban estos procesos se propone a la psicología (como en el caso de Quine), a la sociología (como hacen los sociólogos del programa fuerte encabezados por Bloor), o a la biología evolucionista (como, por ejemplo, propone Campbell).
También encontramos posiciones integradoras que intentan combinar los resultados de ciertas ciencias empíricas con el análisis conceptual o filosófico, considerando que la investigación empírica sobre los sujetos y procesos epistémicos es una condición necesaria para comprender la cognición humana, pero que, recíprocamente, las ciencias empíricas requieren de un análisis y justificación de sus propios presupuestos, esto es, requieren de la epistemología. Esta sería la posición de un autor como Shimony. En esta misma línea encontramos modelos de interacción más dinámicos, donde se argumenta que los cambios en las formas o estrategias de investigación conducen a cambios en los estándares de evaluación, y que a su vez las nuevas consideraciones epistemológicas inciden en los programas de investigación científica planteando nuevos retos o generando nuevas preguntas. El modelo de Kitcher es un buen ejemplo de este tipo de propuesta.
Frente a las naturalizaciones radicales que proponen eliminar la epistemología, conviene insistir en la objeción de que sus programas de investigación sobre el conocimiento no se libran de los problemas epistemológicos tradicionales. Todos ellos parten del compromiso con determinados modelos de explicación, con cierto tipo de entidades teóricas, con alguna noción de verdad, con cierta concepción de la inferencia, etcétera, que son compromisos que requieren ser justificados. Como observa Shimony, si este tipo de teóricos del conocimiento se abstuviera de asumir supuestos normativos, su situación simplemente sería análoga a la de alguien que “deposita toda su confianza en los matemáticos y asume la corrección de sus útiles teoremas, sin revisar las pruebas él mismo”. Pero dado que la mayoría de ellos intentan lidiar con cuestiones normativas, no pueden evitar el problema de la justificación de sus propios postulados. Por otra parte, el reto para los enfoques naturalizados que intentan preservar una función normativa o evaluativa para la epistemología, es en qué sentido y en qué medida pueden dar cuenta de la racionalidad del desarrollo del conocimiento.
Al respecto, cabe decir que la reticencia que se observa en las últimas publicaciones de Kuhn hacia los enfoques naturalizados se explicaría por su rechazo de las versiones extremas o reduccionistas, las cuales chocaban con su inmersión cada vez mayor en el análisis filosófico de la ciencia. El interés creciente de Kuhn en cuestiones como la racionalidad, el relativismo, la verdad y el realismo —temas centrales del libro que no llegó a publicar en vida— tenía que contraponerlo a las propuestas que eliminan como irrelevante a la filosofía de la ciencia.
Sin embargo, está claro que para este autor la racionalidad que opera en la actividad científica no es autónoma ni categórica. Los criterios de evaluación de hipótesis y teorías —criterios como simplicidad, precisión, consistencia, alcance, etcétera—, además de sufrir transformaciones en su interpretación y jerarquía a través del desarrollo de las distintas disciplinas, tienen siempre un carácter condicional o instrumental, esto es, conectan las estrategias de investigación con los objetivos perseguidos. Un científico actúa de manera racional cuando elige y utiliza los medios más efectivos, de entre los disponibles, para alcanzar las metas deseadas. También queda claro que, de acuerdo con el modelo de Kuhn, la tarea filosófica de evaluar la racionalidad de un cambio de teoría requiere la información que proporciona la investigación empírica sobre la ciencia. Es necesario apoyarse en estudios detallados del contexto de investigación y descubrir, en cada periodo del desarrollo de una disciplina, cuáles eran los objetivos, los supuestos, los procedimientos experimentales, las herramientas formales y los criterios de evaluación vigentes, para explicar que los científicos en cuestión hayan considerado una teoría como mejor que otra, y poder juzgar, en su contexto, si ese cambio