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Ana María Cetto y Luis de la Peña      
               
               
Seguramente los ingleses Robert Boyle y Robert Hooke
no fueron los primeros en observar los sutiles y juguetones colores que presentan las escamas de los peces o las manchas de aceite en el agua cuando son iluminadas con la luz del Sol. En cambio, sí parecen haber sido los primeros científicos en sugerir, cada uno por su cuenta, que este hermoso fenómeno llamado iridiscencia es un indicio de la naturaleza ondulatoria de la luz.
 
Lo anterior no era poca cosa, considerando la atmósfera de pensamiento mecanicista que, con el éxito de la dinámica newtoniana, se iniciaba precisamente en la patria de Newton; atmósfera que poco más tarde sería dominada por la visión de un Universo cuyos constituyentes todos, grandes o pequeños, obedecen las leyes de la mecánica. No es que el propio Newton estuviese muy seguro de que un modelo corpuscular de la luz pudiera explicar todo lo que de ella había sido observado y lo mucho que él mismo había contribuido a elucidar y que reporta en su magnífico tratado de Óptica. Ciertamente la propagación rectilínea de la luz lo había convencido de que ésta consiste en partículas diminutas que emanan a altísima velocidad de la fuente luminosa. Pero las observaciones de ciertos efectos de la materia en su interacción con los haces luminosos —la refracción y el cambio de velocidad al pasar de un medio a otro, la descomposición de la luz blanca en colores y la formación de los anillos concéntricos que llevan su nombre, entre ellos— no parecían dejarse explicar con base en un modelo simple puramente corpuscular.
 
Al hecho por todos conocido de que la luz se propaga en línea recta, como lo demuestra la formación de sombras geométricas por cuerpos opacos colocados al paso de la luz, se contrapone, sin embargo, otro hecho que no nos es del todo ajeno: estrictamente, la luz no se propaga siempre en línea recta, como lo demuestra, en una observación meticulosa del borde de una sombra, la aparición de delgadas franjas luminosas en la zona oscura, así como delgadas franjas oscuras del lado iluminado. Para Newton la propagación rectilínea era lo esencial; para Hooke, en cambio, lo importante era la desviación de la propagación rectilínea. Su interpretación de este fenómeno como resultado de la difracción —la conocida desviación de la dirección de propagación de toda onda por efecto de los bordes— fue motivo suficiente para que intentase construir una primera versión de teoría ondulatoria de la luz. En contraste con las ondas en una superficie de agua, la escala a la que se producen los efectos de borde en el caso de la luz es microscópica —piénsese, por ejemplo, en las partículas que al nadar suspendidas en el interior de nuestros ojos producen finas imágenes como encajes de colores, a causa de la luz difractada. Esto indica de qué pequeñísimo tamaño habría de ser la longitud de onda de las vibraciones luminosas; ahora sabemos que para la luz visible es menor que una décima de micra.        
 
Así fue como se inició, hace ya trescientos treinta años, un largo y accidentado capítulo de la historia de la física, que sigue deparando sorpresas, creando controversias y dando qué pensar. Una vez debidamente descartados los fluidos como el flogisto y el calórico, los físicos han concebido dos —y sólo dos— diferentes mecanismos para el transporte o la propagación de materia, energía y otras propiedades físicas, que se excluyen mutuamente: las partículas y las ondas. Se ha intentado una y otra vez explicar la propagación de la luz en términos de uno u otro de estos mecanismos. Pero la luz insiste en no dejarse encasillar por nuestros modelos; elude todo intento de definición excluyente. Durante más de tres siglos una pléyade de científicos han pasado sus mejores horas tratando de entender la luz, de describirla, de descubrir su verdadera naturaleza. Sin embargo, en cada nuevo intento, la luz parece recordarnos que una característica esencial de ella es precisamente su elusividad, su capacidad de escaparse, veloz; su necesidad de moverse siempre porque al dejar de hacerlo cesa su existencia misma.
 
