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Arnoldo Kraus      
               
               
Ni duda cabe que la salud de una sociedad puede evaluarse
cuando en el medio se dan fenómenos no conocidos previamente por los individuos que la conforman. Tales fenómenos, por tener como característica primordial el ser situaciones “nuevas”, poseen implícitamente la capacidad de cuestionar la estabilidad societaria y sus respuestas.
 
Así, las enfermedades, sobre todo cuando se convierten en epidemias, son digno representante de esos avatares. La historia ha sido testigo de los graves desajustes sociales que han resultado de enfermedades como la peste en el siglo XIV, el cólera, la tuberculosis o la lepra. Estas y otras enfermedades han suscitado en la población “sana” diversas respuestas, que en términos generales pueden delimitarse en dos tendencias: miedo a ser contagiados y el etiquetar —o lo que es peor aún, estigmatizar— al individuo como portador de un “mal social”. Es decir, el paciente se convierte en ente peligroso pues puede contagiar y a la vez, adquiere el atributo de no deseable. Triste situación.
 
Debido a lo anterior, las conductas sociales de rechazo, y no en pocas ocasiones de repudio, han hecho que algunas enfermedades, amén de su atributo biológico, adquieran características sociales. Renglones atrás, señalaba a la tuberculosis y a la lepra, patologías que aún en esta época son vistas con desdén y desprecio por la sociedad, por lo que los espacios para recluir a los enfermos en una especie de cuarentena, siguen siendo vigentes. Estas conductas sociales, a las cuales no dudaría en considerar también como patológicas, son vigentes en diversas latitudes. Lo anterior plantea un dilema y a la vez una cuestión: ¿Qué es más deletéreo para la comunidad: las “enfermedades sociales” o la intolerancia del individuo hacia el enfermo? Sean cuales sean las respuestas posibles, equivocado sería soslayar que la incapacidad de la sociedad para aceptar al ente con las patologías ya señaladas, apunta directamente a la descomposición social por la que atravesarnos.
 
El síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), catalogado por algunos como la “enfermedad del siglo XX” o erigida en “castigo divino”, no es exclusivamente una enfermedad grave sino que se ha convertido en una especie de censor de nuestro medio. Esta función dual, la de ser enfermedad y motivo para ser juzgado, es exclusiva del SIDA: no conozco otro mal que tenga estos atributos. Dicha dualidad, procede, sin duda, de la intolerancia y mala información de quienes conforman la comunidad. En este sentido, el padecer SIDA conlleva las tribulaciones de sufrimiento tanto físico como moral. Dolorosa paradoja de quienes padecen SIDA: se sufre tanto por la enfermedad como por la falta de comprensión. Del poder devastador del virus de la inmunodeficiencia humana hablan algunos de los artículos publicados en esta revista; de la miopía humana, ofrezco algunos ejemplos.
 
Estudios recientes, publicados en revistas médicas de los Estados Unidos, señalan, entre otras observaciones, que el 30 por ciento de los padres de familia cambiarían a sus hijos de escuela si en el salón de clases hubiese niños con SIDA, que el 31 por ciento de los estadounidenses piensan que los enfermos con SIDA deberían vivir lejos de vecindades “normales” y no deberían frecuentar lugares públicos; el 17 por ciento considera que sería prudente enviar a los enfermos de SIDA a islas remotas. En el mismo informe se dice que el 54 por ciento de los norteamericanos se han convertido en antihomosexuales, mientras que tres cuartas partes de la población consideran que la entrada a extranjeros enfermos de SIDA debería ser prohibida, mientras que la quinta parte opinó que los pacientes que padecen esta enfermedad, haciendo alusión a los homosexuales, “tienen su merecido”.
 
En otros países, la situación no es mejor. En Japón, por ejemplo, el 68 por ciento de la población es renuente a trabajar al lado de enfermos con SIDA, mientras que en Cuba, el Ministerio de Salud tomó la determinación de colocar en cuarentena a todos aquellos infectados por el virus, aun en contra de la voluntad de los afectados. En determinados países africanos, la cuarentena cubana es juego de niños: algunos enfermos o portadores del virus del SIDA han sido ejecutados.
 
Las cifras anteriores pueden resumirse en pocas palabras: el SIDA ha permitido que la sociedad reavive uno de sus más recalcitrantes vicios, la discriminación. Lo que no es todavía fácilmente mesurable son los efectos contraproducentes de tal fenómeno. Estudiosos de las universidades de Harvard y Columbia han sugerido que dicha discriminación, además de ser objetable por razones morales y éticas, puede ser a la vez un arma de doble filo, ya que conduce a la persona potencialmente infectada a no exponerse a los procedimientos diagnósticos adecuados por el temor a ser señalado, repudiado e incluso castigado. Con lo anterior, lo único que se logra es que el individuo infectado continúe diseminando el virus.
 
De la discriminación, la caterva negativa prosigue: los enfermos son estigmatizados, segregados y posteriormente rechazados. Roberto Castro-Pérez dice que los procesos de estigmatización “… no contribuyen a la reintegración de los enfermos a la normalidad, sino que a la marginación biológica, se añade la social”. En este contexto, es fácil entender por qué el SIDA representa doble enfermedad: una biológica —producida por el virus— y otra societaria que emana de la descomposición social.
 
A lo ya expuesto, hay que agregar que, debido a la falta de información y a la influencia negativa de algunas religiones que prohíben el uso del condón, el SIDA prosigue su diseminación, sobre todo en las clases desprotegidas. Para ilustrar lo anterior me autoplagio (La Jornada, 13 de octubre, 1993): “… toda vez que el uso del condón y el aborto son proscritos por la mayoría de los credos, la diseminación del virus ha encontrado tierra fértil precisamente entre quienes han seguido las leyes de la naturaleza sin cuestionarla”. Es evidente que los grupos aludidos son los de recursos más bajos. Así, por ejemplo, se calcula que en 1993 nacerán en las regiones del este y del centro de África seis millones de infantes. Por lo menos un millón de las parturientas será portadora del virus del SIDA, por lo que 300 mil bebés habrán muerto por la enfermedad hacia 1995, y 700 mil, años después. Sin duda, el “experimento” se repetirá cada año en forma casi idéntica; la diferencia será que cada vez más personas morirán. Huelga decir que estos grupos, marginados ancestralmente, enmudecidos y desprovistos de toda voz, una vez que han contraído el SIDA, son estigmatizados y señalados por quienes prohibieron el uso del condón. Paradojas del destino o círculos apocalípticos, a los cuales hemos acostumbrado nuestros oídos y nuestro quehacer cotidiano.
 
Debe comprenderse a nivel mundial, que la oportunidad para detener el SIDA es obligación de todos. Hacernos corresponsables de la epidemia del sida permitirá que nazcan menos niños huérfanos y que el espíritu de nuestra especie se vindique.
 articulos
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Arnoldo Kraus
Médico y colaborador del diario La Jornada.
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición "Salvador Zubirán".
     
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cómo citar este artículo
 
Kraus, Arnoldo. 1994. SIDA: no sólo enfermedad. Ciencias, núm. 33, enero-marzo, pp. 51-52. [En línea].
     

 

 

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