de enfoque teórico fue un cambio racional o razonable. Esta vinculación entre filosofía e investigación empírica no sólo pone en tela de juicio la idea de que la filosofía de la ciencia se basa en principios autónomos y tiene un carácter puramente normativo. También pone en cuestión la idea de que el epistemólogo que adopta una perspectiva naturalizada se limita a describir lo que los científicos de hecho creen o hacen. Como señala Ronald Giere, una filosofía naturalizada de la ciencia —bien entendida— es semejante a una teoría científica en el sentido de que ofrece algo más que meras descripciones. En ambos casos hay una base teórica que no sólo permite elaborar explicaciones sobre su objeto de estudio, sino que también permite orientar la forma en que se conduce la investigación. Esto es, las teorías, en general, proporcionan una base para formular juicios normativos y evaluativos. Cuando Feyerabend cree detectar en el trabajo de Kuhn una ambigüedad a este respecto, dice: “Siempre que leo a Kuhn, me surge la siguiente pregunta: ¿estamos ante prescripciones metodológicas que dicen al científico cómo proceder, o frente a una descripción, vacía de todo elemento evaluativo, de aquellas actividades que generalmente se llaman ‘científicas’”? La respuesta de Kuhn va justamente en la línea de naturalización recién apuntada: “Si tengo una teoría de cómo y por qué funciona la ciencia, dicha teoría necesariamente tiene implicaciones sobre la forma en que los científicos deberían comportarse si su empresa ha de prosperar”. Esta respuesta no sólo rompe con la dicotomía entre lo prescriptivo y lo descriptivo sino que también revela que los juicios normativos sobre la actividad científica, además de depender de una teoría sobre la ciencia, tienen siempre un carácter condicional o instrumental. El esquema de la posición kuhniana sería como sigue: los científicos se comportan de tales y cuales formas; algunas de esas formas cumplen ciertas funciones básicas (es decir, permiten el logro de ciertos objetivos); en ausencia de formas alternativas que cumplieran funciones similares, los científicos deberían comportarse de tales maneras si su objetivo es hacer avanzar el conocimiento científico. Desde un enfoque naturalizado, ésta es la única clase de prescripciones legítimamente formulables, dado que no hay una racionalidad absoluta (ni autónoma ni categórica) como suponía la mayoría de filósofos de la ciencia anteriores a Kuhn. |
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Referencias Bibliográficas
Bloor, D. 1976, Knwoledge and Social Imagery, Londres, Routledge Kegan Paul. Feyerabend, P. 1970, “Consuelos para el especialista”, en I. Lakatos y A. Musgrave (eds.), La crítica y el desarrollo del conocimiento, Barcelona, Grijalbo, 1975, pp. 345-389. Giere, R. l989, “Scientific Rationality as Instrumental Rationality”: Studies in History and Philosophy of Science, Vol. 20, No. 3, pp. 377-384. Kitcher, P. 1993, The Advancement of Science. Science without Legend, Objectivity without Illusions, New York, Oxford University Press. Kuhn, T.S. 1962, La estructura de las revoluciones científicas, México, Fondo de Cultura Económica, 1971. Kuhn, T.S. 1970, “Consideración en torno a mis críticos”, en I. Lakatos y A. Musgrave (eds.), La crítica y el desarrollo del conocimiento, Barcelona, Grijalbo, 1975, pp. 391-454. Kuhn, T.S. 1977, “Objetividad, juicios de valor y elección de teorías”, en La tensión esencial, México, CONACYT/FCE, 1982, pp. 320-339. Quine, W.V.O. 1969, “Epistemology Naturalized”, en Ontological Relativity and Other Essays, New York, Columbia University Press, pp. 69-90. Shimony, A. 1993, Search for a Naturalistic World View, Vol. I, Cambridge, Cambridge University Press. |
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Ana Rosa Pérez Ransanz
Instituto de Investigaciones Filosóficas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
_______________________________________________________________ como citar este artículo → Pérez Ransanz, Ana Rosa. (1999). Thomas S. Kuhn y la "naturalización" de la filosofía de la ciencia. Ciencias 53, enero-marzo, 44-49. [En línea]
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