Pero el caso no está del todo perdido, pues la noción que hoy se tiene del fenómeno luminoso, si bien es incompleta y dista de ser unánime, es mucho más rica que la que pueden haber tenido nuestros antecesores, empezando por el propio Newton, justamente gracias a las contribuciones de todos ellos: Christian Huygens, quien ya alrededor de 1680 explicó la reflexión y la refracción en términos de su principio referido a los frentes de onda como fuentes de nuevas ondas; Erasmus Bartholin y su descubrimiento de la polarización de la luz, indicio inequívoco del carácter transversal de las ondas luminosas (en contraste con las sonoras, que son longitudinales); el médico (físico y filólogo después) Thomas Young, quien, muy en contra de la opinión establecida, interpretó su histórico experimento de la doble rendija como resultado de la interferencia de ondas y desarrolló su teoría matemática; Augustin Fresnel quien, apoyándose en la propuesta de Young, simplificó y perfeccionó el formalismo ondulatorio necesario para la descripción de los fenómenos ópticos; Michael Faraday, quien descubrió por la vía experimental una estrecha relación entre la luz y el electromagnetismo; Armand Fizeau y Léon Foucault, quienes lograron medir la altísima velocidad de la luz en el aire y en el agua; James Maxwell, quien estableció la naturaleza de la luz como radiación electromagnética, describible por medio de sus clásicas ecuaciones; Max Planck, con su hipótesis de cuantización de la energía luminosa; Einstein y sus profundos estudios sobre las propiedades estadísticas de la radiación, su carácter corpuscular y su interacción con la materia; P.A.M. Dirac, quien desarrolló el formalismo de cuantización de la luz, descrita en términos de fotones; Basov, Prokhorov y Townes por haber inventado el máser y el láser; los ópticos que han realizado finísimos experimentos de interferencia y fotodetección en condiciones extremas de intensidad luminosa… y tantos otros que es imposible mencionarlos a todos en este espacio.
 
El experimento de Thomas Young
 
Los impresionantes avances de la instrumentación óptica en tiempos recientes, estrechamente vinculados a los nuevos láseres y sistemas de fotodetección y conteo, han dado lugar a una oleada de finos y elaborados experimentos de interferencia, que hasta hace poco no pasaban de ser gedankenexperimente o sueños de la imaginación de los físicos teóricos. Con ellos se están poniendo a prueba —exitosamente—, una tras otra, las predicciones de la teoría. Pero el verdadero éxito de estos experimentos consiste en que siempre arrojan algún resultado que pone a prueba, a su vez, la capacidad de los teóricos de entender el fenómeno e interpretarlo correctamente. Cada nuevo experimento pretende acercarnos más a la realidad, o a algún aspecto de ella. Sin embargo, cuanto más indirecto es el contacto del experimentador con el sistema, por alejarse este último de la escala de sensibilidad humana, tanto mayor es el margen para la interpretación teórica.
 
En este artículo ofreceremos elementos que ayudan a entender los recientes experimentos de interferencia, desde una perspectiva concreta acerca de los fenómenos cuánticos de la radiación y la materia. Pero, para apreciar en su justo sentido tales experimentos, convendrá partir desde el principio e ir por pasos. Así que remontémonos nuevamente a los inicios del siglo pasado y recordemos la esencia del experimento de Young  
 
En el arreglo presentado esquemáticamente en la figura 1, la luz que emana de una fuente puntual F es interceptada por la pantalla opaca y sólo puede pasar aquélla que atraviesa por las delgadísimas rendijas P1, P2. El patrón de interferencia se produce en la pantalla de proyección, al coincidir los dos haces provenientes de las rendijas; Q representa un punto cualquiera de este patrón. Éste es un experimento sencillo que, con elementos caseros y una cierta dosis de curiosidad y paciencia, uno puede realizar en un cuarto oscuro. Se obtiene una imagen como la de la figura 1b si se emplea una fuente de luz de color puro, o bien una superposición de patrones de diferentes anchos y colores si se emplea luz blanca.
 
Para entender la formación de esta imagen es necesario pensar que la luz viaja en forma de ondas; no hay otra salida. Originalmente las ondas emanan de un foco puntual y se propagan radialmente hacia la pantalla, formando frentes de onda concéntricos; las dos rendijas actúan como nuevas fuentes de ondas que viajan por separado; pero, ahí donde coinciden estas ondas, se superponen sumando algebraicamente sus amplitudes y dando como resultado el típico patrón en que las zonas oscuras se alternan con las zonas de luz (figura 1c): ahí donde coinciden las crestas o los valles de las dos ondas, las amplitudes se suman; donde la cresta de una onda coincide con el valle de la otra, se cancelan. Nótese que al tener las nuevas fuentes de luz (P1 y P2) un origen común (F), queda garantizada la coherencia de las ondas, que es esencial para generar interferencia; si en su lugar se colocan dos focos independientes no hay una relación constante entre las fases de las ondas que emanan de ellos, y la pantalla de proyección queda totalmente iluminada, por ausencia de interferencia.
 
