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Atentado en la cafetería de Ciencias |
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Ángel Zambrano G. | |||||||||||||
En ciertos estados de ánimo,
casi sobrenaturales, la profundidad de la vida se revela entera en el espectáculo que tenemos ante la vista. Charles Baudelaire, Diarios íntimos La mujer que electrocutó lo mítico de la belleza de la Marilyn
es una muchacha natural. La vi una calurosa mañana de verano, de espaldas hacia mí, sentada en flor de loto a la mesa de la entrada. Yo ocupaba algún lugar del fondo y tenía la taza de café doble exactamente en la punta de mi labio inferior. A mi izquierda, podía ver de reojo las dos fotografías tamaño natural de Marilyn colgadas de la pared; al frente estaba ella —la muchacha natural—, en gran plática con alguien. No sé de qué hablaba, pero mi curiosidad fue seducida por el magnético lenguaje de sus manos: dos aves iridiscentes, dos colibríes agitados que tocaban las castañuelas y un pandero inventados.
Me pregunté por el nombre de la dueña de esas manos que parecían recoger agua fresca de un estanque imaginario. Como yo no lo sabía, busqué en la pared de vidrio su rostro. Más era en vano. La celosa pared no me compartía ni su más pálido reflejo; la mantuvo en cautiverio con un egoísmo helado. A cambio, volví a perderme en el vuelo de los pájaros. Y poco después tuve un premio inesperado, un espectáculo más o menos así:
Las alas de dos gaviotas
acariciaban su pelo. De pronto se lo prendieron, se lo llevaron en vuelo. Vi suspendido en el éter, como abanico de dama, su mar castañondulante con resplandores dorados. Y vi todavía más: bajo el mar relampagueó, en todas direcciones, su esbelto cuello color entre miel y trigo de marzo recostada por el viento de la tarde. Fue una tormenta eléctrica. Las luces se apagaron. Un rayo implacable alcanzó las fotografías de Marilyn, y las derrumbó. Desde ese día, los encargados de la cafetería decidieron, muy realistas, dejarlas al nivel del piso, entre los mortales. Ahí están bien. Al menos, la guapita de Marilyn ya no se siente tan sola, según la miró el poeta, como astronauta frente a la noche espacial. De lunes a viernes, de ocho a veinte horas, quienes la admiramos sin exagerar sus atributos podemos verla en chanclas, con su delantal y su gorrito blancos, atareada entre las mesas, limpiándolas y guiñando el ojo izquierdo mientras sirve café.
No sé si a los demás, pero en la tormenta a mí me alcanzó por los ojos una chispa, una centellita de miel que descendió hasta mi sacro, al mismo ritmo que la cascada de pelo de la muchacha regresaba a sus hombros. La cafetería volvió a la normalidad. Un profesor de matemáticas tiró su plato con molletes y los estudiantes estallaron en risas y chiflidos. La plática de la muchacha natural terminó. Se puso de pie y pude verla de cuerpo entero. Ya la había visto otras veces ahí mismo y en los corredores de la facultad, de su universidad (también mía) sin comienzo, omnipresente, eterna como el mar. Pero no la había visto así. Desde entonces me secuestró la mirada. Se despidió de su amigo y se fue. Tomé un trago de café y ya se había enfriado. Me supo a gloria. Ahora espero que no la espante mi mirada. Noviembre de 1991
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Ángel Zambrano | |||||||||||||
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cómo citar este artículo →
Zambrano G., Ángel. 1992. Atentando en la cafetería de Ciencias. Ciencias, núm. 26, abril-junio, p. 63. [En línea].
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