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La molécula del amor R031B04A   
 
 
 
Alejandro Aguilar  
                     
Mira, Pedro, tendría que contarte todo lo que pasó
para que entendieras, aunque la necesidad primaria de entendimiento es mía, no sé qué me pasó. Supongo que ya sabes que Antonio y yo trabajamos colaborando en varias investigaciones desde hace ya algunos años, él en cosas del sistema nervioso y yo en las aspectos mentales del mismo campo, con un equipo de biólogos, psicólogos y psiquiatras, sin importarnos las corrientes filosóficas de moda.
 
Lo inicial dentro de las complicaciones que me trajeron acá fue esa tendencia, que tenía todo el equipo de investigación, a la que voy a llamar punk. Aunque en realidad creo que no debería de interpretarla como una tendencia, sino como la esencia de una especie de mezcla de curiosidad con irreverencia, lo que nos convirtió en iconoclastas, en el más amplio sentido de la palabra. También creo que eso fue lo que nos llenó de iconoclastas punkburgueses megalómanos a las unidades de investigación que nos asignaron.
 
Otra cosa que ya debes conocer, es que en el Hospital Universitario montamos una unidad para estudiar problemas fisiológicos de trastornos mentales. Todo iba muy bien, estudiábamos trastornos del sueño y otras variables fisiológicas en los sujetos con depresión; aparte, en el laboratorio, probábamos en modelos en animales una serie de hipótesis para encontrar explicaciones sobre la depresión y su tratamiento.
 
Aquí es donde entra en juego un paradigma experimental que se ha vuelto clásico en la biología: cuando se obtiene un fluido de un organismo vivo y se le administra a otro de la misma especie, si hubiese alguna molécula o mensajero químico en el fluido del primer ser vivo “que va a ser el donador” y esta molécula provocase alguna respuesta fisiológica o una conducta, ésta se deberá manifestar en el ser vivo que reciba al fluido. Hay varios ejemplos de este paradigma; por comentar los más conocidos, está por ejemplo, el experimento de Otto Löewi, que estimulando eléctricamente el nervio vago de una rana, produjo un cambio en la frecuencia de los latidos de su corazón. Cuando realizó la estimulación del nervio bañando el tórax de la rana con solución fisiológica, e inmediatamente después de la estimulación pasó la solución al tórax de otra rana, a esta le provocó el mismo cambio en la frecuencia cardiaca igual que si le hubiese estimulado el nervio vago. Con esto, Löewi propuso que la estimulación del nervio liberaba alguna sustancia que era la responsable de la respuesta fisiológica. Ahora sabemos que esta sustancia es la acetilcolina.
 
Otro experimento con el mismo paradigma fue realizado por el grupo de René Drucker en relación al sueño; si se pone a un gato sobre la superficie de una lata de sardinas y se rodea esta de agua con hielo, lo único que el gato no hará es dormirse porque de hacerlo caería en el agua fría y lo que aparentemente desagrada a los gatos tanto, que evitan el caer en ella al grado de que pueden permanecer 2 o 3 días sin dormir con tal de evitar caer. Al quitarlo del lugar del insomnio y situarlo en una superficie segura, sólida y seca, el gato caerá dormido inmediatamente. Aquí entra el paradigma: si obtienes líquido cefalorraquídeo de este gato y lo inyectas en la cavidad ventricular de otro gato, el gato receptor caerá dormido, lo que sugiere que en el líquido cefalorraquídeo existe algo que induce el sueño.
 
Pues bien, un día sucedió que alguien de nuestro equipo descubrió que habían llegado una serie de pacientes en los que la depresión parecía tener como causa una decepción amorosa y todos ellos habían tenido algún intento de suicidio. Estos pacientes tenían interesantes diferencias fisiológicas con respecto al resto de los pacientes con depresión, así que decidimos estudiar si también mostrarían alguna diferencia en el líquido cefalorraquídeo.
 
En esto estábamos cuando los experimentos bioquímicos dieron fruto: en las cromatografías de los líquidos de los pacientes con depresión amorosa encontramos diferencias en varias moléculas. Lo siguiente fue estudiar el efecto biológico que tuvieran esas moléculas. Los experimentos con animales dieron resultados sugestivos con una sustancia en particular, la feniletilamina, la que al ser inyectada en mamíferos adultos de cualquier especie, sin importar el sexo, hacía que los animales mostraran conductas de socialización que fueron calificadas como “aproximaciones eróticas”.
 
Éste y otros resultados similares en los animales orientaron mis ideas en una cierta dirección: ¡Pensé que habíamos encontrado la molécula del amor! ¡Qué triunfo para la psicofisiología y qué rudo golpe para la poesía! Se estaba volviendo todo muy interesante, teníamos una veta que nos permitiría hurgar a fondo en lo más tórrido de las pasiones humanas.
 
Después de los experimentos con animales, debíamos estudiar lo que ocurre con esta sustancia en los seres humanos y aquí fue donde surgieron los problemas. Yo quería probar la sustancia en la Caperucita, que es una niña que estuvo motivando varios de los poemas que has leído, se metió a jugar temerariamente con mis ideas, con mis deseos, moviéndose aparentemente con una cierta fascinación que aparentaba ser una atracción por mí; se adueñó de mi memoria y con esto logró invadir mis pensamientos. Quizá por esto yo me moría de ganas de ver cuál sería su conducta si tal fascinación tuviese un fondo real.
 
¿Cómo? Pues administrándole feniletilamina.
 
Sin embargo, un conflicto de orden ético me lo impidió: ¿cuál era mi derecho a usurpar la función de un tal Cupido, especialmente si lo hacía en mi favor? No te alteres; ya sé que no existe, que es un invento mitológico inscrito dentro del deseo humano, sin embargo, aunque me muriera de ganas de jugar al cupido, me horrorizaba intentar semejante cosa. Decidí entonces probar la sustancia conmigo.
 
Y ya ves, Pedro, no se si el efecto de esta molécula en los humanos dependa del estado del sistema, o tal vez el manejo de lo que llamamos amor sea diferente debido a nuestra complicada manera de aprender su significado, o de alguna otra cosa que pudiera no estar dentro de lo molecular, sino en eso que le llaman la mente. En fin, en mi caso el efecto no fue el de un enamoramiento, tal vez por existir en mí algo por el estilo en el momento de recibir la sustancia, sino que me produjo una conducta suicida similar a la de los pacientes.
 
Por cierto, Pedro, ¿Desde cuándo estás cuidando esta puerta? ¿Qué cosa es lo que hay que cuidar?… ¿Siempre la estás vigilando o el master te deja hacer otros cosas?… ¿Por qué no vamos a ver en dónde y cómo se termina este universo?… ¿O qué, acaso después de este universo hay otros universos?…
 
 
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Alejandro Aguilar      
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cómo citar este artículo
 
Aguilar, Alejandro. 1993. La molécula del amor. Ciencias, núm. 31, julio-septiembre, pp. 62-63. [En línea].
     

 

 

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