A partir del experimento de Young se han desarrollado instrumentos de interferencia de diversos tipos, que varían según el sistema empleado para dividir el haz de luz original; la pantalla con las dos rendijas puede sustituirse con un juego de espejos, o un biprisma, o incluso una lente partida por la mitad. Con un poco más de elaboración, tales instrumentos se convierten en interferómetros ópticos; los hay de haz doble y de haz múltiple, y sirven para realizar tareas de muy alta resolución en metrología y espectroscopía. Por ejemplo, se determina con ellos la forma de una superficie pulida con una precisión hasta de algunas millonésimas de milímetro, o la separación, hasta algunos millones de kilómetros, entre dos estrellas binarias que se encuentran a años luz de distancia.     
 
En otra notable familia de interferómetros, el haz se divide en dos con ayuda de un semiespejo: un espejo especial que, idealmente, refleja la mitad de la luz y deja pasar la otra mitad. A esta familia pertenecen los interferómetros de Michelson, como el que fue empleado en 1881 para el histórico experimento que estableció la constancia de la velocidad de la luz, base actual para la teoría de la relatividad especial.
 
Un primo popular del instrumento de Michelson, llamado de Mach-Zehnder, se ilustra esquemáticamente en la figura 2. Aquí también el haz de luz incidente se divide por un semiespejo (S1), y los haces separados se recombinan con la ayuda de los espejos (E1, E2) y un segundo semiespejo (S2), después de haber recorrido sendas diferentes. El patrón de interferencia puede registrarse en cualquiera de los dos detectores (D1, D2) que reciben los haces recombinados. Si se coloca un objeto transparente al paso de uno de los haces (el haz 1, digamos), se verá modificado el patrón de interferencia: podrá recorrerse o distorsionarse, según las características ópticas del objeto; así, el patrón de interferencia nos proporciona información sobre el objeto. Si el objeto es opaco, intercepta totalmente el haz 1, y sólo el haz 2 llega a los detectores, sin interferencia.
 
La familia de interferómetros ha seguido creciendo y multiplicándose, hasta incluir instrumentos basados en técnicas holográficas. Con ellos se pueden registrar y analizar minúsculas deformaciones de un objeto, irregularidades en una superficie, flujos de aire en torno a modelos aerodinámicos, o los patrones de turbulencia en cualquier fluido transparente; las aplicaciones son múltiples. Para los propósitos del presente artículo bastará considerar el experimento de Young, o bien la versión más sencilla del instrumento de Mach-Zehnder ilustrada en la figura 2.
 
¿Interferencia de fotones?
 
Cuando, a principios de siglo, se fue consolidando la imagen de la luz como constituida por corpúsculos o paquetes de energía, según los trabajos de Planck y Einstein, comenzaron a surgir serios problemas de compatibilidad con el modelo ondulatorio porque, al tratar de entender los experimentos de interferencia en términos de corpúsculos, emergen naturalmente preguntas como las siguientes: ¿qué papel desempeñan los fotones: acaso interfieren unos con otros, o es que cada uno interfiere consigo mismo?, o si no, ¿cómo es que el fotón que pasa por una rendija se entera de que a cierta distancia hay otra rendija abierta, por la que no está pasando?, ¿acaso el fotón se vuelve onda para pasar por las dos rendijas, y después, al incidir sobre la pantalla, se transforma nuevamente en corpúsculo?
 
Estas preguntas han recibido cualquier tipo de respuestas, sin que ninguna de ellas pueda decirse que es del todo satisfactoria. Hay quien ha llegado a recurrir inclusive a la conciencia del experimentador como el elemento que decide en qué instante se produce la supuesta metamorfosis onda-corpúsculo…   
 
Al poco tiempo del surgimiento de la hipótesis cuántica, ya en 1909, se diseñaron experimentos de interferencia ex profeso con la esperanza de encontrar respuesta a algunas de estas interrogantes. Era necesario aprender a realizar tales experimentos en condiciones que permitieran poner en evidencia la naturaleza corpuscular de la luz, o sea, en condiciones de muy baja —bajísima— intensidad luminosa.     
 
En las aplicaciones ópticas que mencionamos arriba, la interferometría se realiza comúnmente con una iluminación suficiente para apreciar bien los patrones de bandas claras y oscuras. Para el experimento de Young, por ejemplo, es normal emplear un foco de unos cuantos watts de potencia efectiva. En nuestro lenguaje cotidiano, ésta parece ser una cantidad razonable; pero traducida al lenguaje fotónico, equivale a nada menos que unos cuantos trillones de fotodetecciones por segundo; en otras palabras, cuando un fotodetector recibe una intensidad equivalente a un watt de luz blanca, debe absorber, idealmente, más de 1018 fotones por segundo. En tales circunstancias los brazos del interferómetro están todo el tiempo repletos de fotones que ocupan la misma región del espacio.
 
Si se desea investigar las propiedades ondulatorias de los fotones —o bien, las propiedades corpusculares de la radiación luminosa— es necesario que esta intensidad se reduzca por muchos órdenes de magnitud. Como el lector puede imaginar, la tarea no es sencilla: se requiere una fuente de luz estable que emita apenas unos cientos de fotones por segundo y que se mantenga encendida durante un largo rato, en total oscuridad ambiente, para producir una imagen clara del patrón de interferencia. Se requiere de un divisor del haz que haga justamente eso: dividirlo en dos, sin alterarlo por absorción o dispersión. El interferómetro debe tener los brazos largos y separados entre sí, para asegurar que no haya interacción entre los dos haces. Se requiere de haces muy bien colimados para que lleguen enfocados hasta los detectores, los cuales deben ser de alta eficiencia para evitar pérdidas de información.
 
En el transcurso de los últimos cuarenta años, los experimentos se han ido acercando más y más a estas condiciones ideales. Proliferan y se extienden los experimentos: de Hungría a la Unión Soviética, de ahí a Escocia, a Francia, Estados Unidos, Austria… y en cada uno de ellos se introducen nuevas variantes, a menudo sugeridas por los ópticos teóricos, que esperan, en cada ocasión, recibir una respuesta o confirmación “definitiva” de su hipótesis o predicción. Aunque rara vez esta esperanza se ve satisfecha, poquito a poco se va obteniendo un cuadro más completo del fenómeno. Más completo, quizás sí; más comprensible, ya no es tan claro.
 
Puede ahora decirse con certeza, por ejemplo, que aunque los fotones sean recibidos uno a uno por el detector, juntos van construyendo el patrón de interferencia. Esto quiere decir que en cada fotodetección aislada está presente de alguna forma la información de la existencia de los dos posibles caminos, sin necesidad de que los fotones interaccionen o interfieran entre sí. Ya sea que el fotón viaje por el brazo 1 o por el brazo 2 del instrumento, llegará a un punto del detector que corresponde a banda clara en el patrón de interferencia; ni por error aterriza en una zona oscura. Curiosamente, cuando un objeto opaco interrumpe uno de los caminos, el haz que viaja por el otro camino “recibe” esta información: incide indistintamente sobre todos los puntos del detector, sin señal alguna de interferencia. Desde una perspectiva puramente ondulatoria no hay misterio; el problema surge cuando se quiere entender el comportamiento del componente corpuscular de la luz.
 
Con estos resultados se pone en evidencia una de las características más singulares y menos comprendidas de los sistemas cuánticos: la no localidad. En cada evento aislado está presente la información del conjunto. Cada una de las fotodetecciones, aun siendo un evento perfectamente localizado en el espacio, obedece a un conjunto de leyes y restricciones determinadas por el arreglo experimental completo. No importa si un fotón dado viajó por el camino 1 o por el camino 2; de todas maneras “sabe” si el otro camino, distante, está abierto o no.
 
Irónicamente, sin embargo, el experimentador no puede saber por dónde viajó el fotón cuando los dos carninas se encuentran abiertos y libres de obstáculos. Cualquier intento por averiguarlo, se dice, implica una intervención con el experimento, una alteración del estado del sistema observado, que acaba por destruir la interferencia. Una vez más, el fotón lleva las de ganar.
 
Recientemente algunos físicos se han propuesto retar de nueva cuenta al fotón, proponiendo el concepto de mediciones “libres de interacción”. En su versión más simple, la idea es como sigue: tómese el interferómetro de la figura 2, y colóquense los detectores a la salida de manera que D1 esté en una banda de luz del patrón de interferencia 1, y D2, en cambio, esté en una banda oscura del patrón 2. Cuando los dos brazos están libres de obstáculos, toda la luz será recibida por D1, pero, si en un momento dado, se interpone un obstáculo al paso de la luz en el brazo 1, los dos detectores reciben luz, de manera que cada fotón registrado en D2 señala inequívocamente la presencia de un obstáculo en el brazo 1 —por el que no transitó. Se dice así que el fotón efectuó una “medición” del obstáculo en el brazo 1 sin haber interactuado con él…
 
El mar de fondo
 
La situación a la que se ha llegado, apenas bosquejada aquí, recuerda el estado de cosas al que había conducido el modelo de Ptolomeo para el movimiento de los planetas, en la época del Renacimiento: se requerían explicaciones cada vez más elaboradas y argumentos ad hoc cada vez menos convincentes, antes de que la hipótesis heliocéntrica irrumpiera en el panorama y ayudara a poner cada cosa en su lugar. Análogamente, en el caso de la luz, se antoja necesario encontrar un nuevo elemento físico, unificador y simplificador, que permita construir una imagen coherente, tal que las diversas piezas embonen en su lugar sin hipótesis adicionales introducidas ex profeso ante cada nueva sorpresa.
 
Este elemento debe ser capaz de explicar al menos dos características que están siempre presentes en los experimentos: la aparente no localidad y, al mismo tiempo, la aleatoriedad manifiesta de los eventos individuales. En este contexto resulta muy sugerente aceptar la existencia del vacío electromagnético o campo de radiación de punto cero —ya latente en los trabajos de Max Planck de principios de siglo—, que representa el estado “en reposo” del campo de radiación electromagnética. Se le llama así porque existe aun a temperatura cero, en ausencia de luz. Este mar de fondo, que está siempre presente y permea todo el espacio, es un campo ondulatorio, estocástico, que posee componentes de todas las longitudes de onda. La luz se superpone a él; se dice que es el asiento de los fenómenos luminosos. Tratándose de un campo electromagnético, está sujeto al cumplimiento de condiciones de frontera y de continuidad en presencia de objetos materiales; por ello contiene en su estructura la información de todo el entorno, de la situación experimental completa. Por ejemplo, cuando un interferómetro tiene los dos brazos abiertos, este campo posee determinada estructura; cuando uno de los brazos se cierra, el campo de fondo se entera: en el espacio ocupado por el instrumento, su estructura toda se ve modificada.     
 
Si bien este mar de fondo es invisible por sí solo, es de concebirse que interfiere —en las condiciones experimentales apropiadas— con el campo de radiación fotónica, lo que quiere decir que la luz de cierta longitud de onda interfiere con las componentes de la misma longitud de onda que contiene el campo de punto cero. De esta manera la información “no local” o “global” contenida en él —oculta en ausencia de luz— se imprime en cada evento individual que culmina con una fotodetección —se pone de manifiesto con la presencia de la luz.
 
Un primer intento en esta dirección lo ha hecho la óptica estocástica, para explicar los resultados de una variedad de experimentos de interferencia sin necesidad de introducir el concepto de fotón. Esta teoría ha sido estudiada con especial énfasis por Emilio Santos en Santander y Trevor Marshall en Manchester. Aún hay mucho que explorar por este camino, para lo cual será necesario desarrollar una teoría más completa que tome también en cuenta la interacción de ambos campos con la materia; pero al menos se vislumbra en principio la posibilidad de construir una imagen más satisfactoria, sin recurrir a fenómenos misteriosos o a la conciencia del experimentador.
 
Antes de terminar, habría que mencionar que fenómenos ondulatorios análogos a los aquí descritos se dan entre las partículas, como los electrones, por ejemplo. También los electrones poseen propiedades ondulatorias: se refractan, interfieren, se difractan…; también el comportamiento de los electrones es no local y aleatorio.
 
Según la electrodinámica estocástica —la teoría complementaria a la óptica estocástica orientada a explicar el comportamiento cuántico de la materia—, es posible en principio entender estas singulares características de las partículas si se acepta que detrás del fenómeno de interferencia está una vez más el campo electromagnético de punto cero, el mismo mar oscuro: al interactuar con este fondo ondulatorio, los electrones adquieren movimientos que reflejan su estructura específica según el arreglo experimental. Aquí lo interesante es que una hipótesis única, una causa común, se identifica como la fuente de ambos comportamientos, el de la luz y el de las partículas. Pero esto es material para otra ocasión… 
 
 articulos
 
     
Referencias Bibliográficas
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Cetto, A. M., 1996, La Luz. La ciencia desde México, FCE, México.
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Watson, A., 1996, Physicists trap photons and count them one by one, Science 272, 34 (abril).
     
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Ana María Cetto
Investigadora del Instituto de Física, Universidad Autónoma de México.
Coordinadora del proyecto del Museo de la Luz.
 
Luis de la Peña
Investigador emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Investigador del Instituto de Física, UNAM.
     
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cómo citar este artículo
 
Cetto, Ana María y De la Peña, Luis. 1997. Luz sobre un mar de fondo. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 20-25. [En línea].
     

 

 

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